sábado, 21 de diciembre de 2019

Realidad líquida

Leo. 

Estoy en un café con un ambiente agradable en el que ponen música, jazz instrumental, perfecta para leer, pues no hay forma de ponerle atención a una letra. La luz natural entra debilitada por un tragaluz y su reflejo sobre las páginas del libro no molesta la vista. 

En una mesa, diagonal a mi izquierda, una mujer lleva puestos unos audífonos negros, lee un libro y tiene otro sobre la mesa. De vez en cuando y con un lápiz, realiza anotaciones directamente sobre el libro. Alterna su lectura y las anotaciones con revisar el celular, pero sin signos de ansiedad, como si en verdad esperara un mensaje de alguien.

Hace un rato fui a ver los postres que tenían en una vitrina y cuando me devolvía a la mesa intenté ver el título del libro que no lee, pero no lo logré. Luego fui al baño y cuando me devolvía a mi puesto pase en cámara lenta por su mesa y esa vez si alcancé a leer el título: “Colombia”, así, a secas. 

En la mesa de al lado está una pareja de adolescentes. Lo primero que capto de su conversación es que la mujer le dice al hombre que ella prefiere comerse una manzana a tomar tinto cuando tiene sueño, pues asegura que es más efectivo para quitarlo. El hombre ríe e inmediatamente saca su celular para buscar el dato en Google

No sé si sea cierto. Tal vez algún día esa información me sirva para algo, así que abro el cajón: “información, aparentemente, no importante” de mi cerebro, la guardo y lo cierro, esperando que aparezca en la superficie del consciente si la llego a necesitar. 

Sigo leyendo. Enfoco las letras, pero parte de mi campo visual capta una mancha negra que se mueve encima de la mesa. Ese sector de la mesa está desenfocado y cuando lo miro fijamente, la realidad pasa de liquida a compacta en un segundo y solo veo la mesa de madera. Es rústica y tiene varios de esos lunares que lleva la madera, que no sé como se llaman. 

Imagino que uno de ellos era el que se estaba moviendo. Olvido el asunto y sigo leyendo. 
Los adolescentes ahora hablan sobre relaciones sentimentales. Al rato la mujer del libro le pide la cuenta en inglés al mesero, de ahí, imagino, su interés por leer un libro titulado “Colombia” a secas.

jueves, 19 de diciembre de 2019

Ikigai

Estamos en una terraza. Hace sol y el cielo, azul claro, está manchado con pocas nubes blancas; también hace mucha brisa. Comemos empanadas de dulce y de sal dispuestas sobre una mesa en tres cajas de icopor y junto a diferentes bebidas. Pruebo una de sal y me parece que están buenas, pero las segundas no tanto y son más bien como una fritura con un bloque de queso por dentro. Lamento no haberme comido otra de sal. 

Participo en una reunión en la que, creo, no debería estar. Después de comer empanadas comienzan a hablar de un cliente, que ha funcionado y qué no, pero el tema deriva en otras conversaciones, hasta que uno de los asistentes, un hombre con barba canosa y desordenada comienza a hablar sobre la importancia del manejo del tiempo. 

Para encarrilarse hacia ese tema, lo primero que dice es que cada uno debe esforzarse por encontrar su propio ikigai. Cuando escucho el término dejo de echar globos. Recuerdo que hace mucho leí sobre ese tema y que tiene que ver con algo oriental y místico. 

Una búsqueda rápida me lo confirma. Ikigai significa la razón de ser y, según la cultura japonesa, cada persona cuenta con uno propio. Dicen que las actividades que nos permiten alcanzar ese estado nunca deben ser impuestas, sino que deben ser espontáneas y voluntarias, brindando satisfacción y un sentido de vida. 

Nadie dice nada acerca del ikigai, quizás ya todo lo encontraron o tienen claro qué significa. 

Para concluir su intervención el hombre dice que el tiempo de las personas es lo más valioso y que es algo que se debe respetar, y que el gran desgaste de todos es tener que esperar. 

Quiero participar y decirle que el tiempo, a la larga, es una ilusión y también hablarle de los Amondawa, la tribu amazónica que no sabe lo que es el tiempo, pues no cuentan con tiempos verbales, y viven inmersos en el bloque del ahora. 

No digo nada. Ya se acabaron las empanadas y, además, hace mucho frio. Tengo trabajo y quiero irme. Afortunadamente la reunión se acaba y nos marchamos con o sin nuestro ikigai a cuestas.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Fiebre de buñuelos

Voy tarde para la oficina. De todas formas paso por una panadería a comprar mi desayuno. Muchos afirman y otros tantos me han dicho que debería fijarme más en mis hábitos alimenticios, que el desayuno es la comida más importante del día y que debe ser trancada, pero balanceada. Quizás están en lo cierto, pero me gusta llegar a comer algo en el lugar de trabajo apenas comienza la jornada. El ritual de servirme un café, prender el computador y buscar una columna para leer es, creo, una buena manera de iniciar el día. 

Mientras hago fila en la panadería veo que en el mostrador tienen buñuelos recién hechos; decido que ese es el producto que voy a comprar. 

Enfrente de mí, encuentra un hombre encorbatado y con barba rala. Apenas llega a la caja, pregunta que si hay buñuelos de los grandes. 

“¿cuántos necesita?”, pregunta la cajera. 
“¿cuántos tiene?” 
“Siete”. 
Deme esos siete, responde el hombre con seguridad. 

No me quedo callado y digo en tono de broma mezclado con súplica: “¿cómo se va a llevar todos los buñuelos?”. 

El buen hombre voltea a mirarme: “¿Cuántos necesita?”, me pregunta. “Solo uno”, le respondo. Al instante le dice a la cajera: “Solo empáqueme seis”. Una pequeña victoria.  

A nuestro lado hay dos mujeres. Ambas llevan unas diademas con figuras de Papá Noel que sobresalen como cachos y cada una lleva una prenda roja. Le preguntan a la cajera que si el pedido ya está listo, que son más de las 8 y que esa era la hora de entrega que habían acordado. 

“Usted hace más de diez minutos nos  lleva diciendo que ya va a salir y nada”, dice una de ellas. 

“Señora por favor espere atiendo al señor—ese soy yo—. Soy la única en caja” 

“pero respóndame lo que le pregunte” 

Señora un momento, solo tengo dos manos” 

En medio de la pelea por el pedido de buñuelos, una mujer que acaba de llegar pregunta que si aún quedan de los grandes” 

“Me llevé el último”, le respondo mentalmente, mientras la cajera me da las vueltas. Abandono la panadería contento.

martes, 17 de diciembre de 2019

La charla

Charlan animadamente, ¿quiénes? son 4: a mis espaldas están dos diseñadores que lo hacen sin dejar de mirar su pantalla y manejar su lápiz con el que, al parecer, podrían dominar el mundo. A mi derecha, junto a una ventana que va del piso hasta el techo, está una mujer, que es administrativa o contable, o ambas cosas al tiempo, no lo sé, solo conozco su nombre y escasamente cruzamos un par de palabras más allá del saludo; el último es el director creativo que también está a mi derecha pero justo a mi lado. 

Hace sol y sus rayos bañan la oficina con un ambiente de vacaciones, bien podrían estar los 4, ellos los charladores, con sendos cócteles en sus manos, esos que terminan coronados con sombrillitas de colores, pero no, no estamos en la playa y, además, cada uno está concentrado en su pantalla y, por supuesto, en la charla. 

Caigo en cuenta de su conversación mientras redacto algo, es un párrafo al que le he dado muchas vueltas, pero que, creo, carece del ritmo necesario y se encuentra en en la línea que divide los terrenos de lo emocionante y lo aburridor. 

Es una situación de vida o muerte para esas palabras, y por eso decido poner atención a lo que están hablando, para ver si de pronto, algo de lo que dicen se convierte en un salvavidas narrativo, si logro una conexión forzada. 

Pierdo mi tiempo. Llego tarde a y estoy descontextualizado. Ellos ríen, parece que es una buena charla. Me esfuerzo por agarrar el hilo para participar con algún comentario, el que sea, pero nada. Me quedo callado, a veces es lo mejor que podemos hacer. 

Me concentro de nuevo en mi pantalla, edito por última vez el texto y lo envío.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Un consejo

Estoy en una de las barras de la cafetería de un supermercado. El lugar está lleno y quedan muy pocos puestos disponibles. Hay mucho movimiento; los que estamos ahí tenemos como afán de comprar algo de comer, sentarnos a devorarlo y seguir con nuestras vidas, no hay tiempo que perder, que extraños somos. La velocidad de la escena se complementa con sonidos de cubiertos que se estrellan contra platos de cerámica muy blancos y pitos de cajas registradoras que abren sus fauces para engullir el dinero de los comensales. 

A mi lado derecho un hombre hojea con desgano dos revistas de noticias de la farándula criolla que, al parecer, alguien dejó olvidadas. El hombre pasa varias páginas y cada cierto tiempo se detiene en alguna, la lee por encima y repite la tarea. Deja esa actividad para mirar la hora en su reloj, y luego toma la otra revista para continuar haciendo lo mismo 

En una mesa a mis espaldas se encuentra una pareja. No alcanzo a escuchar de qué están hablando, pero por los picos de volumen en su conversación parece que tratan un tema serio. La mujer tiene el pelo rubio quemado y un saco de lana blanco. 

Después de un tiempo otro hombre ocupa un asiento en el lugar de las revistas. Noto cierto tufo de alcohol y volteo a mirarlo. Lleva una camisa polo verde, un chaqueta de gamuza café, y sostiene un vaso con tinto en su mano derecha. Mira nervioso para todos los lados, agarra una de las revistas, pero ni se molesta en mirarla y la suelta al instante. 

La mujer del saco blanco y pelo del color del sol al atardecer se pone de pie para ir al baño. El hombre que está a mi lado decide hablarle a su pareja: “¡Caballero, caballero! A ella—dice mientras señala en la dirección que tomó la mujer—quiérala, se ve que es una buena mujer. Y sé feliz”, concluye. 

“Caballero, le voy a pedir el favor que se retire”, le dice ahora un guardia de seguridad del supermercado al hombre que acaba de dar el consejo.

“No se por qué”, refuta, mientras abandona el lugar farfullando palabras incomprensibles.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Miedo

Camino distraído. Mentira, eso es casi un cliché, un atajo para comenzar a escribir. La verdad es que nunca camino distraído. Siempre llevo algo de neurosis encima y presto mucha atención a quién está cerca de mí y si me quieren robar o hacer daño. Podría decirse. entonces. que camino con un miedo permanente que disimulo bien, eso creo

Aparte, hay un par de pensamientos recurrentes que se me cruzan por la cabeza cuando voy caminando; uno de ellos es que un carro va a perder el control y se va a subir al andén, por eso también me fijo mucho en los carros, pero sé que, aparte de esperar que mis reflejos estén al 100% en ese momento, poco podría hacer en tal caso. El otro es que por el lugar que transito ocurre una explosión: una bomba, un cilindro de gas, un petardo lo que sea; de ese solo espero que la onda explosiva no me joda. 

Camino. 

Paso de largo a una mujer que va hablando por celular y apenas quedo delante de ella, alcanzo a escuchar que dice :“Pero es que tengo miedo. ¿Qué tal que vuelva a pasar otra vez?", con un tono de voz que refleja angustia.

¿Qué es eso que puede ocurrir otra vez? desacelero debido a la tensión dramática que carga la frase, y espero que la mujer quede justo detrás mío para lograr atisbar a qué se debe su miedo, pero ahora ella llora desconsolada y no se entiende lo que dice. 

Espero un poco, pero todo sigue igual, hasta que decido acelerar el paso y dejar atrás a la mujer y a su miedo que, imagino, puede expandirse como una onda explosiva y terminar afectando a otras personas.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

Maniobra de Heimlich

Estoy comiendo una hamburguesa. Afuera, de un momento a otro, el cielo se oscurece y una brisa de pre-lluvia mueve las ramas de los árboles. 

En una de las mesas hay tres adolescentes. Dos de ellos parecen ser hermanos o estar calcados: pelo hasta la barbilla, sudadera y tenis blancos; al parecer lo único que los diferencia es que uno de ellos tiene una manilla de hilos, con los colores de la bandera de Jamaica ,atada al tobillo. El otro, que no parece pariente, lleva una cachucha y jean azules y también tenis blancos. 

Uno de los hermanos acaba de levantar la cabeza; me mira fijo a los ojos y con actitud desafiante, como si supiera que escribo sobre ellos. 

Varias de las mesas están ocupadas por un único comensal, y la misma escena se repite en la mayoría: Las personas manejan su celular con una mano y pican papitas fritas con la que les queda libre o se llevan la hamburguesa a la boca para darle un mordisco. 

Yo soy uno de ellos, estaba en las mismas hasta que saqué la libreta para escribir esta tajada de vida de esas personas y la mía. 

Una mujer que se encuentra al lado izquierdo comienza a toser profusamente. Al rato deja de hacerlo. Volteó a mirarla y establecemos contacto visual. Su cara está roja y abre los ojos como suplicando ayuda. 

Pienso en la maniobra Heimlich, ya saben ese procedimiento de primeros auxilios que se realiza abrazando a la persona de la cintura y que consiste en apretar fuerte para que expulse lo que obstruye sus vías respiratorias, pero es algo que solo he visto en las películas y desconozco la técnica. 

La mujer sigue tosiendo, todos los que estamos en el restaurante la miramos preocupados, pero ninguno hace nada. Tomo la iniciativa, la abrazo y comienzo a presionar su estomago con fuerza, pero siento que lo estoy haciendo mal y que le estoy sacando el poco aire que le queda. 

Al rato la mujer deja de mover su cuerpo. La acuesto en el piso con cuidado, desocupo la bandeja en la caneca, ante todo los buenos modales, y abandono el lugar.