martes, 21 de abril de 2020

Marcas del tiempo

Si mi memoria no me falla, lo hace seguido, Offred, la protagonista del Cuento de la Criada, cuenta en algún momento de su narración cómo se pone a explorar su cuarto, en el que permanece gran parte del tiempo encerrada. 

Un día, mientras busca alguna manera de contrarrestar el tedio que la acompaña, se pone a explorar su habitación con otros ojos, es decir, como si nunca hubiera estado en ella, una turista, digamos, de su espacio. Es así como encuentra indicios de que alguien ocupó ese lugar antes que ella. Al examinar el armario centímetro a centímetro se encuentra la frase: “Nolite te Bastardes Carborundorum” (no dejes que esos cabrones te jodan). 

¿Con qué marcas del tiempo nos encontraríamos si revisáramos minuciosamente cada rincón de nuestras casas? 

No importa cuánto lleve uno viviendo en un lugar, es decir, puede que seamos los únicos que, supuestamente, hemos vivido en ese lugar, pero el ejercicio no perdería importancia, pues somos demasiado complejos como para decir: soy tal persona por esto y lo otro, es decir, nuestra identidad muta a cada instante. Resulta paradójico, pero en resumidas cuentas no somos nadie, aunque nos pasamos toda la vida intentando ser alguien. 

Imagino que el yo de hace unas semanas es un personaje diferente al yo del ahora, algo tuvo que cambiar en él. Lo que pasa es que nos empeñamos tanto en aferrarnos a nuestras rutinas que no le prestamos atención a ese tipo de cosas. 

Cuando Offred se da cuenta de que existió otra Offred, es un hecho que le ayuda a reafirmar quién cree ser y que, claro, le da un empujón violento a la trama de la novela.

Sipongo que ninguno de nosotros está completamente definido. Esto tiene mucho que ver con lo que piensa la escritora francesa Alice Zeniter sobre el concepto de identidad: 

“La identidad no es algo sólido. La identidad es relacionamiento. 
Estamos entrelazados. No podemos decir nada sobre una existencia”.

lunes, 20 de abril de 2020

Que en paz descanse

“Luis ha muerto, lo siento mucho”. 

Esa fue la frase que escuché ayer cuando contesté el teléfono, luego de tres pitazos que nunca reflejaron el calibre de la noticia que iba a recibir. El que llamó era un hombre o por lo menos así me pareció, durante los 2 o 3 segundos que le tomó dar esa descarga, fría y compacta, de letras empacadas en sílabas. Es extraño no escuchar un: “buenos días ¿cómo está?” o “habla con fulano de tal” previo, o cualquiera de esas frases hechas con las que comenzamos una conversación. 

“¿Con quién hablo?”, pregunté, pero el mensajero de la muerte había colgado, y al otro lado de la línea solo me acompañaba el tono de ocupado. Miré por la ventana y el viento movía con violencia las ramas de un árbol. Me pregunté si de pronto era Luis, que había encontrado una manera de despedirse desde el más allá. 

“¿Quién era?”, preguntó mi hermano. Le respondí que nadie para no ponerlo nervioso. Me senté en un sofá, fije la vista en una pared blanca y me pensé: “¿Cuál Luis?” 

Hice un repaso rápido de las personas que he conocido en mi vida y que llevan ese nombre. Está, por ejemplo, el Luis del colegio, el primero que se me vino a la mente, pero lo llamé y coincidencialmente, como la llamada que recibí, contestó al tercer timbrazo. Hacía tiempo que no hablábamos, así que eché mano de un lugar común, procurando que no fuera el clima, para darle oxígeno a la charla. 


Luego de 2 minutos de conversación incomoda, no me aguanté las ganas y le dije: 
“Me alegra que no estés muerto” 
“¿Qué dices?”, dijo alzando las cejas; lo supe por el tono de su voz. 
“Nada, olvídalo”, respondí y colgué más rápido que la persona que me contó que otro Luis había muerto. 

Quedamos en lo que siempre quedan dos personas que llevan tiempo sin verse ni hablar, en tomarnos un café o una cerveza; es casi seguro que no va a ocurrir, pero bueno nada se pierde con hacer esas promesas futuras. 

Luego me acordé de Luis Francisco, un amigo de la universidad, pero antes de llamarlo y tener otra conversación extraña, concluí que nunca lo hemos llamado Luis sino Pacho, así que no me comuniqué con él. 

A veces la vida tiene caminos extraños para revelarnos información que necesitamos saber, pero creo que soy muy torpe y siempre me la pierdo. Quizá, por alguna razón que desconozco, es importante que yo sepa que un Luis murió. 

Así las cosas, que en paz descanse.

viernes, 17 de abril de 2020

Trueque x 2

He participado en dos trueques de libros. Tal ves debería llamarlos intercambios, pero el concepto de trueque siempre me ha intrigado. Sin el dinero de por medio, me imagino tranquila la época en que existió; bueno, solo un decir, porque puede que no se tuviera nada para intercambiar: ni bienes, ni una habilidad, nada, y entonces que angustia eso, en fin, les decía que he participado en dos de esos eventos. 

El tema viene a mi cabeza porque no sabía qué escribir y mientras paseaba la mirada por mi cuarto vi, encima de uno de los muebles, un libro grueso: La Casa de los espíritus de Isabel Allende, novela que me gané en la última reunión de intercambio de libros. La tomé en mis manos, la pesé, no sé para qué, y me puse a hojearla. Pensé en leer un aparte y escribir lo que se me viniera a la cabeza, el que me salió fue este: “Relax hombre, we’re not going to let that happen”. Le di vueltas a la frase por un rato, pero no me dijo nada, o tal vez sí, pero no me di cuenta y por eso resulté escribiendo esto. Otro día le haré caso a ese “writing prompt”. 

Ese libro lo había llevado A. y lo tenía en inglés porque creció en Estados Unidos. Aunque ella habla español perfecto, se le dificulta leer en ese idioma. 

El día de la reunión salí de mi casa de afán, y mientras me tomaba algo y leía en un café cercano, hasta que fuera la hora precisa para irme a la reunión—siempre intento hacer eso, antes de llegar  a cualquier compromiso—, C. la anfitriona, me llamó para preguntar qué libro iba a intercambiar. Ahí fue cuando caí en cuenta de que había olvidado llevar un libro. Le pedí a mi amiga, profesora de literatura, que si me podía prestar uno. Se río y luego me dijo que no había problema alguno. 

Llegué a su casa antes que el resto de invitados y C. me hizo a entrar a un cuarto con pilas de libros de libros, pequeñas y grandes, por todo lado. Me dijo que buscara cuál libro quería para el intercambio. En medio de mi búsqueda di con Amantes y Enemigos, un libro de relatos de Rosa Montero y le dije: 

“Yo quiero este”. 
“¿Para intercambiarlo?”, me preguntó. 
“No, lo quiero para mí”, le dije. 
“ Bueno, entonces ese es el que yo voy a intercambiar y tú te lo pides”. 

Seguí mirando libros con algo de pena, pues qué vergüenza seleccionar un libro ajeno para dar como regalo, pero no me decidía por nada. Al final C. me ayudó a buscar y ella terminó escogiendo uno de Jonathan Safran Foer, no recuerdo cual. 

Luego, en la reunión, cada uno debía introducir el libro que había llevado. Creo que C. o alguien más lo hizo por mí, y cuando llegó mi turno para escoger, me lancé por el de Rosa Montero que, afortunadamente, nadie más lo tenía en la mira. 

Al final A. había llevado dos libros, uno de ellos el de Isabel Allende que nadie escogió. Como antes había mencionado que no había leído a esa escritora, A. me dijo que si lo quería llevar, y así fue como salí con dos libros sin haber llevado ninguno.

jueves, 16 de abril de 2020

Meter los cambios

Siempre la pasábamos bien en el jeep Nissan Patrol de mi papá, el único carro que ha tenido en su vida. Era de color azul aguamarina y contaba con un motor que bramaba fuerte, como un camión, pura fuerza. En él cabían unas 9 personas: 3 adelante y las restantes atrás, en dos bancas negras ubicadas a los costados. 

Mis hermanos y mis padres jugaban Volkswagen bandera, un juego que consistía en mirar quién de ellos contaba más escarabajos amarillos, azules y rojos en ese respectivo orden. Como yo todavía era muy pequeño no alcancé a disfrutar de ese juego, que empezaban desde la salida de la casa, pues mi padre tiraba una pantufla al aire y supuestamente la dirección hacia donde quedaba la punta, cuando caía al suelo, indicaba hacia donde debían ir en el carro. 

Yo siempre me sentaba adelante con mis papás y mis hermanos en la parte de atrás. En los trayectos me distraía viendo cómo mi papá hacía los cambios y movía los pies para presionar los pedales, una operación que me parecía complicadísima. 

Un día, de la nada, antes de salir del parqueadero, me pregunto sí quería hacer los cambios. Recuerdo que lo miré con cara de: ¿Cómo se te ocurre si tengo 6 años?, pero él sonrió y me volvió a preguntar que si lo quería hacer. 

Emocionado, le respondí que si y me sentí muy importante por la nueva tarea que iba a  tener que ejecutar de ese momento en adelante. Lo primero fue conocer los cambios: primera, segunda y tercera, creo que no había más. Luego de apropiarme del manejo de la palanca y ya en la calle, mi padre con un:” ya” o un “ahora”, me indicaba cuando debía meter cada cambio, pero luego me enseñó a hacerlo de acuerdo con el sonido del motor hasta que dejó de decirme cuándo debía hacerlos.

martes, 14 de abril de 2020

Celia

A Celia la conocí en un curso de crónica que tomé hace 6 años. Es una española espigada, de nariz respingada, pómulos ligeramente salidos, pelo negro corto y, si mi memoria no me falla, ojos color claro. En ese entonces trabajaba como editora y correctora de estilo, y estaba metida de lleno en la publicación de un libro junto con el distrito de Bogotá. 

Me encantaba cuando en la clase tocaba leer algún texto en voz alta y ella era la que lo hacía, con su acento de eses marcadas. Desde la primera vez que leí uno de sus textos que nos tocaba escribir para las sesiones, supe que ella era la mejor escritora del grupo; era muy precisa con el lenguaje y su gramática era casi perfecta. 

Al final del curso cada uno tenía que presentar una crónica. La mía la escribí sobre el Indio Amazónico y Celia escribió sobre un travesti que vivía en una pensión en el centro de la ciudad. Lo más impactante de “Al otro lado del espejo”, su entrega final, no fue el texto en sí, que era de mejor calidad que sus entregas previas, sino la forma en que lo abordó, pues por más de dos semanas se convirtió en la sombra de Claudia Tatiana, la protagonista de su crónica, y la acompañó a todo lado para empaparse de todos los detalles de su vida. 

La reunión de despedida del curso la hicimos en el apartamento de Celia, que quedaba en chapinero. Era muy pequeño, pero lo que le faltaba de tamaño lo tenía de acogedor. Ese día nos acomodamos como pudimos en el piso y charlamos, entre vino, pan y jamones;  acerca de nuestros escritos, la vida, los libros y la escritura.

Recuerdo que Celia estaba a punto de abandonar el país, porque se acababa de divorciar y, por lo que pude leer entre líneas, no le quedaba ningún tipo de vínculo con Colombia. 

Ayer mientras recordaba esto, decidí editar la última versión de mi crónica y comprobé lo saludable que es alejarse de los textos por un periodo, ya sea corto o no. Me debatí entre qué tiempo verbal utilizar: presente o pasado y, aunque el templo ya no existe, al final ganó el primero, pues como dice Margarita García Robayo: “Hay cosas que solo se pueden contar en presente, pero no porque sigan latentes o frescas, sino porque el idioma es pobre”. 

También agregué una que otra palabra, eliminé restos de opiniones personales que se asomaban en el texto como puntas amenazantes, y organicé los tres segmentos del escrito: El Templo, Fe en lo oculto y La consulta, de forma diferente, una con la que, creo, logré darle un mejor ritmo al texto. 

Cuando terminé le escribí a Celia, para preguntarle cómo la tratan estos tiempos locos y para saber si podía y quería revisar mi crónica. A las pocas horas me respondió: “Sí, por favor, ¡mándamela!”.

lunes, 13 de abril de 2020

Un libro y una hoja

Tengo una biblioteca pequeña. Tiene cinco niveles y ya todos están llenos. El mueble del computador está compuesto por varias divisiones que también están llenas de libros, además de unas libretas de apuntes viejas que no sé para que guardo y un jarro del Real Madrid que me regaló el esposo de una amiga de mi hermana, un español hincha a morir de ese equipo. El resto de mis libros los tengo en el Kindle. 

A veces pienso sobre cómo sería tener una biblioteca como la que tuvo Humberto Eco, con más de 50.000 libros, pero se me pasa rápido, pues no tengo el espacio para almacenarlos, el tiempo para leerlos, y mucho menos el dinero para adquirirlos. 

Nosotros, me refiero los que nos gustan los libros, no deberíamos ser tan quisquillosos con acumularlos, sino una vez acabado uno, deberíamos dárselo a alguien más para que lo lea; pero no, nos da un placer casi mórbido verlos ordenados en una biblioteca o apilados en cualquier rincón de la casa. 

Creía haber leído todos los libros que ocupan ambos espacios: la biblioteca y el mueble, pero fijo la mirada en una de las divisiones del segundo y me encuentro con uno que no: El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera. 

Lo hojeo a ver si me encuentro con un papel, una señal, un mensaje secreto, una nota, una dedicatoria de un amor, pero nada, solo tiene un separador de Oma Discos y libros. Seleccionó una página de forma aleatoria y leo el siguiente aparte: “Cuando estaba sentada frente a algún hombre utilizaba su cabeza como material para una escultura: lo miraba fijamente y remodelaba en su imaginación su cara, le ponía un tono más oscuro, le colocaba pecas y lunares, disminuía sus orejas y le pintaba los ojos de azul.” No significa nada, eso creo, solo lo hago a modo de ejercicio aleatorio. 

Las páginas del libro, aparte de su vejez, están en perfecto estado, es como si a la persona que lo compró—estoy seguro de que no fui yo, ¿o sí? —, se le hubiera olvidado leerlo. 

De ese autor solo he leído la insoportable levedad del ser, solo un decir, porque lo hice en el colegio y aunque recuerdo que me gustó, en ese tiempo no era tan aficionado a la lectura. La mayor parte de lo que leía me lo mandaban a leer, leía por cumplir un requisito, que desgracia. 

No sé cómo apareció ese libro en mi mueble. Tiene la portada algo percudida y las páginas ya comienzan a tomar ese color amarillento de los libros viejos. Por alguna razón que desconozco, irrumpe con fuerza en mi radar de lectura, en el que revolotean varios libros que van pidiendo pista de aterrizaje según la importancia que les den las circunstancias. 

Sigo investigando el mueble a ver con qué otra sorpresa doy y la encuentro en forma de hoja doblada en cuatro a las patadas. Está casi toda en blanco y en su esquina superior derecha dice: “El arte de las entrevistas falsas”. Debajo de esa frase está anotado: “pág. 515 Notas de Prensa”. De la primera frase salen unas flechas que apuntan hacía unas palabras encerradas en un cuadrado: “Periodismo apresurado y sin control ético.” Y luego un poco más hacía la derecha dice: “Las penurias de ser hombre público”. 

La letra es la mía y corresponde a algo que se me ocurrió cuando leí las Notas de Prensa de García Márquez. Son palabras extraviadas, pues ya no recuerdo en absoluto en qué estaba pensado en ese momento para haber hecho esas anotaciones. 

El libro lo guardé, y no sé por qué me niego a botar la hoja. 

Me pregunto qué habrá sido de los libros de la biblioteca de Eco después de su muerte.

viernes, 10 de abril de 2020

Estados y transiciones

Dos estados: o se está dormido o se está despierto. Cada uno tiene sus ventajas y sus desventajas. Hace poco, uno de los personajes de una novela que leí, argumentaba que siempre le habían inculcado que la noche sirve para imaginar una vida sin problemas, pero el personaje, un hombre, se negaba a aceptar eso, pues afirmaba que mientras dormía no era consciente ni hacía nada, mientras que despierto podía mirar qué necesitaba hacer para que su vida fuese mejor. Esa postura es muy similar a la de un amigo que nunca toma una siesta, sin importar lo cansado que esté. Una vez hablando del tema me soltó una frase que, en medio de lo romántica, me parece buenísima: “para dormir la eternidad”. Por eso es que algo tiene de verdad esa otra frase que leí hace mucho tiempo: “Dormir es como morir un poco”.

Pero bueno a la larga no importa las ventajas o desventajas que pueda tener cada estado, sino lo traumático que resulta la transición de uno a otro, en especial del sueño a la vigilia. Imagino que gran parte de los problemas del mundo se dan por eso, porque se tuvo un paso violento de un estado a otro y eso es algo que le daña el día a cualquiera. 

Debería pues existir algo similar a ese objeto transicional (una manta, un peluche, lo que sea) que nos encarrilaba por el camino del sueño cuando éramos pequeños, para poder terminarlo con la misma suavidad con la que caemos en él. 

Vale la pena mencionar un tercer estado que es más tenebroso que el despertarse violentamente. Me refiero a esa franja borrosa, no muy bien delimitada, que se encuentra entre el sueño y la vigilia. Parece que es el territorio en el que habitan nuestros miedos más profundos, ya saben, ese lugar en el que reina  la parálisis del sueño, aquella sensación terrible en la que no podemos movernos ni hablar, y  donde no se sabe si se está dormido o despierto.

En mi caso, el episodio que más recuerdo es uno en el que me desperté tan tieso como un muerto y no me salía la voz, hasta ahí todo "normal",  ¿cierto?, pues no. Después de mirar al techo por unos segundos, escuché unos sonidos como guturales y baje la vista hacia el pie de la cama, para encontrarme con una especie de brujitas enanas, unas cinco, con gorros negros puntiagudos. Cerré los ojos y respiré profundo, hasta que pasó el episodio o las brujitas se fueron.

Dicen, los expertos, ¿quién más?, que para evitar esos episodios de película de terror lo recomendable es mejorar nuestros hábitos de sueño: acostarnos siempre a una misma hora, evitar la cafeína y no tener distracciones, pero ¿qué hacer si la lectura, ver televisión o el ritual que sea que tengamos antes de acostarnos, son el remplazo del objeto transicional para ir a dormir cuando éramos pequeños?