sábado, 22 de junio de 2019

Dos mujeres

Una baila y la otra escribe. 



La primera lo hace de manera sensual; me parece que se mueve bien. Es una afirmación que hago sin base alguna, porque no sé qué es eso, pues no me gusta bailar; dada la situación puedo lo llegar a hacer medianamente bien tirando a mal, pero es algo que no me divierte, a diferencia de esa mujer que parece haberse inyectado una mezcla de beats, ritmos y melodías en el cuerpo. 



La miro desde la barra sin que se de cuenta. Baila, o le baila, más bien, a un hombre al que no le importa seguirle el paso. Puede ser solo un amigo, su pretendiente, su novio o tal vez su hermano, quizás es lo último, y por eso la actitud de la mujer no produce ningún efecto en él, como ganas de arrimársele o abrazarla, qué sé yo, o puede que el hombre sepa que es su momento, su terapia y que no la debe molestar.


Mientras la miro imagino que baila para mi o conmigo. Tiene el pelo negro liso y largo, y su nariz es respingada. Lo que más me gusta de la escena es ver lo mucho que se divierte bailando, verla en su burbuja de baile, ajena a lo que pasa fuera de ella, en su cuento, en su mundo, ¿acaso no merecemos todos tal grado de abstracción en aquella actividad que más nos gusta realizar? 


La otra mujer no baila, sino que escribe en la mesa de un café. La acompaña una botella de agua y un vaso, medio lleno, a su lado. Siempre que veo a una persona escribiendo en un café me imagino que es un escritor(a). Esta lleva puesto un pantalón negro pegado para hacer deporte, unos tenis del mismo color y tiene las piernas cruzadas por debajo de la mesa. Siempre me ha parecido que las mujeres tienen una habilidad única para cruzar las piernas en espacios reducidos. 

Al rato llama a la mesera y le pide un te con un rollo de canela, y también le dice que por favor se lo parta por la mitad, que le sirva solo una, y que la otra se la de para llevar. Me pregunto para quién es esa otra mitad, si para ella, más tarde cuando le vuelva a dar hambre, o para otra persona. Al rato le suena el teléfono y habla acerca de unas facturas, creo que no es una escritora.

jueves, 20 de junio de 2019

Partido

Llegamos tarde al lugar y ya está lleno. Quedamos lejos del televisor. Tengo puestas las gafas, pues siempre me quito los lentes de contacto al mediodía para descansar los ojos; me los volví a poner para ver el partido, pero me empezaron a molestar. A veces parece que mis ojos se revelaran: ya nos puso esa vaina hoy, ¡no nos joda más! El balón a veces se me desaparece y veo cómo los jugadores corren detrás de uno invisible.

Pido una cerveza. Al lugar siguen llegando personas con caras llenas de alegría, a la expectativa de una noche de fiesta un miércoles… ¡Un miércoles!

A mí lado hay un grupo de 4 hombres y una mujer; al parecer algunos de ellos son extranjeros o hablan en inglés solo porque sí, hay gente así. Coquetean con las meseras y piden una botella de aguardiente que les llevan en una hielera que suda mucho, y tiene hielo casi hasta el tope; la ubican justo a mi lado. Los hombres se preocupan más por brindar y servirse aguardiente cada nada que por ver el partido.

A ratos suena Colombia tierra querida himno de fe y alegría… a un volumen exagerado que opaca la voz de los locutores que narran el partido.

Al medio tiempo  ponen Regaetton y algunas de las personas comienzan a bailar. Un grupo numeroso que está al frente pide una botella de Tequila, y la primera vez que brindan lo hacen con un trago largo. Algunas de las mujeres de ese grupo llevan Blue jeans muy ajustados y sombreros como si estuvieran en plena cabalgata.Ahora tengo sueño. 

El partido importa poco. Tomar y bailar son las actividades que marcan del ritmo de la noche o, quizá, de la vida de la mayoría de los allí presentes; hasta que llega el gol de Zapata, que le aseguró la clasificación de Colombia a la siguiente fase.  Todo el mundo se enloquece, no es solo un gol, sino también  la excusa perfecta para embriagarse y enfiestarse.

Acaba el partido y abandonamos el lugar.

martes, 18 de junio de 2019

Repetirse

Pensé en escribir sobre Cuchuco y la Raspa. Cuchuco era un perro y La Raspa una gata, que mis papás tuvieron cuándo vivieron, en Sibundoy, Putumayo, apenas se casaron. Al principio la Raspa se llamó Rasputín, hasta que se dieron cuenta de que era hembra, y para no complicarse modificaron el nombre de manera fácil. 


Iba a escribir sobre esa historia: Cómo mi mamá, cuando la gata se ponía a ronronear y a restregarse contra sus piernas mientras ella estaba ocupada en la cocina,  le decía al perro: “¡Cuchuco saque a la raspa! Entonces el perro se movía con pereza hasta llegar a la gata, la mordía del lomo y la llevaba hasta la entrada de la casa.  Esa es una historia  que mi papá, al igual que muchas otras, repite y repite: , ¿pero si ven?, ya me repetí. 

Imagino que uno de los síntomas de la vejez es repetirse. Aunque mi padre repite muchas de sus historias, siempre es bueno escucharlo, pues cada vez le agrega detalles nuevos o las narra de manera diferente, pero siempre de forma amena y agradable o, en el mejor de los casos, rescata una nueva de las profundidades de su memoria. 

Pero bueno, pensaba escribir sobre eso más en detalle, pero ya había tocado el tema hace hace 5 años, y siempre trato de escribir algo diferente cada vez que me siento en el escritorio. Aún así, muchas veces me repito, y siempre toco temas, a veces por los laditos otras de frente, que me inquietan y rayan la cabeza. 

La escritora Rosa Montero, por ejemplo, afirma que toda su obra esta atravesada por dos temas que nunca la abandonan: La muerte y el paso del tiempo, y en todas sus novelas se “repite”, vuelve y los toca una y otra vez. 

El post en el que nombré a Cuchuco y La Raspa lo titulé Luz, y en él hablaba de cómo mis padres, en sus primeros años de matrimonio, vivieron por un tiempo en una casita en medio del campo, a la que la luz, como dice mi padre, llegaba sacando la lengua, y apenas tenía fuerza para prender un bombillo pequeño, solo a ciertas horas. 

Ese post fue la base de las palabras que escribí para sus bodas de oro hace 2 años y, creo que me quedó bien, o por lo menos a mí me pareció así: un escrito redondito, compacto, sincero y sencillo más no simple. 

Repetirse entonces, resulta inevitable. Lo hacemos todos los días.

lunes, 17 de junio de 2019

Nubes y montañas

El sol golpea a las montañas. La mayoría de nubes, suspendidas en un cielo azul claro, son blancas, pero una nube rebelde, pequeña y gris, ocupa un espacio alejada de sus hermanas. Se mueve a una velocidad diferente, más deprisa, como queriendo abandonar la escena rápido, quizá siente que no encaja con el clima del día que, perece, va a ser soleado, aunque es muy difícil prever el clima bogotano. 

Esa es la vista que tengo desde un piso 8. Afuera, en a la calle, parece que todo está en silencio. Digo esto solo porque tengo unos audífonos grandes puestos y escucho a Mogwai a un volumen alto, una banda instrumental  que no conocía hasta la semana pasada, cuando un amigo me la recomendó. Me parece que su música apropiada para escribir, aunque mi amigo insiste que es perfecta para dormir; esto me recuerda que alguien, no recuerdo quién, hace algún tiempo me dijo que la mejor música para dormir es la de Pink Floyd. No lo sé.

Para mí la mejor música para dormir es la que no conozco para nada, pues caso contrario, me pongo a cantar las canciones mentalmente o a tararear la melodía de igual manera, y me demoro mucho en conciliar el sueño. 

Volvamos con las montañas, con ese último bastión verde que le hace frente al cemento que, poco a poco, intenta tragárselas. Ahora noto que sobre ellas flota una especie de bruma, niebla podría ser, pero seguro es smog; que lástima, se ve bien. 

Me gusta como suena Mogwai, parece que todo fuera una improvisación, un reflejo literal de nuestras vidas, pues las de todos, creo yo, no dejan de ser eso, una iteración constante que espera obtener un buen resultado. 

Intentamos planear, programar, llegar a un buen puerto, el que sea, pero la vida se encarga de desviarnos, de derrumbar nuestros planes solo porque si, porque se le da la gana, porque tiene más fuerza que nuestra voluntad, y por eso improvisamos, pues no nos queda otra opción. 

Al final nuestra existencia se reduce a la prueba y el error. Acudimos a la primera esperando no caer en el segundo, pero igual que con el clima de esta ciudad, no tenemos idea alguna qué es lo que va a pasar.

jueves, 13 de junio de 2019

Universo paralelo

Una teoría dice que existen millones de universos paralelos en los que existimos, pero llevamos vidas completamente diferentes, y que estos se crean, en aquellos momentos en los que debemos tomar una decisión, la que sea.

Suponga usted, estimado lector, que siempre lleva almuerzo a la oficina, y trata de comer lo más saludable posible. Un día olvida llevarlo; uno de esos días en los que la mente se ocupa con mil temas antes de salir de la casa y, a pesar de que el almuerzo con brócoli y habichuela hervida, y una porción de arroz del tamaño del puño de la mano, está listo y a plena vista, en el mueble que queda al lado de la puerta, ahí se queda olvidado el por el resto del día.

Ese día, llamémoslo el del almuerzo sin dueño, es uno de mucho trabajo en el que no se come nada en toda la mañana, y a la hora del almuerzo uno siente que es capaz de comerse una vaca entera.

El lugar al que se va almorzar tiene muchas opciones de comida saludable y chatarra. La mayoría de las personas escogen opciones del segundo grupo,y uno, que intenta llevar la cuenta de las calorías que consume en cada comida y con el brócoli en mente, piensa pedir una ensalada.

Antes de llegar a hablar con la cajera, uno decide que la comida saludable se puede ir a la porra, y pide una hamburguesa doble carne, con papas agrandadas y malteada de fresa. Es ahí cuando se crea un universo paralelo.

Imagino que en ese un universo la comida chatarra es la que manda la parada, y es también uno en el que nadie medita, ni práctica alguna terapia new age o algo por el estilo; un lugar donde reina una especie de anarquía espiritual.

martes, 11 de junio de 2019

Mirar por la ventana

Miro por la ventana distraídamente y veo como, a lo lejos, un helicóptero pasa por delante de una nube blanca. El contraste entre el blanco de la segunda y el color rojo del primero, hace que el avistamiento sea llamativo. 

¿Quién va en ese helicóptero? ¿Hacia dónde se dirige? Recuerdo que una vez una mujer publicó una foto de un día de trabajo en ciudad de México. Ella estaba ubicada en un piso muy alto y la imagen mostraba un helicóptero aterrizando en el helipuerto del edificio que quedaba al frente. 

Soñamos con eso, con ser el que viaja en ese helicóptero, con evitar trancones con no demorarnos en nuestros desplazamientos; recorrer distancias en menos de 10 minutos en hora pico, que nos tomarían horas en carro o bus. 

A mì me gustan los trancones, bueno, es un decir. Imagino que afirmo tal cosa porque no manejo, entonces soy un simple espectador no activo de ellos, por decirlo de alguna manera. 

Lo que más me gusta cuando hago parte de uno como pasajero, es mirar por la ventana, porque es un momento en el que hecho globos sobre todo, lo que sea desde preguntarme sobre la vida y la muerte, hasta recordar chistes bobos o pensar sobre algo que vi en televisión  o en asuntos sin importancia, como: “Deberían hacer una película de Terminator vs Los Trasnformers, ¿quién ganaría?” 

Me gusta mirar por la ventana, es un buen pasatiempo. Considero que ver pasar gente resulta apaciguante, pero sí, y solo sí, se adopta un modo contemplativo sin caer nunca en el juzgamiento. 

Por eso me gustan los trancones, porque tienen una estrecha relación con la actividad de mirar por la ventana. 

lunes, 10 de junio de 2019

Maldita opinión

Las opiniones son una porquería, si de algo debiéramos carecer todos es precisamente de ellas; y deberíamos procurar comunicarnos a punta de historias. Ese debería ser nuestro ideal. 


Si se fija usted bien, estimado lector, lo que que he escrito hasta el momento no deja de ser una mera opinión; pretende uno alejarse de ellas pero aparecen por todas partes y nos las apropiamos como si nada. 

Hace un rato estaba escribiendo otro post que titule: “Tener la razón”. Era, es porque aún no he borrado lo que escribí, un texto cargado de rabía y comenzaba así: Nada más nocivo que creer tener la razón. Nada peor que intentar impartir nuestra verdad como si fuera la única, nada… 

Pero después de ese párrafo introductorio comenzaba como a echar indirectas sobre un tema en particular y pues que pereza eso, ¿acaso no?, me refiero a creer tener derecho a decir que está bien o que esta mal, un asunto, el del bien y el mal,  totalmente ligado al punto de vista, es frontera desde donde analizamos cada situación a nuestro antojo. 

No quiero escribir así, solo quiero contar cualquier vaina: un recuerdo, una imagen, algo que otra persona me contó. 

No entiendo, por ejemplo, cómo no escribí acerca de esa viejita que tiene un carrito de dulces en la entrada del hospital Simón Bolivar. Un pariente pasó una temporada en ese hospital, y un día me acerqué a esa señora para  comprar unas galletas de coco, que me parecen un bocado perfecto, pues se encuentran, creo yo, haciendo equilibrio en la delgada línea que divide la comida fit de la comida chatarra. 

Ese día conversé un poco con ella. Le pregunté que qué tal le iba con sus ventas y que cómo había hecho para poder instalar su carrito en ese lugar. Recuerdo que respondió a mis preguntas con desparpajo, mientras ordenaba algunos productos. No me acuerdo de sus respuestas, pero si que ese día el viento soplaba muy fuerte y que la mujer tenía puesto un gorrito de lana peruano. Le di las gracias, me despedí y pensé en escribir sobre ella. Tampoco sé con qué ocupé mi mente esos días, para que su recuerdo aparezca hasta ahora, seguro llené mi cabeza de opiniones.