miércoles, 6 de marzo de 2019

Palabras muertas

El viernes pasado mi hermano me llamó al celular. Como la mayor parte del día suelo tenerlo en silencio, no contesté. 

Más tarde, cuando lo revisé, en la pantalla del teléfono estaba la notificación de la llamada perdida hasta ahí todo normal. En los días siguientes ha continuado apareciendo la notificación de esa llamada, y no sirve de nada que la elimine, pues a las pocas horas vuelve a aparecer. 

Supongo que a veces los sistemas de comunicación de telefonía celular se chiflan y por eso ocurren incidentes como el que les estoy contando, pero (ustedes saben que siempre existe un “pero”, una porción de realidad o irrealidad que no deja que lo que nos ocurra se pueda considerar 100 “normal”, por decirlo de alguna manera)...

¿Qué es lo que me quería decir mi hermano? ¿Acaso tenían tanto poder las palabras que me iba a decir ese día que, aunque nunca salieron de su boca, se niegan a quedar en el olvido? 

Esto me hace pensar que aparte de las palabras perdidas y las cansadas, también deben existir las “muertas”, las que se quedaron en la punta de la lengua, y que luego tragamos para condenarlas con nuestros jugos gástricos, aunque algunas pueden ser lo suficientemente fuertes e importantes para carcomernos las entrañas antes de morir. 

Para salir de la duda, lo más fácil sería preguntarle a mi hermano que me quería decir ese día, o tal vez no, tal vez lo mejor es que algunas palabras permanezcan muertas.

martes, 5 de marzo de 2019

Soplar las nubes

Hay días en los que me encuentro con temas para escribir, quizá porque dedico algo de tiempo a pensar sobre ellos o porque considero que puedo arrancarle unas cuantas palabras a una imagen producto de un avistamiento, o a una situación en particular mía o de un tercero que me llamo la atención por algún motivo.

Hay otros días en los que la mente parece un desierto y las palabras, ya sean las cansadas o las perdidas, o quién sabe de qué otro tipo, no se dejan ver, o bien, escribir, pero es algo que resulta casi obvio, pues las primeras, como su nombre lo indica, andan extraviadas y las segundas, durmiendo o lo que sea que hagan ese tipo de palabras cuando se encuentran en ese estado.

Hoy creo que es uno de esos días, así que solo les voy a contar, por encima, cuando salí a caminar al finalizar el día.

El cielo estaba encapotado con muchas nubes de distintos tonos grises y amenazantes, como si estuvieran de mal genio, y aunque las ramas de los árboles se mecían con ráfagas de viento que anuncian lluvia, de todas formas decidí salir a caminar.

Mi agüero o conducta, ante un aguacero que parece inminente, consiste, aunque suene ridículo, en soplar las nubes.

Cuando salí, el pavimento ya estaba manchado con goterones de agua; ahí soplé un poco las nubes, pero sin esforzarme mucho, pues parecía que tenía perdida la batalla contra el agua.

Llegué a los pasadizos de un hotel, justo cuando el cielo soltó un chubasco, con tan buena suerte que duro muy poco, y su final coincidió con en el momento en que abandoné la edificación. Las nubes continuaban inmersas en su papel serio, y dude si en continuar o regresar a la casa. Al final opté por lo segundo, y elegí bien, porque dejó de llover, e incluso el cielo se despejó un poco, y algunos rayos de sol, cansados, lograron atravesar las nubes.

Llevaba conmigo las Notas de prensa de García Márquez, un libro que he leído a pequeños sorbos de lectura a lo largo de 2 años, con la intención de llegar a un café, tomarme algo, y leer 3 notas; el número de artículos que, considero, debo leer como mínimo cada vez que tomo el libro.

En mi caminata me crucé con un par de mujeres, y una de ellas, que llevaba una chaqueta amarilla, me pareció muy bonita. El avistamiento duro poco y después de pasarlas de largo, la olvidé y me distraje con otros pensamientos.

Tiempo después llegué al café, y al rato entraron las mujeres que había visto, y se sentaron a mis espaldas. Me desnuqué un par de veces para mirar a la que me había parecido bonita.

Afuera, bajo la amenaza de lluvia, la gente caminaba de afán mientras yo le daba sorbos al café y leía. 2 de las 3 notas que me tocaron hoy: “Me alquilo para soñar” y “Aquel tablero de las noticias”, estuvieron buenísimas.

El café y las notas destinadas a mi lectura se acabaron y salí del lugar. Volví a soplar las nubes que de nuevo había tapado los rayos de sol y seguían amenazantes, y luego de unos pasos comenzó a llover, una llovizna con cara de chaparrón.

Poco tiempo después de que entré a mí casa el cielo dejo caer un aguacero. Soplar las nubes a veces funciona.

lunes, 4 de marzo de 2019

Palabras perdidas

Hay muchos tipos de palabras: Adverbios, preposiciones, adjetivos, verbos,  etc. que a su vez se pueden dividir, se me ocurre de momento, en: agudas, graves, esdrújulas, homónimas, antónimas, por ejemplo. 


También existen otros tipos de palabras, no a ese nivel gramatical, como las cansadas de las que escribí hace algunos días y las perdidas, sobre las que quiero escribir hoy. 

Ayer, cuando estaba a punto de dormirme, justo después de que apagué la luz de la lampara que reposa sobre un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche, y apenas cerré los ojos, se me ocurrió un tema sobre el cuál escribir. 

Me pareció una idea chévere y Pensé en anotarla en el celular, pero me dio pereza así que lo único que hice fue elaborar un poco sobre ella y repetírmela mentalmente varias veces antes de dormirme, confiado de que hoy la iba a recordar. 

La memoria, muchas veces, por la cantidad de ideas, recuerdos y temas que pelean por llamar la atención de nuestro cerebro a toda hora, traiciona la confianza que le tenemos. 

Hoy en la tarde, mientras caminaba, me acordé de la idea a medias, es decir, me acordé de que había pensado en ella la noche anterior, y me concentré para recuperarla pero no logré hacerlo. Lo único que logré rescatar fue la palabra avalancha, que iba a utilizar como figura y conclusión para el tema sobre el que quería escribir, pero eso fue todo, y por más que esforcé tratando de recordar otras palabras que iluminaran el camino hasta esa gran idea principal, no pude hacerlo. 

Es probable que las palabras perdidas compartan lugar con las cansadas, pero poco sabemos de ellas; quizás algún día encuentren el camino de vuelta hasta nuestra cabeza; ojalá sobrevivan donde quiera que estén. 

No queda más remedio que anotar todo lo que se nos ocurra, por más desquiciado que parezca, que creamos puede tener potencial.

domingo, 3 de marzo de 2019

11 minutos

Ese es el título del libro de Pablo Coelho que atrapa mi atención. ¿11 minutos para qué o qué?, me pregunto. Imagino que parte del gran éxito de ese autor se debe a esa especie de incertidumbre y misticismo. Pienso esto mientras mi mirada se pasea por la imagen de la caratula: una flor roja que, al parecer, reposa sobre una sabana o almohada blanca, muy blanca, como de comercial de detergente. 

Hago fila en la caja de un supermercado para comprar unas cuchillas de afeitar. Hace un rato estaba haciendo fila en otra caja y cuando se suponía que era mi turno, la cajera con cara de cansancio combinada con un gesto de “jódanse todos” dijo: “Ya no voy a atender más”. Por eso me pase a esta fila, la de la caja “rápida”, que de rápida tiene más bien poco. 

Me distraigo viendo los libros, que compiten con dulces y gaseosas por la atención de las personas. 

Nunca he leído a Coelho; alguna vez lo intenté dándole una oportunidad a El Alquimista, si no estoy mal, pero me pareció un libro extraño, o no me enganchó, y lo abandoné después de leer pocas páginas. 

Al lado del libro del escritor brasileño, hay otros libros, pero me fijo en el suyo porque la imagen, me parece, da paz, resulta placentera. 

Otro de los libros es “Erase una vez el amor y tuve que matarlo”, uno de esos libros a los que el título les queda grande; como ese otro que compré de puro capricho y sufre de lo mismo: “La gente feliz lee y toma café”. 

También hay un libro de Dan Brown, y la novela Buda blues de Mario Mendoza, quien, creo, es muy bueno para ponerle títulos a sus novelas. 

No se cuánto tiempo llevo haciendo fila, es como si se hubiera detenido; eso pasa en algunos lugares, sobre todo en las salas de espera y, a veces, en sitios como este, cuando estamos rodeados de sonidos de cajas registradoras, anuncios de descuentos que salen de unos parlantes, y un fuerte barullo de voces. 

Llevo más de 11 minutos haciendo fila.

jueves, 28 de febrero de 2019

Revelación

Me despierto. Cuando configuré la alarma del radio la noche anterior, moví la rueda del dial hasta que apareció una emisora de música clásica. La dejé no por culto, sino porque pensé que sería bueno despertarme con música de violines, violonchelos y flautas;  que de esa forma mi entrada a la vigilia  no sería tan abrupta, pero no fue así porque el que me despertó fue un locutor que habla a mil por hora, "que pereza que alguien hable tanto por la mañana", pienso. Me da algo de mal genio, no me preocupo en ponerle atención a lo que dice y apago el radio del todo. 

Doy vueltas en la cama un buen rato, me levanto y camino hasta la ducha. Me baño, claro está. 

Cuando llego al cuarto después de bañarme hago lo de siempre; la vida, parece, son solo rituales. Abro el closet y le echo una mirada a la ropa que está ahí cómo muerta: camisas, camisetas, boxers, medias. Escojo la ropa a utilizar con el poco criterio de moda que tengo que, básicamente, consiste en seleccionar prendas con colores que medianamente combinen, lo que sea que eso signifique. 

Tomo una camiseta que más o menos se encuentra en medio de la pila de ellas, la halo y un papelito se cae al piso. ¿Qué carajos hacía eso en mi closet?. Mi mente comienza a trabajar a toda máquina: ¿Quién me dejó un mensaje secreto y desde hace cuánto tiempo? ¿Qué podrá significar que un papel aparezca en medio de la ropa que está en el closet?, ¿Será bueno que deje de ser tan escéptico con el tema de las señales?. 

Como para restarle importancia al tema, dejo el papelito justo donde cayó y me preocupo en escoger un par de medias, y antes de dirigirme a la cama para echarme el talco en los pies (rituales) Me agacho a recoger el papel, la señal, la basura, lo que sea. 

Esta doblado en dos. Tiro las medias a la cama para manejar la revelación que  la vida está a punto de darme con ambas manos. Estoy listo para abrirlo, y comienzo a hacerlo lentamente, pero en un arrebato de ansiedad lo desdoblo rápido. 

 Leo, en una letra escrita de de afán y casi ininteligible las siguientes palabras: una libra de café y un paquete de salchichas.

miércoles, 27 de febrero de 2019

De libreros y recomendaciones

Hoy leí “¿Qué libro estás leyendo?”, una nota de prensa de García Márquez de Julio de 1983, que habla sobre el hábito de la lectura. Para cerrar el texto el escritor colombiano dice lo siguiente: 

“los últimos libreros bien orientados y buenos orientadores se murieron 
hace rato, y las librerías son cada vez menos lugares de tertulias 
vespertinas. Uno tenía su librero personal, como tenía su médico de 
familia y su cepillo de dientes”. 


Se me ocurre que esos libreros ya no existen porque pocos son los que quedan que atienden su propio negocio, como Mauricio Lleras de la librería Prólogo, por ejemplo. La mayoría de los que existen actualmente son empleados del dueño de la librería.  Esas personas, imagino, han leído y saben mucho sobre libros, pero varias veces he sentido que son personajes que miran por encima del hombro a esos simples mortales que visitamos las librerías y que no somos tan eruditos como ellos creen serlo. 

Sin embargo muchas veces me he acercado a ellos, pero no me ha ido bien con sus recomendaciones. No los culpo del todo, pues recomendar un libro, y dar con él en la vena del gusto de la persona que pide la recomendación es muy complicado, solo por el simple hecho de que un libro le puede fascinar a una persona y a otra no. 

Hace mucho tiempo un librero me recomendó On the road de Kerouac, uno de esos llamados “clásicos de la literatura”. Compré emocionado el libro, pero no me gustó, y traté de que así fuera, pero casi lo abandono y me costó mucho trabajo terminarlo. 

Otro libro que también me recomendaron en una ocasión fue “El hombre que amaba a los perros”, de Leonardo Padura. La historia no me pareció mala, pero siento qué es un libro muy largo al que le sobran de 200 a 300 páginas. 

Esto es solo una opinión, e imagino que existirán personas a las que les encantan los libros que mencioné. Tal vez el momento en el que llegaron a mi vida no fue el indicado, y si los leo de nuevo tal vez me sorprendan, pero eso no va a ocurrir, porque no me gusta releer libros. 

García Márquez también habla sobre eso en su artículo: 

“El gran peligro de la relectura es la desilusión. Autores que nos deslumbraron 
en su momento podrían— y casi siempre pueden— resultar insoportables.” 


Puede que la relectura funcione al revés si el libro no nos gusto la primera vez que lo leímos.

Yo a veces recomiendo los libros que me gustan. Una vez en Wilborada cuando me acerqué a la caja, estaba un viejito calvo y muy elegante, que llevaba un traje azul a rayas, corbata y un bastón, preguntando por una novela que tratara sobre la guerra en Yugoslavia en los 90. El librero no sabía cuál recomendarle, y yo me metí en la conversación y le mencioné “El chelista de Sarajevo”, una novela que me encontré por casualidad, después de conocer la historia de Vedran Smailović, quien durante 22 días, y para honrar a las 22 personas fallecidas que fueron alcanzadas por un misil mientras hacían fila para comprar pan; tocó el tristísimo Adagio de Albinoni bajo el acecho de los francotiradores.

martes, 26 de febrero de 2019

Subrayar

Estoy sentado en una barra con vista hacia la calle. Me gusta ese plan de ver pasar a la gente. La mayoría de personas que caminan solas lo hacen de afán, y algunas que van en grupo rien. El afán un tema que da para escribir libros y libros, en fin. 

A mí derecha se encuentra un libro grueso y abierto sobre la barra. Muchas lineas de las páginas de letra pequeña que están a la vista, se encuentran subrayadas con resaltador amarillo, y algunas de estas, como para reforzar la importancia de lo que sea que esta subrayado, van acompañadas de una linea negra de esfero debajo de ellas. 

Imagino que el libro es un clásico de la literatura rusa del siglo XIX; siempre asocio los libros extensos a esos escritores.

Sobre las páginas del libro reposan unas gafas de marco negro grueso, y sobre la barra dos esferos: uno gris de tapa roja y otro azul oscuro.A su lado hay una libreta pequeña que tiene unos apuntes en letra diminuta. 

El dueño del libro está de pie y también mira hacia la calle, las personas, o tiene su mirada perdida en un punto fijo del horizonte. Se me ocurre pensar que tuvo que tomarse ese momento de contemplación para absorber las ideas subrayadas, esas verdades que se encontró mientras leía y que, de una u otra forma, lo sacudieron. 

Después de un rato el hombre se sienta y de inmediato se pone a leer, actividad que intercala con anotaciones en su libreta. 

Afuera la ciudad sigue  a toda velocidad y todo pasa de largo; nada se subraya.