sábado, 29 de junio de 2019

Ordesa, o de cómo narrar la vida

Leo Ordesa, la novela de Manuel Vilas, que bien podría llamarse: “Ordesa, o de cómo narrar jodidamente bien la vida”. 

Llegué a la novela por un artículo en el que Juan José Millás recomendaba películas, series y libros y ese estaba en la lista. También estaba “Un andar solitario entre la gente”, al que le he hecho dos intentos de lectura, pero llega un punto en el que me aburre, y pues a uno no le debe pesar abandonar un libro cuando se le coge pereza. 

Hace un tiempo investigando qué autores le gustaban a Millás aparte de Dostoyesvski, di  con Patricia Highsmith, porque el narrador de Mi Verdadera Historia,  mencionaba que el protagonista adolescente o su papá, ya no recuerdo bien,  se sentía atraído por la novela “Ese dulce mal” de esa autora, que se especializa en thriller psicológicos. Me la leí, pero no me pareció tan buena. 

En cambio la de Vilas, que  aún no  termino,  me ha gustado mucho, la forma en que narra su vida y la de sus padres es genial. En ocasiones es muy poético, y en otras simplemente cuenta sus recuerdos como mejor los recuerda, valga la redundancia, pero siempre procura estar desapegado de la opinión, de esas verdades absolutas que todos creemos tener, y que blandimos verbalmente a cada rato. 

“Me gusta viajar en mi coche. Salir a las autopistas. Parar en los 
Bares y restaurantes de las autopistas, donde todo el mundo es nadie. 
Allí hay camareros con vidas difusas, fíjate en ellos. 
Sí, fíjate en ellos.” 
— Ordesa — 

Lean a Vilas, aguanta mucho.

miércoles, 26 de junio de 2019

Temas

La mujer con la minifalda se sienta en su escritorio de forma incomoda , otra se pasa la lengua sensualmente por los labios, para quitarse la espuma que quedó en ellos, luego de haberle dado un sorbo a una taza de capuchino; un hombre de pelo corto y bigote mira un mensaje en su celular, frunce el ceño y luego lo guarda en el bolsillo derecho de su pantalón; una señora le pone la mano a un bus que sigue de largo, como si ella fuera un fantasma, y al rato decide parar un taxi; el hombre frita un un huevo en pijama, una pareja que exuda pasión se enjabona mutuamente mientras un fuerte chorro de agua los moja; un mensajero oprime con ansias el botón para llamar el ascensor; aquella mujer, la que sea, apaga la alarma del despertador por segunda vez, porque la realidad le sabe a mierda; el jefe cansado de su dieta pide hamburguesa en vez de pescado a la plancha con verduras; un hombre, otro diferente a los ya mencionados, camina escuchando música y toca un bajo que está hecho de aire; una mujer recién casada se fija en él, un perfecto desconocido para ella, con el que solo se va a cruzar esa vez, pero con el que imagina toda una vida por delante. 



Cualquier escena, cualquier cuadro minúsculo que compone nuestras vidas son temas, temas sobre los cuales se podrían escribir novelas, porque todos están repletos de incógnitas, de conflictos escondidos difíciles de ver a primera vista, y solo hace falta que nos fijemos con detenimiento para comenzar a desenredarlos, un arte que los novelistas expertos tienen muy desarrollado. 

Podríamos plantearnos, por ejemplo, cualquier tipo de preguntas acerca de la mujer recién casada que mira al hombre que camina y escucha música y con quién imagina toda una relación a futuro ¿Por qué lo hace?, ¿duda de sus sentimientos hacia su marido o es una simple ensoñación? O, por ejemplo, ¿qué decía el mensaje de celular que alteró al hombre? 

Temas que, al parecer, son normales, ¿cierto? Pero quién sabe cuánta tensión cargan y qué cantidad de eventos pueden desencadenar. Por eso nos contamos historias de cada una de esas personas, intentamos darle algún orden a la avalancha de información con que nos bombardea el mundo a cada segundo. 

“We live entirely, especially if we are writers, by the imposition 
of a narrative line upon disparate images, by the “ideas” with which 
we have learned to freeze the shifting phantasmagoria which is our actual experience.” 
- Joan Didion -

martes, 25 de junio de 2019

Maluquera existencial


Un amigo me cuenta que este fin de semana tiene una cita con una médica bioenergética, la misma que atiende a su novia. ¿Por qué?, porque afirma que últimamente no se siente bien, como si tuviera algo desbarajustado, excelente palabra esta, pero no es una dolencia física que se cura con una pastilla para el dolor y/o una bebida caliente. Podría escribir que es un dolor en el alma, pero me parece un recurso romanticón y zonzo. 


Mi amigo atribuye parte de su sensación a estar lejos de su familia;  emigrar siempre desordena algo, corrompe nuestro programa o, en otras palabras, nos enreda el caminado.

Una de las principales inquietudes que le rayan la cabeza y que me planteó con algo de rabia fue: “¿Por qué carajos tuve que dejar mi ciudad para poder buscar oportunidades?”

Y es que se supone que las ciudades capitales son el lugar indicado para buscar lo que uno sea que esté buscando, pero tienen un punto en contra, y es que son un mierdero: frías, caóticas; y resulta necesario blindarse de alguna manera para no dejarse joder por la velocidad a la que van.

Cada quien busca los métodos que considere necesarios para no enloquecer. En el caso de mi amigo es una médica bioenergética, pero hay muchas opciones.

Hace un par de años años estuve obsesionado con escribir una crónica sobre el Indio Amazónico. Al final mi proyecto no salió del todo como quería, pues “La Profesora”, la mujer que leía las cartas, que llevaba  un vestido de color verde perla y un turbante, me echó del establecimiento, asegurando que yo era un periodista, a pesar de que le juré que no era así;  eso sí, me devolvió los 30.000 pesitos que costaba la sesión.

Tiempo después seguí interesado con el tema y escribí un artículo que titulé “El supermercado de la salvación”, basado en los avisos clasificados de esoterismo que tiene el periódico, donde se encuentra de todo: Angeólogos Santeros, expertos(as) en regresos e incluso, en ese entonces, una abuela católica ofrecía “tratamientos”, que ternura esa vaina.

Yo casi siempre vuelco mis penas o bien, me medico un texto, bien sea escribirlo o leerlo, y  muchas he pensado en eso, es decir, si es más importante escribir o leer. Rosa Montero dice: “Dejar de escribir puede ser la locura, el caos, el sufrimiento; pero dejar de leer es la muerte instantánea", en fin.

Pero pues esa es la vaina o, para decirlo más decente, el punto; cada quién se medica como se le de la gana para intentar entender la vida, si es que eso es posible.

Gran parte de esa maluquera existencial que a veces nos ataca, tiene mucho que ver, creo yo, con esa ansias que muchos tienen de andar pregonando que su trabajo es su pasión y su carrera, su todo; una idea que le copio al brillante Brandon Staton y su proyecto Humans of New York, de una de sus últimas entrevistas, y que no traduzco para que no pierda fuerza pero, principalmente, porque tengo pereza:


“My job isn’t my passion, but I love mountain biking
on the weekends. And that’s enough for me.’ I think
the feeling I’m trying to resolve is a sense of ‘enoughness.’
There’s so much I love about my life, but I spend most
of my time at work. Is it OK to get my joy outside of work?
Or does my passion need to be tied to my livelihood and a 

sense of reponsibility"

lunes, 24 de junio de 2019

Rutilante

No conozco esa palabra, así que acudo a la RAE para que me de luz. Escribo la palabra en la caja de búsqueda, pincho el botón “consultar”, y me decepciono con la información que obtengo: “Que rutila”: 

Repito el proceso y resulta ser un verbo. Rutilar: brillar ¿Debería conocerlo?, ¿cuántas palabras de mi idioma materno no conozco?, ¿debería darme pena?, no sé, hoy es uno de eso días en que siento no saber nada, pero tengo claro que prefiero decir que algo brilla a que algo rutila, eso sí lo sé.

La palabra la leí en la novela Americanah, de la escritora Africana Chimamanda Ngozi Adichie, traducida por un tal Carlos Milla soler que, supongo, es español.

La novela está repleta de otras palabras que me suenan extrañas, lejanas, como apearse, por ejemplo, que no es otra cosa que bajarse de un automóvil. Pero acá nadie dice eso, uno dice: “se bajo del carro, me voy a bajar del carro” o frases por el estilo.

Una amiga, profesora de español y literatura, me dijo que por qué no me había comprado la novela en inglés. Tal vez debí haberlo hecho así, para evitar esa capa de traducción que no deja de cambiar la intención del texto original de alguna manera.

Lo compré en español, porque fue la primera edición que vi y, además, la de inglés era más cara. Ella me dijo que la última no era razón suficiente, que ella nunca escatimaba al momento de gastar en libros o comida. En ese momento le dije que no importaba, que al final todo se reducía a leer, independiente de cual fuera el idioma, pero tal vez mi lectura habría sido más satisfactoria si hubiera leído la novela en inglés.

Hace muchos años también me encontré con palabras extrañas e inconsistencias en el punto de vista, en “La Republica del Vino”, la novela del Nobel chino Mo Yan. En esa ocasión parecía que era una doble traducción del chino al inglés y de ese idioma al español, una especie de teléfono roto de traductores que no dio buen resultado.

Supongo que para que las obran rutilen como debe ser, lo mejor es leerlas en su idioma original.

sábado, 22 de junio de 2019

Dos mujeres

Una baila y la otra escribe. 



La primera lo hace de manera sensual; me parece que se mueve bien. Es una afirmación que hago sin base alguna, porque no sé qué es eso, pues no me gusta bailar; dada la situación puedo lo llegar a hacer medianamente bien tirando a mal, pero es algo que no me divierte, a diferencia de esa mujer que parece haberse inyectado una mezcla de beats, ritmos y melodías en el cuerpo. 



La miro desde la barra sin que se de cuenta. Baila, o le baila, más bien, a un hombre al que no le importa seguirle el paso. Puede ser solo un amigo, su pretendiente, su novio o tal vez su hermano, quizás es lo último, y por eso la actitud de la mujer no produce ningún efecto en él, como ganas de arrimársele o abrazarla, qué sé yo, o puede que el hombre sepa que es su momento, su terapia y que no la debe molestar.


Mientras la miro imagino que baila para mi o conmigo. Tiene el pelo negro liso y largo, y su nariz es respingada. Lo que más me gusta de la escena es ver lo mucho que se divierte bailando, verla en su burbuja de baile, ajena a lo que pasa fuera de ella, en su cuento, en su mundo, ¿acaso no merecemos todos tal grado de abstracción en aquella actividad que más nos gusta realizar? 


La otra mujer no baila, sino que escribe en la mesa de un café. La acompaña una botella de agua y un vaso, medio lleno, a su lado. Siempre que veo a una persona escribiendo en un café me imagino que es un escritor(a). Esta lleva puesto un pantalón negro pegado para hacer deporte, unos tenis del mismo color y tiene las piernas cruzadas por debajo de la mesa. Siempre me ha parecido que las mujeres tienen una habilidad única para cruzar las piernas en espacios reducidos. 

Al rato llama a la mesera y le pide un te con un rollo de canela, y también le dice que por favor se lo parta por la mitad, que le sirva solo una, y que la otra se la de para llevar. Me pregunto para quién es esa otra mitad, si para ella, más tarde cuando le vuelva a dar hambre, o para otra persona. Al rato le suena el teléfono y habla acerca de unas facturas, creo que no es una escritora.

jueves, 20 de junio de 2019

Partido

Llegamos tarde al lugar y ya está lleno. Quedamos lejos del televisor. Tengo puestas las gafas, pues siempre me quito los lentes de contacto al mediodía para descansar los ojos; me los volví a poner para ver el partido, pero me empezaron a molestar. A veces parece que mis ojos se revelaran: ya nos puso esa vaina hoy, ¡no nos joda más! El balón a veces se me desaparece y veo cómo los jugadores corren detrás de uno invisible.

Pido una cerveza. Al lugar siguen llegando personas con caras llenas de alegría, a la expectativa de una noche de fiesta un miércoles… ¡Un miércoles!

A mí lado hay un grupo de 4 hombres y una mujer; al parecer algunos de ellos son extranjeros o hablan en inglés solo porque sí, hay gente así. Coquetean con las meseras y piden una botella de aguardiente que les llevan en una hielera que suda mucho, y tiene hielo casi hasta el tope; la ubican justo a mi lado. Los hombres se preocupan más por brindar y servirse aguardiente cada nada que por ver el partido.

A ratos suena Colombia tierra querida himno de fe y alegría… a un volumen exagerado que opaca la voz de los locutores que narran el partido.

Al medio tiempo  ponen Regaetton y algunas de las personas comienzan a bailar. Un grupo numeroso que está al frente pide una botella de Tequila, y la primera vez que brindan lo hacen con un trago largo. Algunas de las mujeres de ese grupo llevan Blue jeans muy ajustados y sombreros como si estuvieran en plena cabalgata.Ahora tengo sueño. 

El partido importa poco. Tomar y bailar son las actividades que marcan del ritmo de la noche o, quizá, de la vida de la mayoría de los allí presentes; hasta que llega el gol de Zapata, que le aseguró la clasificación de Colombia a la siguiente fase.  Todo el mundo se enloquece, no es solo un gol, sino también  la excusa perfecta para embriagarse y enfiestarse.

Acaba el partido y abandonamos el lugar.

martes, 18 de junio de 2019

Repetirse

Pensé en escribir sobre Cuchuco y la Raspa. Cuchuco era un perro y La Raspa una gata, que mis papás tuvieron cuándo vivieron, en Sibundoy, Putumayo, apenas se casaron. Al principio la Raspa se llamó Rasputín, hasta que se dieron cuenta de que era hembra, y para no complicarse modificaron el nombre de manera fácil. 


Iba a escribir sobre esa historia: Cómo mi mamá, cuando la gata se ponía a ronronear y a restregarse contra sus piernas mientras ella estaba ocupada en la cocina,  le decía al perro: “¡Cuchuco saque a la raspa! Entonces el perro se movía con pereza hasta llegar a la gata, la mordía del lomo y la llevaba hasta la entrada de la casa.  Esa es una historia  que mi papá, al igual que muchas otras, repite y repite: , ¿pero si ven?, ya me repetí. 

Imagino que uno de los síntomas de la vejez es repetirse. Aunque mi padre repite muchas de sus historias, siempre es bueno escucharlo, pues cada vez le agrega detalles nuevos o las narra de manera diferente, pero siempre de forma amena y agradable o, en el mejor de los casos, rescata una nueva de las profundidades de su memoria. 

Pero bueno, pensaba escribir sobre eso más en detalle, pero ya había tocado el tema hace hace 5 años, y siempre trato de escribir algo diferente cada vez que me siento en el escritorio. Aún así, muchas veces me repito, y siempre toco temas, a veces por los laditos otras de frente, que me inquietan y rayan la cabeza. 

La escritora Rosa Montero, por ejemplo, afirma que toda su obra esta atravesada por dos temas que nunca la abandonan: La muerte y el paso del tiempo, y en todas sus novelas se “repite”, vuelve y los toca una y otra vez. 

El post en el que nombré a Cuchuco y La Raspa lo titulé Luz, y en él hablaba de cómo mis padres, en sus primeros años de matrimonio, vivieron por un tiempo en una casita en medio del campo, a la que la luz, como dice mi padre, llegaba sacando la lengua, y apenas tenía fuerza para prender un bombillo pequeño, solo a ciertas horas. 

Ese post fue la base de las palabras que escribí para sus bodas de oro hace 2 años y, creo que me quedó bien, o por lo menos a mí me pareció así: un escrito redondito, compacto, sincero y sencillo más no simple. 

Repetirse entonces, resulta inevitable. Lo hacemos todos los días.