miércoles, 8 de abril de 2020

Cuerpo de agua

La definición por sí sola es extraña. Trato de imaginarme el cuerpo de una persona hecho de agua, pero es una imagen que dura solo un segundo, pues se deshace al instante y deja de ser; en mi fantasía el cuerpo de agua se estrella contra el suelo y se va por un sifón. 

Quizá les dicen cuerpos de agua porque a primera vista reflejan solidez, se ven compactos, y en medio de esa impenetrabilidad parecen que son pura calma, pero no nos dejemos engañar por esa apariencia tranquila. 

Creo que tenía 10 años o un poco menos cuando conocí el cuerpo de agua número 1, el mar. Hacía poco había dejado de asistir a “Los Tiburones”, la escuela de natación que quedaba en la 68 justo al lado de la Cruz Roja, y solo me faltó aprender el estilo mariposa que, hoy en día, me sigue pareciendo supremamente complicado. 

En ese entonces mi papá trabajaba en Cartagena y fui con mis hermanas a pasar mi cumpleaños allá. Dos cosas fueron una gran novedad en ese viaje: el mar y montar en avión. 

Un día fui a la playa con mis hermanas, y M. me dijo que nos metiéramos al mar. Accedí a su petición, pues ¿por qué razón temerle al gran cuerpo de agua si ya sabía nadar? Cuando lo hicimos la corriente nos arrastró un poco hacía mar adentro y, a ratos, las olas no me dejaban ver la costa. 

Yo estaba tranquilo, pero en un momento escuché gritos lejanos y me angustié. Miré a mi hermana y con señas me indicó que debíamos devolvernos. Comenzamos a nadar de vuelta y a pesar de que braceaba con todas mis fuerzas sentía que no avanzaba. 

Al final le ganamos al mar y llegamos a la orilla. Recuerdo que un cartagenero con un balde rojo en una de sus manos que, imagino, tenía ostras, nos dijo que el mar estaba picado y que tuvimos mucha suerte de salir ilesos de él. 

Nunca supe si la situación puso en peligro nuestras vidas, pero desde ese entonces nunca me he vuelto a meter el mar, por una mezcla de miedo y aburrición. 

Un amigo, y parece que otras personas también, tiene la costumbre de despedirse del mar cada vez que lo visita. “¿Despedirse del mar?", le pregunté una vez que nos fuimos de viaje, y me dijo que sí, que debía meterse en el mar justo antes de tener que alistarse para irse. 

Yo solo lo miro de lejos; nunca me despido del gran cuerpo de agua.

martes, 7 de abril de 2020

Imágenes de guerra


Juan José Millás cuenta que en su casa no había muchos libros cuando era pequeño, pero si varios tomos de la tradicional enciclopedia Espasa con lomos negros, y que él la leía debajo de las sabanas con una linterna. 

 La colección tenían imágenes muy llamativas que lo obligaban a leer al texto que las acompañaba. Recuerda en particular el artículo de la palabra “mimetismo”, que traía la imagen de una hoja que era en realidad una mariposa. Intrigado fue a leer el artículo, donde se enteró de que algunos insectos se hacen pasar por excremento para no ser devorados por los pájaros, lo que en ese tiempo le llevó a pensar que en la vida, a veces, es válido hacerse pasar por un pedazo de mierda. 

En mi casa no había un juego de enciclopedias, pero sin un diccionario Larousse Ilustrado que funcionaba bajo la misma dinámica: definiciones con ilustraciones. Con el paso del tiempo se descuaderno, hasta que fue a parar a la basura. En su época productiva, por decirlo de alguna manera yo lo hojeaba de vez en cuando, pero nunca me llamó mucho la atención, en cambio sí lo hicieron tres tomos de pasta gruesa acerca de la segunda guerra mundial. 

En ese entonces todavía no sabía leer, pero recuerdo que no de mis pasatiempos favorito era hojear los tomos en los que salían fotos de la guerra a blanco y negro: imágenes de soldados con la cara untada de barro y metidos en trincheras, tanques de guerra, aviones en el firmamento, Hitler dando discursos, etc. Cada imagen iba acompañada de una pequeña descripción y texto en columnas en el resto de la página, en las que, supongo se narraban en detalle todos los vericuetos de la guerra. 

Yo, hipnotizado por ellas, repetía y repetía esas imágenes de guerra. Imagino que a medida que lo hacía, me inventaba historias sobre héroes y villanos.


lunes, 6 de abril de 2020

Perros sobrevivientes


Una vez, parece que fue hace mil años, trabajé indirectamente para un banco. Allí, luego de que los primeros días me hacía mala cara cuando la saludaba, conocí a M, quien ayudó a que el tiempo que duré allá no fuera tan aburridor. 

Tenía que usar corbata todos los días, pero la verdad eso era lo de menos. Lo que más me molestaba era la actitud de los empleados, pues la gran mayoría eran muy creídos. 

A veces caía en reuniones en las que mi trabajo tenía poco o nada que ver con el tema que se iba a tratar y eran un completo tedio, pues era el ambiente perfecto para que todos sacaran a relucir lo inteligentes que creían ser y lo oportunas que eran sus opiniones. 

Pocas veces participaba, a menos de que me preguntaran algo, pero estoy casi seguro de que en la mayoría de ocasiones muy pocos de los presentes sabían cuál era mi nombre o qué hacía yo ahí. Yo sí me sabía mi nombre y, dado el caso, estaba listo para presentarme, aunque también me preguntaba lo segundo. 

Una vez en una reunión en el décimo piso quedé ubicado justo al lado de la ventana. En un momento de distracción dejé de ver personas en la calle. Apenas empezaba la tarde y como era una avenida principal, eso se me hizo muy extraño. Me puse a contar, para ver cuántos segundos pasaban sin que apareciera una persona. 

En esos días había visto un programa, En National Geographic, si no estoy mal, en el que narraban un escenario de cómo sería la vida en la tierra sin personas. Recuerdo que una de las razas animales que iban a tener ventaja era una de perros—les debo el nombre, mi memoria falla como si nada—, pues debido a sus características serían más aptos para sobrevivir en un mundo sin humanos. 

Todo esto me viene a la mente en estos días, cuando me asomo por la ventana y no veo a ninguna persona en la calle.

viernes, 3 de abril de 2020

Animal lector

Hace mucho solo leía un libro a la vez y hasta que no lo terminaba no me interesaba por una nueva lectura, pero llegó un punto en el que esa dinámica me aburrió, pues creo que las ganas de leer vienen acompañadas de caprichos minúsculos que nunca llegaremos a comprender. 

Como he dicho antes, leer tiene algo de animal, de necesidad básica; una que todos llevamos, pero que se acentúa más en unas personas que otras. Por eso es la lectura le lleva cierta ventaja a la escritura. 

Llegó entonces un momento en el que comencé a leer varios libros a la vez, en digital y en físico—el medio no importa, sino la actividad en sí—, porque hay veces en que uno quiere consumir novela, otras textos de no ficción, otras veces textos académicos, poesía, diarios y así. 

Hoy, por ejemplo, después del almuerzo, me dieron unas ganas increíbles de leer El Arte de Perder, la novela de Alice Zeniter que estoy leyendo en este momento. No sé precisar por qué tenía que ser esa lectura y no otro libro de los que estoy leyendo, pero me gusta mucho cuando esa sensación me acompaña, pues la lectura resulta más placentera. 

Si leo varios libros a la vez es solo por eso, es decir, por tener con que satisfacer mis caprichos lectores en diferentes momentos y nunca por el afán de mejorar la estadística de libros leídos al año. Nada mejor que leer despacio, saboreando las palabras, que sea una actividad contemplativa, personal, de comunión con la luz y tinieblas que llevamos por dentro. 

Margarita García Robayo cuenta en una columna que escribía para un periódico argentino, a manera de diario de una semana, que en su mesa de noche suele tener una pila de libros y que cada vez que tiene ganas de leer algo, coge el que se encuentra en la cima, que es como si escogiera uno al azar, pues sus hijos, mientras juegan, a veces tumban la torre de libros y, en medio de risas, la vuelven a ordenar como mejor pueden.

jueves, 2 de abril de 2020

Actividad Zen

Me pongo los guantes de caucho, mientras pienso que son una membrana que se adhiere a mi piel. Abro el grifo y dejo que el agua se lleve los restos de comida que pueda sin ningún tipo de ayuda. Ahora tomo la esponja y le hecho jabón. Luego la oprimo para ver cuánta espuma produce. “Entre más, mejor”, pienso. 

Restriego cada plato y cada cubierto concentrado. En este momento no existe nada más que la loza sucia y yo. 

Pero hay algo que me molesta: olvidé arremangarme las mangas y estas comienzan a caer en cámara lenta, se van a mojar, pero no debo perder la concentración y la calma que me produce la actividad. 

No tengo a nadie cerca para pedirle el favor de que me las suba, así que la única solución que tengo a la mano es morder la punta de la manga y estirarla hasta donde pueda, y ese pueda suele ser un poco por encima del codo. Igual la maniobra no funciona porque es necesario arremangar las mangas para que permanezcan donde deben estar, así que comienzan a deslizarse en despacio, ajenas al momento,  hacia las manos, ¡Maldita sea, se van a mojar! 

No tengo otra alternativa que quitarme los guantes. Me armo de calma y lo hago. Siento que se van a romper porque los estiro con fuerza, pero se rehúsan a abandonar mis manos. Son los primeros en cumplir eso de ser uno en el momento, de compenetrarse. Al final lo logro, pongo las mangas en su lugar y continuo, ahí, inmerso en el momento. 

Me gusta lavar la loza, enjabonar cubiertos platos y ollas y luego enjuagarlos tiene algo de actividad Zen a la que quizá le colabora el sonido del agua que corre. El agua, siempre he pensado, es sinónimo de tranquilidad; bueno en guardadas proporciones porque llega un Tsunami y demuestra todo lo contrario 

Lavar la loza, creo, es una actividad que se ejecuta sin esperar nada a cambio; es y ya está. Además, lleva mucha fuerza, pues sí o sí tiene que ocurrir en algún momento.

miércoles, 1 de abril de 2020

Chocolate

De pequeño, cuando comencé a ir al colegio, desayunaba mucho: Huevo, chocolate, cereal, tostadas con mantequilla y mermelada; todo muy temprano en la mañana. Ahora, desayunar tanto me parece una exageración y la mayoría de los días me conformo con un café y algo de comer. 

De esa época recuerdo que el chocolate me gustaba mucho, no había día en que no lo tomara. Así fue por mucho tiempo, hasta que lo comencé a alternar con café. 

Más tarde, ya de adulto, un episodio de migraña, el primero, irrumpió en mi vida con tambores y trompetas. Un médico me dijo que debía comenzar a identificar qué actividades o alimentos eran los que disparaban los dolores de cabeza, y sin más ni más decidí achacárselos al chocolate, y desde ese día dejé de tomarlo. 

Tiempo después intenté probarlo de nuevo, pero, ya desacostumbrado a su sabor, me pareció muy dulce. 

No sé por qué, pero en estos días de cuarentena me ha parecido que la temperatura cae en picada en las tardes, y las manos y mis pies se enfrían bastante. Trato de calentarme y calentarlos de diferentes formas: Tomo té, me pongo medias gruesas, me echo encima una cobija, pero aun así hay ocasiones en que la sensación se prolonga. 

Ayer me pasó lo mismo, y de ese lugar misterioso de donde provienen los antojos, me dieron unas ganas inmensas de volver a tomar chocolate. Les hice caso y lo preparé muy claro, con más agua que leche, y esta vez lo acompañe solo con tostadas. Fue un grato reencuentro con mi infancia y, al parecer, ya hice las paces con el chocolate, pues no me dio dolor de cabeza.

martes, 31 de marzo de 2020

Peatones y trotadores

Con el ánimo de ser improductivo por un rato, me siento al lado de la ventana, con el propósito de ver pasar gente, ese fino arte que tanto nos falta por desarrollar. El único problema es que no hay gente en las calles. Trato de imaginarme algunas personas que van caminando por ahí, pero de esa forma la dinámica de ver pasar gente pierde gracia. 

No pierdo la fe y me quedo ahí, esperando a que aparezca alguien. Pasan buses vacíos y personas en moto. Está claro que los conductores son personas que pasan de largo, pero quiero ver peatones, por lo menos uno que lleve un andar desinteresado y que le de algún sentido de normalidad a esta dimensión desconocida en la que caímos hace unos días. 

En el piso de arriba alguien hace ejercicio en una banda trotadora y el ruido de sus pisadas traspasa las paredes. En otras circunstancias tal vez me parecería molesto, pero ahora todos, encerrados en la casa, tenemos derecho de analizar cuál es la mejor manera de consumir las horas del día. 

Tal vez debo consolarme con ese ruido repetitivo que acelera y disminuye su velocidad a cada cierto intervalo de tiempo. Quizás ese hombre o mujer que se ejercita es lo más cercano(a) a un peatón en estos días, un peatón extraño que corre sin desplazarse. 

Ahora que hablo de correr me acuerdo de aquella ocasión, en una estación de tren en Roma, en la que un hombre paso corriendo a toda velocidad por nuestro lado, a medida que un tren se ponía en movimiento. Nunca había visto a alguien correr tan velozmente o con angustia, por decirlo de alguna manera. Con mi hermana supusimos que se le había quedado la billetera dentro de uno de los vagones. Al final no supimos si fue así o qué le pasó, fue otro extraño más que se cruzó en nuestras vidas sin, al parecer, afectarlas. 

La persona del piso de arriba ya dejó de hacer ejercicio. “Voy a contar hasta 20 y si nadie aparece me voy de este lugar”, pienso. Cuando mi conteo va en 15, aparece un hombre en sudadera que va a entrar al edificio por el garaje. Lleva a un perro negro de una correa de color rojo y las llaves de su apartamento en una de sus manos. Cruza unas palabras con el celador y sigue de largo.