sábado, 12 de enero de 2019

Recuerdo

Estoy en  pijama y agachado a cuatro patas. Miro cómo mi mamá y Rosalba, la señora que ayuda con la limpieza de la casa, amarran un cordel a una de las patas del sofa. Algo le pasó al mueble, está averiado, y mientras ellas hacen eso, yo pienso que el daño, de pronto, tiene algo que ver con uno de mis juegos. 

No sé en qué momento tomé la costumbre de tomar cierta distancia del sofá y echar a correr hacia él a toda velocidad, y justo cuando lo voy a alcanzar, apoyo mis manos sobre uno de sus brazos, doy una voltereta en el aire y caigo sobre los cojines. Es algo muy divertido, pero algo que, seguramente,  mi madre no me va a a dejar hacer si se entera. Por eso mi juego acrobático es esporádico, cuando, por alguna razón, nadie está pendiente de lo que estoy haciendo. 

Ese es el recuerdo más viejo de mi niñez que tengo presente en mí memoria, y del que más o menos todavía conservo imágenes nítidas. Me pregunto cuantos estarán enterrados en las profundidades de mí cabeza: personas, lugares, eventos que han ayudado a definir quién soy justo en este momento. 

Parece que los recuerdos se nos van borrando o que el cerebro, con su particular método de indexación, decide cuáles tener a la mano o sobre la superficie. Mi cabeza, mi memoria, mi cerebro que, en parte, son lo mismo, se parecen al teclado del computador portátil en el que escribo: De tanto teclear, de tanto repasar con mis dedos cada una de sus letras, algunas ya se han borrado, ese es el caso de las letras: a,m,n, y la d ya comienza a despedirse; me da miedo que, en cierto momento del tiempo, cuando desaparezcan cierta cantidad de letras, el teclado comience a fallar, es decir a que lgun s e ell s o p rezc n en la p nt ll después de ser tecleadas, mientras tanto la ñ permanece intacta, impoluta. 

Menos mal que el cerebro hace una copia exacta de la posición de las letras en el teclado, sino escribir, buscando cada vez la letra que se quiere teclear, sería un proceso lento y tortuoso. 

Hablando de recuerdos, ayer el computador me dio una notificación en la que me recordaba el cumpleaños de una tal Amalia Haymon. No sé quién es esa mujer, aunque puede que el aparato se haya equivocado, pues con tanta información en la red, tantas fechas y datos volando en las nubes, puede ocurrir que, a veces, arponee uno que no es, similar a cuando a uno le aparece una transacción, que nunca se realizó, en la factura de la tarjeta de crédito.

De pronto los recuerdos es lo que define que aún seguimos muy cuerdos, de ahí su enfásis: re-cuerdos, y que cuando se nos empiezan a borrar, como las letras del teclado, es un indicio de que no hay marcha atrás; por eso nuestras vidas suelen terminar bordeando los terrenos de la locura, o la niñez que, si uno se fija bien, es una locura placentera.

jueves, 10 de enero de 2019

La silla


Hablo de la de mi escritorio, en la que me siento para escribir. La primera que tuve fue una muy vieja que le había pertenecido a mi padre. No se le podía graduar la altura, y recuerdo que tenía unos resortes a la vista, y chirriaba de forma violenta con el más mínimo movimiento, como si uno estuviera torturando a unos seres miserables de otro mundo. Me deshice de ella, un día en el que me incliné hacia atrás, para desperezarme, supongo, y di una voltereta que terminó en un porrazo muy fuerte; había cumplido su ciclo.

Lo único que conservo de esa silla es el cojín, de color caqui, y quién sabe qué tipo de espuma lleva por dentro, pues es demasiado cómodo y no se ha deteriorado con el paso de los años. 

La que tuve hasta hoy es muy enclenque, apenas tiene una estructura y parece que un fuerte viento la puede hacer volar por los aires. De un tiempo para acá me comenzó a doler la espalda cuando pasaba mucho tiempo en ella, y caí en cuenta que se debía a que quedaba un espacio entre mi espalda y el espaldar, un hueco maldito que me forzaba a adoptar una postura incomoda, que desencadenaba un  dolor de espalda el cual, muy posiblemente, también desencadenaba dolores de cabeza. La solución que encontré para ese problema fue utilizar una de las almohadas de mi cama que primero ubiqué de forma vertical y luego horizontal en el espaldar, pero al poco tiempo se estripaba y hacía sus veces de hueco fantasma. 

Hoy no me aguanté más eso, y es que uno tiene que invertir en uno, en lo suyo, en lo que le gusta, y si paso gran parte de mi tiempo escribiendo, debo hacerme un buen ambiente de escritura, y todo lo que eso involucre y, sin duda, la silla es fundamental. 

Al almacén que fui tenían todas las sillas, alrededor de unas 20, para escritorio en un pasillo por el que soplaba una fuerte corriente de viento, como si un pequeño torbellino hubiera entrado en el almacén y se hubiera quedado atascado en ese lugar; miré hacia el techo a ver si pasaba volando mi silla ya vieja, digamos, pero no, seguía en casa, quizá triste al verse relegada a la categoría de "mueble viejo".

Me senté en todas, menos las últimas 5, forradas en cuero, que parecían de sala de juntas o de mafioso italiano, pues me parecieron exageradas y suntuosas. Finalmente me decidí por una de color negro, en  la que mi espalda queda totalmente pegada al espaldar, podría decir que la silla y yo nos convertimos en uno, o alguna pendejada similar, pero mejor no. Ya les estaré contando como me va con mi nueva silla.

miércoles, 9 de enero de 2019

Poetas con rabia

Una mujer publica un fragmento de un poema en Instagram. En medio de lo cursi y autoayuda que pueda ser, me gusta. Sé muy poco de poesía, es decir, he leído muy poca en toda mi vida, algo que espero mejorar este año.

Busco el libro al que pertenece el poema en Internet y comienzo a leer diferentes comentarios de las personas que lo han leído. El poemario cuenta con varias opiniones; que tóxicas que son algunas, en general que tóxicas suelen ser las opiniones del tema que sea. 

Una mujer, una tal Daniela, cuenta que lo abandonó después de leer 50 páginas sin haber subrayado ni un solo poema, algo raro en ella, pues afirma ser alguien a quien le gusta subrayar mucho, en especial los libros de poemas; al final cataloga el libro como una obra deslucida. 

Un hombre llamado Sebastian, dice que es de la peor poesía que ha leído; para nada memorable sino tremendamente mediocre, y cree que le falta sustancia, lo que sea que eso signifique, y concluye que no entiende como pudo haber sido publicado. 

A Sheila le parece que es una obra mediocre y embarazosa, con estructuras obsoletas y atroces estilísticamente hablando, y que lo único que encuentra positivo es haberlo leído en digital, sino se habría sentido mal por los árboles que se convirtieron en las hojas del libro. 

Qué fácil nos transformamos en poetas con rabia; como nos convertimos, de un momento a otro, en una metralleta de comentarios negativos, pero bueno, ¿qué se yo? De pronto esos lectores son unos expertos en poesía y por eso hablan con tal propiedad. 

En mi caso prefiero no decir nada acerca de los libros que leo, si acaso compartir pasajes que me llaman la atención por diversas razones. 

Virgnia Woolf plantea una postura muy chévere en cuanto al tema de las opiniones, en su novela “Las olas”, quizá todos deberíamos hacerle algo de caso: 

I am like a log slipping smoothly over some waterfall. I am not a judge. 
I am not called upon to give my opinion." 
- The waves -

martes, 8 de enero de 2019

Pipa y madera

Nunca le cogí el gusto al cigarrillo; alguna vez, en el primer semestre de universidad, le pedí a un amigo que me enseñara. 

Teníamos una clase a las 7 de la mañana y muchos estudiantes se aplicaban un combo de tinto y cigarrillo. Al principio creí que lo hacían para contrarrestar el frío de la mañana, pero después me incliné a pensar que el tinto era una simple arandela y que fumar era la actividad importante, la que les brindaba un profundo placer. Imagino que eso fue lo que me llamó la atención del cigarrillo en ese entonces. 

Aprendí y creo que lo hice bien, no me atoré, ni me puse a toser, pero al final no encontré ese placer que buscaba; supongo que mi falta de interés fue producto del olor del cigarrillo que, a los que no nos gusta, simplemente nos resulta desagradable, al igual que la manera en que lo impregna todo, y lo difícil  que resulta deshacerse de él. 

De pronto con la pipa la historia habría sido otra, porque ese es un olor que me encanta, por lo menos el que producía el tabaco que utilizaba Fabio, un amigo de mis padres. 

Cuando era pequeño me gustaba mucho cuando nos invitaban a su casa, primero porque era como un castillo rústico en miniatura, en el que todo parecía estar hecho en madera; era un escenario perfecto para un cuento que podría ocurrir, que sé yo, digamos que en un bosque escandinavo, si, además, le clavamos a la casa una vista hacia un lago. 

No recuerdo que hacía yo en esas reuniones, con quién o qué jugaba, pero lo mejor era cuando mi olfato detectaba el olor a pipa. Yo dejaba de hacer lo que estuviera haciendo y me iba a la sala a embriagarme de ese olor tan desconocido para mí en ese entonces. 

Buscaba algún lugar en el cual sentarme y, ajeno a la conversación de los adultos, me ponía a a mirar o, más bien, admirar la madera; es que ustedes tendrían que haber visto esa madera, parecía milenaria, como de otro mundo, como si las personas que confeccionaron cada mueble hubieran destinado miles de años a su labor. 

Les decía, me sentaba a contemplar la madera y a aspirar fuerte sin que nadie se diera cuenta, tratando de absorber todo el olor a pipa posible.

lunes, 7 de enero de 2019

Crema dental

No sé si me falla la memoria o qué es lo que ocurre, pero a veces olvido el detalle de la trama de algunos libros que he leído, es decir, sé de que tratan, pero si me preguntan por ciertos aspectos en apariencia importantes para la historia, parece como si no los hubiera leído nunca. 

Una vez, en un curso de crónica que tomé con Sergio Ocampo Madrid, fuimos a tomarnos un café en uno de los descansos. Busqué la forma de hablar acerca de su primera novela El hombre que murió la víspera. Antes había intentado tocar el tema, pero nunca se había dado la conversación, pero ese día, cada uno con un tinto en la mano, él accedió a hablar sobre su novela. 

No recuerdo exactamente nuestra conversación, pero me preguntó algo que, al parecer, debí haber interpretado con la lectura de su novela, pero la verdad me cogió fuera de base, o no le entendí bien, así que segundos antes de contestar algo, me puse a repasar la novela o, mejor dicho, lo que me acordaba de ella, y solo recordé como fogonazos de la historia, escenas sueltas de las que había olvidado de qué manera se conectaban. 

Puede que no guarde de forma ordenada la trama de las novelas en mi cabeza, pero sí se me quedan grabadas ideas que me parecen brillantes, como la de la crema dental en Rayuela. 

En un capítulo Oliveira, el protagonista, está disertando sobre sus encuentros casuales con la Maga, mencionando que la veía en tal u otra esquina de Paris, y cierra con el siguiente pensamiento: 


“Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, 
entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía 
sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual 
era lo menos casual en nuestras vidas,  y que la gente que se da 
citas precisas es la misma que necesita papel rayado para
 escribirse o que aprieta  desde abajo el tubo de dentífrico.” 


De pronto algún día me anime a escribir una historia con ese título: Crema Dental”, en la que el personaje principal es de ese estilo, es decir, no concibe escribir en una hoja a menos de que no sea rayada o cuadriculada, e intenta sacar la crema del tubo de forma ordenada, sin desperdiciarla, pero siempre que se le va a acabar, tanto la tapa como el tubo están manchados de crema por todo lado, porque el hombre no logró sacar la crema de forma ordenada; de golpe un día apretó con más fuerza el tubo, o, alguna vez, su novia o una amiga, se quedaron una noche en  en su apartamento, y apretaron el tubo justo por la mitad.  

El tubo de la crema dental es una metáfora perfecta para la vida, pues siempre intentamos que no se nos salga de control, la vamos apretando con cuidado por aquí, por allá, para que no salga disparada en una dirección que no deseamos, pero, casi siempre, algo ocurre y, de repente, ese supuesto devenir  ordenado de nuestros asuntos se evapora.

viernes, 4 de enero de 2019

Un día con papá

Llegan, son tres: una pareja con una niña pequeña, esta última lleva un vestido de flores y unas medias con rayas horizontales de muchos colores, y camina como si se fuera a caer en cualquier momento; justo cuando parece que lo va a hacer, luego de dar un paso, lanza la otra pierna hacia adelante y mantiene el equilibrio. 

El hombre es calvo y sus movimientos, su actitud corporal, es de pocos amigos. Esconde los ojos detrás de unas gafas negras ovaladas a lo John Lennon. La mujer lleva una caja de pizza en una mano y una bomba azul en la otra. 

La única que habla es la niña, bueno, un decir, porque dice cosas inconexas, sin sentido, quién sabe qué historias se cuenta.  Sus padres se limitan a contestarle con sonrisas y  amor en sus miradas. 

Miro a la niña por unos segundos, su actitud aleatoria y su pinta la hacen ver tierna. Siento que alguien me mira fijamente, levanto la mirada y me encuentro con los ojos de la madre. Es difícil precisar qué emoción lleva encima, si rabía, tristeza o una mezcla entre ambas o, simplemente, le molesto que hubiera mirado a su hija con detenimiento, pero me divierto observando a los niños en su libre andar desprovisto de toda angustia. 

El hombre pide dos tintos. Al rato el mesero se los trae; “ ¿Azúcar señor?”, les pregunta. “Así está bien", responde el hombre al tiempo que hace un gesto con la mano. 

Ahora la mujer mira la vitrina que muestra tortas, pasteles y galletas. “ ¿Nos comemos una…”, pero antes de que terminar su pregunta, el hombre hace un mueca y le indica que no, que está lleno, parece que no cruzan palabras sino gestos. 

La mujer se resigna y vuelca la atención hacia su hija, que ahora se pasea por el local con su andar torpe. 

“ ¿Quieres ir al parque de los columpios?”, le pregunta el hombre a la niña. Ella, pura inocencia y risas, sonríe y dice que sí, mientras estira su brazo para agarrarlo de la mano. 

Los tres abandonan el lugar con un andar lento. “¿Estás disfrutando tu día con tú papá?”, pregunta la mujer en voz alta, con la mirada puesta en un punto fijo de la calle.

jueves, 3 de enero de 2019

Leer 5000 libros

Aventurémonos a pensar que alguien va a leer 5000 libros durante toda su vida. Supongamos, solo supongamos que va a empezar con esa noble tarea a a partir de los 8 años, y también, siendo optimistas, que va a vivir hasta los 85. 

Con esas cuentas alegres, esa persona va a tener 77 años para cumplir su cometido, sin tener en cuenta cuánto tiempo del día le consume su profesión, o a lo que sea que se dedique en sus diferentes etapas de vida. 

De acuerdo con esto esa persona tendría que leer, en promedio, 65 libros por año, lo que daría 1,25 libros por semana; cantidad que variará debido a múltiples aspectos de vida imposibles de controlar, como por ejemplo que en sus últimos años su visión, ya deteriorada, va a ralentizar su lectura, si es que todavía puede o, mejor, tiene ganas de leer. De pronto ese viejo(a) va a querer pasar sus últimos días dormitando en un sillón, cubierto por una manta, mientras escucha la radio. 

Al inicio de cada año, Goodreads me pregunta que cuál va a ser mi meta de lectura. Hace un par de años, el número que di fue 30, pero me atrasé y no cumplí con el objetivo, y por intentar lograrlo, comencé a leer algunos libros a toda velocidad y creo que por el afán no los disfrutè como debía ser. Ademas me aburría que la página me recordara, frecuentemente, que iba por detrás de mi meta de lectura

Por eso, cada vez que la página me pregunta cuántos libros voy a leer en el año la cifra que pongo es 5000, para restarle importancia al asunto. Leer, creo, no se trata de una carrera ni de una estadística, sino que es una actividad que nos debe generar, entre muchas otras cosas, un gran placer, independiente de la cantidad de libros que leemos en un año o en toda nuestra vida, o de si somos un lector esporádico o uno consagrado a la lectura.