lunes, 8 de abril de 2019

My Generation

Hoy escuché apartes de la entrevista que le hizo Vicki Dávila al “Doctor de la muerte”, sobrenombre un poco ridículo la verdad, un doctor que practica la eutanasia, y como dato importante, pero más bien amarillista, decían que solo le faltaba una muerte más para llegar a las cuatrocientas, pero el número, creo yo, le importa a él en lo más mínimo. 

La muerte es un tema muy jodido, y nos vuelve un nudo cada vez que nos roza de cualquier manera, porque no tenemos ni idea acerca de ella, no sabemos qué nos espera cuando finalmente llega, si el más allá realmente existe, o si simplemente la vida se acaba y ya, sin cielo ni infierno y todos esos escenarios que tenemos metidos en la cabeza. Supongo que eso a nosotros, los humanos, con nuestras ínfulas de sabiduría y quienes hemos sido capaces de descubrir la existencia de galaxias a millones de años luz, nos da rabia, es decir, no tener ni idea en qué realmente consiste la muerte, aparte del mero acto de morir. 

“¿Hasta que edad quiero vivir?”, me pregunto, pensando en la mítica frase de My generation, la canción de The Who: “I hope I die before I get old”, porque si uno se fija bien, pues sí, mejor morirse antes de que el cuerpo y sus órganos comiencen a fallar, cuando la vejez nos cubre con su manto de desagradecimiento. 

Contaba ese médico que el caso que más lo ha afectado, fue cuando le practico la eutanasia a una mujer de casi 50 años que era diabetica desde pequeña, y a la que le tenían que practicar diálisis cada día de por medio. La enfermedad también la había dejado ciega y lo más probable era que le tuvieran que amputar ambas piernas, pues ya estaban llenas de morados. 

Decía el médico, con la voz entrecortada, que eso no fue lo que más lo impacto, sino que el día del procedimiento la mujer se encerró con una amiga, en el cuarto de la pensión en la que vivía, y se vistió con la mejor pijama, se maquilló con polvos y labial rojo, y se puso unos aretes de oro, una de las pertenencias más valiosas que tenía. 

Todo el tema me hace recordar la crónica “Son 15 minutos. Dejas de respirar. Y fuera”, del libro Vidas al Límite de Juan José Millás, en la que el escritor acompaña a un hombre de 66 años, el día anterior al que decide quitarse la vida. La vuelvo a leer. 

El hombre le cuenta cómo su declive comenzó con dos ataques cardíacos después de ser un corredor que esprintaba, luego vino un problema de control de esfínteres, y como si no fuera suficiente, después le apareció un quiste radicular imposible de operar, porque una intervención quirúrgica significaba parálisis corporal. En ese punto los médicos, e incluso los tribunales, le dijeron que ya no había opción de nada, que solo le quedaba esperar a que la muerte le diera la gana de llevárselo. 

El hombre se preguntó “¿Qué hacer?” y evaluó la posibilidad de irse a Estados Unidos, comprarse una pistola y volarse los sesos. También había ido a edificios de Málaga a mirar desde un octavo piso, pero descartó esas opciones porque no le gustaba la violencia ni las cosas desagradables. 

Cuenta que ya no tenía energías para nada, que no puede caminar por más de 10 minutos, y que su casa parecía una farmacia por la cantidad de pastillas que tomaba, que también le producen muchos efectos secundarios. 

El hombre, de paso por Madrid, contactó al DMD (Asociación Derecho a Morir Dignamente) y le preguntan que cuando quiere hacerlo. “Mañana, ya que estoy aquí, mañana”, les respondió, y le dieron un llamado “Cóctel de Autoliberación”, compuesto por un hipnótico, y medicamentos contra la malaria que resultan mortales en altas dosis. 

Millás había quedado en asistir al momento en que se iba a tomar los medicamentos, pero no fue capaz de cumplir la cita; los únicos que lo acompañaron a eso de las 12:45 fueron dos funcionarios del DMD. 

Para su acto final, su desenlace digamos, el hombre su puso un pijama, dobló la ropa con cuidado, saco las pastillas pulverizadas y las echo en un yogur de fresa, que se tomó a cucharadas. Luego se sentó en un sofá, colocó los pies sobre una mesa, y medía hora después dejó de respirar.

viernes, 5 de abril de 2019

Ganas de metáforas

Tengo ganas de escribir. Siento que se me acumulan las palabras en los dedos, pero no sé que contar. Es un sentimiento raro. 

Pensaba terminar la frase anterior con una analogía precisa: “es un sentimiento raro, como cuando bla bla bla”, pero no se me ocurrió ninguna, bueno la verdad si se me ocurrió una; tenía que ver con tener sed y encontrarse una fuente de agua, pero la escribí, la leí un par de veces y no decía nada, todo un desacierto de palabras. 

Una de las cosas que más me gustan cuando leo, es encontrarme con figuras narrativas que me cachetean mentalmente. Cuando eso ocurre, las leo y releo varias veces como para atragantarme con esos aciertos narrativos, que despiertan recuerdos o experiencias y adquieren un significado más amplio cuando las relaciono con algo diferente. 

Hay muchas de las que ya no me acuerdo pero otras que se me quedaron grabadas para siempre, por la imagen tan precisa que recrean, como en el primer tomo de Juego de Tronos cuando decapitan a Ned Stark: 

“A lo lejos, como envuelto en una niebla, oyó…un sonido… 
Un ruido suave y siseante, como si un millón de personas dejaran 
De contener el aliento a la vez” 

Otra que me parece bellísima, la leí en “Conversación en la Catedral” de Mario Vargas Llosa:


“Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo 
y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.” 

Para llegar a ese dominio de las palabras, imagino que no queda más remedio que la prueba y el error, ensayar y ensayar. Escribir y borrar. Podar las frases hasta dar con la indicada. 

También existe la posibilidad jugar el juego que inventaron Hemingway y Fitzgerald cuando viajaban en carro. Los escritores jugaban a señalarse objetos mutuamente, y tenían que elaborar figuras narrativas con él objeto señalado; el que no acertaba, debía darle un sorbo a una botella de vino.

jueves, 4 de abril de 2019

Abandonar un libro

Continuó con la lectura de la novela Go, went gone, que trata acerca de un grupo de inmigrantes africanos en Berlín. Hacia rato no la retomaba porque se me cruzó Girl At War, una novela que trata sobre le guerra de Yugoeslavia. Ese conflicto, por razones diferentes y más allá de un burdo amarillismo, siempre me ha atraído. Además, estoy escribiendo una historia que tiene como protagonista a Radiša Dobrilo, un francotirador croata, y quiero que la atmósfera sea precisa. 

Termino la novela en pocos días y me agrada bastante. Tengo pereza de regresar a la otra porque la siento lenta y falta de acción. 

Hay quienes dicen que uno debe abandonar una lectura en el momento en que se sienta la menor pizca de aburrimiento, pero no quiero hacerlo con esta, pues ya llevo más de la mitad y, por alguna razón, tengo fe de que me enganche de nuevo. 

He abandonado la lectura de muy pocas novelas, y una de ellas fue El Péndulo de Focault de Umberto Eco. Un amigo me había dicho que era una obra maestra y es considerada una obra de culto por muchos, y  por eso la empecé a leer, pero después de un tiempo me aburrió. 

Sé que Eco es brillante, un erudito podría decirse, pero por algo, no se precisar qué, su novela no me enganchó. Quizá lo que vivía en ese momento, no me permitió conectarme con la obra, pues bien sabemos que los libros tienen tiempos particulares para cada persona. De pronto le daré otra oportunidad en unos años. 

Hoy leí tres capítulos de Go, Went, Gone, y aunque sigo creyendo que podría tener más acción, me parece que la historia mejoró un poco y que, de una u otra forma, me he relacionado con los personajes.

miércoles, 3 de abril de 2019

Ínfulas de nada

Invito a un escritor a una reunión. Nos seguimos en una red social pero no lo conozco de forma cercana, aunque alguna vez charlé con el cuando fue como invitado a una sesión de un taller de crónica que tomé hace un par de años. 

Me dice que no puede asistir en la fecha que le doy porque tiene unos compromisos de trabajo el resto del mes. “Se que suena un poco odioso, pero créame, es puro rebusque”, afirma. 

La verdad no me importa, es decir, que esté ocupado porque está lleno de trabajo o por rebusque me tiene sin cuidado, pero me agrada cuando las personas demuestran ínfulas de nada, que, independiente de quién sean y lo que hayan hecho o deshecho en esta vida, no miren a las personas por encima del hombro. 

Existe mucha fauna de esa en el mundo de las letras, personajes que por haber publicado un libro se creen la reencarnación de Shakespeare, mientras que solo unos pocos serán recordados en la historia, y el resto se irán al olvido. Lo peor es que ellos lo saben. 

García Márquez menciona eso en una de sus notas de prensa. Dice que la literatura es muy desagradecida, pues a diferencia del boxeo, solo tiene dos categorías: los inmortales y el resto, mientras que ese deporte tiene un criterio de calificación más justo con pesos welter, pesos medios, pesos mosca, etc, donde “cada quien disfruta de una gloria universal dentro de sus límites respectivos”, mientras que en la literatura solo los grandes van al cielo y adquirirán cierta inmortalidad. 

Por eso, a menos de que uno sea un Tolstoy, una Woolf, un Dickens, un Dotoyevski, una Austen o cualquier otro gran autor, lo mejor es andar por la vida sin ínfulas de nada.

martes, 2 de abril de 2019

Pimienta en las sienes

Un dolor de cabeza golpea las puertas de mi cerebro en la tarde. Él, todo inocencia, le deja seguir, y pues ni corto ni perezoso el dolor se instala, como esa visita molesta que, de repente, llega a nuestra casa, y que queremos se vaya lo más pronto posible. 

Tomo dos dolex, uno para cada hemisferio de la cabeza, pues vaya uno a saber si el dolor de cabeza tiene que ver con cálculos matemáticos o funciones lógicas que siguen corriendo, a manera de programa, en mi cabeza, o si más bien tienen relación con un aspecto humano y/o cultural como las emociones, la creatividad o el arte. Parece que las pastillas funcionan y la molestia desaparece, pero solo para volver con más fuerza un par de horas después. 

No quiero tomar más pastillas, y recurro a un aceite de pimienta que me regaló mi hermana y que funciona para los dolores de cabeza. Debe uno echarse una gota en la yema de un dedo, y luego hacer un masaje sobre las sienes. Supongo que el índice es el más adecuado para la tarea y me lo aplico.

¿Dónde carajo quedan las sienes?, sabemos que en los costados de la cabeza, y supongo que el punto más o menos exacto corresponde a seguir una línea recta desde la comisura exterior del ojo hasta, más o menos, la altura de la hélice de la oreja, pero ¿es entonces la sien un punto o un área? Decido lo primero y me aplico el aceite, el Mentha Piperita, su nombre científico me imagino, en esa zona imprecisa a la que llamamos sien, mientras me imagino la planta de la que lo extrajeron con ramas de color verde oscuro, como una mona del album de Jet.

El olor es intenso y produce escozor, con razón indican que solo se debe frotar en en ese punto, y que por nada del mundo debe tocar los ojos, no alcanzo a imaginar cómo sería de molesto si eso llega a pasar.

El dolor de cabeza parece mermar a medida que escribo estas palabras. No sé si es producto del aceite o de mi sugestión y ganas de que el dolor de cabeza se esfume de una vez por todas. 

Hace mucho en mí casa había una banda, con velcro en sus extremos, que, se suponía, funcionaba para aliviar dolores de cabeza, pues tenía dizque unos imanes en su interior. La banda en verdad no servía de a mucho, y creo que producía más dolor porque uno creía que sus capacidades curativas tenían que ver con lo fuerte que se apretara alrededor de la cabeza.

lunes, 1 de abril de 2019

Happening

Estábamos en séptimo de bachillerato, y al colegio llegó un nuevo profesor de arte, era un hombre que siempre se llevaba prendas de color oscuro, y una bufanda enroscada en el cuello. A veces, en los recreos, yo lo veía fumando solo y mirando hacia el horizonte, como embelesado en sus pensamientos, artísticos supongo. También tenía una voz grave o hablaba así de aposta, quizá esa voz oscura era necesaria para completar su look enigmático. 

Yo y un amigo tomamos su electiva, no porque en ese momento nos interesara el arte, sino porque pensamos que íbamos a tener poco trabajo en su asignatura. Era, si no estoy mal, una mezcla de todo: escultura, dibujo, pintura, teatro, en fin, cualquier expresión artística posible, y uno seleccionaba la que más le gustara. 

Yo, como siempre, escogí dibujo. Hacía un par de años la había tomado con un profesor que me enseñó a pintar con carboncillo y aseguraba que mi trazo era muy bueno. “Usted tiene muy buen trazo”, decía cada vez que miraba lo que yo estaba pintando. Yo no sabía muy bien qué significaba eso, pero suponía que tenía que ver con que no lo hacía mal. Ese profesor, a diferencia del nuevo, siempre llevaba puesta una bata de médico. 

Al final del año, el profesor nuevo anunció que, como proyecto final, íbamos a hacer un hapenning. Que palabra tan sonora esa, y cuanta anticipación y expectativa crea pues definitivamente anuncia que algo va a ocurrir. 

Yo y mi amigo nos emocionamos; nunca habíamos escuchado el término y nos parecía algo novedoso. El lugar seleccionado para la improvisación artística fue un salón amplio del segundo piso.  

El profesor nunca dijo de qué iba a tratar el proyecto final, sino que varias veces nos reunimos en el salón, sin tener idea de qué hacer. Al final convertimos el lugar como en un laberinto de sabanas y mantas colgadas del techo y cintas de cassette que iban de un lado a otro. Todo era, más bien, un relajo que carecía de significado, hecho a propósito. Así que esto es un Happening, pensé cuando terminamos de hacer el desorden. 

Por fin llegó el día en que habilitamos la entrada al resto de estudiantes que, imagino, se pasearon por el lugar, sin tener idea qué habíamos hecho y qué hacían ellos en ese lugar, en ese happening con pinta de nothingness.

jueves, 28 de marzo de 2019

Suponer

C. es una gran amiga, pero hace meses que no hablo con ella. Es terrible eso, es decir, dejar pasar el tiempo y no comunicarse con las personas que uno estima, pues en el momento menos pensado  dejamos de existir; la muerte siempre nos respira en la nuca, pero la jodida nunca se deja ver, y en el momento menos pensado nos hace zancadilla.

Intentamos cuadrar un encuentro, pero nunca logramos coincidir y al final no quedamos en nada. Después le escribí un par de mensajes que leyó, pero que nunca respondió. 

Pensé que algo le había molestado, ¿Qué habrá sido?, ¿Qué hice o dije que la hizo enojar?, me pregunté, pues va uno por la vida sin saber en qué momento se algo de lo que hacemos, la estupidez más mínima, puede ser considerada una ofensa mayor por las personas cercanas. 

Hace unos años me pasó eso con ella. La notaba distante, monosilábica, seca, hasta que supuse que era lo que le había molestado y decidí hablar con ella. Esa vez le pegué al perro en el hocico, y di en el punto exacto de su molestia. Hablamos del tema por un momento y al poco rato lo olvidamos. A veces la técnica del “como si nada”, es la mejor manera para continuar viviendo. 

Esta vez era distinto. Repasé muchas situaciones y charlas y no logré identificar ninguna como el foco de su molestia. En esos días pensé mucho acerca de si es verdad o no, eso que dicen por ahí de que la gente puede cambiar de un momento a otro, pero cuando intentaba aplicarle esa máxima de vida a C. nunca le quedaba. A ella le gusta hablar claro y no guardarse nada. 

Ayer me llamo M, Juntos somos una especie de tres mosqueteros. “¿En qué anda?, ¿por qué tan perdido?” salí de esas preguntas con una respuesta breve, sin entrar en muchos detalles. “Oiga veámonos mañana a las 7:30 en mi apartamento, ya hablé con C. y sí puede”, me dijo, algo inusual pues vive envuelta de clientes y proyectos, y casi nunca tiene tiempo. 

Aproveché y le pregunté a M. por ella, que si de pronto sabía que mosco la había picado”. M río, y luego dijo “Ella me dijo: “Juanma debe estar que me odia, quedé en llamarlo, pero la verdad me ocupé feísimo y nunca lo hice”. 

Podría quedarme entonces patinando en aquel otro pensamiento de martir: “Si las personas se interesan por uno, miran como sacan el tiempo para contactarlo”, pero prefiero evitar el drama. “Como si nada”como mantra de vida. 

Mañana, imagino, solucionaremos todo, solo un decir, pues no hay nada que solucionar, al ton y son de alguna bebida espirituosa.