jueves, 16 de abril de 2020

Meter los cambios

Siempre la pasábamos bien en el jeep Nissan Patrol de mi papá, el único carro que ha tenido en su vida. Era de color azul aguamarina y contaba con un motor que bramaba fuerte, como un camión, pura fuerza. En él cabían unas 9 personas: 3 adelante y las restantes atrás, en dos bancas negras ubicadas a los costados. 

Mis hermanos y mis padres jugaban Volkswagen bandera, un juego que consistía en mirar quién de ellos contaba más escarabajos amarillos, azules y rojos en ese respectivo orden. Como yo todavía era muy pequeño no alcancé a disfrutar de ese juego, que empezaban desde la salida de la casa, pues mi padre tiraba una pantufla al aire y supuestamente la dirección hacia donde quedaba la punta, cuando caía al suelo, indicaba hacia donde debían ir en el carro. 

Yo siempre me sentaba adelante con mis papás y mis hermanos en la parte de atrás. En los trayectos me distraía viendo cómo mi papá hacía los cambios y movía los pies para presionar los pedales, una operación que me parecía complicadísima. 

Un día, de la nada, antes de salir del parqueadero, me pregunto sí quería hacer los cambios. Recuerdo que lo miré con cara de: ¿Cómo se te ocurre si tengo 6 años?, pero él sonrió y me volvió a preguntar que si lo quería hacer. 

Emocionado, le respondí que si y me sentí muy importante por la nueva tarea que iba a  tener que ejecutar de ese momento en adelante. Lo primero fue conocer los cambios: primera, segunda y tercera, creo que no había más. Luego de apropiarme del manejo de la palanca y ya en la calle, mi padre con un:” ya” o un “ahora”, me indicaba cuando debía meter cada cambio, pero luego me enseñó a hacerlo de acuerdo con el sonido del motor hasta que dejó de decirme cuándo debía hacerlos.

martes, 14 de abril de 2020

Celia

A Celia la conocí en un curso de crónica que tomé hace 6 años. Es una española espigada, de nariz respingada, pómulos ligeramente salidos, pelo negro corto y, si mi memoria no me falla, ojos color claro. En ese entonces trabajaba como editora y correctora de estilo, y estaba metida de lleno en la publicación de un libro junto con el distrito de Bogotá. 

Me encantaba cuando en la clase tocaba leer algún texto en voz alta y ella era la que lo hacía, con su acento de eses marcadas. Desde la primera vez que leí uno de sus textos que nos tocaba escribir para las sesiones, supe que ella era la mejor escritora del grupo; era muy precisa con el lenguaje y su gramática era casi perfecta. 

Al final del curso cada uno tenía que presentar una crónica. La mía la escribí sobre el Indio Amazónico y Celia escribió sobre un travesti que vivía en una pensión en el centro de la ciudad. Lo más impactante de “Al otro lado del espejo”, su entrega final, no fue el texto en sí, que era de mejor calidad que sus entregas previas, sino la forma en que lo abordó, pues por más de dos semanas se convirtió en la sombra de Claudia Tatiana, la protagonista de su crónica, y la acompañó a todo lado para empaparse de todos los detalles de su vida. 

La reunión de despedida del curso la hicimos en el apartamento de Celia, que quedaba en chapinero. Era muy pequeño, pero lo que le faltaba de tamaño lo tenía de acogedor. Ese día nos acomodamos como pudimos en el piso y charlamos, entre vino, pan y jamones;  acerca de nuestros escritos, la vida, los libros y la escritura.

Recuerdo que Celia estaba a punto de abandonar el país, porque se acababa de divorciar y, por lo que pude leer entre líneas, no le quedaba ningún tipo de vínculo con Colombia. 

Ayer mientras recordaba esto, decidí editar la última versión de mi crónica y comprobé lo saludable que es alejarse de los textos por un periodo, ya sea corto o no. Me debatí entre qué tiempo verbal utilizar: presente o pasado y, aunque el templo ya no existe, al final ganó el primero, pues como dice Margarita García Robayo: “Hay cosas que solo se pueden contar en presente, pero no porque sigan latentes o frescas, sino porque el idioma es pobre”. 

También agregué una que otra palabra, eliminé restos de opiniones personales que se asomaban en el texto como puntas amenazantes, y organicé los tres segmentos del escrito: El Templo, Fe en lo oculto y La consulta, de forma diferente, una con la que, creo, logré darle un mejor ritmo al texto. 

Cuando terminé le escribí a Celia, para preguntarle cómo la tratan estos tiempos locos y para saber si podía y quería revisar mi crónica. A las pocas horas me respondió: “Sí, por favor, ¡mándamela!”.

lunes, 13 de abril de 2020

Un libro y una hoja

Tengo una biblioteca pequeña. Tiene cinco niveles y ya todos están llenos. El mueble del computador está compuesto por varias divisiones que también están llenas de libros, además de unas libretas de apuntes viejas que no sé para que guardo y un jarro del Real Madrid que me regaló el esposo de una amiga de mi hermana, un español hincha a morir de ese equipo. El resto de mis libros los tengo en el Kindle. 

A veces pienso sobre cómo sería tener una biblioteca como la que tuvo Humberto Eco, con más de 50.000 libros, pero se me pasa rápido, pues no tengo el espacio para almacenarlos, el tiempo para leerlos, y mucho menos el dinero para adquirirlos. 

Nosotros, me refiero los que nos gustan los libros, no deberíamos ser tan quisquillosos con acumularlos, sino una vez acabado uno, deberíamos dárselo a alguien más para que lo lea; pero no, nos da un placer casi mórbido verlos ordenados en una biblioteca o apilados en cualquier rincón de la casa. 

Creía haber leído todos los libros que ocupan ambos espacios: la biblioteca y el mueble, pero fijo la mirada en una de las divisiones del segundo y me encuentro con uno que no: El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera. 

Lo hojeo a ver si me encuentro con un papel, una señal, un mensaje secreto, una nota, una dedicatoria de un amor, pero nada, solo tiene un separador de Oma Discos y libros. Seleccionó una página de forma aleatoria y leo el siguiente aparte: “Cuando estaba sentada frente a algún hombre utilizaba su cabeza como material para una escultura: lo miraba fijamente y remodelaba en su imaginación su cara, le ponía un tono más oscuro, le colocaba pecas y lunares, disminuía sus orejas y le pintaba los ojos de azul.” No significa nada, eso creo, solo lo hago a modo de ejercicio aleatorio. 

Las páginas del libro, aparte de su vejez, están en perfecto estado, es como si a la persona que lo compró—estoy seguro de que no fui yo, ¿o sí? —, se le hubiera olvidado leerlo. 

De ese autor solo he leído la insoportable levedad del ser, solo un decir, porque lo hice en el colegio y aunque recuerdo que me gustó, en ese tiempo no era tan aficionado a la lectura. La mayor parte de lo que leía me lo mandaban a leer, leía por cumplir un requisito, que desgracia. 

No sé cómo apareció ese libro en mi mueble. Tiene la portada algo percudida y las páginas ya comienzan a tomar ese color amarillento de los libros viejos. Por alguna razón que desconozco, irrumpe con fuerza en mi radar de lectura, en el que revolotean varios libros que van pidiendo pista de aterrizaje según la importancia que les den las circunstancias. 

Sigo investigando el mueble a ver con qué otra sorpresa doy y la encuentro en forma de hoja doblada en cuatro a las patadas. Está casi toda en blanco y en su esquina superior derecha dice: “El arte de las entrevistas falsas”. Debajo de esa frase está anotado: “pág. 515 Notas de Prensa”. De la primera frase salen unas flechas que apuntan hacía unas palabras encerradas en un cuadrado: “Periodismo apresurado y sin control ético.” Y luego un poco más hacía la derecha dice: “Las penurias de ser hombre público”. 

La letra es la mía y corresponde a algo que se me ocurrió cuando leí las Notas de Prensa de García Márquez. Son palabras extraviadas, pues ya no recuerdo en absoluto en qué estaba pensado en ese momento para haber hecho esas anotaciones. 

El libro lo guardé, y no sé por qué me niego a botar la hoja. 

Me pregunto qué habrá sido de los libros de la biblioteca de Eco después de su muerte.

viernes, 10 de abril de 2020

Estados y transiciones

Dos estados: o se está dormido o se está despierto. Cada uno tiene sus ventajas y sus desventajas. Hace poco, uno de los personajes de una novela que leí, argumentaba que siempre le habían inculcado que la noche sirve para imaginar una vida sin problemas, pero el personaje, un hombre, se negaba a aceptar eso, pues afirmaba que mientras dormía no era consciente ni hacía nada, mientras que despierto podía mirar qué necesitaba hacer para que su vida fuese mejor. Esa postura es muy similar a la de un amigo que nunca toma una siesta, sin importar lo cansado que esté. Una vez hablando del tema me soltó una frase que, en medio de lo romántica, me parece buenísima: “para dormir la eternidad”. Por eso es que algo tiene de verdad esa otra frase que leí hace mucho tiempo: “Dormir es como morir un poco”.

Pero bueno a la larga no importa las ventajas o desventajas que pueda tener cada estado, sino lo traumático que resulta la transición de uno a otro, en especial del sueño a la vigilia. Imagino que gran parte de los problemas del mundo se dan por eso, porque se tuvo un paso violento de un estado a otro y eso es algo que le daña el día a cualquiera. 

Debería pues existir algo similar a ese objeto transicional (una manta, un peluche, lo que sea) que nos encarrilaba por el camino del sueño cuando éramos pequeños, para poder terminarlo con la misma suavidad con la que caemos en él. 

Vale la pena mencionar un tercer estado que es más tenebroso que el despertarse violentamente. Me refiero a esa franja borrosa, no muy bien delimitada, que se encuentra entre el sueño y la vigilia. Parece que es el territorio en el que habitan nuestros miedos más profundos, ya saben, ese lugar en el que reina  la parálisis del sueño, aquella sensación terrible en la que no podemos movernos ni hablar, y  donde no se sabe si se está dormido o despierto.

En mi caso, el episodio que más recuerdo es uno en el que me desperté tan tieso como un muerto y no me salía la voz, hasta ahí todo "normal",  ¿cierto?, pues no. Después de mirar al techo por unos segundos, escuché unos sonidos como guturales y baje la vista hacia el pie de la cama, para encontrarme con una especie de brujitas enanas, unas cinco, con gorros negros puntiagudos. Cerré los ojos y respiré profundo, hasta que pasó el episodio o las brujitas se fueron.

Dicen, los expertos, ¿quién más?, que para evitar esos episodios de película de terror lo recomendable es mejorar nuestros hábitos de sueño: acostarnos siempre a una misma hora, evitar la cafeína y no tener distracciones, pero ¿qué hacer si la lectura, ver televisión o el ritual que sea que tengamos antes de acostarnos, son el remplazo del objeto transicional para ir a dormir cuando éramos pequeños?

jueves, 9 de abril de 2020

Cigarrillo y whisky

Está sentado en la barra de un bar. El lugar tiene una luz lúgubre que apenas permite distinguir el contorno de las personas y objetos. 

Fuma, lo hace despacio. La forma en que toma el cigarrillo, que descansa en el cenicero, y como lo lleva a la boca es elegante. Luego le da una calada y su barriga se infla levemente. Parece que en sus movimientos está la respuesta al gran interrogante de la vida, ¿cuál? El de él, cada uno con sus dudas y obsesiones.

Con base en sus movimientos, que solo duran unos segundos, se podría hacer una obra de arte: El Hombre que Fuma; un poema, una novela, o una pintura, pero dejémosle esa tarea a alguien más.

Al cigarrillo, reducido ya al tamaño de una falange y a punto de morir, le salen volutas de humo cansadas. Para acabar con su sufrimiento, no sabemos si el del cigarrillo o el propio, el hombre lo espicha con violencia contra el cenicero. ¿En qué piensa mientras hace eso? Por la determinación de ese movimiento cargado de rabia, o bien, angustia y que en nada se parece a los movimientos elegantes de hace un momento, puede que tenga deseos de venganza, como si quisiera cobrarle a la vida todo aquello que cree le hace falta. O puede que no, que simplemente todo tiene un balance, y la vida solo consiste en eso, en fuerzas que se anulan a cada instante. 

Ahora sin humo, sin cigarrillo, el hombre se concentra en su bebida: un vaso de whiskey aguado, en el que las siluetas de los hielos están a punto de desaparecer. Todo parece muerte a su alrededor: el cigarrillo, los hielos, la bebida, la tarde que se convierte en noche.

Alza su vaso y lo bate; los hielos se estrellan contra las paredes y producen un tintineo. Se acaba la bebida de un sorbo y pide la cuenta. 

Una mujer, con un vestido rojo ceñido al cuerpo se acaba de sentar en el otro extremo de la barra. Sus miradas se cruzan, hay deseo, pero el deseo, si me mira bien, también es muerte. 

El bar tender, con un trapo blanco que le cuelga del antebrazo y una sonrisa zonza en su cara, le pregunta si no va a pedir algo más, pero en sus palabras está implícito un: "¿Qué le sirvo a la mujer de su parte?”.

Al hombre Le cansan esas leyes obvias bajo las que funciona el mundo. Lo mira mal y le vuelve a pedir la cuenta. En su casa lo espera su esposa, o eso cree.

miércoles, 8 de abril de 2020

Cuerpo de agua

La definición por sí sola es extraña. Trato de imaginarme el cuerpo de una persona hecho de agua, pero es una imagen que dura solo un segundo, pues se deshace al instante y deja de ser; en mi fantasía el cuerpo de agua se estrella contra el suelo y se va por un sifón. 

Quizá les dicen cuerpos de agua porque a primera vista reflejan solidez, se ven compactos, y en medio de esa impenetrabilidad parecen que son pura calma, pero no nos dejemos engañar por esa apariencia tranquila. 

Creo que tenía 10 años o un poco menos cuando conocí el cuerpo de agua número 1, el mar. Hacía poco había dejado de asistir a “Los Tiburones”, la escuela de natación que quedaba en la 68 justo al lado de la Cruz Roja, y solo me faltó aprender el estilo mariposa que, hoy en día, me sigue pareciendo supremamente complicado. 

En ese entonces mi papá trabajaba en Cartagena y fui con mis hermanas a pasar mi cumpleaños allá. Dos cosas fueron una gran novedad en ese viaje: el mar y montar en avión. 

Un día fui a la playa con mis hermanas, y M. me dijo que nos metiéramos al mar. Accedí a su petición, pues ¿por qué razón temerle al gran cuerpo de agua si ya sabía nadar? Cuando lo hicimos la corriente nos arrastró un poco hacía mar adentro y, a ratos, las olas no me dejaban ver la costa. 

Yo estaba tranquilo, pero en un momento escuché gritos lejanos y me angustié. Miré a mi hermana y con señas me indicó que debíamos devolvernos. Comenzamos a nadar de vuelta y a pesar de que braceaba con todas mis fuerzas sentía que no avanzaba. 

Al final le ganamos al mar y llegamos a la orilla. Recuerdo que un cartagenero con un balde rojo en una de sus manos que, imagino, tenía ostras, nos dijo que el mar estaba picado y que tuvimos mucha suerte de salir ilesos de él. 

Nunca supe si la situación puso en peligro nuestras vidas, pero desde ese entonces nunca me he vuelto a meter el mar, por una mezcla de miedo y aburrición. 

Un amigo, y parece que otras personas también, tiene la costumbre de despedirse del mar cada vez que lo visita. “¿Despedirse del mar?", le pregunté una vez que nos fuimos de viaje, y me dijo que sí, que debía meterse en el mar justo antes de tener que alistarse para irse. 

Yo solo lo miro de lejos; nunca me despido del gran cuerpo de agua.

martes, 7 de abril de 2020

Imágenes de guerra


Juan José Millás cuenta que en su casa no había muchos libros cuando era pequeño, pero si varios tomos de la tradicional enciclopedia Espasa con lomos negros, y que él la leía debajo de las sabanas con una linterna. 

 La colección tenían imágenes muy llamativas que lo obligaban a leer al texto que las acompañaba. Recuerda en particular el artículo de la palabra “mimetismo”, que traía la imagen de una hoja que era en realidad una mariposa. Intrigado fue a leer el artículo, donde se enteró de que algunos insectos se hacen pasar por excremento para no ser devorados por los pájaros, lo que en ese tiempo le llevó a pensar que en la vida, a veces, es válido hacerse pasar por un pedazo de mierda. 

En mi casa no había un juego de enciclopedias, pero sin un diccionario Larousse Ilustrado que funcionaba bajo la misma dinámica: definiciones con ilustraciones. Con el paso del tiempo se descuaderno, hasta que fue a parar a la basura. En su época productiva, por decirlo de alguna manera yo lo hojeaba de vez en cuando, pero nunca me llamó mucho la atención, en cambio sí lo hicieron tres tomos de pasta gruesa acerca de la segunda guerra mundial. 

En ese entonces todavía no sabía leer, pero recuerdo que no de mis pasatiempos favorito era hojear los tomos en los que salían fotos de la guerra a blanco y negro: imágenes de soldados con la cara untada de barro y metidos en trincheras, tanques de guerra, aviones en el firmamento, Hitler dando discursos, etc. Cada imagen iba acompañada de una pequeña descripción y texto en columnas en el resto de la página, en las que, supongo se narraban en detalle todos los vericuetos de la guerra. 

Yo, hipnotizado por ellas, repetía y repetía esas imágenes de guerra. Imagino que a medida que lo hacía, me inventaba historias sobre héroes y villanos.