jueves, 8 de agosto de 2019

Trufas

En una de mis primeras salidas con A, historia patria, después de salir de la oficina le compré unas trufas de chocolate. No sé por qué se me ocurrió comprarle eso, creo que vi un local en el que las vendían y decidí comprarlas para no tener que dar más más vueltas, pues la verdad nunca me han parecido gran cosa.

Luego me fui a Prólogo, la librería, cuando su sede quedaba en la calle 97. Me compré un capuchino y una torta de manzana, y me senté en la terraza a esperar a que me llamara. Me gustaba mucho el ambiente de esa librería en ese sitio; de las tres sedes que ha tenido esa, a mi modo de ver, ha sido la mejor. En un revistero siempre tenían un suplemento literario con buenos artículos; recuerdo que ese día tomé uno y leí un artículo que me gustó mucho, aunque ya no recuerdo sobre qué autor y novela trataba. 

Algún día debería escribir un gran ensayo sobre la torta de manzana que vendían en ese lugar, era simplemente deliciosa y su maridaje con sorbos de capuchino resultaba perfecto. 

Los demás clientes de la librería debían pensar lo mismo, pues la torta casi siempre estaba agotada y era casi un milagro conseguir una porción. Uno de nuestros planes preferidos con L. al salir de la oficina, era ir a tomar café con torta de manzana, y ponernos a hojear libros. 

¿Cuántas horas de mi vida las he pasado hojeando libros? Muchas me imagino; una actividad que dista mucho de perder el tiempo, como esperar el ascensor, por ejemplo, actividad en la que seguro hemos desperdiciado valiosísimo tiempo que bien podríamos haber empleado en el fino arte de hojear libros. 

Pero les decía que estaba esperando la llamada de A. ¿cierto?, en esa época en la que whatsapp era una fantasía futurista, por fin timbró mi teléfono bruto, porque de inteligente no tenía nada, contesté. Recuerdo que en esa ocasión duré bastante tiempo en la librería y antes de que el celular sonara,  llegué a pensar que A. me iba a dejar plantado. 

Después de eso nunca supe si le habían gustado las trufas.

martes, 6 de agosto de 2019

Dejadez

Si las palabras tuvieran sabor, dejadez, imagino, sería sabrosa, gracias a ese latigazo que deja su última letra en la punta de la lengua apenas se termina de pronunciar. La zeta viene a ser entonces como el aguijón de una abeja obrera que apenas pica muere, porque en el acto desgarra su vientre. La z es ese pinchazo que marca la muerte de la palabra, si suponemos que las palabras mueren luego de que salen de nuestra boca y dejan de sonar, pero bien sabemos que hay palabras que perduran, inmortales digamos, y nos van machacando poco a poco. 

A la zeta entonces no le importa nada, pero ¿cómo le va a importar marcar el fin de una mísera palabra, que todo acabe en ella y con ella, si también es la última en el abecedario? Es la reina de los finales. 

Mejor volvamos con dejadez. Esa última letra, si nos fijamos bien, contiene todo el significado de la palabra: “Pereza, negligencia, abandono de sí mismo o de las cosas propias.” 

¿Cuánto tenemos que aprender de ella? mucho, seguro. Al parecer no le importa nada, ni ser la última, el fin, ni matar palabras. La zeta, fría y sin adornos, es la muerte misma. 

Me gustaría contarles más cosas sobre la z, pero en medio de su dejadez esconde sus verdaderos propósitos, como esas personas que no entendemos bien por qué actúan de determinada manera, pero que sentimos tienen todo bajo control, mientras nosotros, los simples mortales, vivimos llenos de angustia, a medida que disolvemos nuestras pocas horas de vida en trivialidades. 

Así va por la vida la zeta, sin que le importen mucho sus acciones, su dejadez, su chabacanería.

lunes, 5 de agosto de 2019

Cuando el aliento se convierte en aire


G. murió el sábado pasado, pero ya llevaba bastante tiempo recorriendo la recta final de la vida. La vejez llegó, como suele ocurrir, con sus pasos de elefante enfurecido, a causar estragos en su salud. La condenada primero se camufló en el Alzheimer, pero esa condición solo fue el detonante, y pasó de olvidar cosas a que su cuerpo olvidara cómo vivir. 

B, una de sus mejores amigas, la visito en varias ocasiones durante su convalecencia. Al final G. solo pesaba 34 kilos y tenía el cuerpo cubierto de llagas. 



B. cuenta que ella le decía que tenía miedo, mucho miedo, y que en una ocasión le pregunto que a qué, y su respuesta fue escalofriante: “Es que no sé que hay más allá”. 

¿Cómo quitarnos el miedo que produce la muerte? ¿de qué manera podemos atisbar un poco en qué consiste, tener un indicio, una mísera pista de qué es lo que ocurre cuando nuestro último aliento se convierte en aire? 

Imagino que parte de ese miedo, cuando el final es inminente, se debe a que nos creemos inmortales, y muy pocas veces contemplamos nuestro fin, a pesar de que todos los días llevamos impresa una probabilidad de fallecimiento. 

Da rabia que la única certeza de nuestra existencia sea la muerte, y que la vida, como dice la novela “El día en que Nietzche lloró”, se reduzca a un fogonazo de luz entre dos grandes vacios: la ocuridad antes de nacer y la que llega con la muerte. 

No queda más remedio que intentar combatirla con la literatura, que siempre ha tratado de conferirle algo de significado.


One day we were born, one day we shall die, the same day, the same second... 
birth astride of a grave, the light gleams an instant, then it's night 

once more.” 

—Samuel Beckett—

jueves, 1 de agosto de 2019

Ambiente familiar

Afuera, una mujer bajita, que parece una niña, pero que tiene rasgos faciales y un tono de voz de mujer mayor, carga una canasta con fresas. “¿Se le ofrece amor?”, me pregunta. Me desconciertan sus palabras cariñosas, por la facilidad con la que las pronuncia y porque no puedo dejar de pensar que es una niña. 

Apenas entro un hombre cucharea con ganas una taza de ajiaco. Un plato con una pequeña montaña de arroz, una porción de aguacate y una mazorca muy amarilla, casi blanca, reposa a su lado. Luce intacto, parece ser una de esas personas que comen en orden, es decir, que se dedican a comer un único alimento de su plato, y deben acabarlo por completo antes de comenzar con otro. Nunca los he entendido, mezclar diferentes sabores en la boca puede considerarse, creo, un pequeño placer. 

Dos meseras se mueven de afán preguntándole a los comensales qué quieren almorzar, pasando platos humeantes por encima de sus cabezas. 

Al lado una mujer mayor que almuerza con una anciana; hace trizas, con un tenedor y un cuchillo, las lechugas de una ensalada, y luego reparte el plato entre ella y la mujer canosa, al parecer su madre. 

En una de las paredes del lugar esta empotrado un televisor que proyecta imágenes de playas paradisíacas. Las imágenes se repiten, y la que parece la última viene acompañada de la leyenda: “Muchas gracias”, en letra cursiva amarilla. 

Por encima del ruido de cubiertos que se estrellan contra los platos y el barullo de las conversaciones de cada mesa, se alza una música instrumental que, supongo, debe ser melodía estéreo. 

Unas flautas interpretan las estrofas finales de Pedro Navaja: "La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida, ay dios”. 

El lugar contradice la estrofa, parece predecible seguro y libre de sorpresas, un pequeño santuario de comida en medio del caos de la ciudad.

miércoles, 31 de julio de 2019

Malas noticias

Le cuento a una amiga que todas las noches pongo el celular en silencio, porque no me gusta que me despierten los sonidos de las notificaciones de las aplicaciones o el de una llamada. Ella me mira con cara de asombro, y me dice que es incapaz de hacer eso, pues “¿Qué tal que tengan que avisarle algo— malo claro esta —a uno, algo que ocurrió mientras uno duerme?”, me pregunta. Imagino que su miedo esta fundado sobre esa creencia popular de que las malas noticias son de las primeras que uno se entera. 

No respondo nada, porque no tengo la respuesta, es decir, no sé si tenga alguna ventaja enterarse de una noticia mala poco tiempo después de que haya ocurrido o si lo mejor es disfrutar de una buena noche sueño antes de preocuparse por lo que sea que haya pasado. Yo, creo, le apostaría a lo segundo. 

Hace ya más de una década, en un viaje que hice al exterior por varios meses, un día estaba muy cansado y me propuse dormir toda la tarde. Ese día sonó el teléfono dos veces. La primera era para ofrecerme ya no recuerdo qué; le di las gracias a quién llamó y me volví a tumbar en la cama. 

Al poco tiempo cuando el sueño ya me estaba abrazando de nuevo, volvió a sonar el teléfono. Dudé en levantarme para contestarlo, pero luego pensé que quizás era una llamada urgente de mi familia, pues tenían que darme una mala noticia. Resulto ser un señor que estaba ofreciendo sistemas de alarmas para casas. Imagino que esos episodios han tenido que ver, en parte, con mi decisión de poner el teléfono en silencio todas las noches. 

No entiendo por qué uno tiene metido en la cabeza el “chip de la mala noticia”, parece que es algo incrustado en nuestro ADN, desde las épocas de las cavernas.

martes, 30 de julio de 2019

Tipos de sonrisa

La pareja está sentada en una mesa de la terraza de un bar. Es el cumpleaños del hombre y cada uno ríe de forma nerviosa a los comentarios del otro. Una jarra de cerveza rubia, que suda, reposa sobre la mesa. 

Cuando se quedan sin que decir, dan sorbos esporádicos a sus vasos de cerveza, como esperando una especie de ayuda divina del líquido, para que fluyan las palabras 

El hombre, el más interesado en que la conversación no muera, se las ingenia para soltar comentarios. Ella sonríe y responde de forma breve a cada uno de ellos. En un momento se acomoda un mechón de pelo que acaba de caer en su frente, detrás de su oreja derecha. 

¿Acaso es una señal? piensa el hombre, pues eso dicen, ¿no?, que si una mujer se toca el pelo, en una conversación, de esta o tal manera, significa que está coqueteando. Él nunca ha creído en ese ABC de la seducción, y por eso solo busca la manera de seguir hablando para llenar los silencios, y deposita toda su fe de conquista en las palabras que salen de su boca, en hilarlas lo mejor posible. 

Ahí están ambos, inmersos en ese juego lleno de lenguaje y expectativa en el que ninguno quiere dar un paso en falso. Ahora ella se acomoda en la silla para mirarlo completamente de frente, y él se anima a tocarle el hombro suavemente. 

Otra vez hay risas. Sostienen sus miradas y ella se acuerda del capítulo 7 de Rayuela: Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, que se sabe de memoria. 

Todo alrededor de ellos se desdibuja, se desenfoca, pierde fuerza. El hombre le coge las manos, pero no se inclina hacia ella.

En ese momento casi perfecto, un tropel de amigos entra al bar. Dicen en voz alta ¡Camilo!, y él se pone de pie para saludar a cada uno con un fuerte abrazo. Los hombres también la saludan a ella, pero están ahí para celebrar el cumpleaños de su amigo. 

Tiempo después piden una jirafa, y ahora dos de ellos le hablan a ella, que vuelve a sonreír, pero de otra manera, con otra intención.

lunes, 29 de julio de 2019

Siete borradores

El número que aparece en la carpeta borradores del E-mail es siete. Es solo un número, y si no se compara con nada, si está desprovisto de contexto, parece que carece de emoción. Hay quienes dicen que es un número sagrado, que siete los días de la semana, las notas musicales, los pecados capitales, los mares, y así otras listas con aire místico

os expertos en el arte de contar historias dicen que es mejor evitar los datos y cifras al momento de narrarlas, pues estos no se conectan a un nivel emocional con la audiencia; vaya uno a saber; las historias se transforman y evolucionan de diferentes maneras y parece que no existe ninguna que afecte a dos personas exactamente de la misma forma, en fin.

Emocional o no, ahí está el número, ese siete, un hecho duro y frío o sagrado. Intento recordar que fue lo que quise decir en esos mensajes esas siete veces que dejé las palabras como borrador, en el tintero, pero no lo logro.

Miro algunos y la mayoría están en blanco, mensajes no-mensajes ¿Por qué me arrepentí de escribirlos? Puede ser que contengan palabras que me están haciendo daño, tóxicas, digamos; esas que lo mejor que nos puede pasar con ellas es expulsarlas de nuestro sistema, pero por una cuestión de masoquismo narrativo, nos empeñamos en conservarlas, y dejamos que sigan circulando en nuestro interior hasta que nos resulte imposible contenerlas y busquen una manera violenta de salir de nosotros, como a los gritos, por ejemplo.

¿Cuántas veces no hacemos eso?, ¿cuántas veces no dejamos palabras en borrador, y elaboramos respuestas, mensajes o ideas en nuestro cerebro que nunca salen o abandonan nuestra boca o manos?

A veces envidio a esas personas que no tienen filtro, esas que se van liberando de sus palabras en tropel, en desorden, sin importarles nada.

Quizás el mundo funcionaría mejor de esa manera, con una sinceridad cruda, sin adornos, sin tantas palmaditas en la espalda y críticas constructivas; pura anarquía comunicativa.