miércoles, 14 de noviembre de 2018

Vondifrto

La palabra que quiero escribir es “Considero”, pero la que aparece en la pantalla es Vondifrto, producto de ubicar mal los dedos en el teclado, de no reposar el anular, el medio y el índice sobre las teclas a, s y d respectivamente, sino una tecla hacia la derecha. 

De inmediato el corrector de ortografía la subraya en rojo, y cuando busco qué palabras me indica para corregir mi error, me dice que no hay sugerencias, hecho acertado pues en el diccionario tampoco  hay ninguna palabra que se le asemeje. Entonces, podemos decir, nos encontramos ante una palabra no-palabra. 

Hablemos de la palabra por sí sola, esa “unidad lingüística, dotada generalmente de significado, que se separa de las demás mediante pausas potenciales en la pronunciación y blancos en la escritura”, una de las definiciones dadas por los eruditos de la RAE, a quienes imagino como unos viejitos con túnicas y barbas largas, que pasan varias horas del día sentados en frente de escritorios repletos de papeles, mientras los revisan y escriben en ellos, con una pluma de tinta de las antiguas, semejantes definiciones tan intrincadas.  No entendamos la palabra como el no tenerla, la facultad de hablar o la palabra de Dios.  Me gusta eso de que la palabra generalmente está dotada de significado, lo que abre la posibilidad de que existan las no-palabras, las que inventamos o se nos aparecen y que no tienen significado.

En un aparte de el Hombre que no fue Jueves, Constaín afirma que iba a escribir “Nada de relatos vagos y resúmenes agotados”, pero que hundió mal la teclas y la palabra con la que cerro la frase fue ahotados , un adjetivo arcaico que significa “osado y atrevido”. 

No tengo la misma suerte con vondifrto, de difícil pronunciación con esas tres consonantes seguidas, y que no se me ocurre que pueda ser o significar: ¿un verbo, un adjetivo?, decidan ustedes.

martes, 13 de noviembre de 2018

Cliché

Busco con qué frase cerrar el primer párrafo de un artículo, eso que llaman el lead. Pruebo con una, lo leo de nuevo y la borro. Hago lo mismo varias veces, hasta que doy con una que considero apropiada, incluso ingeniosa, o por lo menos, así me parece. 

Reviso todo el texto de nuevo, busco que no se me escape ninguna tilde de un verbo agudo, que siempre me maman gallo, y lo envío, orgulloso de esa frase que incluso considero mejor que todo el artículo; pendejadas que uno piensa. 

Al día siguiente la editora me lo envía corregido. Casi todo el texto está igual, menos el primer párrafo, y lo que le hace falta es precisamente mi frase, esa frase que yo pensaba que podía ganarse un premio Nobel, si existiera la categoría: Frases Ingeniosas. 

Supongo que es un cliché, vuelvo a leer el texto original y aunque la defiendo ya no me suena tan armoniosa como antes. Ese es el problema con los clichés, es decir, que si uno, sin querer, utiliza alguno, cree que suenan maravilloso, una mini-poesía preciosa, pero ante otros ojos lectores, como dice Antonio García Ángel, hacen chirriar el violín. 

Lo leo y lo releo, y ahora,  aparte de cliché, me parece que tiene tintes de opinión, una de esas viscerales que uno considera verdad absoluta, como casi todas las opiniones. 

Con ella, intento arremeter en contra de algo con lo que no estoy de acuerdo y olvidé, creo yo, lo más importante: contar algo para que cada lector tome lo que considere apropiado del escrito. 

Pienso en cómo han ido apareciendo los clichés a lo largo de la historia, como alguien creyó escribir una frase brillante, pero que en realidad es basura, y como otra persona la utilizó, luego otra y así sucesivamente hasta institucionalizarlos en los lenguajes.

lunes, 12 de noviembre de 2018

El guion de diálogo de Chéjov

La opción para escribir diálogos entre personajes, como para muchas otras cosas en nuestras vidas, se termina convirtiendo en la elección entre una dicotomía: las comillas o los guiones largos, escuetamente conocidos como rayas. 

Al escritor que dictó un diplomado de escritura creativa que tomé hace mucho tiempo le gusta utilizar guiones, mientras que en un curso de crónica, el periodista que lo dio prefiere las comillas.

Lo que me gusta de estas dos opciones es que, a mi parecer, ninguna es mejor que la otra, y quien escribe selecciona la que quiera por mero gusto, porque se le dio la gana y ya, porque sí, por una afinidad especial y difícil de precisar, hacia cada signo tipográfico; aunque no sé si existe una regla para utilizar el uno o el otro.

Personalmente prefiero las comillas, solo porque no se bien cuál es la forma correcta de utilizar el guion, aunque me gusta más el uso de ese signo, cuando se utiliza para que el narrador de una acotación en medio de un parlamento entre dos personajes. Creo que, bien utilizado, ese artilugio narrativo hace maravillas y le aporta muchísimo a una narración.

¿Por qué lo de Chéjov? Simplemente porque cuando quiero utilizar el guion largo, que, recordemos, no es el guion normal, es decir, el signo menos(-), que de largo no tiene nada; suelo abrir un documento de notas de un libro de cuentos de Chéjov, en el que sé que está ese guion de diálogo. Seguramente aparece en varios de los documentos que tengo guardados, pero por alguna razón se me quedó grabado que está en ese.

Me tomo siempre el trabajo de abrir ese documento, porque no sé cuál es el comando para generarlo con el teclado. Recuerdo que el escritor del diplomado, ese al que le gusta utilizar guiones para abrir diálogos, nos enseño como hacerlo, pero lo olvide debido, supongo, a mi gusto por las comillas.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Cartuchos narrativos

Imaginemos a un conjunto de palabras como un cartucho, una munición narrativa que disparamos bien sea hablando, escribiendo o mediante cualquier otra forma de comunicación que las involucre, como el lenguaje de señas, por ejemplo. Este cartucho (párrafo) fue de 103 palabras, y hablo de que fue, aunque no le he puesto el punto que lo finaliza, que vendría a ser el seguro, porque una vez disparadas, las palabras dejan de ser o, más bien, dejan de tener el significado que les queríamos dar y cada quien las recibe, interpreta o se impacta con ellas como mejor le parezca; de ahí los malentendidos. 

A veces somos como metralletas, con un cargador de palabras muy amplio, que parecen no recalentarse, y no se nos dificulta dispararlas; mientras que, otras veces, el arma narrativa se atora y a las palabras les cuesta abandonarnos. 

Estas municiones, estos cartuchos, estas palabras iban a tratar sobre algo diferente, pero ya ven, hay ocasiones, como está, en las que las empezamos a disparar y adoptan vida propia, y por este motivo, a veces, se disparan cartuchos narrativos equivocados, que terminan haciendo daño. Espero que este no sea uno de esos casos. 

A veces, cuando escribo, me gusta guardar algunos cartuchos de los cuales pienso que, a futuro, pueden servir mejor en otro escrito, pues también creo que la manera en que las palabras salen disparadas, dependen de factores que están fuera de nuestras manos, qué sé yo, el tiempo, el lugar, agrupémoslos mejor en algo que llamaremos momento; un momento para el que las palabras fueron hechas y que si las logramos disparar en él, ocurren cosas maravillosas. 

Que bueno sería poder llegar a buenos términos con las palabras. Saber cuándo dispararlas y cuándo ahorrarlas; poder descifrar ambos momentos con facilidad, para complicarnos menos y hacer la vida más llevadera.

jueves, 8 de noviembre de 2018

Cuchilla y dos canciones

Salgo a comprar una de esas cuchillas con las que uno se corta la cara afeitándose, de esas que con el más mínimo corte que hacen y por más pequeño que sea, a veces parece que uno se fuera a desangrar. Recuerdo, cuando era pequeño, que mi padre, tenía en su kit de baño una piedrita, no sé de qué material era ni cual es su nombre, que servía para esas cortadas. Solo bastaba pasarla por el lugar del corte, y ya; eso sí, ardía como un condenado, pero era mejor aguantarse eso, que pasar varios minutos haciendo presión con un pedazo de papel higiénico. 

Les decía que salí. Ya es casi de noche y me dirijo hacia una droguería que queda cerca y que supongo, todavía está abierta, pues caso contrario me tocaría caminar más hasta un supermercado. La verdad es que hago fuerza para que este cerrada; aunque hace frio, me entraron ganas de caminar, hecho potencializado por Bloodsucker, la primera canción que me ofreció el dios de la aleatoriedad en mi mp3. Me pierdo en la letra y me pongo a cantarla: “…got a long Story that I wanna tell, to a rythm that I know so well…”. Esa formación de Gillan, Glover, Blackmore, Lord y Paice es, en mi humilde opinión, es la mejor que ha tenido Deep Purple. 

La canción acaba y mi mente cae en un tema que toqué con una amiga en la mañana. Hablamos sobre esos momentos en los que uno se siente desubicado, esos en los que, a primera vista, nos vemos bien, pero estamos mal, como si fuéramos una paradoja andante que vaya a saber quién la puede descifrar; ustedes saben a que me refiero, eso de andar por ahí bien mal o mal bien, de ser un oxímoron viviente. 

Me cuenta que últimamente se ha sentido así, que a veces siente que no tiene ni idea de qué hacer. Le digo que no se estrese que, si de saber qué es lo que tenemos que hacer se trata la vida, la verdad es que todos estamos improvisando, pero también recalco que no se fíe mucho de mis consejos, pues a veces siento que soy la voz de la inexperiencia. 

Ya que estoy hablando del tema de nuevo, pasa y ocurre, estimado lector, que a veces nos cortan o nos cortamos las emociones y estas comienzan a arder y entonces uno, por más chacho que se crea, se quiebra, pero también recuerde estimado lector y tenga siempre presente lo que dijo Leonard Cohen: “En todo hay una fisura, es así como entra la luz.” 

La droguería estaba abierta, pero no tenían cuchillas sueltas y me tocó comprar una más cara, a la que se le pueden comprar hojas nuevas, hojas listas para cortarse. En resumidas cuentas fue un gasto que no quería efectuar, pero necesario, en fin. 

De vuelta a la casa el dios del random nuevamente me trata bien y esta vez me ofrece Once, canción que abre el Ten y que me encanta. La voz del Vedder en ese entonces estaba perfecta. 


“Once upon a time I could control myself 

Once upon a time I could lose myself”

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Chat con el más allá

Deja para mañana lo que puedas hacer hoy, a veces parece ser una de las máximas que rigen mi vida. Hoy se me acabo el liquido para mis lentes de contacto, algo que vi venir desde hace días, pero siempre pensaba: “mañana miro si lo compro”, hasta que hoy fue ese mañana en el que finalmente me tocó buscar donde comprarlo. 

No sé que ocurre con los líquidos para lentes duros como los míos, pues parece que todos están agotados. La marca que  utilicé desde que me los recetaron, la descontinuaron de un momento a otro y conseguí algunos de los últimos frascos que parecían rondar en el mercado, hasta que finalmente desapareció por completo. 

Ahí me tocó comenzar a ensayar diferentes marcas, muchas coquito la verdad, hasta que por fin di con una que me funcionó. Hoy me metí a la página web para ordenar un frasco y la foto del producto tenía un sello al lado, que decía “agotado” en letras mayúsculas.  "Otra vez no", pensé.

Maldije por unos segundos, no muchos, y me puse a buscar otro distribuidor, hasta que di con una óptica que lo tenía. En su página web había un botón que decía “chatee con nosotros”. Desconfiado abrí la ventana del chat y pregunté que si tenían el líquido. Al rato me contesto una muerta, Adriana Cuellar para ser precisos, nombre que utiliza ahora en su nueva vida como bot conversacional ¿Cómo saber que uno está chateando con un humano y no con un robot o un muerto? 

Debo aclarar lo del muerto. Una vez vi un mini-documental de una mujer que había fundado una empresa de tecnología con su mejor amigo. De repente el hombre murió y su amiga quedó desolada, pues era más o menos su todo, incluso creo que era el amor de su vida, pero la mujer nunca lo confirmó ante cámaras, en fin, el hecho es que como la mujer se quedó sola de la noche a la mañana; días después del fallecimiento de su amigo, decidió pedirle a todas las personas que lo conocían, las conversaciones que habían tenido con él a lo largo de sus vidas: chats, E-mails, mensajes de voz, etc. Cuando reunió toda la información, la mujer configuro un bot con ella, con el fin de poder charlar con su amigo por WhatsApp. La mujer afirmaba que seguía ingresándole información al bot conversacional y que era increíble porque a veces si sentía que estuviera chateando con su mejor amigo, y que lo mejor era que podía hacerlo a cualquier hora del día. 

Por eso dudé mucho si en abrir o no la ventana de chat, la verdad pocas son las ganas que tengo de chatear con un muerto, así sea uno lejano.

martes, 6 de noviembre de 2018

Sola

Luego de unos exámenes de sangre, en ayunas, voy a desayunar a un café. El lugar está casi solo; únicamente hay un par de personas en la terraza, y adentro una mujer ocupa el puesto de una mesa que da hacia una ventanal.

La mujer toma café de forma espaciada. Cada vez que levanta la taza, la lleva muy despacio hasta la boca, le da un sorbo y la vuelve a poner, con delicadezasobre la mesa; parece ser  un ejercicio que realiza a plena conciencia. 

Mira fijamente un punto fijo más allá de la ventana, que da a la terraza del lugar. Supongo que posa su mirada sobre algo del entorno, cualquier cosa: una silla, la rama del único árbol del lugar, de la que cuelgan unas luces; las mismas luces, en fin; pero eso que mira tan fijamente, es muy probable que no coincida o tenga nada que ver con el lugar en el que se encuentra su mente, pues a todos nos pasa, nos enredamos con un recuerdo, una fantasía, una angustia y habitamos un espacio diferente al físico.

Me parece que la mujer esta sola, y cuando digo sola, me refiero a que está y no está, además de no tener nada a la mano que la distraiga, como su celular por ejemplo, que contrario a ella si está en el lugar y sobre la mesa. En medio de su estado contemplativo, el objeto le importa en lo más mínimo pues la mujer, creo yo, disfruta estar sola en ese otro lugar que comparte con sus pensamientos.

únicamente le da sorbos a la taza de café, sin mover nada más que su brazo izquierdo. Me pregunto en qué pensará, qué decisiones ha tomado en lo que lleva ahí sentada, mientras el resto de los mortales nos anestesiamos con nuestras rutinas.

Un hombre entra en la escena, la saluda y la saca de su estado contemplativo; luego pone un maletín sobre la mesa, hace ruido con la silla en la que se va sentar y se inclina para darle un beso en la mejilla. 

¿Seguirá sola la mujer?