martes, 23 de julio de 2019

Deux ex machina

Es casi media noche y leo en mi cama metido dentro de las cobijas. La ciudad o, más bien, el planeta parece desolado. No percibo ningún sonido de la calle; solo estamos yo, mi libro y la lámpara sobre la mesa de noche, con su luz amarilla que proyecta las sombras de mis dedos sobre las paginas del libro. En momentos como ese me agrada esa sensación de soledad, que me deja fundir más fácil con la lectura. 

“Deux ex Machina”, es el pensamiento que, de repente, aparece en mi cabeza. No sé qué lo provocó, si fue algo que leí o simplemente apareció porque sí, por ese carácter caprichoso que presentan algunos pensamientos. 

“Dios desde una maquina” me dice Internet que es la traducción de esas palabras, de la expresión griega απò μηχανῆς θεóς. Andrea Marcolongo, la autora de “La lengua de los dioses” seguro me podría dar luces sobre la expresión más allá de una simple traducción, que, imagino, evita una considerable porción de su verdadero significado, pero solo la vi en una charla y no la conozco. No faltará el que diga que solo estoy a 6 personas para conocerla, pero mi duda, creo, no es tan importante como para ponerme en la tarea de averiguar cuál es esa cadena de personas que me podría llevar a ella, en fin. 

Anoto las tres palabras en mi celular. Se me antoja pensar que funcionarían para el título de un cuento. ¿De qué va a tratar? No lo se, pero igual así voy  titular el cuento, y luego voy a escribir lo que se me ocurra, lo que sienta en el momento, lo que me dicte Dios, digamos. 

Me gusta eso de la escritura, es decir, la manera en que refleja el caos de la vida, su porque sí, poder acudir a ella sin necesidad de tener un estricto plan a seguir. Su apuesta al absurdo.

lunes, 22 de julio de 2019

Donar sangre

Nunca había donado sangre. 

Siempre le he tenido algo de miedo a las agujas, un miedo que tuvo su episodio fundacional aquella vez en la que tenía 6 años y como mis brazos eran regordetes no pudieron encontrarles ninguna vena. Entonces ni cortos ni perezosos los salvajes decidieron sacármela del cuello. Me tomaron entre seis personas, dos sostenían mis piernas, otros dos mis brazos, otro la cabeza, y el último fue el que me pincho el cuello, mientras yo intentaba, con todas mis fuerzas, zafarme de su agarre, mientras gritaba y me retorcía como si estuviera poseído por un demonio. 

Desde esa vez siempre me inquieta tener que hacerme exámenes de sangre, pero intento no prestarle atención al miedo, como dejarlo ser, un acercamiento, digamos, budista al asunto. Hace unos años cuando pasé al módulo, el número 3, recuerdo bien, en el siguiente le estaban sacando sangre a un niño pequeño, que lloraba y gritaba como si lo estuvieran torturando. Sus súplicas me hicieron recordar mi episodio de la infancia, y me dio por mirar cómo entraba la aguja en mi brazo. Ahí  me desmayé. 

Pero les decía que nunca había donado sangre, ¿cierto?, pero siempre llega ese momento en donde toca enfrentarse a los miedos, donde la vida, por diferentes caminos, nos conduce a ellos. 
Lo más raro es que esa vez no tuve miedo. Me sentaron en una silla y me insertaron una aguja en el brazo izquierdo, luego hicieron lo mismo en el derecho y me dieron una pelota de goma para que la apretara. Eso, imagino, sirve para bombear la sangre. Esta salía de mi brazo izquierdo, pasaba por una máquina que le extraía las plaquetas y entraba de nuevo a mi cuerpo, sin ellas, por el brazo derecho. Se sentía raro, mucho, pero estuve tranquilo. 

Las plaquetas eran para J. pero no le alcanzaron, no sé si existan plaquetas defectuosas o si simplemente ella necesitaba muchas más de las que pude donar.

domingo, 21 de julio de 2019

La libreta

No recuerdo en qué momento comencé a cargar una libreta En ella, o ellas mejor, pues ya he tenido varias, siempre anoto diferentes cosas, desde direcciones o teléfonos, hasta imágenes que me cautivan o ideas para escribir algo, lo que sea. 

Desde hace unas semanas ando sin una, pues se me perdió la última que tenía. No sé dónde la dejé, pero si se extravió, creo que fue porque inconscientemente deseaba que fuera así. 

Esa libreta no la compré yo, sino que me la había regalado mi hermana, y tenía hojas blancas, no cuadriculadas ni rayadas, el requisito principal de mis libretas, pero estéticamente nunca me gusto. 

Tal vez era solo un capricho mio, pero siempre sentí que había algo que no encajaba con esa libreta y por eso quizás la olvidé en algún lugar, pues quería deshacerme de ella. 

Me pregunto quién se la habrá encontrado, si es que no está en algún basurero. ¿Si alguien la encontró, qué habrá concluido de mis anotaciones, que en la mayoría de las páginas eran frenéticas y tendían más bien a garabatos? 

Me pesa que en ella quedaron consignadas unas anotaciones para arreglar un cuento y unas notas para un artículo que nunca pude escribir; eso, en verdad, era lo único que puede considerarse importante de esa libreta, pues la llenaba desprovisto de la emoción con que he utilizado otras. 

Era gris, las tapas estaban aporreadas por el uso, y tenía un caucho que servía como mecanismo de cierre. Si alguien la encuentra, si quiere puede devolvérmela o utilizar las notas del artículo para escribirlo. Pido disculpas, si las del cuento no se entienden mucho. 

Hay días en los que no anoto nada en las libretas, pero llevarlas siempre con uno es bueno, pues la memoria es muy traicionera y nada mejor que anotar eso que creemos importante apenas lo presenciamos. 

Todos deberíamos anotar cosas en una libreta; funcionan para contrarrestar el caos de la vida. 
Keepers of private notebooks are a different breed altogether, lonely and 
resistant rearrangers of things, anxious malcontents, children afflicted 
apparently at birth with some presentiment of loss. 
—Joan Didion, On Keeping a Notebook—

miércoles, 17 de julio de 2019

Consistencia

Una visita de mí hermana coincide con un momento en el que estoy escribiendo. “¿Qué haces?”, me pregunta. “Escribo un cuento”, le respondo, mientras ella se recuesta en la cama. 


“¿Quiere que se lo lea?” Eso me parece extraño, es decir, que mis hermanos me tuteen, pero que yo los trate de usted. Siempre ha sido así; no sé en qué momento o por qué establecimos ese código de comunicación, pero me siento muy extraño tuteándolos, en fin. 

Le leo la corta historia que escribí, que no me parece nada del otro mundo, pero es un texto, un primer borrador y eso, para mi, ya es mucho. Cuando termino la lectura mi hermana me dice que no entiende la actitud de uno de uno de los personajes, una mujer. Supongo que ella, por cuestiones de género, entiende mejor cuál debería ser su reacción de acuerdo con la escena que planteo en el cuento. 

Trato de defender mi texto, de contraargumentar, pero un texto debe sostenerse por sí solo y  cuando  necesita mucha explicación quiere decir que tiene inconsistencias. 

Mi hermana tiene la razón. El motivo del personaje, la manera en que actúa es inconsistente de acuerdo a ciertos aspectos de la historia. 

Los lectores son expertos en identificar esos detalles de una historia que no coinciden, esos momentos en los que, como dice Antonio García Ángel, a uno le chirría el violín de la escritura. Por eso creo que escribir va mucho más allá de de distinguir entre hay, ay y ahí, de solo tener buena ortografía y gramática. 

Each thing you add to your story is like a drop of paint falling 
into a bowl of clear water. It spreads and colors everything. 
— Wired for Story —

martes, 16 de julio de 2019

Pareja en la lluvia

Algo, un recuerdo, una sensación, una idea, una frase que leí en algún lugar, o una mezcla de todo, genera esa imagen en mi cabeza: Una pareja camina abrazada mientras cae un fuerte aguacero. Los protege un paraguas grande con estampados de edificios de una ciudad capital importante, que bien podría ser Nueva York, París, Londres, Tokio o una ciudad que no existe, una ciudad no-ciudad; pues cada cosa cuenta con un complemento, un negativo, para poder ser lo que es. 

Es una pareja de novios, que acaba de comenzar su relación hace pocos días y, como la mayoría de ese tipo de parejas, creen que no se van a separar nunca, que ambos han encontrado al amor de sus vidas, con el que caminarán siempre independiente de cual sea el tipo de clima. 

Hablan y ríen seguido, pero resulta imposible descifrar sus conversación, un elemento de la imagen que se forma en mi cerebro al que no tengo acceso. Me gustaría saber de que hablan, pues parece que sus palabras encierran la fórmula de la felicidad, por lo menos la de ellos, que parece real, genuina. 

No sé quiénes son, no presiento que sean cercanos o personas reales, si es que eso significa algo; quizá solo existen en mi imaginación o hacen parte de otro plano de la existencia. puede ser que esa sea la forma para comunicarnos con otros universos, es decir, a través de esos pensamientos aleatorios que, de repente, aparecen en nuestras cabezas y acaparan toda nuestra atención. 

Como sea, me agrada su inexistencia y lo felices que se ven. Me gustaría ocupar la posición del hombre, que ahora pasa el brazo derecho por encima del hombro de su pareja, mientras sostiene el paraguas en la otra mano con fuerza, pues la lluvia cae ahora con más furia y el viento sopla  fuerte. 

Me pasan de largo. Ahí van, se ven felices.

lunes, 15 de julio de 2019

Bebidas

Me siento en la mesa de un café y sobre ella reposa una factura. La hojeo y lleva impresa el costo de tres bebidas que tomaron las personas que estuvieron aquí hace 15 minutos una hora, o quién sabe si solo hicieron una parada técnica para esperar que María, la mujer que invito al tentempié de medía mañana, guardara la plata en su billetera, pues había recibido las vueltas y llevaba los billetes aprisionados contra un vaso de capuchino humeante. 

María invito a sus colegas, solo porque uno es un vicepresidente y ella anda detrás de un ascenso. Hay una gran diferencia entre colegas y amigos. María siente que no debería lambonear para obtener lo que desea. Ella no quiere estar con ellos, no quiere estar en ese café ni en ese trabajo ni con esos hombres que la miran con ojos lujuriosos; no quiere la vida que le tocó, pero como dice una de sus mejores amigas: “a veces hay que aprender a comer mierda sin hacer gestos.” 

Joaquín, el vicepresidente, es el típico fanfarrón de oficina, que desde el día en que María entró a la empresa no ha parado de cortejarla, pidió un tinto Extra grande de 300 Ml, lo toma apurado, y se preocupa por llenar cualquier silencio de la conversación con un comentario gracioso, que haga reír a sus amigos, porque él si los ve así, como amigos. En su afán de arrancarle una sonrisa a María, se ha quemado la boca varias veces, pero se traga el dolor para decir cualquier cosa. María lo detesta, y sonríe a algunos de sus comentarios por pura decencia o, más bien, estrategia. 

La otra persona que completa la escena es Jairo, un consultor Junior. Él no debería estar ahí, pero se los encontró saliendo de la oficina, y logró hacerles conversación con el clima, ese lugar común del que nos prendemos tan fácilmente. Una tenue llovizna cubre a la ciudad. “Y eso que en la televisión dijeron que hoy iba a hacer sol, ¡ja! ¿se imaginan?, pero su pregunta solo obtiene un silencio, dos, el de María y Joaquín, como respuesta. 

A Jairo el médico le prohibió tomar café, porque la cafeína es un detonante de fuertes migrañas, pero ya está cansado de hacer caso, de no poder disfrutar un mísero café cuando le de la gana. Como hace días que no sufre dolores de cabeza pidió un expreso, que deja enfriar un poco para luego acabarlo en dos sorbos decididos, como si fuera una copita de licor.

jueves, 11 de julio de 2019

No vaya y sea el diablo

Un hombre cuenta que su mamá decía que el diablo estaba en su casa porque a veces ella no encontraba ciertos objetos que siempre estaban a la vista. Si eso es verdad, yo creo el diablo se presenta cuando a uno se le cae al piso la tapa de unas gotas para lo ojos, por ejemplo, y apenas el objeto toca el suelo, el diablo, con un movimiento rápido y sigiloso, se preocupa en ubicarlo en la esquina más recóndita debajo de la cama, y entonces hay que ponerse a cuatro patas a buscar la condenada, porque ya la tocó el diablo, tapa. O como cuando una pastilla sale eyectada del blister y el diablo se la traga antes de que caiga al suelo, y no queda más remedio que sacar otra. 

"No vaya y sea el diablo", es una frase típica de los papás que hace mucho no escucho. De pronto es porque el diablo, el infierno y esas cosas con las que siempre nos han querido infundir miedo ya no son tan relevantes, y ahora somos conscientes de que cada uno lleva cierta dosis de maldad encima, de que cada uno carga su infierno, y que este se agranda o reduce de acuerdo con la vida y sus circunstancias, y también según lo cabrones que podamos ser. 

Hoy, al bajarme de un taxi, hice lo mismo de siempre: Apenas pisé el pavimento, me llevé la mano a los bolsillos para verificar que la billetera y el celular estuvieran en su lugar. Y antes de cerrar la puerta, no va y sea el diablo, miré el asiento, para asegurarme de que no había dejado un objeto. 

No sé por qué siempre hago eso; es como un acto reflejo pues, aunque estoy seguro de que nunca olvido algo, siempre repito la acción. Es como si un objeto fantasma se materializara en mi mente en cuestión de microsegundos, pero apenas lo voy a buscar se esfuma. O puede que tenga clavada. en en mi subconsciente, la frase: "Cuide sus objetos personales, no nos responsabilizamos ante alguna pérdida".

Imagino que parte de ese infierno que llevamos encima, se traduce en múltiples manías, como esa de revisar que no dejamos nada en los taxis, a pesar de estar seguros que es así. Cuando esas manìas se desbordan por completo es cuando, supongo, enloquecemos. 

También puede ser que esa reacción sea una especie de actitud mantra digamos, también inconsciente, es decir, ese tipo de acciones que realizamos pues caso contrario creemos que algo malo nos va a pasar, como mi ritual del limpión de cocina, por ejemplo. 

Si eso es cierto, es decir, si lo que nos ocurre en nuestras vidas depende de incorporar ciertos rituales en nuestro diario vivir, lo mejor es seguir actuando de esa manera no vaya y sea el diablo.