sábado, 4 de enero de 2020

Nuevo zurdo

Un amigo me cuenta el caso de Ramón, un conocido suyo. Resulta que por cuestiones que desconocemos se le gangrenó el brazo derecho. Los médicos intentaron salvar la extremidad, pero al final no pudieron hacer nada y tuvieron que recurrir a la amputación del miembro superior. 

Y así sin más ni más la vida, el universo, el destino, vaya uno a saber qué o quién es el que otorga ese tipo de, digamos, loterías macabras, le reclamaba uno de sus brazos.

En un principio la noticia  lo devastó, ¿Qué más se podía esperar? No resulta fácil que de un día para otro nos digan que nos tienen que amputar una extremidad. Pasadas unas semanas y con algo de terapia psicológica, Ramón logró, más o menos, llegar a un acuerdo con la mutilación., a hacer las pases con dios y con su cabeza que no dejaba de producir pensamientos suicidas.

Dicha calma no le duró mucho porque al poco tiempo le surgió otro conflicto que incluso, por momentos, opacaba el hecho de perder el brazo. Resulta que Ramón es diestro, y si pensaba que realizar cualquier actividad con un solo brazo iba a ser difícil, le mortificaba la idea de perder el brazo que usaba para lavarse los dientes, escribir, y demás tareas cotidianas. 

¿Qué hace un diestro al que le amputan el brazo derecho?, ¿automáticamente pasa a ser zurdo o se convierte en uno de forma obligada? 

Vivimos, en apariencia, tranquilamente cuando de repente nos toca una de esas cachetadas que la vida reparte aquí y allá ¿Por qué Ramón tenía que perder precisamente ese brazo y no el otro? Todo es muy extraño. No estamos listos para nada.

viernes, 3 de enero de 2020

Si yo fuera un mosco

Hace sol y me encuentro en un café leyendo. Estoy ubicado en una mesa bajo la sombra de la copa de un árbol, y los rayos de sol que se logran traspasar su follaje se derraman sobre la mesa, dando un aspecto bucólico a la escena. Como estocada final de ese cuadro de vida, una ligera brisa se pasea por el ambiente. 

Cuando me encuentro inmerso en uno de esos momentos compactos, sin grietas, me imagino que la eternidad es así, cuando no, me la imagino como una sala de espera sin donde sentarse. 

En medio de mi lectura un mosco o una mosca, no vamos a pelear por su género, un insecto, digamos, revolotea por encima de mi cabeza. A ratos capto su zumbido, producto del movimiento de sus alas que se baten quien sabe cuántas veces por segundo. Lo espanto con mi mano derecha, pero al rato vuelve el condenado. Quiero que se largue. Seguramente ya vio, con sus cerca de 3000 ojos, la torta de manzana que me estoy comiendo y quiere probarla, lo que dañaría este momento de eternidad perfecta pues si llegara a posarse sobre ella, seguro me sugestionaría e incluso podría dejar de comerla. 

En medio de mí lectura mis neuronas hacen sinapsis y se me ocurre una idea. Decido sacar mi libreta para anotarla. Ahí estoy, con el sol, un café, la torta, mi libreta, realizando la anotación y ohh sorpresa el mosco se posa en la punta de mi esfero. 

Quiero destruirlo, pero apenas me muevo sale a volar o bien despavorido o bien riendo; me parece distinguir rasgos de una carcajada en su zumbido. 

El insecto se esfuma ¿Quién era ese mosco? 

Pasado el incidente me aventuro a pensar que alguien reencarno en él, suena triste pues esperaría uno reencarnar en un animal majestuoso como un halcón o temible como un león, pero supongo que no tenemos forma de elegir en qué reencarnamos. 

Es probable que fuera un antepasado que quería darme un mensaje importantísimo para mi vida. Pobre hombre, pobre mosco, pobre de mí que no recibí el mensaje. 

¿Si yo fuera un mosco como intentaría comunicarme con una persona? Quizás saltando de letra en letra en la página que se encuentra leyendo, para deletrear el mensaje, pero ¿quién diablos va a identificar mi código de comunicación?

jueves, 2 de enero de 2020

Frases motivacionales

Almuerzo de fin de año con mi familia en un restaurante de comida de mar. 

El lugar tiene mesas rústicas de madera y avisos de colores pastel combinados con letras en color rojo vivo, todo como para dar la apariencia de que nos encontramos en algún lugar caribeño. De los parlantes sale son cubano, música que refuerza esa idea. Solo basta levantar la vista y ver la calle, con sus postes fríos y erguidos, para cortar de tajo la fantasía. 

Cerca del final del almuerzo noto que, a mi derecha, metido entre la hendidura que forma el cojín del asiento con la pared, hay un papel de color azul. En principio supongo que es una simple basurita, pero una voz interna—espero no estar enloqueciendo—me dice que lo recoja. 

Le hago caso y cuando lo tengo en las manos lo desdoblo. Trae la siguiente frase: “Cambie los pensamientos negativos por otros alegres y optimistas y su vida se transformará.” 

Más tarde, en el parqueadero de un centro comercial, una mujer que ofrece algo se acerca a mí. Escucho qué es lo que me quiere contar. Está ofreciendo ambientadores para carro. Lo diferente es que llevan nombres inusuales: Tranquilidad, Paz, amor, alegría y así. 

Me llama la atención eso al tiempo que quiero saber a qué huele la esperanza. La mujer me pasa una tirita de papel blanca impregnada con ese olor. La llevo a mi nariz y aspiro fuerte. “¿Qué tal le pareció?”, me pregunta. Le respondo que está bien, aunque en verdad me pareció que olía a pachulí. 

Vuelvo a mirar el papel impregnado de esperanza y veo que trae una frase de Paulo Coelho: “Elimina de tu vida todo aquello que te cause estrés y te quite la sonrisa”. 

Supongo que las frases dos frases tienen algo que ver, ¿Serán una señal?, me pregunto. 

Imagino que hay días de días para consumir frases motivacionales. Algunas veces caen como anillo al dedo y es justo lo que necesitamos leer, el espaldarazo perfecto para la autoestima, pero otros días parece que dicen cosas tan obvias como que el agua moja.

martes, 31 de diciembre de 2019

Balance de fin de año

Leo en el único establecimiento que encontré abierto hoy. Ese es mi ritual del último día del año: dedicar un tiempo del día a leer. 

No me gusta eso de los balances, porque siento que está cargado de reproches de lo que no se hizo y entonces se tiende a la nostalgia, por eso le apuesto más a mi ritual, al que le atribuyo el poder de darme un nuevo año lleno año de buenas lecturas. 

No nos digamos mentiras, la lectura, por lo menos en mi caso, está primero, y es un acto tan primitivo y necesario como comer. Leo luego existo. Lo primero no fue ni el huevo ni la gallina, fue la lectura. 

A tres mesas de distancia una pareja, es decir, un hombre y una mujer, porque no sabemos si sostienen algún tipo de relación sentimental, están inmersos en una conversación. 

Parece que hacen un balance de fin de año. No estoy seguro de ello, porque la distancia a la que estoy solo me permite escuchar, de forma clara, algunas de sus frases, sobre todo las de ella gracias a su tono agudo de voz que corta como una cuchilla otros ruidos, a diferencia de las de él y su tono grave que camufla sus palabras. 

Por la manera en que se miran y hacen pausas para hablar, se nota que no es una conversación repleta de lugares comunes, sino que están dejando todo en ella. Recuerdo entonces un aparte del libro La invitación: 


It Doesn’t interest me what you can do for a living. 
I want to know what you ache for, and if you dare to dream of meeting your heart’s longing. 

It doesn’t interest me how old you are. I want to know if you will risk looking like a fool for love, for your dream, for the adventure of being alive. 

Ahora la mujer habla sobre propósitos para el nuevo año. Le dice al hombre que lo que debe hacer es visualizarlos y escribirlos en un papel y no sé qué más cosas; hay personas que le apuestan a ese tipo de rituales. 

De repente ella le dice: “Por ejemplo, yo el próximo 2020 lo espero terminar…” Su voz se diluye en el ruido del ambiente y no logro escuchar cómo lo quiere terminar. No importa, a veces los vacíos son necesarios en los relatos, porque como leí alguna vez: “Donde todo se sabe, ninguna narrativa es posible”. 

Ahora llegan tres hombres y se incrustan en la escena. Hablan fuerte y opacan la conversación de la pareja. Se nota que su conversación está llena de lugares comunes, que cada uno está cargado de prevenciones y precisiones para, supuestamente, decir lo correcto y quedar bien con sus interlocutores. 

La pareja se va justo cuando leo el siguiente párrafo: 

“¿Se puede escribir cualquier cosa? ¿Qué clase de pregunta es esa? ¿Por qué tendría que ser más interesante la novela de un coronel en particular que la de un soldado raso cualquiera?” 
- La vida a ratos - 

Brindo por un 2020 con más conversaciones sinceras.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Sirenas y ladridos

Estoy cansado y pasa lo de muchas veces: no sé qué escribir. Acudo entonces a lo que ocurre en este momento: un perro ladra como loco en el edificio de parqueaderos que está al lado y, al parecer, nadie le presta atención porque lo sigue haciendo. Está desesperado. 

Hace un momento una ambulancia pasó por la calle e iba con la sirena prendida, por un par de segundos los ladridos del perro fueron opacados por ese sonido, para volver a aparecer cuando ese ruido quedó fuera de mi rango auditivo. 

¿Quién iba en esa ambulancia?, ¿Llevaban a un paciente en estado crítico o apenas iban a recogerlo? La situación, cargada de drama, da para escribir un cuento, incluso una novela. Cualquier situación da para contar grandes historias, solo que no les prestamos suficiente atención. 

Imagine usted, querido lector, a La ambulancia andando a mil por las calles desoladas de la ciudad, esquivando los pocos carros que se encuentra. Es una escena cargada de drama que estaría bien para ser el clímax, y a partir de ahí mirar cómo se podría a contar la historia hasta llegar a ese momento cumbre. 

Imaginemos por un segundo al conductor. Concentrémonos en la gota de sudor que resbala por su frente que, aunque molesta, él no seca porque tiene agarrado el volante con las dos manos, el pie presionando el acelerador a fondo y la mirada fija en la calle. Sabe que cualquier movimiento en falso, cualquier descuido podría acabar en un accidente. El, como todos los conductores de ambulancia, ha oído hablar de Gutiérrez, ese conductor que murió junto a sus compañeros de turno y un paciente luego de estamparse contra un bus. 

Espero que el conductor que paso hace un rato llegue sano y salvo a su destino. Es un giro que puede tener la historia. Ya miraremos donde le podemos inyectar drama y conflicto sin matar a nadie.

domingo, 29 de diciembre de 2019

Café y mentiras

Compro un capuchino descafeinado. Todo un despropósito, dirán algunos, una especie de blasfemia, dirán otros. 

Así lo hago desde esa vez en la que tuve un episodio de gastritis y el médico que me atendió me recomendó que era aconsejable tomarlo de esa manera. Cualquier cosa para no sentir ese dolor, que parece un vacío, en el estómago. 

En la mesa de atrás una mujer se dirige de mala gana a la mesera. Volteo a mirar y no solo le habla, sino que también le hace caras. “La primera vez que me los trajeron estaban crudos”, dice refiriéndose a unos huevos que examina con el tenedor, sin dejar de hacer mala cara, hasta que finalmente los acepta. 

No son para ella sino para una niña, su hija supongo, que flota alrededor de la mesa ensimismada en alguna fantasía. La mujer la llama y la pequeña se sienta. Más que su hija parece un elemento decorativo necesario en su vida. 

Al rato la mesera me trae la bebida. Antes de darle el primer sorbo la contemplo: la espuma, el trébol que le dibujaron, la tensión del líquido en la superficie. La felicidad en nueve onzas. 

Me pregunto: ¿Quién me asegura que el capuchino esta hecho con café descafeinado? nadie, resulta imposible saberlo. Lo pruebo y me sabe a café, pero puede ser cualquier cosa: café instantáneo, café mezclado con té, no sé, lo que quieran imaginarse. 

Estoy sediento del primer café de la mañana, así que dejo de pensar en el tema y me lo tomo como me gusta hacerlo: a sorbos pequeños y espaciados, mientras perfecciono el arte de ver pasar gente

Qué fácil es mentir. Nos pueden decir cualquier cosa, que nos aman, pero el sentimiento que nos cargan es odio, por ejemplo. Que complicado resulta El no-costo de las mentiras. 

Termino el café. Descafeinado o no, te o chocolate, aserrín, lo que fuera, estaba bueno.

sábado, 28 de diciembre de 2019

Viaje sin retorno

Carlos Montero se pasea en un Mercedes con vidrios polarizados que va lento. No lo conozco, pero me aventuro a pensar que su pasatiempo favorito era saber todo acerca de los carros de lujo: Cilindraje, modelos, tipos de motor, etc. A pesar de que siempre soñó con tener uno, nunca le alcanzo el dinero para comprarlo.

¿Quién es Montero? No lo sabemos. La única certeza que tenemos de su existencia es que murió hace poco, pues va en un coche fúnebre camino, imagino, al cementerio. Supongo que ese es su destino final, sería feo terminar ese último viaje elegante convertido en cenizas, por eso creo que lo van a enterrar, o a sembrar en la muerte, en fin.

La vida es así de rara, se desea algo, con mucho fervor, a lo largo de la existencia, y a la condenada le da por obsequiarnos lo que queremos cuando ya no nos sirve para nada.

La caravana de carros es lánguida, y la velocidad a la que va hace pensar que Montero aún se resiste en aceptar lo que le ocurrió, pero ya no tiene ni voz ni voto y es más bien como un bulto que trasladan de un lugar a otro como si nada.

El coche fúnebre lleva una corona gigante de rosas blancas pegada al vidrio trasero. El conductor del carro en el que voy hace una cabrilla para adelantar por la izquierda la fila de vehículos y la dejamos atrás rápido.

Al rato entretengo mi mente con cualquier pensamiento. La muerte es un tema lodoso en el que uno se puede quedar incrustado fácilmente.