martes, 19 de mayo de 2020

De afán

21:30 p.m. Escribo esto de afán, porque quiero ver un programa de televisión. Creo que no debería ser así, es decir, que debería esforzarme para que este texto y todos los que escriba sean compactos a nivel de gramática, ritmo y significado, y que ninguna de sus hebras narrativas quede suelta, para que no se descosan. Para lograr eso se necesita tiempo y no tomar la escritura tan a la ligera, pero como les decía quiero hacer otras cosas y las horas, minutos y segundos, el tiempo, ese intangible que tanto nos jode la cabeza, se desmorona con una facilidad impresionante. 



Además de querer ver un programa de televisión, también quiero leer, como mínimo, un capítulo de una novela y ver el capítulo de una serie. Debería haber pensado antes sobre qué escribir, pero termina siempre uno desfasándose en los tiempos de las actividades del día y por eso ocurren este tipo de cosas. 


Ahora recuerdo que también tenía la intención de seguir escribiendo un cuento del que ayer redacte un diálogo, a mi parecer, con una buena carga de tensión, pero fue algo que tampoco hice. Lee usted, estimado lector, estas palabras y puede dar la sensación de que no hubiera hecho nada durante todo el día y no fue así, pero no viene al caso contarle cuales fueron mis ocupaciones; ya tenemos bastante con los miles de personas que se regodean contando en las redes sociales cuales fueron sus actividades diarias, en fin. 

Si escribo de afán es solo porque no quiero dejar pasar este día sin escribir algo, pues sabrá usted, querido lector, que cuando eso ocurre el mundo se desbarajusta. Puede que a primera vista todo parezca normal, que la vida sigue su curso si es que tiene alguno, pero no, presiento que su mecanismo, el de la mía claro está, sufre una alteración imperceptible.

A todos, imagino, nos pasa eso cuando dejamos de lado lo que más nos gusta hacer. Es ahí cuando la tristeza, la angustia, el estrés y demás sensaciones negativas se apoderan de nosotros. 

21:45 p.m. Alcancé. Ojalá pueda cumplir con el resto de mis planes.

lunes, 18 de mayo de 2020

Vidas

Me conecto a una charla en la que un escritor va a entrevistar a una escritora. Apenas ingreso a la sala de Zoom decido habilitar mi cámara, pero a punto de iniciar la entrevista la deshabilito pues no le veo sentido alguno el aparecer en la pantalla de unos desconocidos. 

La mayoría de los asistentes no encienden sus cámaras y no más de cinco personas lo hacen. ¿Por qué lo hacen?, ¿quieren que los vean?, ¿se sienten orgullosos de su hábitat de cuarentena? Nunca lo sabremos y, además, ¿qué me importa? 

Uno de ellos es un hombre con una camisa naranja que gesticula mucho y se toca la cara con frecuencia.  Juega, todo el rato, a inclinarse hacia la pantalla para luego alejarse. 

Aparte de los escritores, la persona en la que más me fijo es una mujer: María M. Lleva unas gafas de marco grueso negro y una trenza larga con la que juega, casi con la misma insistencia con la que el hombre se lleva las manos a la cara. No debe tener más de 25 años y me gusta como sonríe cada vez que alguno de los escritores cuenta una anécdota o dice algo gracioso. De resto mira de forma fría y muy sería hacía su cámara. ¿Se preguntará si alguien la espía? Creo que, a la larga, nos gusta fisgonear sin ser sorprendidos, que todos llevamos algo de voyeristas por dentro, guardadas las proporciones de ese término. 

Me fijé en ella por el fondo de su imagen: una biblioteca de color blanco con libros, la mayoría grandes como enciclopedias, y objetos de todo tipo: Una jarra de metal, un cenicero del mismo material, un trofeo, un porta retrato con una foto antigua de una pareja, ¿sus padres?; un carro deportivo rojo de juguete, una cajita de color café en la quizá ni ella sabe qué se guarda, una estatuilla de color rojo que hace juego con sus labios, un bodegón con figuras geométricas; son algunos de los que alcanzo a ver. 

Me aventuro a imaginar que esa biblioteca entre los libros y objetos que almacena bastaría para narrar la vida de María, para saber cómo es, qué le gusta o la mueve en la vida. 

La escritora comienza a leer unos fragmentos de sus novelas, pero su conexión falla y su imagen queda congelada en la pantalla. El escritor cuenta que le habló por whatsapp, pero que solo le salió un chulo al mensaje que le envió , así que la escritora no debe tener conexión. 

Abandono la reunión.

viernes, 15 de mayo de 2020

Al otro lado del espejo

Hay días en los que se asombra con el sujeto que, por lo general, le sonríe al otro lado del espejo. Se supone que es él, un negativo, digamos, de su imagen, pero ¿qué tal que no sea así? ¿Qué tal que ese tipejo ubicado en esa dimensión, por decirlo de alguna manera, fuera más que una simple imagen, una persona de verdad, si es que eso significa algo, con una vida funcional, si suponemos que la vida tiene una utilidad práctica? 

Por eso le gusta imaginar que esa persona casi idéntica a él tiene una vida distinta, una en la que en todo lo que él ha fallado, el hombre que ve lo ha conseguido. Más que envidia siente admiración por su doble, al que se imagina con una vida repleta de lujos y cosas buenas, con una esposa hermosa y unos hijos dignos de volante de banco, pues así se imagina siempre ese cuadro familiar: todos sonriendo mientras empacan maletas en el baúl de una camioneta 4x4. Como el hombre es millonario, se puede dar el lujo de estar de vacaciones todo el año, a diferencia de él que no ve la hora de disfrutar de los quince míseros días por año a los que tiene derecho. 

En otros días, cuando se levanta con ganas de meterle un puño a Dios, porque considera que él, el universo o la vida, con su practicidad, no le ha dado lo que realmente se merece, siente envidia del hombre al otro lado del espejo. 

En esos días siempre intenta algo: se aproxima sigiloso a baño, y procura no hacer ruido con sus pisadas. Cuando está cerca de la puerta la abre violentamente, para ver si pilla a ese sujeto desprevenido, cometiendo alguna falta como engañar a su mujer, por ejemplo, pero nunca lo ha conseguido, el tipejo ese siempre está ahí, listo para remedar todos sus movimientos, y el muy imbécil lo mira con su carita de yo no fui.

jueves, 14 de mayo de 2020

Ficción y realidad

El renombrado escritor Jacinto Cabezas sabe que la ficción y la realidad están malinterpretadas, que la primera no es tan fantasiosa ni la segunda tan sólida como creemos, sino que, según las circunstancias, una se superpone con facilidad sobre la otra. 

Hay días en los que se despierta y el mundo tiene un sabor extraño. Parece que no encaja en su nombre, en su ropa o en sus costumbres; que la mujer que duerme a su lado no es su esposa sino una extraña o que, por el contrario, él es un impostor, un marido falso. Se pregunta qué habrá pasado con aquel a quien representa y piensa que, sin ser consciente, se convirtió en un asesino en serie y dejó al pobre hombre tirado en una zanja que bordea una autopista en las afueras de la ciudad. Se siente como un personaje de esos programas de televisión que tratan sobre asesinos en serie y que intentan llevar una vida normal, pues gracias a la ficción se puede poner en los zapatos del que sea. 

Aunque parece que está del lado de la realidad, sabe que la ficción se coló por una de sus grietas pues la cascara que la cubre es realmente frágil, y aunque parece que la vida transcurre de manera “normal” y que él hace lo de siempre: levantarse al tercer timbrazo del despertador, trabajar hasta las 6 de la tarde, pelear con el tráfico, en fin, las rutinas de cualquier persona, y a pesar de que cree saber quién es, presiente que el día que se desliza hacia la noche, le tiene preparadas sorpresas dignas de ser narradas en una novela. 

Dicen, nuevamente los que saben —él no suele estar dentro de ese grupo—, que cualquier tipo de exceso es malo, y que en la vida todo debe estar equilibrado, pero a él no le importaría que su balanza se inclinara hacia el lado de la ficción. 

Piensa que le gustaría ser un personaje completamente degenerado, uno que interpreta todo tipo de fantasías retorcidas que las personas nunca van a estar dispuestas a admitir.

miércoles, 13 de mayo de 2020

Tercera persona


Camila Cifuentes no sabe muy bien quién es. A veces logra vislumbrar algo de identidad en su actuar, pero la mayoría del tiempo lo dedica a preguntarse: “¿Quién soy?”. Podría asirse de su profesión, pero decir que es abogada, le suena tan vacío como decir que tiene buenas relaciones interpersonales. 


Por ejemplo, hay días en los que se siente la mujer más bondadosa sobre la faz de la tierra y otros en los que se considera la más mezquina e infeliz. “¿Por qué?, ¿por qué no puedo ser solo una?”, se pregunta. 

En parte, es por eso es que no le agrada hablar en primera persona. No dice, por ejemplo, “es que yo soy una persona muy malgeniada”, sino que acude a la otra voz: “Es que Cifuentes es una persona muy malgeniada”. También le gusta referirse a ella por su apellido, una costumbre que adquirió de su padre, quien trabajó toda su vida en las fuerzas armadas y siempre la llamó así. 

A muchas personas les extraña que se refiera a sí misma en tercera persona, e incluso a ella también le suena un poco raro, pero justifica el uso de ese punto de vista porque cree que la primera persona le ha jodido la cabeza a la humanidad, y que está relacionada con excesos de autoestima y narcicismo. 

Cifuentes, al tener dudas sobre quién es, tiende a pensar que es muchas personas al mismo tiempo, una amalgama de identidades que resulta en una identidad cambiante y en constante evolución, o bien, una pluri-identidad, si es que el término aplica. 

No entiende por qué sus amigos y familiares no consideran su otredad, ni se dan el chance de ser otros. Piensa, en fin, que esas conductas nocivas, se deben al uso indiscriminado de la primera persona, de anteponer el yo al él o ella

martes, 12 de mayo de 2020

A veces

A veces me dan ganas escribir una historia sobre un tema, una idea o una imagen que me llama la atención, pero no sé de qué va a tratar, ni mucho menos cómo comenzarla. 

Cuando eso ocurre, y si las ganas persisten, trato de imaginar un personaje. Dicen que sin conflicto no hay historia, pero para poner en marcha es mecanismo alguien tiene que estar relacionado a ese conflicto. Luego le doy un nombre y lo ubico en cualquier situación, la que sea. La idea es imaginar que hace algo, qué sé yo, caminar desde su cuarto a la cocina para fritar un huevo. Con esa primera imagen escribo, si acaso, una línea o un párrafo pequeño: “Pedro sintió mucha hambre, se paró de su escritorio y se fue a la cocina a fritar un huevo”. 

Hasta ese momento no tengo ni idea de cuál va a ser la trama de la historia, pero ahí se queda flotando el personaje. Es una imagen algo triste, digamos, porque está completamente solo, sin historia, otros personajes o recuerdos. Solo con su nombre y un poco de acción. 

Lo dejo ahí y trato de olvidarme de la historia, siempre hay una, y a veces los personajes se mueren porque no se me ocurre nada digno qué contar acerca de ellos; cuando digo mueren, me refiero a que solo lo hacen en mi cabeza, pues supongo que ellos, apenas se dan cuenta de mi inhabilidad para contar lo que les pasó, se van a ocupar los pensamientos de otra persona, sin importar si les gusta escribir o no, y lo pueden hacer no solo en forma de personaje, sino a modo de angustia, obsesión o recuerdo, en fin, son extraños los personajes. 

Cuando ocurre lo contrario, cuando me depositan su confianza y se rehúsan a abandonar mi cabeza, aparecen en ella como fogonazos a lo largo del día, y me dejan ver un poco quiénes son, qué buscan, qué los mueve, y eso es lo que me ayuda a descifrar la trama de su historia. Cuando eso ocurre, es ahí cuando vuelvo a ese primer párrafo que había escrito, y como ya no somos extraños, dejo que me cuenten eso que les pasó sin juzgarlos. 

A veces me pasa eso.

lunes, 11 de mayo de 2020

Rompecabezas

Cuando Ramón Hidalgo salió del colegio no tuvo dificultad alguna en seleccionar la carrera que iba a estudiar. Desde pequeño había sentido atracción hacia el diseño y le gustaba ver el mundo y su cotidianidad como piezas que se acoplaban unas a otras. 

Ya de adulto o profesional, como les suelen decir a las personas que, en apariencia, estudiaron algo, Hidalgo nunca compró un solo mueble y todos los confeccionaba en su taller, alegando que los que encontraba en las tiendas aparte de feos eran pocos funcionales. En resumidas cuentas, le molestaba que solo cumplieran con un propósito, que las sillas solo sirvieran para sentarse, el comedor solo para comer, la cama solo para dormir, etc. Para él los muebles de un hogar debían conformar un todo, como las figuras de un rompecabezas, que una vez conectadas adecuadamente revelan hermosos paisajes y magníficas estructuras. 

Hidalgo había dedicado su vida a ese proyecto: La casa rompecabezas, con la diferencia de que el suyo, su rompecabezas, las piezas cazaban no solo con una sino con varias piezas-mueble, lo que le permitiría a las personas armar todo tipo de estructuras extrañas, pero, según él, bellas y funcionales. 

Antes de comenzar la cuarentena, luego de años de trabajo, Hidalgo había terminado, por fin, el primer set de muebles rompecabezas y estaba seguro que alguna empresa se interesaría por él, para producirlo en masa. 

Pero llegó la pandemia y todas las reuniones que había programado quedaron aplazadas. “¿Para cuándo?, pregunta el diseñador” cuando llama a las empresas, pero nadie sabe darle respuesta. Ahora dedica sus días a jugar con su creación, a unir y armar todo tipo de estructuras que, según él, cumplen con diferentes propósitos. 

Los vecinos del piso de abajo se preguntan por qué todo el día, en el apartamento de Hidalgo a quién rara vez han visto, parece que se movieran muebles de un lado a otro como si nunca se decidieran por un lugar definitivo para ellos.