miércoles, 9 de enero de 2019

Poetas con rabia

Una mujer publica un fragmento de un poema en Instagram. En medio de lo cursi y autoayuda que pueda ser, me gusta. Sé muy poco de poesía, es decir, he leído muy poca en toda mi vida, algo que espero mejorar este año.

Busco el libro al que pertenece el poema en Internet y comienzo a leer diferentes comentarios de las personas que lo han leído. El poemario cuenta con varias opiniones; que tóxicas que son algunas, en general que tóxicas suelen ser las opiniones del tema que sea. 

Una mujer, una tal Daniela, cuenta que lo abandonó después de leer 50 páginas sin haber subrayado ni un solo poema, algo raro en ella, pues afirma ser alguien a quien le gusta subrayar mucho, en especial los libros de poemas; al final cataloga el libro como una obra deslucida. 

Un hombre llamado Sebastian, dice que es de la peor poesía que ha leído; para nada memorable sino tremendamente mediocre, y cree que le falta sustancia, lo que sea que eso signifique, y concluye que no entiende como pudo haber sido publicado. 

A Sheila le parece que es una obra mediocre y embarazosa, con estructuras obsoletas y atroces estilísticamente hablando, y que lo único que encuentra positivo es haberlo leído en digital, sino se habría sentido mal por los árboles que se convirtieron en las hojas del libro. 

Qué fácil nos transformamos en poetas con rabia; como nos convertimos, de un momento a otro, en una metralleta de comentarios negativos, pero bueno, ¿qué se yo? De pronto esos lectores son unos expertos en poesía y por eso hablan con tal propiedad. 

En mi caso prefiero no decir nada acerca de los libros que leo, si acaso compartir pasajes que me llaman la atención por diversas razones. 

Virgnia Woolf plantea una postura muy chévere en cuanto al tema de las opiniones, en su novela “Las olas”, quizá todos deberíamos hacerle algo de caso: 

I am like a log slipping smoothly over some waterfall. I am not a judge. 
I am not called upon to give my opinion." 
- The waves -

martes, 8 de enero de 2019

Pipa y madera

Nunca le cogí el gusto al cigarrillo; alguna vez, en el primer semestre de universidad, le pedí a un amigo que me enseñara. 

Teníamos una clase a las 7 de la mañana y muchos estudiantes se aplicaban un combo de tinto y cigarrillo. Al principio creí que lo hacían para contrarrestar el frío de la mañana, pero después me incliné a pensar que el tinto era una simple arandela y que fumar era la actividad importante, la que les brindaba un profundo placer. Imagino que eso fue lo que me llamó la atención del cigarrillo en ese entonces. 

Aprendí y creo que lo hice bien, no me atoré, ni me puse a toser, pero al final no encontré ese placer que buscaba; supongo que mi falta de interés fue producto del olor del cigarrillo que, a los que no nos gusta, simplemente nos resulta desagradable, al igual que la manera en que lo impregna todo, y lo difícil  que resulta deshacerse de él. 

De pronto con la pipa la historia habría sido otra, porque ese es un olor que me encanta, por lo menos el que producía el tabaco que utilizaba Fabio, un amigo de mis padres. 

Cuando era pequeño me gustaba mucho cuando nos invitaban a su casa, primero porque era como un castillo rústico en miniatura, en el que todo parecía estar hecho en madera; era un escenario perfecto para un cuento que podría ocurrir, que sé yo, digamos que en un bosque escandinavo, si, además, le clavamos a la casa una vista hacia un lago. 

No recuerdo que hacía yo en esas reuniones, con quién o qué jugaba, pero lo mejor era cuando mi olfato detectaba el olor a pipa. Yo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y me iba a la sala a embriagarme de ese olor tan desconocido para mí en ese entonces. 

Buscaba algún lugar en el cual sentarme y, ajeno a la conversación de los adultos, me ponía a a mirar o, más bien, admirar la madera; es que ustedes tendrían que haber visto esa madera, parecía milenaria, como de otro mundo, como si las personas que confeccionaron cada mueble hubieran destinado miles de años a su labor. 

Les decía, me sentaba a contemplar la madera y a aspirar fuerte sin que nadie se diera cuenta, tratando de absorber todo el olor a pipa posible.

lunes, 7 de enero de 2019

Crema dental

No sé si me falla la memoria o qué es lo que ocurre, pero a veces olvido el detalle de la trama de algunos libros que he leído, es decir, sé de que tratan, pero si me preguntan por ciertos aspectos en apariencia importantes para la historia, parece como si no los hubiera leído nunca. 

Una vez, en un curso de crónica que tomé con Sergio Ocampo Madrid, fuimos a tomarnos un café en uno de los descansos. Busqué la forma de hablar acerca de su primera novela El hombre que murió la víspera. Antes había intentado tocar el tema, pero nunca se había dado la conversación, pero ese día, cada uno con un tinto en la mano, él accedió a hablar sobre su novela. 

No recuerdo exactamente nuestra conversación, pero me preguntó algo que, al parecer, debí haber interpretado con la lectura de su novela, pero la verdad me cogió fuera de base, o no le entendí bien, así que segundos antes de contestar algo, me puse a repasar la novela o, mejor dicho, lo que me acordaba de ella, y solo recordé como fogonazos de la historia, escenas sueltas de las que había olvidado de qué manera se conectaban. 

Puede que no guarde de forma ordenada la trama de las novelas en mi cabeza, pero sí se me quedan grabadas ideas que me parecen brillantes, como la de la crema dental en Rayuela. 

En un capítulo Oliveira, el protagonista, está disertando sobre sus encuentros casuales con la Maga, mencionando que la veía en tal u otra esquina de Paris, y cierra con el siguiente pensamiento: 


“Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, 
entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía 
sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual 
era lo menos casual en nuestras vidas,  y que la gente que se da 
citas precisas es la misma que necesita papel rayado para
 escribirse o que aprieta  desde abajo el tubo de dentífrico.” 


De pronto algún día me anime a escribir una historia con ese título: Crema Dental”, en la que el personaje principal es de ese estilo, es decir, no concibe escribir en una hoja a menos de que no sea rayada o cuadriculada, e intenta sacar la crema del tubo de forma ordenada, sin desperdiciarla, pero siempre que se le va a acabar, tanto la tapa como el tubo están manchados de crema por todo lado, porque el hombre no logró sacar la crema de forma ordenada; de golpe un día apretó con más fuerza el tubo, o, alguna vez, su novia o una amiga, se quedaron una noche en  en su apartamento, y apretaron el tubo justo por la mitad.  

El tubo de la crema dental es una metáfora perfecta para la vida, pues siempre intentamos que no se nos salga de control, la vamos apretando con cuidado por aquí, por allá, para que no salga disparada en una dirección que no deseamos, pero, casi siempre, algo ocurre y, de repente, ese supuesto devenir  ordenado de nuestros asuntos se evapora.

viernes, 4 de enero de 2019

Un día con papá

Llegan, son tres: una pareja con una niña pequeña, esta última lleva un vestido de flores y unas medias con rayas horizontales de muchos colores, y camina como si se fuera a caer en cualquier momento; justo cuando parece que lo va a hacer, luego de dar un paso, lanza la otra pierna hacia adelante y mantiene el equilibrio. 

El hombre es calvo y sus movimientos, su actitud corporal, es de pocos amigos. Esconde los ojos detrás de unas gafas negras ovaladas a lo John Lennon. La mujer lleva una caja de pizza en una mano y una bomba azul en la otra. 

La única que habla es la niña, bueno, un decir, porque dice cosas inconexas, sin sentido, quién sabe qué historias se cuenta.  Sus padres se limitan a contestarle con sonrisas y  amor en sus miradas. 

Miro a la niña por unos segundos, su actitud aleatoria y su pinta la hacen ver tierna. Siento que alguien me mira fijamente, levanto la mirada y me encuentro con los ojos de la madre. Es difícil precisar qué emoción lleva encima, si rabía, tristeza o una mezcla entre ambas o, simplemente, le molesto que hubiera mirado a su hija con detenimiento, pero me divierto observando a los niños en su libre andar desprovisto de toda angustia. 

El hombre pide dos tintos. Al rato el mesero se los trae; “ ¿Azúcar señor?”, les pregunta. “Así está bien", responde el hombre al tiempo que hace un gesto con la mano. 

Ahora la mujer mira la vitrina que muestra tortas, pasteles y galletas. “ ¿Nos comemos una…”, pero antes de que terminar su pregunta, el hombre hace un mueca y le indica que no, que está lleno, parece que no cruzan palabras sino gestos. 

La mujer se resigna y vuelca la atención hacia su hija, que ahora se pasea por el local con su andar torpe. 

“ ¿Quieres ir al parque de los columpios?”, le pregunta el hombre a la niña. Ella, pura inocencia y risas, sonríe y dice que sí, mientras estira su brazo para agarrarlo de la mano. 

Los tres abandonan el lugar con un andar lento. “¿Estás disfrutando tu día con tú papá?”, pregunta la mujer en voz alta, con la mirada puesta en un punto fijo de la calle.

jueves, 3 de enero de 2019

Leer 5000 libros

Aventurémonos a pensar que alguien va a leer 5000 libros durante toda su vida. Supongamos, solo supongamos que va a empezar con esa noble tarea a a partir de los 8 años, y también, siendo optimistas, que va a vivir hasta los 85. 

Con esas cuentas alegres, esa persona va a tener 77 años para cumplir su cometido, sin tener en cuenta cuánto tiempo del día le consume su profesión, o a lo que sea que se dedique en sus diferentes etapas de vida. 

De acuerdo con esto esa persona tendría que leer, en promedio, 65 libros por año, lo que daría 1,25 libros por semana; cantidad que variará debido a múltiples aspectos de vida imposibles de controlar, como por ejemplo que en sus últimos años su visión, ya deteriorada, va a ralentizar su lectura, si es que todavía puede o, mejor, tiene ganas de leer. De pronto ese viejo(a) va a querer pasar sus últimos días dormitando en un sillón, cubierto por una manta, mientras escucha la radio. 

Al inicio de cada año, Goodreads me pregunta que cuál va a ser mi meta de lectura. Hace un par de años, el número que di fue 30, pero me atrasé y no cumplí con el objetivo, y por intentar lograrlo, comencé a leer algunos libros a toda velocidad y creo que por el afán no los disfrutè como debía ser. Ademas me aburría que la página me recordara, frecuentemente, que iba por detrás de mi meta de lectura

Por eso, cada vez que la página me pregunta cuántos libros voy a leer en el año la cifra que pongo es 5000, para restarle importancia al asunto. Leer, creo, no se trata de una carrera ni de una estadística, sino que es una actividad que nos debe generar, entre muchas otras cosas, un gran placer, independiente de la cantidad de libros que leemos en un año o en toda nuestra vida, o de si somos un lector esporádico o uno consagrado a la lectura.

miércoles, 2 de enero de 2019

Esferos

Busco una hebra mental de la cuál pueda prenderme, la que sea. Quiero encontrarla y comenzar a tirar de ella hasta ese punto en el que queda atascada, y luego dejarla ahí, colgando, pues espera uno envejecer sin perder la memoria. Así, deshilachando la mente, supongo que se escribe a veces, si no siempre. 

Apenas encuentre esa fisura, ese desperfecto de la bóveda craneal por el que se escapan las hebras mentales, no voy a soltar la que me encuentre, y a medida que escurra mis dedos sobre ella, la voy a ir contando. 

Ojalá me encuentre con un recuerdo, porque son muy parecidos a las historias. Están desprovistos de opinión y/o puntos de vista personales, que tanto daño le hacen a una narración, y lo mejor de que ya hayan pasado, es que se pueden contar como si fuera  la escena de una película que vimos.

Existen algunos de más fácil acceso que otros, porque nos gustan mucho y siempre están a la mano, pero ¿cuántas pequeñas escenas, imágenes, que llevamos con nosotros, ya hemos olvidado? 

Llevo un tiempo tocándome la cabeza, pero en ocasiones como esta, todas las vestimentas que  llevan los recuerdos están en buen estado. 

Creo tener una hebra mental, y aunque es corta, aleatoria, me agrada. Involucra a Mayra o Marcia, ya no recuerdo su nombre, se me mezclan las caras y épocas, una mujer con la que trabajé una vez, bueno, eso es solo un decir, pues estábamos en el mismo piso, pero nuestros trabajos no tenían nada que ver. Era un lugar con muchos cubículos, y rara vez intercambié una palabra, diferente al saludo, con ella. 

Todos, me refiero a los hombres y, por qué no, alguna que otra mujer, supongo, vivíamos pendiente de ella. Era muy bonita, tenía buen cuerpo, pelo negro largo, nariz respingada, etc. pero aparte de su físico, lo que más me gustaba era lo tierna que era, aparentaba ser o que a mí me parecía,  pues vaya uno a saber como son realmente las personas, me refiero a su esencia, lo que los sostiene y por lo que realmente viven, pero así, como una mujer tierna, fue como la guardé en mi memoria. 

Una vez la vi rayando unas hojas. A su lado tenía un tarro lleno de esferos y cada vez que terminaba de rayar una hoja con uno, le quitaba la tapa a otro y volvía a rayar como con rabia. 

Le conté a una amiga que siempre me molestaba con ella, acerca de la peculiar actividad de M, y me contó que su jefe era la que la ponía a hacer eso, para que le dijera cuáles esferos funcionaban y cuáles no.

martes, 1 de enero de 2019

Mujer en busca de Educación Sentimental

Poco a poco, después de las fiestas de fin de año, la vida retoma su carácter rutinario, con uno que otro coletazo tardío de fiesta y sensación de libertad. 


Pasada la navidad y antes de año nuevo, visito una librería, no para comprar libros, sino para cambiar uno que le regalé a una amiga, que ella ya había leído hace tres años… ¡tres años! No sé por qué se nos escapo hablar de él en alguna de nuestras conversaciones. 

Quise cambiarlo justo después de nuestro encuentro de fin de año. Desde hace unos años, no sé en qué preciso momento, dos amigas y yo adquirimos la costumbre de regalarnos libros en navidad, y es para mi una de las reuniones que más espero, para verlas, y también, obvio,  por los libros. 

Este año una de ellas nos regalo una botella de vino a cada uno, pues dijo que le era difícil saber que libro escoger para nosotros; la otra le fue fiel a la tradición de los libros. Cuando la última destapó el libro que le había comprado, se desinfló un poco porque ya lo había leído, pero dijo que no había problema, que lo tenía en digital y que también consideraba bueno tenerlo en físico. Aún así, note algo de desilusión en sus palabras; la herida que deja una expectativa no cumplida. 

Yo también me desinflé un poco por no haberle atinado al regalo y prometí cambiarlo. Por eso, ese mismo día, después de nuestra reunión, salí directo a la librería sin la factura de compra, rara vez guardo esos papelitos, únicamente con el libro envuelto en celofán transparente, y toda la disposición del mundo. 

Cuando llegué, me acerqué y le conté a la cajera sobre el cambio. “¿Y la factura?”, preguntó. Le dije que no la tenía, pero le di mi número de cédula para que mirara en el sistema la fecha de la compra. Luego de teclear frenéticamente, y de volver a preguntarme el número de la cédula, me dijo que no había problema alguno, que mirara con cuál libro lo quería cambiar. 

Comencé a pasearme, indeciso, por los pasillos de la librería, tomando los libros de los estantes, pesándolos, leyendo sus contraportadas. Una mujer, toda vestida de negro, con unos pantalones anchos como para tierra caliente, la de Bogotá en estos días, y con un sombrero colgándole a sus espaldas, andaba en las mismas, ojeaba libros con ansiedad, con varios en sus manos. 

Dejé de distraerme con la mujer de negro, y me acordé del nombre de un escritor al que quiero leer: Antonio Hungar. Pregunté por sus novelas y el librero me mostró dos. Le pregunté que cual consideraba mejor, y me indicó Tres Ataúdes Blancos. “Fue con la que se dio a conocer”, concluyó. 

Le escribí de inmediato a mi amiga: “Este es tu regalo de navidad, ¿ya lo leíste?”. “No”, respondió; luz verde para hacer el cambio. 


Coincidí en la caja con la mujer de negro. Llevaba un libro muy grande, como de arte, de esos que se suelen poner en los revisteros de las casas, y otro de ellos era “La Educación Sentimental”, de Flaubert. A Este último lo había liberado de su prisión de papel transparente, que también cargaba para que la cajera pasara el código de barras por el lector óptico. Momentos antes de entregar el libro, lo puso sobre el mostrador, lo abrió y leyó la primera página con suma concentración. 


¿Qué impulsó a la mujer a destapar ese libro, segura de que lo iba a comprar?, ¿habrá leído diferentes reseñas o comentarios positivos para comprarlo, digamos, a la ciega? ¿Le atrajo solo por el título que es tan enigmático y conciso? ¿Es una experta o fanática del escritor francés? 

Siempre, al momento de hacer la fila en la caja de en una librería, miro cuáles son los libros que están llevando las otras personas, e intentó descifrar cómo son, por qué los llevan, qué los aqueja. Todo lo que pienso de ellos no es más que una telaraña de suposiciones, pero es un ejercicio que me agrada. 

A la mujer de negro, quien quiera que sea y donde quiera que esté, le deseo una amena lectura.