martes, 27 de agosto de 2019

Creer


Gran parte de la vida se nos va en creer en algo, lo que sea; en dios, la Pachamama, los extraterrestres, en la lectura o escritura, el trabajo, en el chupacabras, el sexo, el alcohol, la biosanación, en fin, las opciones parecen ser infinitas, pues cuando se trata de creencias y/o gustos, por no decir filias, parece que no tenemos límites. 

Me llega un mail sobre lo último, la biosanación, que me informa sobre un taller: el primer nivel de biomagnetismo médico, nombre que me gusta por su sonoridad, además que no estaría mal poder decir: “Voy a asistir el fin de semana a curso de biomagnetismo médico”, aunque no tengamos ni idea de qué trate todo el asunto. 

Quienquiera que sea la persona que me envió el mail, parece estar al tanto de mi ignorancia, pues adjuntó un documento en pdf y el link de un video que, seguro, me darán algo de luz sobre el tema. 

No pierdo tiempo y voy a ellos. El documento dice que el biomagnetismo es una terapia que busca corregir las distorsiones del ph (potencial de hidrógeno), estado al que se llega por diversas disfunciones que llevan al organismo hacia la acidez o alcalinidad.  Para corregir eso,  se utilizan unos imanes que logran equilibrar el cuerpo o, en otras palabras, dejar la acidez de lado que, parece, es lo que, en últimas, nos termina jodiendo. 

También dice que funciona con enfermedades muy graves, siempre y cuando los tejidos no hayan sobrepasado un proceso degenerativo irreversible. Luego de la hojeada al documento salto al video, una exposición que dura 2 horas y que, imagino, cuenta lo mismo, así que no lo miro. Ahí está la biosanación por si necesitamos creer en algo diferente.

lunes, 26 de agosto de 2019

De inicios y sabores

Trincho un trozo de pescado junto con otro de una tajada de plátano maduro, me gusta experimentar la sensación de sabores dulces y salados al mismo tiempo. Luego de llevarlos a la boca y masticarlos, se me ocurre cómo comenzar un cuento que llevo, desde hace varios días, en el confuso tintero de la mente. 

Mientras mastico el bocado le doy varias vueltas a ese posible comienzo, pienso en las palabras que voy a utilizar, su narrador, el punto de vista, al tiempo que recuerdo “Acostarse Temprano”, una columna de Manuel Vilas que leí hace poco. En ella el escritor español cuenta, palabras más, palabras menos, que está en todo su derecho de zambullirse o evitar de lleno la lectura de una novela con tan solo leer sus primeras líneas, pues con eso le basta para saber qué tanto tiempo le dedicó el escritor a ese primer puñetazo, digamos, de palabras, que tiene la importante obligación de llamarnos a la guerra y nos obliga a tener múltiples rounds de lectura  hasta acabar el libro. 

Vilas pone como ejemplo la frase: “Mucho tiempo he estado acostándome temprano” de en busca del tiempo perdido de Proust, y dice que nadie ha superado ese inicio. 

En su columna el “El hijo del joyero”, Millás también toca el tema y habla de la primera frase de la novela La Regenta de Leopoldo Alas: “La heroica ciudad dormía la siesta”, y también del inicio de un cuento de Raymond Chandler: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”, y dice que lo importante de esas frases, de esos inicios es el magnetismo que cargan, y que “en su interior sucede un drama semántico”. 

Dar con ese drama, imagino yo, es como meterse en la boca la correcta cantidad de dulce y sal, para que el bocado sepa bien.

jueves, 22 de agosto de 2019

Bug de realidad

Un bug, es un término informático que hace referencia a una inconsistencia de un programa, que provoca un resultado indeseado. ¿Qué tal si esto que llamamos realidad simplemente es un programa que alguien puso a correr? 

El fin de semana pasado me antojé de perro caliente, y a eso de las 9 de la noche llamé a un local para hacer un pedido a domicilio. Me contestó un hombre que comenzó a preguntarme que quería ordenar, y a ratos la señal se perdía. “Alo, alo, no lo escucho”, decía el trabajador del lugar. Parece que a veces la señal de celular en mi cuarto falla, así que me puse pie y con los pasos que daba por todo el cuarto, también repetía: “Alo”, la única palabra que pobló nuestro diálogo. 

Por fin logre ubicarme en un lugar, más o menos en la mitad, y el hombre respondió  a mi último alo: “Ahora sí lo escucho, ¿qué quiere ordenar?” Hice el pedido, pregunté el precio y cuánto tiempo se iba a demorar. El hombre respondió que de 30 a 40 minutos. 

Pasaron 30, 40 minutos, y la hora decidí llamar para averiguar que había pasado. La comunicación fue igual de pésima que en la primera llamada, y después de mucho insistir por fin pude decirle al hombre que contesto, para qué había llamado. Me preguntó la dirección, se la di y luego preguntó que si  había hecho el pedido por aplicación. Le dije que no, que había llamado directamente al local. 

Quien sabe qué fue lo que entendió, pues dejo de hablarme para preguntar por los pedidos que tenían registrados por aplicación. 

Cuando logramos hablar de nuevo, después de otra tanda de “¿Alo?, ¿Alo? no le escucho”, le dije, otra vez, que el pedido lo había hecho llamando directamente. El hombre volvió a consultarle a alguien, hasta que volvió al teléfono: “No, lo siento, su pedido no quedo registrado” 

Pensé en volverlo a hacer, pero desistí, y me preparé una arepa con salchicha. 

¿Con quién hable la primera vez que llame al local? ¿Le habrá llegado a alguien mi pedido? Me inclino a pensar que todo el episodio fue un fallo de la realidad.

miércoles, 21 de agosto de 2019

Martínez y el amor

Dos amigos hablan. Uno le cuenta al otro sobre el blog de una mujer, una desconocida, una tal Claudia. Le dice que leyó una de las entradas recientes que estaba dedicaba a un hombre, el amor de su vida. 

El que tiene la palabra le dice a su interlocutor que a pesar de que leyó de afán, le quedó la sensación de que la mujer estaba dispuesta a dar la vida por su pareja. El hombre también recalca que era un escrito con la correcta dosis de cariño, para nada empalagoso; una bonita manera de darle las gracias a su pareja por el simple hecho de existir, “como si existir fuera tan fácil, ¿no cree?”, pregunta. 

El que escucha lo hace con detenimiento, y parece que trata de imaginar a la mujer mientras lo hace. Cuando la conversación cae en un silencio, concluye: “Pues vea, yo he tenido parejas, pero creo que nunca he estado enamorado.

El que habló queda consternado ante la confesión de su amigo, y la califica como una desgracia. El primero no lo siente así, de hecho no lo siente de ninguna manera, simplemente cree que no se ha enamorado y ya, y que eso no es un delito o un pecado, y le pantea una serie de preguntas a su amigo: ¿en que consiste enamorarse?, ¿sentirse atraído por alguien y compartir la vida con esa persona?, ¿acaso solo se enamoran aquellos que, al parecer, han encontrado su media naranja?, ¿Solo se puede estar enamorado de verdad de esa otra persona, que vaya a saber uno dónde está, y qué se supone tenemos destinada?, ¿Qué tal que uno solo pueda decir que está enamorado cuando haya encontrado a su alma gemela y que millones de parejas hoy en día juntas, solo lo aparentan? 

Los hombres se sostienen la mirada por un par de segundos, hasta que el primero sonríe y le dice: “Deje la maricada Martínez”, y se ponen a hablar sobre fútbol, un tema que si tiene las reglas claras.

martes, 20 de agosto de 2019

Volver, dormir, leer y/o escribir

Vuelve y juega, otra vez me ausenté de este espacio por más de dos días. Vuelvo e insisto, vuelvo a lo mismo; vuelvo a escribir acá y me repito, uno no deja de ser solo eso, una serie de repeticiones, en fin. 

Vuelvo y les digo, cuando uno deja de escribir, el mundo, por lo menos el mío, el interno, se desbarajusta de manera microscópica; son cambios imperceptibles, pero con consecuencias catastróficas. Eso es algo que no puedo probar, pero en lo que me gusta creer. 

No escribí porque, claro está, dediqué mi tiempo a otras cosas: ver series, salir, dormir y leer, sobretodo las dos últimas. Tengo un amigo que dice que nunca le gusta tomar una siesta en la tarde. Un día en el que yo tenía mucho sueño, en un viaje que hicimos a Cartagena, le pregunté que por qué no le gustaba dormir con lo rico que es, y él respondió: “Para dormir la eternidad”. Y sí, puede que tenga razón, y que su respuesta evidencia lo efímera que es la vida, pero es que pocas cosas sobrepasan el tumbarse sobre la cama un Domingo a eso de las 5 de la tarde, sobretodo cuando está haciendo frío, ¿acaso no? 

Les decía que lo otro que hice fue leer, una actividad que a veces resulta una paradoja, porque es difícil seleccionar qué hacer entre leer y escribir. ¿De las dos cuál será la más importante?, a veces me inclino a pensar que la segunda es la base de todo, que no puede haber escritura, buena digamos, sin lectura, y que la lectura es más primitiva, casi una necesidad tan básica como comer o el sexo. 

En su libro La Loca de la Casa, Rosa Montero habla sobre el ensayo Letra Herida, de la escritora Nuria Amat quien plantea una pregunta catastrófica: ¿si, por alguna circunstancia que no viene al caso, tuvieras que elegir entre no volver a escribir o no volver a leer nunca jamás, ¿qué escogerías? 

Montero concluye que en los últimos años se ha planteado esa pregunta y que, a modo de juego, se la ha hecho a todos los autores con los que se ha cruzado, y que la inmensa mayoría, por lo menos el noventa por ciento, entre los que ella se incluye,  e incluso más, escogen seguir leyendo.

jueves, 15 de agosto de 2019

El jarro

El jarro es blanco, y está hecho de una porcelana maciza, gruesa, como indestructible. Lleva  impreso el escudo del Real Madrid, pero no soy hincha de ese equipo. Me lo regalo Federico, un español que es socio de ese club, que conocí porque mi hermana trabajo con su esposa en un proyecto, hace ya muchos años. 

“¡Pero que gilipollez tener un jarro de un equipo de fútbol del que no se es hincha!” podrán pensar algunos, sobretodo sin son españoles, y esto me hace pensar en esa fea costumbre que tenemos de tomar bando, de seguir algo o a alguien solo porque sí, porque todo es uno o cero, o blanco y negro, y es necesario pertenecer. Debería entonces seguir al Madrid o al Barcelona que, como dice Manuel Vilas, son las instituciones sobre las que España gravita, pero yo no sigo a a ningún equipo de fútbol internacional, y por eso tengo ese jarro ahí, como un satélite perdido en el espacio  con el que no tengo ningún tipo de vínculo emocional; cumple su función de objeto a cabalidad. 

Veo que un pito negro, con un cordel amarillo, le cuelga por un lado como una lengua cansada. La cuerda es de color amarillo intenso. Estoy seguro que nunca lo he utilizado. Pienso que me puede funcionar si llega a haber un terremoto y quedo sepultado debajo de varios escombros. Una escena aterradora. 

Estiro la mano para mirar qué otros objetos contiene el jarro. Guarda 4 sharpies: dos rojos, uno morado y otro verde, que rara vez utilizo. Parecen igual de nuevos que el pito. También hay una pluma de colore verde militar que no tiene tinta. Recuerdo que cuando era pequeño me sentía muy afortunado de poder utilizar una pluma plateada que tenía mi mamá, para repasar las líneas de los dibujos que hacía a lápiz. En ese entonces la tinta, me parecía algo extravagante y de buen gusto.  

También hay un lápiz tajado hasta la mitad, es 2B y su marca es Staddler, que vaya uno a saber si es fina o extravagante. Otro más largo, de la misma marca, y que parece el padre del primero reposa a su lado. Un portaminas transparente y anaranjado está, como victorioso, cerca de ellos; nunca me gustaron, pues me la pasaba partiendo las minas. 

También hay una especie de almohadilla que me regalo mi hermana, y que sirve para limpiar la pantalla de los celulares. Quizá por ella fue que me fijé en el jarro, porque la pantalla de mi celular está completamente cochina y hoy me pregunte dónde la había dejado.

miércoles, 14 de agosto de 2019

Escritos viejos

Ayer me ausenté de este espacio. No me gusta que eso ocurra cuando había pensado escribir. Hoy me propuse hacerlo y tenía muchas ganas, pero no dediqué ningún espacio del día a pensar algún tema.

Cuando llegué a la casa y me senté en el escritorio, me quedé un buen rato mirando la pantalla, sin que ocurriera ninguna sinapsis en mi cerebro. Me acordé de lo que una vez me dijo un amigo para esos casos de sequía creativa. “Hermano, cuando eso me pasa, me zampo unas líneas de Alberto Salcedo Ramos. Ese man escribe muy chévere y después de leerlo, la escritura me fluye”.

Justo en este momento estoy leyendo La Eterna Parranda, su compendio de crónicas, pero no quise acudir al libro porque quiero leerlo antes de acostarme, y pensé que si lo hacía, tendría que leer otro libro al momento de acostarme, manías pendejas que se inventa uno.

Decidí entonces escarbar unos archivos del 2017 y di con una pequeñísima historia de menos de 500 palabras, la leí, me enganché con el tema de nuevo y me puse a editarla. Le mejoré la estructura describiendo al personaje en el primer párrafo y mejorando la acción en los siguientes, y también le cambié el título.

Me gusta volver a esos escritos viejos y editarlos otra vez, a veces eso  es lo mejor que le puede pasar a un escrito. Me refiero a dejarlos reposar un buen tiempo, como si fueran una botella de vino, para luego bebe-leerlos de nuevo, con esa sensación de que en el nuevo encuentro saben mejor. 

No sabe uno, entonces, cuál es el momento indicado de los escritos, y si estos nunca dejan de evolucionar o transformarse, no solo cuando se editan, sino también cuando son leídos por su autor o un tercero.