lunes, 7 de octubre de 2019

¿Cuánto cuestan las palabras?

Estuve fuera por dos semanas. Siempre que viajo, pienso en lo mucho o poco que voy a dejar de escribir. Imagino que, si no voy a escribir, por lo menos voy a tomar muchas notas durante el día, notas de imágenes o situaciones que por alguna razón me cautivaron, pero esta vez no lo hice; por lo menos no tanto como hubiera querido. Por las noches cuando llegaba a la habitación, pensaba en escribir, pero el cansancio me ganaba y me echaba en la cama, prendía el televisor y me quedaba dormido antes de engancharme con algún programa. 

No todo fueron pérdidas, alcancé a pensar en un tema que quiero desarrollar en un artículo y que va a tener como título: “De escritores y celulares”, que alcancé a desarrollar, más o menos, en la aplicación de notas del celular y lo he estado machacando en mi cabeza en estos días. 

Del tiempo que anduve de viaje calculo que dejé de escribir alrededor de unas 4500 palabras en este espacio, más unas 2500 de otros escritos. 

7000 palabras parecen poco para dos semanas, pero ¿cuánto cuestan las palabras?, es decir, ¿qué tan fácil es sacarlas de donde sea que residen en nuestro cuerpo? Pensaría uno que siempre están en la mente, pero siempre he pensado que las mejores, las que realmente valen la pena, esas que alcanzan a conmover a las personas, las llevamos en las viseras, y que son como quistes de los cuales duele desprenderse. 

Paul Auster dice que nunca ha escrito rápido y que un buen día de trabajo, 8 horas, para él, consiste en lograr una página escrita, digamos unas 450 palabras. También dice que cuando logra escribir dos páginas es genial y que cuando logra escribir tres, es un milagro que ocurre si acaso 3 veces al año, pero que con lograr una página se siente satisfecho. 

“Escribir un pasaje 10 0 15 veces, revisarlo una y otra vez, 
Arreglando las frases, tratando de escuchar el ritmo, hasta que 
parezca una pieza de música, sin esfuerzo, suave, con la energía 
Que quiero, ese es el trabajo. El trabajo duro consiste en tratar 
que parezca fácil” 
- Paul Auster –

lunes, 23 de septiembre de 2019

Hablar por hablar

Así se llamaba un programa de radio en la noche. Si no estoy mal era hasta la 1 de la mañana. Diana Montoya era la locutora, y tenía una voz de  textura cálida y muy agradable.

No recuerdo si el programa tenía temas específicos cada día, pero la gente llamaba para hablar por hablar, es decir, a contar lo que quisieran. Muchas veces llamaban personas que tenían un turno de trabajo nocturno, pero a veces se colaban llamadas de personas que trasnochaban porque algo las afligía. Esas llamadas eran las que más me gustaba escuchar, porque estaban cargadas de drama, a veces con tintes de angustia, y eran las mejores historias, pues estaban repletas de conflicto.

El nombre del programa era muy preciso, pues me parece genial el poder hacer algo sin justificación alguna, solo porque sí, en el caso de hablar por hablar, decir lo que fuera sin sentirse cohibido. Esa era una de las grandes virtudes de Montoya: darle la misma importancia a todas las personas que llamaban, y dejarlos hablar por hablar, además de que daba unos consejos buenísimos.

Relaciono de cierta forma ese programa con este espacio y con la escritura, porque aquí, la gran mayoría de veces, intento escribir por escribir, porque es algo que me gusta. Como ya lo he dicho, creo que a veces surgen textos que considero buenos, y en otras ocasiones unos muy malos o simples, pero igual los publico, porque ¿qué importa si son buenos o no? Además, ¿quién les da ese calificativo? 

Cuando hablar por hablarse acababa daba paso a un programa de dos hombres mayores que hablaban sobre música clásica o temas específicos que nunca escuche por completo.

jueves, 19 de septiembre de 2019

Amigo Secreto

“Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea
de un planeta, de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos
 finos, tez bruñida y grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo. 
¡Urania! Vaya ocurrencia.” 
- La fiesta del chivo -


Ese es el párrafo con el que inicia esa novela de Vargas Llosa ¡Vaya inicio y vaya nombre!

La dinámica del amigo secreto siempre me recuerda a Urania Cabral, uno de los personajes principales de esa novela, la primera que leí de ese escritor, y que me regalaron, hace ya varios años, cuando participé en esa dinámica. Si existiera un campeonato de nombres de personajes de novela, Urania, creo, estaría entre los 10 primeros, pues es como un agujero negro que absorbe toda la atención. 

Este año, como todos los otros en los que he jugado amigo secreto, volví a pedir de regalo un bono para un libro. 

Aunque tengo varios en fila de lectura, hoy decidí ir a cambiarlo. Traté de poner tres opciones sobre la mesa: La Carne, de Rosa Montero, novela de la que una amiga me hablo muy bien y me envió la foto del párrafo introductorio, que es igual o más llamativo que el nombre Urania: 


“La vida es un pequeño espacio de luz entre dos nostalgias: la de 
lo que aún no has vivido y la de lo que ya no vas a poder vivir. 
Y el momento justo de la acción es tan confuso, tan resbaladizo 
y tan efímero que lo desperdicias mirando con aturdimiento alrededor” 
- La Carne – 


Otro libro era lo que no tiene nombre, de piedad Bonnet, que presiento que cuando lo lea me va a cachetear emocionalmente, algo que, digamos, me agrada de un libro. El tercero era El cuento de la criada deMaragret Atwood, al que también le tengo muchas ganas. 

Cuando llegué a la librería, algo iluso, pregunté por libros de Juan José Millás, confiado en que por alguna razón extraña del destino, me iban a decir que tenían su última novela, La vida a ratos, aunque una mujer que habla de libros en Instagram, y que tiene contacto directo con editoriales, ya me había dicho que no tienen previsto traerlo por el momento. 

“¿Juan Manuel Millas?”, preguntó la mujer que me atendía, una mala señal. Como era de esperar, no lo tenían. Lo que si tenían era una promoción buenísima de pague dos lleve tres de otras de sus novelas, a un precio muy barato, pero que ya leí. 

Le di las gracias a la mujer y pregunté por La Carne, de Rosa Montero. No lo tenían, pero si estaba “El arte de la entrevista”. Era la primera vez que veía ese, y le pedí que por favor lo buscara. Después de un rato la mujer me lo dio y aproveché para pedirle también el de Bonnet y el de Atwood. 

Con los tres libros en mis manos di otra vuelta por la librería, y al final apliqué mi técnica de beneficio/costo para seleccionar libros, basada en precio y grosor, y me llevé el de Montero que, seguro, me va a gustar.

lunes, 16 de septiembre de 2019

Palabras y caracteres

Edito una columna de otra persona para una revista digital. El escrito tiene más de 600 palabras, y le dijeron que tenía que recortarlo a 1500 caracteres sin espacio, es decir alrededor de 350 palabras. 

Lo leo una vez y tiene unos párrafos confusos, o tal vez simplemente me parece así porque el tema no es de mi interés. Comienzo a leer la columna de nuevo y la empiezo a editar párrafo a párrafo, a quitar gerundios (Les tengo como miedo) y a podar todo lo que pueda el escrito. 

Mientras estoy en esas imagino que en el campo de los procesadores de palabras, los caracteres y las palabras siempre están en guerra, y que los espacios son los que intentan mantener la calma. Supone uno que las palabras son las más importantes, las que llevan las de ganar.

La palabra, palabra, valga la redundancia esta compuesta por 7 caracteres. Se podría decir entonces que la palabra es como una nación y los caracteres sus habitantes; ahora bien, la palabra caracteres está compuesta por 10 de ellos. 

Parece entonces que a los caracteres les hace falta carácter para imponerse ante las palabras, para dejar de ser los segundones en un texto, pero lo mejor es no meterse en líos que no le incumben a uno, es decir, dejar que los caracteres y palabras se maten si es el caso. 

Termino de editar la columna. Logré mocharle palabras y caracteres hasta que el conteo final me dio 1474 caracteres sin espacios. La releo tres veces y dejo de hacerlo, porque podría quedarme editando el texto hasta la eternidad. 

Envío la columna y luego de un par de horas recibo respuesta. La persona me dice que muchas gracias, pero que le va a incluir algunas de ideas que, según él, le quite y que cree necesarias en su columna.

miércoles, 11 de septiembre de 2019

La muerte como protagonista

Una amiga me invitó a participar en un concurso de cuento. Su propuesta es que los dos, junto a otras tres personas, escribamos los cuentos y nos los enviemos para recibir comentarios y, con base en ellos, editarlos para obtener una mejor versión. 

Me gusta la idea; me gusta todo lo que tenga que ver con escribir. La fecha límite es este  sábado.  Espero alcanzar a escribirlo.  

Sé que debería estar escribiendo el cuento en vez de escribir esto, pero le he cogido cariño a este espacio; lo considero como un gimnasio de escritura, independiente de la calidad de los textos, pues creo que escribir también consiste en desarrollar un músculo, el de la escritura, claro está, y que uno debe dedicarle algo de tiempo todos los días para que coja fibra. 

También debería estar escribiendo un artículo sobre una charla de la que tomé notas hace más de un mes, peo ya ven, sigo acá contándoles sobre eso que no he escrito. Me siento como esas personas que se la pasan diciendo que van a escribir una gran novela, pero que solo se queda en las ganas, en fin.

Ya tengo un par de ideas para el cuento. Una de ellas consiste en alagar un relato de mini-ficción de 100 palabras, de un taller de escritura que tomé el año pasado, y la otra tiene a la muerte como protagonista del cuento. 

Ya me emocioné de solo pensar en ese escrito sin palabras, ese cuento-no-cuento, pues, como ya lo he dicho, todo tiene su lado negativo, su complemento, su Doppelgänger. 

Acabo de leer las mini-ficciones y solo le veo futuro a una. Las otras resultaron flojas, porque tienen desenlaces forzados en los que busqué un giro inesperado que no supe resolver bien. Definitivamente me voy a ir con el cuento sobre la muerte.

martes, 10 de septiembre de 2019

Ficciones reales

Me siento en la mesa y una enfermera que no se despega de mi tía, que tiene 86 años, la sienta al frente. Subo la mirada y veo que ella, mi tía, me estudia con atención, quizá intentando descifrar quién soy yo, mientras caras y escenas de vida aparecen de forma desordenada en su cabeza, en tropel. 

Guardo silencio, hasta que resulta muy incomodo y decido preguntarle algo: “Y que más tía ¿juciosa? Me mira y sonríe, parece reconocerme. Me dice que sí, con relación a una temporada que pasó en el hospital, que estuvo muy enferma, pero que ya se se encuentra mucho mejor. Y es verdad, hubo un momento en el que parecía que no se iba a recuperar, pero finalmente lo logró. 


Me pregunta que qué estoy estudiando. Imagino que lo mejor es seguirle la corriente y no tratar de explicarle que salí de la universidad hace varios años. Asiente con la cabeza a cada una de mis respuestas, hasta que caemos en otro silencio. 

Se intenta poner de pie, y de inmediato, la enfermera se para a su lado y le pregunta que a dónde va. A ningún lado responde, y se vuelve a sentar en la silla. Me vuelve a estudiar con su mirada y, después de un rato, vuelve a hablarme: “¿Y como ha seguido su hermano el pequeño, el que está enfermo?” 

“¿Cuál hermano tía?”.

 “Pues su hermano, ¿cómo es que se llama?, el que estaba muy enfermo” 

Le respondo que mi hermano está bien y que nadie de mi familia se encuentra enfermo. Se queda callada, como inconforme con mi respuesta y parece que busca entre su recuerdos o, más bien, lo que queda de ellos, el nombre de esa persona  enferma. 

La miro mientras está callada, se nota que escarba información en su cabeza.  Me pregunto cuántas ficciones, que considera reales, se plantea a diario.

lunes, 9 de septiembre de 2019

¿Por qué se voló los sesos Hemingway?

¿Cuánto tiempo de nuestras vidas desperdiciamos haciendo scroll down? Si lo sumamos con el de otras actividades como esperar un ascensor, estar sentados en una sala de espera, ir en el transporte público, resulta, digamos, inquietante.

Hoy, justo en esas, me topé con una foto de Hemingway. Salia sentado en un sofá y reposaba sobre él un rifle. A su lado derecho estaba, supongo, Mary Welsh, su mujer, quien lo miraba con intriga y cariño a la vez, como pensando: quién es este extraño con la que me acuesto todas las noches al que, de vez en cuando, le digo: "te quiero"; situación que, imagino, ocurre en todas las relaciones.

Mientras observaba la foto me pregunté si esa fue la escopeta con la que se voló los sesos el escritor, pero, sobretodo, me pregunté por qué lo hizo ¿Sera que, de repente, en un día como cualquier otro, de buenas a primeras, tomó la nefasta decisión? 

Cuentan que en una mañana de julio de 1961, Hemingway, vestido con su túnica de emperador, como llamaba a su bata, se sentó en una de las salas de su casa y se disparó con su escopeta preferida. 

No sabe uno si la condición suicida es un asunto hereditario, pues en su familia también se quitaron la vida su padre, un hermano, también escritor, y su nieta.

Debería leer más de su obra, pues solo he leído: Fiesta y Por quien doblas las campanas, y me hace falta El viejo y el mar, la que catalogan como su obra maestra.