lunes, 19 de noviembre de 2018

Milo y capuchino

Él llega al lugar solo. Se sienta en una mesa y una mujer se acerca a preguntarle qué quiere. “Estoy esperando a una amiga”, responde el hombre, frase con la que espanta a la mesera. 

El hombre revisa de vez en cuando su celular y le da una mirada rápida a la carta. Al rato llega su amiga, su subalterna, su amante, su alumna, no sabemos quién es y lo saluda: “Hola Dr. ¿cómo está?”. 

Luego del saludo y como si se hubieran puesto de acuerdo desde antes, comienzan a hablar sobre política; es una conversación vertiginosa, repleta de apellidos, en apariencia importantes, digamos, prominentes: Navarro, Mejía, López, Pardo”, hasta que la mujer lo increpa: “pero cuéntame, no me has dicho nada”. 

El Dr. que tampoco sabemos si lo es de profesión, porque lleva a cuestas un PhD, porque es el título que le dieron sus subalternos o porque ella lo trata así por respeto o un extraño cariño; parece tener muchas noticias, chismes calientes imposibles de contener, en la punta de la lengua, que va soltando de manera dosificada, en gotero, como si quisiera tenerla en vilo el mayor tiempo posible; un tire y afloje hasta aburridor. 

Podrían estar hablando de muchísimas cosas: de la vida, el amor, la novela o película del momento, el último libro que leyeron o el que están leyendo; de lo mucho que les apasiona o les aburre la lectura, de que se tienen ganas, de sus respectivas parejas, pero no; escogieron la política como tema de conversación, y no podemos hacer nada al respecto, pues hay personas a las que les apasiona ese tema, como a otros, por ejemplo, les apasiona el fútbol, la cocina, la literatura rusa del siglo XIX o la religión, en fin. 

La mujer en son de ultimátum amistoso le dice: “Dr. si mañana le dan algo, me lo tiene que contar antes del miércoles”, a lo que el hombre responde: “Mi general Martínez arrancó para allá, los detalles no los conocía, me los dieron ayer.” 

La mujer sonríe de forma nerviosa, al tiempo que la mesera llega con el pedido: un Milo caliente para él y un capuchino para ella.

sábado, 17 de noviembre de 2018

Cabrón

De link en link termino, como sin querer, en el perfil de una mujer con amplios conocimientos en marketing digital quien, al parecer, está en búsqueda de trabajo. 

Ella, llamémosla Carlota, comentó una publicación que hizo un hombre que, modestamente, tiene como tercer apellido MBA. En esta, el Sr. MBA menciona que tiene una persona con énfasis en comercio electrónico y una alta orientación a resultados que, creo, es como decir que uno tiene un tío que hace cucharas. 

El hombre finaliza su publicación preguntando si alguno tiene una posición disponible para ese perfil, orientado a resultados, que, seguramente, también tiene buenas relaciones interpersonales; lo que sea que ambas cosas signifiquen. 

Carlota lleva ya un buen tiempo sin trabajo y todos los días entra a Internet a ver si encuentra algo, una luz que le quite esa angustia de andar corta de dinero y sentirse improductiva, de creer haber echado su vida a perder; se encuentra con esa publicación, la lee de afán y la comenta con una frase sencilla: “Me interesa!!”, así con doble signo de admiración, sin importarle si los usa mal o no, pues en verdad le interesa. 

El hombre que tiene a esa persona—¿En dónde? ¿Metida en un bolsillo? — le dice que solo está apoyando la búsqueda y que no tiene vacantes para ofrecer, y que de todas maneras lo siente mucho :(, así, con carita triste y todo. 

Todo va bien hasta el momento, un intercambio de mensajes, al parecer sensato, entre dos personas que hacen parte de una red social; hasta que un tercero, un hombre que tiene el nombre de su cargo en inglés: “Yonoséqué Marketer” se mete en la conversación, con la siguiente joya: “Da la impresión que las personas comentan sin tener una buena comprensión de lectura”. ¿De dónde salió ese cabrón? Fijo es de los que se la pasan explicando la diferencias entre ahí, hay y ay. Lo más insólito es que luego de ese comentario, otras personas que comentan la publicación  le dan la razón. 

Dan ganas de participar en la conversación para peguntarles cuál es su jodido problema. No lo hago, pues me da una pereza infinita enfrascarme en peleas con desconocidos en internet.

jueves, 15 de noviembre de 2018

Mi musa

No quiero escribir nada acá. La anterior frase es falsa, pues si fuera cierta, estaría haciendo cualquier otra cosa en vez de esto. Me refiero a que quiero escribir sobre otro tema, uno que pensé hace unos días y que si no lo trabajo rápido se va a pudrir, razón por la cual alrededor de él, es decir, de ese pensamiento inicial que tuve, o bien tema, están revoloteando, como las moscas alrededor de un pedazo de carne putrefacto, otros pensamientos que ayudan a soportarlo. Tal vez no sea la mejor analogía para describir la situación, pues podría asumirse que esos pensamientos tipo mosca, junto con el de carne no tienen futuro alguno, pero la imagen de esos insectos fue la primera que me llegó a la cabeza. 

Le cuento esto, estimado lector, en pro del otro tema pues al no escribirlo, pero seguir pensando en él, es como ir escribiéndolo en la cabeza. Esperaría uno tener una musa bella, que dictara los textos frase a frase, de forma cariñosa, y con un ritmo hermoso, pero no, la mía es más bien díscola, aunque eso no le quita lo bella, sumado a que en ocasiones soy muy disperso: En medio de este y el primer párrafo, me dio por buscar algo en internet, que no tiene nada que ver con lo que tengo en mente. 

La ansiedad de escribir el otro tema se debe a que la musa, la mía para ser precisos, a menos que sea como una diosa a la que todos acudimos, se ha portado bien con él, pues desde que lo pensé me ha susurrado ideas que parecen tener conexión unas con las otras. No solo contenta con eso también sugirió el punto de vista para narrar, y me propuso una estructura para el texto. ¿Habrase visto tanta bondad con el que escribe? 

Me pregunto qué querrá, pues no nos digamos mentiras, nada es gratis en esta vida y todas nuestras interacciones, comerciales o emocionales, buscan algún tipo de beneficio propio, sin importar si somos el que da o el que recibe. 

De pronto es que se va de viaje, pues quiere descansar de mí, que tanto la molesto, pero a pesar de que la tengo cansada me guarda cierto afecto y por eso se ha portado bien conmigo, o de pronto es que espero un gesto "amable" de su parte; algo similar a esas veces en las que uno termina una relación y le exige a su nueva expareja un último beso que selle la despedida, sin importar lo mucho que nos vaya a rayar la cabeza semejante gesto tan mecánico y desprovisto de todo, en fin. 

Mejor me voy a escribir sobre el otro tema, antes de que mi musa me abandone del todo.

miércoles, 14 de noviembre de 2018

Vondifrto

La palabra que quiero escribir es “Considero”, pero la que aparece en la pantalla es Vondifrto, producto de ubicar mal los dedos en el teclado, de no reposar el anular, el medio y el índice sobre las teclas a, s y d respectivamente, sino una tecla hacia la derecha. 

De inmediato el corrector de ortografía la subraya en rojo, y cuando busco qué palabras me indica para corregir mi error, me dice que no hay sugerencias, hecho acertado pues en el diccionario tampoco  hay ninguna palabra que se le asemeje. Entonces, podemos decir, nos encontramos ante una palabra no-palabra. 

Hablemos de la palabra por sí sola, esa “unidad lingüística, dotada generalmente de significado, que se separa de las demás mediante pausas potenciales en la pronunciación y blancos en la escritura”, una de las definiciones dadas por los eruditos de la RAE, a quienes imagino como unos viejitos con túnicas y barbas largas, que pasan varias horas del día sentados en frente de escritorios repletos de papeles, mientras los revisan y escriben en ellos, con una pluma de tinta de las antiguas, semejantes definiciones tan intrincadas.  No entendamos la palabra como el no tenerla, la facultad de hablar o la palabra de Dios.  Me gusta eso de que la palabra generalmente está dotada de significado, lo que abre la posibilidad de que existan las no-palabras, las que inventamos o se nos aparecen y que no tienen significado.

En un aparte de el Hombre que no fue Jueves, Constaín afirma que iba a escribir “Nada de relatos vagos y resúmenes agotados”, pero que hundió mal la teclas y la palabra con la que cerro la frase fue ahotados , un adjetivo arcaico que significa “osado y atrevido”. 

No tengo la misma suerte con vondifrto, de difícil pronunciación con esas tres consonantes seguidas, y que no se me ocurre que pueda ser o significar: ¿un verbo, un adjetivo?, decidan ustedes.

martes, 13 de noviembre de 2018

Cliché

Busco con qué frase cerrar el primer párrafo de un artículo, eso que llaman el lead. Pruebo con una, lo leo de nuevo y la borro. Hago lo mismo varias veces, hasta que doy con una que considero apropiada, incluso ingeniosa, o por lo menos, así me parece. 

Reviso todo el texto de nuevo, busco que no se me escape ninguna tilde de un verbo agudo, que siempre me maman gallo, y lo envío, orgulloso de esa frase que incluso considero mejor que todo el artículo; pendejadas que uno piensa. 

Al día siguiente la editora me lo envía corregido. Casi todo el texto está igual, menos el primer párrafo, y lo que le hace falta es precisamente mi frase, esa frase que yo pensaba que podía ganarse un premio Nobel, si existiera la categoría: Frases Ingeniosas. 

Supongo que es un cliché, vuelvo a leer el texto original y aunque la defiendo ya no me suena tan armoniosa como antes. Ese es el problema con los clichés, es decir, que si uno, sin querer, utiliza alguno, cree que suenan maravilloso, una mini-poesía preciosa, pero ante otros ojos lectores, como dice Antonio García Ángel, hacen chirriar el violín. 

Lo leo y lo releo, y ahora,  aparte de cliché, me parece que tiene tintes de opinión, una de esas viscerales que uno considera verdad absoluta, como casi todas las opiniones. 

Con ella, intento arremeter en contra de algo con lo que no estoy de acuerdo y olvidé, creo yo, lo más importante: contar algo para que cada lector tome lo que considere apropiado del escrito. 

Pienso en cómo han ido apareciendo los clichés a lo largo de la historia, como alguien creyó escribir una frase brillante, pero que en realidad es basura, y como otra persona la utilizó, luego otra y así sucesivamente hasta institucionalizarlos en los lenguajes.

lunes, 12 de noviembre de 2018

El guion de diálogo de Chéjov

La opción para escribir diálogos entre personajes, como para muchas otras cosas en nuestras vidas, se termina convirtiendo en la elección entre una dicotomía: las comillas o los guiones largos, escuetamente conocidos como rayas. 

Al escritor que dictó un diplomado de escritura creativa que tomé hace mucho tiempo le gusta utilizar guiones, mientras que en un curso de crónica, el periodista que lo dio prefiere las comillas.

Lo que me gusta de estas dos opciones es que, a mi parecer, ninguna es mejor que la otra, y quien escribe selecciona la que quiera por mero gusto, porque se le dio la gana y ya, porque sí, por una afinidad especial y difícil de precisar, hacia cada signo tipográfico; aunque no sé si existe una regla para utilizar el uno o el otro.

Personalmente prefiero las comillas, solo porque no se bien cuál es la forma correcta de utilizar el guion, aunque me gusta más el uso de ese signo, cuando se utiliza para que el narrador de una acotación en medio de un parlamento entre dos personajes. Creo que, bien utilizado, ese artilugio narrativo hace maravillas y le aporta muchísimo a una narración.

¿Por qué lo de Chéjov? Simplemente porque cuando quiero utilizar el guion largo, que, recordemos, no es el guion normal, es decir, el signo menos(-), que de largo no tiene nada; suelo abrir un documento de notas de un libro de cuentos de Chéjov, en el que sé que está ese guion de diálogo. Seguramente aparece en varios de los documentos que tengo guardados, pero por alguna razón se me quedó grabado que está en ese.

Me tomo siempre el trabajo de abrir ese documento, porque no sé cuál es el comando para generarlo con el teclado. Recuerdo que el escritor del diplomado, ese al que le gusta utilizar guiones para abrir diálogos, nos enseño como hacerlo, pero lo olvide debido, supongo, a mi gusto por las comillas.

viernes, 9 de noviembre de 2018

Cartuchos narrativos

Imaginemos a un conjunto de palabras como un cartucho, una munición narrativa que disparamos bien sea hablando, escribiendo o mediante cualquier otra forma de comunicación que las involucre, como el lenguaje de señas, por ejemplo. Este cartucho (párrafo) fue de 103 palabras, y hablo de que fue, aunque no le he puesto el punto que lo finaliza, que vendría a ser el seguro, porque una vez disparadas, las palabras dejan de ser o, más bien, dejan de tener el significado que les queríamos dar y cada quien las recibe, interpreta o se impacta con ellas como mejor le parezca; de ahí los malentendidos. 

A veces somos como metralletas, con un cargador de palabras muy amplio, que parecen no recalentarse, y no se nos dificulta dispararlas; mientras que, otras veces, el arma narrativa se atora y a las palabras les cuesta abandonarnos. 

Estas municiones, estos cartuchos, estas palabras iban a tratar sobre algo diferente, pero ya ven, hay ocasiones, como está, en las que las empezamos a disparar y adoptan vida propia, y por este motivo, a veces, se disparan cartuchos narrativos equivocados, que terminan haciendo daño. Espero que este no sea uno de esos casos. 

A veces, cuando escribo, me gusta guardar algunos cartuchos de los cuales pienso que, a futuro, pueden servir mejor en otro escrito, pues también creo que la manera en que las palabras salen disparadas, dependen de factores que están fuera de nuestras manos, qué sé yo, el tiempo, el lugar, agrupémoslos mejor en algo que llamaremos momento; un momento para el que las palabras fueron hechas y que si las logramos disparar en él, ocurren cosas maravillosas. 

Que bueno sería poder llegar a buenos términos con las palabras. Saber cuándo dispararlas y cuándo ahorrarlas; poder descifrar ambos momentos con facilidad, para complicarnos menos y hacer la vida más llevadera.