sábado, 29 de febrero de 2020

Pausas

Catalina tiene el pelo rubio, lleva una chaqueta y pantalón negros, una camisa blanca y una mochila terciada. La conozco en un evento y cruzo un par de palabras con ella. Le pregunto que a qué se dedica y me cuenta que es diseñadora gráfica. Cedo a la fuerza de los lugares comunes y las conversaciones insustanciosas y le pregunto que en qué trabaja. ¿Por qué hago eso? Imagino que siempre queremos ir a la fija, no queremos arriesgar ni un palmo de lo que realmente somos, le huimos a la vulnerabilidad, y mucho más cuando entablamos conversación con un extraño.

Catalina responde, pues la decencia está sobrevalorada; uno debería tener el valor suficiente para abandonar una conversación a la primera señal de que vaya a ser floja. 

Me cuenta que ahorita está trabajando como independiente, que trabajó un año en una editorial y que su fuerte era el diseño de textos educativos para niños pequeños. “Era un proyecto muy bonito”, concluye, mientras los ojos le brillan con un recuerdo que llega a su mente.

Luego me dice que para este momento de su vida decidió hacer una pausa, frenó en seco y se salió del modo automático en el que por lo general la llevamos. Mientras habla pienso en cuánta falta nos hace eso, es decir, en mirar con otro punto de vista lo que nos está ocurriendo, para analizar cómo nos sentimos en cuanto a las situaciones y personas que nos rodean.

Me dice también que ahorita está involucrada con un voluntariado en su universidad. Me explica rápido en qué consiste, y aunque no le entiendo muy bien, no digo nada para no cortar su torrente narrativo. Al final me explica que lo más chévere es que eso le ha dado sentido a su vida.
Luego del evento me tomo una pausa en un café con una amiga y, cuándo nos vamos a ir del lugar, veo a Catalina, en una de las mesas, conversando animadamente con otra mujer.

jueves, 27 de febrero de 2020

Pequeñas tragedias

Me gusta utilizar esferos negros de gel y libretas con hojas que no tengan rayas ni cuadrículas; siempre con ganas de salirme de las márgenes.

La relación con los primeros es complicada. Suelo tener uno oficial, es decir, el que siempre llevo conmigo y utilizo para tomar notas en mi libreta, y tengo otros, esferos satélites podrían llamarse, que utilizo para otras cosas, por ejemplo, marcar las frases que me llaman la atención en los libros que leo.

El oficial lo pierdo a cada rato. Cuando eso ocurre hago uso de los esferos satélites a los que, olvidaba decirles, casi no les queda tinta.

Hace un tiempo boté el oficial y luego de buscarlo desesperadamente y maldecir por un rato, acudí a mí reserva de satélites y di con uno al que todavía le quedaba bastante tinta; quizás era el oficial y lo había mezclado con el otro grupo sin darme cuenta.

Ayer, mientras recibía comentarios de un cuento que escribí, lo saqué de mi maleta y luego de tomar nota, creo que lo deje encima de una mesa, no recuerdo bien. Cuando llegué a la casa y desocupé la maleta, el esfero no apareció por ningún lado. Si apareció otro, enterrado en las profundidades de un bolsillo, pero no es de gel y me niego a utilizarlo.

Llega a mi mi mente un recuerdo en el que echo el esfero de gel a la maleta y cierro la cremallera, que atribuía a la reunión, pero quizá corresponde a otro momento, cuando estaba leyendo en un café o cabe la posibilidad de que sea de otro día; la cabeza como un pantano de recuerdos. 

Pues sí, pequeñas tragedias que desbarajustan mi mundo.

lunes, 24 de febrero de 2020

Recuerdos a mano

Mariana y yo estamos en mi cuarto y nos besamos. No sé por qué llega ese recuerdo, de épocas de universidad, a mi mente, pero a él se le encadenan otros que no tienen nada que ver con ese momento. 

Recuerdo a C. un profesor de la universidad que dictaba una materia que se llamaba Sistemas Dinámicos y Mecánicos, como si las dos primeras palabras no fueran suficientes como para agregarle al nombre, a manera de apellido, la última esdrújula. 

Si no estoy mal a C. le pasó algo que marcó su vida: alguien muy cercano, su hija o esposa, murió de forma trágica. Lo recuerdo como un hombre de andar decidido, por no decir de afán; como si quisiera ganarle la carrera a la muerte, que siempre nos respira en la nuca. 

Escribo estas palabras a mano y recuerdo lo que me dijo Alice Zeniter, escritora francesa, luego de firmarme su novela El Arte de Perder con una letra estilizada y muy elegante. Le pregunté si solía escribir a mano y me respondió que sí, que así suele hacerlo cuando escribe sus novelas y que luego todo lo pasa a limpio al computador; solo un decir, pienso, pues nada más limpio, a pesar de lo crudo, que ese primer borrador a mano.

jueves, 20 de febrero de 2020

La mujer de mi vida


Hoy en la mañana quería afeitarme. Desde hace más de una semana tenía pendiente la compra de las cuchillas de repuesto para la máquina, pero resulto ser uno de esos planes que se aplazan y aplazan por su falta de peso en comparación a otras ansiedades y manías que se llevan en la cabeza. 

Cuando me acordé de mi compra-no-compra, finalmente decidí ir a hacerla en una droguería cercana. Me puse un pantalón negro de sudadera, busqué unas medias blancas que rara vez utilizo, unos tenis y salí de la casa. 

El hombre que vi reflejado en el espejo del ascensor no se había bañado y tenía el pelo aplastado en unos sectores de la cabeza y ensortijado en otros. ¿Qué más da?, pensé. He visto hombres que van a comprar el pan del desayuno en chanclas y bata a los que, probablemente, no les interesa lo que piensen las otras personas de su aspecto. 

Ya en la calle, pensé en la mujer de mi vida, e imaginé que siente una fuerte atracción hacia los hombres afeitados a ras. Mi aspecto era todo lo contrario. ¿Qué tal si me cruzo con ella?, me pregunté. Seguro cuando me vea, va a pasar de ser la mujer de mi vida a una completa extraña, una de las tantas mujeres que uno ve en la calle cualquier día, concluí, y todo por no haberme afeitado.

Luego pensé que, si me la llegara a encontrar, mi aspecto no importaría para nada, pues si en realidad es la mujer de mi vida, este pasaría a un segundo plano, ya que lo importante es lo que llevo por dentro y no sé qué más chorradas de esas que se inventan para subir la autoestima. 

Mujer de mi vida, si lees esto quiero decirte que ya me afeité a ras.   

miércoles, 19 de febrero de 2020

Helado de curuba

Cuenta mi madre que cuando era pequeña, a la edad de 7 u 8 años, el colegio al que iba quedaba a 5 cuadras de su casa. Dice que en esa época no era peligroso, para una niña de esa edad, caminar sola por la calle, así que mi abuela la alistaba y la mandaba al colegio sin ningún tipo de supervisión. 

En el trayecto se encontraba con amigos y pasaban por enfrente de la casa de Gabriel Ochoa Uribe. Ese era el clímax del trayecto, pues la esposa del director técnico de fútbol abría una ventana para vender helados de curuba que venían en forma de copa de champaña. 

Le pregunto cuántos centavos le costaba ese manjar, pero no lo recuerda. Me produce mucha ternura imaginar a mi madre caminando sola a esa edad y esperando con ansias el momento para comprarse un helado. 

Muchos años después, ya casada, el trabajo de mi padre la llevo a Popayán y ella, junto a Leonor, la mujer que le ayudaba con las tareas domésticas, decidió, quizá recordando sus caminatas cuando era pequeña, hacer helados de curuba para vendérselos a los estudiantes que en ese entonces pasaban por enfrente de su casa.

lunes, 17 de febrero de 2020

Sueño

Me despierto. Muevo la mano derecha y siento que algo cuelga de ella, un tubo plástico delgado. Cuando abro los ojos por completo me doy cuenta de que no estoy en mi cuarto, sino en una camilla. Me encuentro, o el personaje del sueño está, en un hospital o centro médico. 

Bajo la mirada y veo que me canalizaron. Ahora la subo y veo una bolsa con un líquido transparente que gotea de forma pausada. Quién sabe qué tipo de sustancia me están metiendo en el torrente sanguíneo. 

No estoy en un cuarto, sino en un cubículo, al parecer, de una sala de observación. Estoy solo y me siento desamparado, sensación que se refuerza por la vestimenta que llevo: una bata de hospital abierta por el frente. 

Al lado de la camilla hay una silla y contra la pared una mesa de metal. En el piso hay dos canecas, una de color rojo y la otra verde. Escucho voces del cubículo que queda al lado. Una mujer que, por su voz, presumo, es de mediana edad. Habla con una enfermera: “Pero esté tranquila que lo que le paso no tuvo que ver con su trasplante de cadera”, dice la segunda. Luego la mujer, la paciente, responde algo que no alcanzo a entender. 

En el lugar también hay un pitido, el sonido de una máquina que me está desesperando, debe ser el de algún aparato que está conectado a un paciente;  ni modo de  apagarlo. 

Aparece una enfermera que mueve la cortina con un movimiento decidido y me extiende una mano para pasarme un vaso plástico con agua, luego mete esa misma mano a un bolsillo de su delantal y saca de él una pastilla de un color azul como el del cielo. No hablamos, ese pedazo de la escena es mudo, pero le recibo la pastilla como si nada. Imagino que el líquido transparente tiene algo que ver con mi actitud desprevenida. 

Sin respetar ningún tipo de secuencia narrativa, el sueño salta a otra escena en la que me encuentro caminando por la carrera 15. Cuando paso por el frente de una panadería una camioneta 4x4, con escoltas, frena justo al lado mío haciendo sonar las llantas. Uno de los hombres se baja con un arma en la mano y noto que está incomodo con mi paso por el lugar justo en ese instante; yo también lo estoy porque presiento que se en cualquier momento se va a armar una balacera para secuestrar a la persona que cuidan. 

Apuro el paso y cuando creo estar lo suficientemente lejos, volteo a mirar quién es esa persona que necesita tanta protección. Una mujer rubia, que lleva una cartera muy grande y gafas de sol, se baja de otra camioneta y camina por la acera con una nube de escoltas flotando a su lado. Camino más rápido para que no me alcancen.

viernes, 14 de febrero de 2020

Esquinas

Son 9, un grupo de estudiantes universitarios compuesto por 7 hombres y dos mujeres, los que están sentados en un bar que queda en una esquina de la carrera 11. El grupo de amigos juntó dos mesas para sentarse y la mayoría de ellos tiene una botella de cerveza enfrente. Uno de los hombres reparte aguardiente de una botella. Lo empieza servir bajo y la va subiendo hasta formar un fino hilo del líquido, se nota que tiene experiencia para hacer eso. De los parlantes del lugar sale reggaeton. 

Da gusto mirarles las caras, todos sonríen, felices del momento, de sus vidas y de que es viernes. Una pareja de la tercera edad pasa agarrada de la mano y los mira con extrañeza, como preguntándose el porqué de tanta felicidad. 

Pienso si los lugares guardan trazos de lo que fueron antes, como una especie de conciencia. Antes esa esquina fue un restaurante, y mucho antes una entidad bancaria. 

Camino en dirección al oriente y en la otra esquina de esa calle 4 obreros: 3 hombres y una mujer, que llevan puestos cascos amarillos y overoles azules con manchas de pintura,  están sentados sobre el andén y discuten sobre una de las mejores combinaciones de la vida: Tinto con chocolatina. 

Después de caminar un par de cuadras, en otra esquina, tres mensajeros: 2 hombres y una mujer hablan sobre comer helado. Uno de ellos pregunta: pero, ¿cuánto vale un cono de una bolita de helado en Crepes? Y la mujer responde: “Uy no sé, pero vamos que ya me dio antojo”. 

Cuando llego al apartamento y voy a sacar la llave para abrir la puerta, escucho que alguien toca piano en otro apartamento y ensaya escalas. A veces lo hace despacio como si fuera un principiante y otras veces muy rápido como todo un virtuoso del instrumento. Imagino que el piano está ubicado en una esquina de la sala que da hacia la avenida principal.