lunes, 4 de noviembre de 2019

Escribir a mano

Escribir debería ser más fácil. Me refiero a que con las ventajas que tenemos hoy en día: computadores, la nube, etc. uno no debería sacarle tanto el cuerpo a escribir. Afirmo esto mientras trato de imaginar cómo era el oficio de escritor en aquellas épocas de la creación de los grandes clásicos. 

Pensemos por un segundo en Tolstoi: ¿cómo escribió, por ejemplo, su pieza maestra Guerra y Paz? Imagino que lo hizo a mano; no sé si en su tiempo ya existían las maquinas de escribir, creo que no pero no lo puedo asegurar. Quizás es un dato de cultura general que debería saber, pero a cada rato me sorprendo de lo poco que sé sobre todo, en fin. 

También me gustaría conocer más datos curiosos de los escritores famosos, sus rutinas, caprichos, etc. Leía en estos días en Twitter un intercambio de trinos entre dos mujeres que hablaban sobre Proust y su obra En Busca del Tiempo perdido. No conversaban estrictamente sobre su obra, sino sobre un ritual de alimentación del escritor que, al parecer, reflejaba en sus obras con algunos de sus personajes. Me gustó conocer un poco sobre el autor, aunque no sepa nada de su vida, y sin aún haberlo leído.

Pero volvamos con Tolstoi; me aventuro a pensar que escribió sus obras a mano, y no alcanzo a imaginarme cómo lo logró. De pronto ese es el truco para escribir textos de largo aliento. Es probable que escribir a mano estimule el cerebro de manera diferente que un teclado, no sé, de pronto convierte a la escritura en algo más intimo, y lo dota a uno de esa sensibilidad que se necesita para escribir, y que va mucho más allá de poner una palabra detrás de la otra. 

También se me viene a la mente Murakami, que un día, de buenas a primeras y en pleno partido de béisbol, se le ocurrió que quería ser escritor, ¿y que hizo? Pues lo que los escritores-no-escritores, imagino, deben hacer, cuando se estrellan con una epifanía de ese calibre: compró un cuaderno y esa noche llego a su casa, se sentó en la mesa de la cocina, agarró un esfero, y se puso a escribir  su primera novela, como si de ello dependiera su vida. 

domingo, 3 de noviembre de 2019

Techo

A veces, cuando me despierto en los fines de semana en la mañana, me quedo mirando el techo de mi cuarto como si fuera el responsable de, digamos, iluminarme, en el sentido de solucionar diferentes inquietudes y preguntas de la vida que, creo, nunca faltan. 


Es un techo blanco y corrugado, como si estuviera repleto de estalactitas diminutas. No sé por qué, al ser tan simple, me quedo mirándolo como hipnotizado. Cuando eso ocurre regulo mi respiración de forma inconsciente y me tranquilizo mucho, como que analizo todo desde lejos, y soy un simple espectador que ve pasar miles de imágenes enfrente suyo, pero que no tiene tiempo ni ganas para juzgarlas. 


En varias ocasiones me quedo mirando la esquina sur-occidental e imagino que ahí debería tener colgado un móvil de un dragón rojo en madera que compré, si no estoy mal, en una versión de la fería del libro de hace ya muchos años. No entiendo porque nunca lo colgué, si me parecía muy chévere; tampoco sé si con el paso del tiempo llegué a pensar que era algo muy infantil y esa fue la razón para no instalarlo. Ahora no tengo ni idea en qué lugar de mi cuarto se encuentra, de pronto en uno de esos días de contemplación del techo, puede que me de un arranque y me ponga de pie para instalarlo, aunque en verdad lo dudo, pues son momentos en los que le bajo todos los cambios a las revoluciones de la vida y estoy como sin estar, si es que me entienden. 


Quién sabe cuál es el mensaje cifrado que esconde el techo de mi cuarto. Los mantendré al tanto si algún día lo descubro.

jueves, 31 de octubre de 2019

Pedir dulces

Un niño llega a un café con su mamá y no es claro de qué está disfrazado. Tiene pegado un papel en la cara, una especie de mascara que, parece, fue elaborada a último momento. 

La cajera del lugar sale con una bolsa en la mano, pero le exige al niño que tiene que cantar si quiere que le de dulces. El niño mira a la mamá, mira a la mujer del establecimiento, y se queda callado. Vuelve a mirar a la cajera y hacen un pulso con la mirada que ninguno gana. Cuando la mamá se da cuenta que la cajera no le va a dar nada a su hijo a menos de que cante, dice “Gracias” de forma sarcástica, lo toma de  la mano y se alejan del lugar. 

Después de un tiempo llega una familia, son tres mujeres adultas, un hombre y un niño. Todos están muy bien disfrazados, como con vestidos de la época victoriana y unas pelucas bien peinadas. El niño lleva puesto un sombrero negro a lo Jack Sparrow, un chaleco café y unas botas, también negras. 

Cuando llegan a la puerta la cajera repite su retahíla: “Si quieres dulces tienes que cantar”. El niño hace lo mismo que el anterior mirar a su mama y luego a la mujer. Parece que se le esfumó toda la emoción de la fecha. Su gesto es triste, como si pensara “¿Qué mierdas hago acá?”. Otra de sus familiares, una mujer bajita y con un vestido verde esmeralda que llega hasta el piso le insiste para que cante. Finalmente el niño, con cara de tedio, derrotado, deja salir un triste: “Quiero paz, quiero amor, quiero dulces por favor”. La cajera hace un gesto de triunfo y le echa una manotada de dulces en la bolsa . El niño sonríe con desgano por un segundo y se pone serio al instante.

martes, 29 de octubre de 2019

Hambre

Domingo. Almuerzo tarde en un restaurante asiático que queda cerca a mí casa. Una de las cosas que más me gustan de los días de votación es que siempre almuerzo, esta vez lo hago solo, en ese restaurante. Es pequeño y parece que pasa desapercibido porque siempre se puede conseguir puesto.  

Cuando salgo del lugar  hace sol, y me siento encartado y ridículo con la bufanda. No sé para que me la puse. La enrollo y logro meterla a un bolsillo. Luego de haber calmado el hambre comienzo a caminar, y juego en mi mente con cualquier pensamiento de domingo que, antes de esa hora maldita de las 6 de la tarde, imagino, resultan perezosos.  

En el trayecto hacia la casa paso por un restaurante de hamburguesas que queda en una esquina. Antes de cruzar la calle, veo a un hombre con que lleva puesta una camisa de cuadros roja y un Jean gris, desteñido en los muslos, que en algún momento de la vida debió haber sido negro. 

El hombre se acerca a una caneca de metal, y observa que objetos contiene. De repente mete la mano y saca una caja de icopor, de esas  en las que empacan corrientazos. Mira hacia los lados, como con pena y luego la abre. Dedica otro momento a mirar qué contiene, la acerca a su nariz y huele su contenido; su método para distinguir si la comida es consumible o ya se encuentra en mal estado. 

El hombre dictamina lo primero y con una de sus manos toma algo que parece una tortilla y, sin dudarlo, le da un mordisco. 

Una nube blanca y gorda tapa el sol y una brisa enfría un poco el ambiente.

lunes, 28 de octubre de 2019

Escritos que valen la pena

Escribe uno y, no nos digamos mentiras, espera que lo lean muchas personas, y no solo que lean, sino que además les guste lo que uno escribió. En ese caso el acto de escribir está alimentado por la vanidad. Bien lo dijo Rosa Montero en La Loca de la Casa: 

“Como la vanidad es una droga para nosotros, la única 
manera de no caer esclavo de ella es abstenerse de 
su uso lo más posible. Algo verdaderamente difícil, 
porque el mundo actual fomenta la vanidad hasta el paroxismo. 

Montero, que definitivamente ha escrito textos que valen mucho la pena, también dice que la vanidad tiene una estrecha relación con ver si lo que se hace tiene algún sentido, y que de ahí proviene la fragilidad en los escritores. 

Hace unos días escribí un cuento. Nada del otro mundo la verdad, sobretodo porque el texto apenas va en su primer borrador, es decir, una mierda en la escala de Hemingway, en fin. 

Le mostré el cuento a algunos amigos y me dieron su opinión al respecto, qué les perecía que funciona, qué necesitaba cambios y que, definitivamente, tengo que eliminar: segmentos muy aburridores en los que no hay nada de acción y que más bien parecen apartes de un ensayo. 

Creo que ese cuento en su primera versión es un escrito que vale la pena, no porque sea bueno o tenga mucho potencial, sino porque no me lo he podido sacar de la cabeza. No veo la hora de sentarme a arreglarlo, para incorporarle todo eso que creo que le hace falta para que no tenga grietas narrativas.

jueves, 24 de octubre de 2019

Desconexión

Cuando Claudia llega al restaurante consigue hacerse con la última mesa que está desocupada, mientras una parrilla en la que se está asando un trozo de carne sisea de forma desesperada. 

Un hombre de una mesa cercana la mira y ella sonríe sin ánimo de coqueteo. Al rato se acerca la mesera y le cuenta qué es el almuerzo: sopa de verduras, ensalada rusa, carne y tajadas de plátano. “Ese es el menú del día”, le dice la mujer y antes de que le mencione el resto de las opciones, Claudia le responde: “Ese está bien”. 

Pone una sombrilla azul encima de la mesa y mira hacia todos los lados, como si fuera una niña muy pequeña que quiere absorberlo todo. En la entrada del restaurante varias personas hacen fila. 

Claudia continua en modo contemplativo. Su taza de sopa libera una corriente de vaho mientras la revuelve con la cuchara. 

La mesera se acerca y le pregunta que si uno de los comensales que está haciendo fila puede sentarse con ella en la mesa. “Si claro, no hay problema” responde con una sonrisa. 

“Hola, como estás?” le pregunta Claudia al hombre que se acaba de sentar en su mesa, justo al frente de ella, como si fuera un viejo amigo. Parece que tiene ganas de conversar con él, por lo menos saber cuál es su nombre y hablar de lo que sea: el clima, el trabajo, el tráfico, pero hablar, el tema poco le importa. 

El hombre le responde el saludo de forma desinteresada, y luego de ordenar el almuerzo conecta unos audífonos blancos y largos a su celular para atender una llamada. Cuando cuelga continúa con los audífonos puestos. No habla con Claudia, no dice nada, ni la mira; se concentra en su celular. 

Claudia ya termino su sopa y ahora está dedicada a trinchar trozos de salchicha de la ensalada Rusa. Ya no sonríe ni tiene la misma curiosidad en su mirada. Al final adopta la misma actitud del hombre y se sumerge en el celular.

miércoles, 23 de octubre de 2019

Aceite balsámico

Cuando el ascensor para en el octavo piso una mujer sale distraída de él y da dos pasos, luego da media vuelta y vuelve a entrar. Sigo su recorrido con la mirada y entro al ascensor después de que ella lo hace 


Aparte de la primera mujer hay otra en el ascensor. Este vuelve a parar en el cuarto y la segunda mujer se baja, y la otra, de nuevo, piensa que ya llegamos al primer piso y vuelve a dar un par de pasos por el hall. 

Apenas entra de nuevo al ascensor me dice: “Como se nota que me quiero ir de esta mierda, ¿no?”. Imagino que hace referencia al edificio y no el ascensor. La mujer tiene la cara congestionada, y respira profusamente, mientras me mira a los ojos fijamente. Es claro que espera que diga algo, así que respondo con un tímido “si”, euficiente para abrir su grifo de palabras. 

Es que imagínese, tenía que cobrar un millón de pesos y el hijueputa ese no me quería pagar dizque porque se perdió un tarro de aceite balsámico, ¿Qué tal esa vaina? Tiene huevo, ¿no? 

Parece que la mujer cae en cuenta de que no tengo idea alguna de lo que habla e intenta contextualizarme: 
7
“Yo soy Chef”, y le hice un trabajo a ese hijueputa hace ya bastante, y no me quería pagar. Ahora entiendo sus ganas de abandonar el lugar. El desprecio y repulsión que siente por ese hombre y todo lo que tenga que ver con él es visceral. 

No se me ocurre otra cosa que asentir con la cabeza y concluir con la siguiente pregunta: “¿Pero finalmente pudo cobrar?” Sonríe, es la primera vez que lo hace en nuestro corto recorrido, y concluye “Claro, le compré 2 tarros de aceite balsámico a ese hijueputa, ¡Qué tal!, dizque no me iba a pagar por uno, pues le traje 2” 

En ese momento ya estamos en la calle y la mujer vuelve a sonreír, como cayendo en cuenta de que se acaba de desahogar con un completo desconocido. Me despido, y nos separamos en dirección opuesta.