miércoles, 13 de febrero de 2019

Sesión de fotos

En este momento mi hermana me está tomando unas fotos en la terraza de un café. Se supone que deben reflejar un momento en el que esté escribiendo. Estamos en este lugar, no porque acostumbre a escribir en ellos, nunca lo hago, sino porque creemos que es adecuado para las fotos.

Abro un documento de Word y comienzo a escribir lo que salga, pues me parece ridículo teclear o pretender hacerlo con la pantalla apagada. El texto que resulta es este; no se me ocurre sobre qué otro tema escribir; a veces pasa esto, como que el cerebro se cierra a otras ideas, actúa de forma perezosa y ya. 

Soy malo para esto de posar a propósito para una foto. “Pero ríete un poco”, me dice mi hermana, y caigo en cuenta de que estoy haciendo cara de puño, aunque no suelo reírme cuando escribo o eso creo; de pronto cuando he escrito algo que considero medianamente gracioso lo he hecho, pero la verdad no soy consciente de mis gestos mientras escribo. 

En este momento me gustaría entrar en un flujo de escritura libre, ese método en el que dicen que lo importante es no ponerle atención a lo que se escribe, sino dejarse llevar por cualquier barbaridad que se le ocurra al cerebro. 

Me imagino que ese método de escritura involucra mucho al inconsciente. Anaïs Nin habla mucho de eso en sus diarios; dice que aprecia su vida, pues vive de lo que otros solo hablan, estudian o analizan, y que ella quiere seguir viviendo el sueño sin censura, el inconsciente libre. 

También que en una ocasión vio a Dali en una reunión, en la que apareció con un traje de buceo y que, como todos los presentes, río de lo absurdo del asunto, pero que luego cayó en cuenta del profundo significado de esa manera de comportarse, y se debía, según ella, a que el artista busca la manera de adentrarse en lo más secreto, profundo, su ser inconsciente, pues en ese lugar está la fuente verdadera de la creación. 

En ese aspecto me gustaría ser como Nin, no estar tan apegado al mundo real y dejar que la ficción, fantasía y los sueños tomen la rienda, pues tanta realidad junta, tanto deber ser. a veces resulta abrumador. 

La luz del día se está apagando y un mesero llega con un jugo que pedí. Mi hermana deja de tomarme fotos y se sienta a mí lado. Comienza a hacer frio y escucho el trino de unos pájaros que están cerca pero no a la vista.

martes, 12 de febrero de 2019

Tintos y turnos

La hora de almuerzo ya pasó, si se supone que lo debemos tomar entre las doce y la una de la tarde. 

Engaño al estómago, con un paquete de Limoncitas, mientras me preparo para hacer una vuelta casi de banco. Digo casi porque es en una entidad en la que va a haber mucha gente, y en donde a las personas que llegan les dan un turno, junto a la consabida consigna de: “Esté atento a la pantalla”. 

En la entrada del lugar hay una celadora y un empleado de la institución, pero todos los que llegan le piden consejo a la primera, quien parece estar al tanto de todos los procedimientos del lugar, mientras que el otro hombre suplica que alguien le pregunte algo. “Dígame, en qué le pudo ayudar”, repite la frase varias veces antes de que las personas le descarguen sus dudas a la vigilante. 

Me siento en una fila de sillas desocupada. Es enclenque y se zangolotea, que alegría que exista esta palabra, cada vez que me muevo. Esto ocurre hasta que una pareja se sienta al otro extremo. Les doy las gracias mentalmente.


Lo único diferente del sistema de turnos del lugar es que la voz que los lee no solo pronuncia la combinación de letras y números, sino también el nombre de la persona que está a punto de ser atendida. 

Siempre me generan cierta angustia esos sistemas de turnos, pues imagino una situación en la que se me va a pasar el mío, y cuándo me de cuenta de que eso ocurrió, se va a formar un lío gigante tanto con las personas que atienden en el lugar, como con el resto de los usuarios que esperan sentados e igual de aburridos que yo. 

En la fantasía imagino que todas las personas me chiflan, y dicen cosas tipo: “Respete el turno”, “vuelva a hacer la fila”, mientras intento explicarles que me distraje, y sostengo el papelito en alto como si ellos tuvieran interés alguno en leerlo. Por eso casi no dejo de mirar la pantalla y estoy muy atento cada vez que la voz sale de los parlantes. 

De repente aparece la mujer de los tintos del lugar, quien camina haciendo equilibrio con una bandeja que parece tener pegada a la mano, pues da giros violentos como si nada y sin derramar ni una sola gota de los tintos humeantes que lleva sobre ella. 

Se acerca a mi fila, y junto a los tintos hay unos vasos de agua. Alguien le dice que quiere uno, y ella, como adivinándole el pensamiento, responde que son de agua caliente para las aromáticas, pero las bolsitas no se ven por ningún lado ni mucho menos los vasos desocupados. 

La señora desocupa rápido la bandeja y al rato vuelve con otra llena de bebidas. Esta vez le digo que quiero una aromática y responde: “ahh no, esta vez no traje agua caliente”. 

Apenas se va, me llaman a mí, a mí turno o a ambos, y me pongo de pie rápido. Quiero salir rápido del lugar porque el efecto del paquetico de galletas está comenzando a pasar.

lunes, 11 de febrero de 2019

Escribir para sobrevivir

Estoy leyendo “Lágrimas en la lluvia”, la primera novela de la saga de Bruna Husky, uno de los personajes favoritos, si no el más, de la escritora Rosa Montero. 

Husky es una tecnohumana y a cada vez que se despierta es consciente de su mortalidad, pues los de su raza saben con exactitud el momento en que van a morir. 

En cierto momento de sus vidas, cuando rondan los 35 años de edad, los Rep como también se les conoce, están diseñados para que a nivel celular se les desarrolle un TTT(Tumor Total Tecno) terriblemente agresivo que acaba con su vida de forma fulminante. 

Algo que me gusta de toda la obra de Montero, aparte de lo versátil de su escritura, es su obsesión con la muerte y el paso del tiempo. 

Imagino que el destino fatídico de los tecnohumanos tiene mucho que ver con la muerte de su pareja, el periodista español Pablo Lizcano, a quien le dedica la novela. Lizcano enfermó de cáncer a los 58 años, y la enfermedad acabó con su vida en 10 meses. 

La nueva novela de Montero en ese entonces iba a tratar sobre algo alegre y de celebración, afirma la escritora, pero cuándo llevaba poco tiempo escribiéndola, Lizcano enferma, y por eso Husky domina su pensamiento y decide escribir esa novela. También dice que le costó mucho continuarla después de la muerte de su pareja, pero que gracias a la fuerza de su protagonista logró concluirla. 

Tiempo después Montero escribe otro libro bellísimo: “La ridícula idea de no volver a verte”, después de que la editorial Seix Barral le pidiera escribir el prologo para el diario de la científica Marie Curie, que también perdió a su esposo, al ser atropellado por un carruaje. 

Acerca de la pérdida de un ser querido Montero dice: “No te recuperas nunca, ese es el error: uno no se recupera, uno se reinventa”. La escritura, sus novelas y personajes, le han ayudado a eso, a reinventarse, sobrevivir y lidiar con lo que no entendemos. 


“La literatura, como el arte en general, es la demostración de que la vida no basta” 
- Fernando Pessoa -

domingo, 10 de febrero de 2019

Palabras cansadas

Llego a la casa luego de estar la mayor parte del día por fuera. Son las 10 de la noche pasadas y tengo en mente escribir algo, pero me echo en la cama. me tapo con una cobija que me cae bien, prendo el televisor y juego a cerrar los ojos de forma prolongada. Se supone que descanso con el ruido del aparato electrónico como música de fondo.

Despierto con la ropa puesta, imagino que el frío es el causante de mi entrada a la vigilia. Cuando me recosté, me prometí solo descansar unos quince minutos, sin estar pendiente del reloj ni nada, a punta de, como el personaje de un cuento que escribí, sentir el tiempo. El televisor está apagado, no sé si soñé que lo había prendido, si nunca hice eso, o si, en un ultimo arrebato de voluntad, lo apagué.

Fracasé en mis quince minutos de descanso, que se convirtieron en más o menos 8 horas. Ahora son las 6 de la mañana. Me siento descansado, y creo que podría levantarme a empezar el día, o lo que eso signifique, pero me envuelve esa modorra placentera de cuando apenas uno se despierta, así que me meto dentro de las cobijas.

Mientras me quedo dormido de nuevo, pienso en eso que no escribí, que no sé que era, pues no había pensado en ningún tema para hacerlo. ¿A dónde se habrán ido esas palabras? Imagino que las debo tener en algún lado, así nunca las haya escrito. 

Son, creo, palabras cansadas que no sé si aún conservo. Tal vez algún día las recupere, pero cuando eso ocurra, tendrán un estado activo y entonces no serán las mismas.

Las palabras, como uno, cambían a cada rato, así parezcan las mismas. Eso ocurre tanto en el tiempo en que las escribimos como en el que las leemos.

miércoles, 6 de febrero de 2019

Notas

Me atrevo a decir que las notas son imprescindibles para escribir, y me refiero a todas esas anotaciones que hacemos a mano, en el celular, en notas de voz, valga la redundancia, etc. acerca de imágenes, palabras o frases con las que nos topamos o que, de repente, aparecen en nuestro cerebro. 

Ojalá que uno tuviera una memoria prodigiosa como, digamos, el personaje de Lisbeth Salander, la protagonista de la novela Millenium de Larsson, pero no, uno es más bien propenso a olvidarlo todo, y para eso sirven las notas, para que esas imágenes, frases, por qué no párrafos, a las que nos enfrentamos o que brotan misteriosamente en nuestro cerebro, no se pierdan en las profundidades del mismo. 

La ecsritora Anne Lamott cuenta en su libro Bird by bird que uno de los peores sentimientos en los que puede pensar, es en tener un maravilloso momento o acierto, o captar una imagen y luego perderla; por eso siempre lleva consigo unas fichas de un sistema de anotación que diseño, y afirma: “Una de las cosas que ocurren cuando te das permiso de comenzar a escribir es que comienzas a pensar como escritor. Comienzas a ver todo como material”. 

A mí me gusta escribir las notas en una libreta, cuando la llevo conmigo, o si no las anoto en mi celular en una de sus aplicaciones de fábrica, que también lleva por nombre: “Notas”. Cuando las hago en la libreta y a modo de manía, procuro escribirlas con un esfero negro de gel, si lo tengo pues me la paso perdiéndolo y encontrándolo en diferentes rincones de mi cuarto. 

El método del escritor Ricardo Silva consiste en, cada vez que cree que algo le puede aportar a lo que sea que esté escribiendo, enviarse un mail, y así, cuando se sienta escribir, sabe que eso que lo impacto esta ahí, en forma de frase o palabra. 

Hace un rato escribí un artículo de una charla al que le tenía pereza porque había dejado pasar mucho tiempo para hacerlo. Fui a una de mis libretas, por el momento son dos, y las notas que tomé, aunque me toco desenredar una letra apeñuscada, con más apariencia de garabato que cualquier otra cosa, me ayudaron mucho para poder escribirlo.

Sin las notas un escritor no es nada.

martes, 5 de febrero de 2019

Amor telepático

De Vuelta al hotel mi hermana tiene sueño y no tiene ganas de comer, lo único que desea es rendirle un sincero homenaje a Morfeo. Yo también tengo sueño, fue un día largo de mucho caminar y calor, y muchos vasos de jugo de piña con hielo. 

Aparte del cansancio yo si tengo hambre, y a esta la acompaña un antojo de sushi. La culpa de que me agrade ese plato oriental la tiene María Angélica, con quien salí hace ya varios años.  En nuestra primera cita escogió comer eso. En ese entonces no se me pasaba por la cabeza comer pescado crudo, pero lo probé y me quedo gustando. Después de 4 meses las cosas con María no salieron bien, pero quedó el sushi, es decir, el descubrimiento de mi gusto por ese plato. 

Le comunico el antojo a mí hermana y me dice, con voz y cara de cansancio, que me va a acompañar, así ella no vaya a comer. Le digo que tranquila, que se quede durmiendo; igual no me parece traumático comer solo, incluso, a veces me gusta hacerlo. 

Salgo a deambular por el barrio en actitud flánerie, y a pocas cuadras encuentro un restaurante de sushi. La puerta del local es pequeña, pero apenas entro, revela un restaurante amplio. El lugar está muy lleno, y casi todas las mesas están ocupadas por 2 o más personas que levantan sus voces y risas sobre la música del lugar. 

Me siento en una mesa florero, en medio de la mitad de otras tantas, con personas que ríen, beben y comen. 

A mí lado derecho hay una pareja. La mujer tiene la piel bronceada, una camisa que deja ver sus hombros, con un escote que también deja ver el inicio de sus senos que desafían la gravedad; una falda que a ratos parece pantalón y ratos lo contrario, y unos zapatos cafés con tacón de plataforma. Su cara está pintada de manera que sus ojos resaltan; son negros de pestañas largas. De vez en cuando le da sorbos a un cóctel de color amarillo intenso servido en una copa de martini, ubicado estratégicamente para que solo tenga que inlcinarse levemente hacia adelante cada vez que lo quiere probar. 

El hombre lleva una pinta más relajada: Una camisa azul con las mangas arremangadas, jeans con algunos rotos y unos zapatos cafés que lucen cómodos. A su lado hay un vaso de mojito al que solo le quedan las hojas de hierbabuena apachurradas en el fondo. 

El lenguaje corporal de la mujer, reclinada en la silla y con los brazos cruzados, es desafiante, junto con una mirada muy seria, que contrasta con sus finas facciones. Es una lástima que no sonría. 

Parece que evitan sus miradas; ella inmersa en sus pensamientos y él prestándole atención a un televisor que muestra unas imágenes de mujeres surfeando,  con cuerpos tonificados, y que castigan las olas con latigazos de sus tablas. 

Me pregunto si sostienen una conversación telepática; si ese silencio prolongado es su forma de quererse, porque ¿quién dice que el amor es solo abrazos, diálogo y besos? 

La mesera llega a su mesa con un plato de sushi muy verde, con aguacate y algún pescado blanco. El hombre y la mujer comienzan a llevarse los bocados de sushi a sus bocas y continúan sin hablar. A ratos parece que cruzan sus miradas, como si estuvieran atravesando un pico o clímax en su conversación mental, pero pronto vuelven al mutismo sentimental. 

Apenas acaban el plato de sushi, el hombre por fin pronuncia algo: “¿Nos trae la cuenta por favor?”; palabras dirigidas a la mesera que llega a recoger la mesa y a preguntarles qué tal les pareció todo. 

Poco después la mesera llega con un cofre pequeño de madera, dentro del que viene la tirilla de la cuenta. El hombre deja de mirar a las mujeres surfistas, se pone de pie y saca su billetera del bolsillo derecho del pantalón. 

“ ¿Tienes uno de 2000?”, le pregunta a su acompañante. Ella asiento con la cabeza, busca su billetera, roja y gruesa, saca un billete muy arrugado y lo pone sobre la mesa. 

La pareja abandona el lugar para continuar con su amor en silencio.

jueves, 31 de enero de 2019

Los apuntes de Juliette

Juliette era bajita, rolliza y tenía el pelo rubio y los ojos claros. La conocí en una clase de alemán y era una buena estudiante del idioma; me parecía que muchas veces cogía rápido los temas: las explicaciones sobre el dativo, el acusativo y el genitivo; los pronombres, la conjugación de los verbos, las declinaciones, que tanto cuesta cogerles el tiro, etc. 

Muy pocas veces hablé con ella, pero recuerdo una conversación que tuvimos en la que me contó que su abuela le enseñó a hablar francés y que la influencia de ese idioma en su familia algo tuvo que ver con la selección de su nombre. 

Era una persona alegre, siempre estaba riendo, y en clase soltaba unas carcajadas refrescantes. Cuando eso pasaba,  algunas veces la profesora, para aminorar el estruendo. le decía: Juliette kannst du bitte vorlesen (Puedes por favor leer en voz alta). Ella comenzaba a hacerlo con restos de carcajada en su voz.

Siempre andaba con Felipe, que estudiaba física y quien tenía dificultades para pronunciar algunas palabras como: neun y Schreiben. Los rumores decían que a él le gustaba ella, pero nunca lo vi en plan conquista, pero imagino que una cosa era la forma en que se trataban en clase, y otra, si los rumores eran ciertos, lo que hacían fuera de ella. 

Hoy, ordenando unos papeles, me encontré con un cuaderno de Juliette. Alguna vez se lo pedí prestado para sacarle copia y no sé por qué nunca se lo devolví. Era impresionante la forma en que tomaba apuntes, con miles de colores y una letra redonda y pulcra. Para mi es un misterio cómo lo hacía, pues yo, tratando de entender lo que el profesor decía y los ejemplos que daba, copiaba de afán a un solo color, negro, y luego, cuando revisaba lo que había escrito, siempre sentía que me había hecho falta copiar lo esencial, la clave del tema que estábamos viendo, así que no sé como hacía ella para escribir tan tranquilamente, como si le estuvieran dictando las cosas muy despacio.