jueves, 18 de junio de 2020

Mal genio


Me meto en mi cabeza a ver si logro dar con lo que me incomoda que, supongo, debe venir en forma de idea o recuerdo, para luego transformarse en sentimiento. Me imagino al cerebro como una red de millones de circuitos, y los responsables de mi ira son un par que no están haciendo el contacto adecuado. 

Llevo puesto un overol azul oscuro y una caja de herramientas cuelga de mi mano derecha. Pasados unos minutos no encuentro nada. Lo único que veo, en mi corta caminata mental, aparte de unas fantasías inconfesables, son fogonazos, aquí y allá, producto de la sinapsis. 

Todo aparenta estar en orden. Es como si el mal genio proviniera de la nada, del vacío, del espacio exterior o de otra dimensión, y ese hecho, que carezca de base y sustancia, hace que me moleste más. “¡Que ridiculez sentir tanto!” pienso. Deberíamos tener algo de robots, ser más importa-culistas o las dos cosas, qué sé yo. 

La cabeza, es decir, nuestros pensamientos o todo lo que almacenamos en ella, deberían ser elementos binarios: 1/0, blanco/negro, derecha/izquierda, por aquí/por allá y ya está, pero la paleta de colores que se despliega ante nosotros en cualquier situación, buena o mala, es algo que, me aventuro a pensar, a veces nos jode la cabeza. 

Entonces escribo, porque escribir es una certeza que me tranquiliza. Redacto un texto de 288 palabras que va en su novena versión hasta que quedo contento con él. 

Guardo el documento, apago el computador y me pongo a ver una serie que se llama “Escapando hacia la noche”, que lleva ese formato de: grupo de desconocidos intentan superar un peligro. En este caso es que el sol los va a fritar y van en un avión escapándose del amanecer, de ahí el nombre de la serie. 

Me pregunto hasta cuanto lograrán los guionistas mantener la tensión bajo ese escenario y le estimo una temporada, pero siempre las extienden y una historia que podía ser redondita y compacta, termina llena de curvas y huecos en la trama. 

miércoles, 17 de junio de 2020

Sueño romántico

El reloj despertador suena por segunda vez. Entreabro los ojos y estiro la mano para presionar algún botón, el que sea, hasta que logro que esa chicharra del demonio deje de sonar. Por eso el mundo anda tan mal, porque el primer contacto que tenemos cada día con la realidad es una experiencia traumática. 

Cierro los ojos pues quiero volver a caer en el sueño que tuve, en continuarlo, pero no ocurre nada. Estoy despierto. La trama de esa ficción onírica estaba protagonizada por una mujer y yo. Estábamos muy cerca y, al parecer, la abrazaba y besaba, pero como suele ocurrir en mis sueños, las imágenes que recuerdo están envueltas en una neblina que no me permite definir los bordes, dónde comienzan y terminan las cosas, los objetos, las personas o los sucesos; todas las figuras son bultos sin facciones. 

¿Es esa mujer producto de retazos mal pegados de toda la tela que llevo en el inconsciente? ¿Es alguien que conocí, conozco o voy a conocer? Me molesta mi incapacidad para no tener sueños claros y envidio a las personas que los recuerdan fácil y logran dar todo tipo de detalles. 

¿Cuál es la línea que separa lo que soñamos de la realidad?, ¿comparten algún territorio en común la vigilia y el sueño? No lo sé. También hay veces que me molesta eso, saber tan poco, andar siempre a tientas, en fin. 

Entonces imagino que todos, como la mujer del sueño y yo, vamos flotando por la vida como cuerpos celestes, hasta que la fuerza gravitacional propia o del otro(a) hace que nos estrellemos.

Esas colisiones, catastróficas o no, son las encargadas de que todo esto, que no sabemos muy bien qué es, siga en marcha.

martes, 16 de junio de 2020

Examen de sueño

Parece que hay veces en que uno hace las cosas mal por sencillas que parezcan, y una de ellas es dormir. 

Hace unos años una doctora me mandó a hacerme un examen de sueño. La clínica, de sueño, claro está, a la que tenía que ir, nunca la había visitado y quedaba lejos de mi casa. La cita era a las 7 de la noche, y se supone que ese día debía haberme despertado muy temprano para poder presentar, digamos, un examen exitoso. 

No fue así. Ese día, entre semana, dormí más de lo debido, o simplemente no tenía el sueño que creía era necesario para el examen. El chofer del taxi que tomé, aseguró saber dónde quedaba la clínica, pero al final se perdió. Genial, estaba perdido y sin sueño. Me bajé de ese taxi y tomé otro que si supo llegar al lugar. 

Llegué corriendo a la recepción y les conté que tenía un examen de sueño. La mujer que atendía, que llevaba puesto un uniforme tan blanco como las paredes del lugar y que también parecía no tener sueño, me tranquilizó y me dijo que había llegado justo a tiempo para el examen, y me pidió que me sentara a esperar en una sala desierta con un televisor empotrado en la pared que tenía el volumen a todo dar. 

Pasada la espera, apareció una enfermera que me hizo seguir a un cuarto con un baño, una cama, una especie de mesa de noche metálica y también otro televisor en una de sus esquinas. La mujer me dio una bata clínica de esas delgadas de color azul aguamarina y pidió que me cambiara en el baño. 

Cuando estuve listo, la mujer me dijo que me acostara porque ya iba a comenzar el examen. Así lo hice, mientras ella preparaba, accionando unos botones, la maquina del sueño que, imagino debe tener otro nombre. Una vez recostado me empezó a conectar varios electrodos en el pecho y cuando termino me dio las buenas noches y me deseo un buen sueño. 

Ese día iba armado con una colección de cuentos de Raymond Chandler, así que antes de que abandonara el cuarto, le pregunté que si podía leer antes de dormirme, y me dijo que no, que ella tenía que apagar la luz de la habitación, pero que si podía mirar algo de televisión. 

Le di las gracias y antes de prender el televisor, me quede mirando fijamente el techo. Ahí estaba estaba yo en pleno examen y no tenía sueño. Luego miré televisión por un rato, ya no recuerdo qué programa, seguro una telenovela, porque solo habían canales nacionales, hasta que me dormí. 

A la mañana siguiente entró la enfermera y sentí que solo habían pasados unos minutos desde el momento en que había dejado el cuarto la noche anterior. Tenía mucha pereza de tener que repetir el examen, así que lo primero que le pregunte fue si había dormido y me respondió que sí, que la máquina, ella o el dios del sueño, habían podido tomar las medidas necesarias para obtener un resultado. 

Me alisté, abandoné el lugar y caminé hasta una panadería. Allí pedí un juego de naranja, un café, y algo de comer y me leí dos cuentos de libro que había llevado.

lunes, 15 de junio de 2020

Lo que pasa

Hace mucho tiempo E. me contó, algo enfadada, que J. había vuelto con su novio de toda la vida con el que había terminado hace poco, y que se iban a casar. “¿Pero por qué no es capaz de buscar a otra persona?”, se preguntaba con cierta rabia. A mí la verdad me importaba poco lo que hiciera J, y mucho menos lo que pensara E. de ella. Todo me llevó a pensar que E. decía esas cosas porque le tenía cierta envidia, pues andaba sin pareja en ese momento de su vida. 

Pasara lo que pasara en su relato, J. no tenía ganas de interpretar un nuevo papel. Creo que muchas veces actuamos en automático ante las diferentes situaciones que nos plantea la vida. Eso es lo que, me aventuro a pensar, pasa, porque así somos y ya está. 

Lo que pasa, o bien, lo que creo que pasa, es que siempre estamos a la espera de la historia perfecta, de un relato sin grietas ni fallas, donde todo tenga sentido, más allá de esa estructura dramática de inicio, nudo y desenlace que nos han querido vender toda la vida. 

Pero claro, ¿acaso quién no desea que la vida sea justamente eso, es decir, una historia compacta, redonda, sin grietas por entre las cuales se le pueda escapar el sentido? Entonces, imagino, andamos tras la búsqueda de esas narrativas que concuerdan con lo que creemos es justo, lo que debe ser, o que reclaman eso que, se supone, la vida nos debe o nos ha quitado. 

Andamos pues, evitando ser frágiles y negando que el caos supera cualquier tipo de estado en el que transcurren nuestras vidas. No queremos admitir que el orden, “lo que debe ser”, se nos escurre por entre los dedos como agua, porque queremos que los otros entiendan nuestro relato de inicio a fin, y está mal visto que el sinsentido, lo inexplicable, domine nuestra narrativa de vez en cuando. 

Eso, supongo, en mi infinita ignorancia, es lo que pasa.

viernes, 12 de junio de 2020

El no-escrito

Jacinto Cabezas tiene muchos problemas, unos importantes y otros no. Algunos de los importantes para él, son ridiculeces para los demás, y algunos que tilda de ridículos, son gravísimos para el resto de las personas. Así es que vamos por la vida, llenos de desacuerdos con lo que otros piensan, pero ¿qué le vamos a hacer? Siempre, claro, está a la mano el recurso de la indignación, pero indignarse porque el uno o el otro dijo, o porque esto o aquello pasó, no es de mucho provecho. 

Como su narrador oficial, sé que a Cabezas no le interesa hacer un listado de sus problemas, así que no vamos a entrar a analizar cada una de las desgracias que componen su vida, igual, estimado lector, ni usted ni yo tendríamos el tiempo suficiente para emprender semejante tarea. 

El otro día mientras me canalizaba a través de sus dedos, pude experimentar uno de los problemas de Cabezas, que él considera importante. Ya habíamos hablado de la exploración de los bordes en su obra. Ese día, del que les hablo me refiero, cuando se disponía a escribir un relato de ficción que, como dice su colega Ricardo Silva, es la única que hace posible esquivar lugares comunes; y de ahí su importancia, pues el centro está plagado de ellos, Cabezas se planteó el siguiente dilema: 

Tenía ganas de escribir, pero no quería hacerlo, es decir, quería contar muchas cosas, pero al mismo tiempo no decir nada, dejar la página en blanco si era necesario. En resumidas cuentas Cabezas quería exponer su punto de vista, pero sin decir nada, hacer un escrito no-escrito que le permitiera convertirse en nadie, que le quitara cada una de las capas de ego que lleva encima. 

Y eso, parece, fue lo que hizo, porque luego de 2 horas de estar sentado enfrente del computador no había escrito ni una sola palabra. “¿Quién va a entender el propósito de ese escrito desprovisto de egocentrismo?”, se preguntó. “Seguro que aparte de mí, nadie.”, concluyó, y tuvo que hacer un esfuerzo impresionante para cortar de tajo la conversación con sí mismo, a pesar de que ese otro que lo habita le hacia caras para que continuaran charlando. 

Luego de ese incidente, salió a caminar a ver si se le ocurría alguna manera para abordar ese no-escrito, pero llegó a la terraza de un restaurante, diluyó su dilema en 3 vasos de gin-tonic, 2 de whisky; adornó la borrachera fumando media cajetilla de cigarrillos, y al final olvidó el asunto.

jueves, 11 de junio de 2020

Personajes

¿Cuál es la probabilidad de encontrarse con alguien en una ciudad capital con más de 6 millones de habitantes? muy baja, quizá, pero así le ocurrió a Andrés y Camilo el otro día, dos personajes que no se habían vuelto a ver desde que se habían graduado de la universidad. 

Luego del saludo, cayeron en una conversación cualquiera sobre algunos amigos en común con los que Andrés había perdido contacto, al contrario de Camilo. Este último le daba detalles de cada persona de la que hablaban como si los hubiera visto hace tan solo unos días. 

A Andrés no le caía ni bien, ni mal Camilo. Lo consideraba como uno de esos personajes que en algún momento juegan un papel importante en la trama de una historia, pero que salen de ella cuando ya no son necesarios, así que su plan era decirle lo mismo que hasta ese momento le había dicho a todos los que se encontraba sin proponérselo: “Páseme su teléfono y ahí miramos cuando nos tomamos algo”, una frase ambigua que siempre lo dejaba bien parado. 

Pero luego de decírsela a Camilo, este no cayó en el juego y le propuso, como sabiendo cuáles eran sus intenciones, que se tomaran ese algo ya mismo. La determinación de Andrés se desplomó en un instante, y aceptó el plan improvisado. 

El algo que decidieron fue un café, porque Andrés no quería llegar oliendo a trago a su casa, y Camilo, a pesar de ser un borrachín consumado, lo acepto sin problema, pues, al parecer, tenía muchas ganas de hablar. 

En el sitio que seleccionaron, un café pequeño con una barra y unas sillas altas apeñuscadas, los viejos conocidos conversaron como en los viejos tiempos, salpicando su charla de anécdotas de su época universitaria. Pasada la euforia llegaron a ese punto muerto que arranca con la pregunta: “¿Y que está haciendo ahora?”. Andrés le contó cuál era su trabajo, sin entrar en muchos detalles. “¿Y usted?”, le preguntó. 

Camilo le contó que ya llevaba más de 5 años trabajando en la misma empresa, una multinacional, y que por fin, a principio de año, lo habían ascendido a Gerente de una de las divisiones de la compañía. Andrés notó el orgullo en sus palabras, y le preguntó que si para él siempre había sido importante llegar a ese cargo. 

“¡Claro!”, le respondió Camilo, algo ofendido con la pregunta. ¿Es que hace cuánto fue que nos graduamos? Ya es hora de tener uno de esos cargos, ¿no cree? 

“Si, me imagino”, le respondió Andrés, mientras pensaba en esa necesidad que tenemos de ser personajes protagonistas, importantes, con mucho poder en la trama de una historia,  bien sea propia o ajena. No entiende por qué las personas no pueden conformarse con ser un personaje secundario, o incluso un extra que pasa caminando y nada más, incluso cuando ese hecho les permitiría tener vidas menos caóticas.

miércoles, 10 de junio de 2020

Lectura crítica

“Solo A. entendió de que se trataba mi cuento”, dice Carlos cuando terminan de darle los comentarios sobre su escrito. “¿Y qué significa entender un cuento?” Se pregunta Magda. 

Mientras la discusión sigue, ella piensa que se escribe con un tema o mensaje en mente, y puede que algún lector lo interprete tal cual como el autor lo deseaba, pero que en el momento en que la pieza: una frase, párrafo, poema, cuento, novela, sale de los dominios del autor; cuando entra, digamos, en el recio caudal de la lectura, los lectores pueden darse el privilegio de atribuirle el significado que les dé la gana, sin importar si tiene, o no, algo que ver con esa gran idea o tema en la que pensó el escritor al momento de crearla. 

Magda le da un sorbo a un a taza de café humeante que acaba de poner un mesero sobre la mesa, mientras el resto de escritores, o más bien, lectores, siguen opinando sobre el cuento, después de oír el pataleo del autor. 

Magda también piensa que un texto tiene problemas estructurales, goteras narrativas, si el escritor se empeña en defender a capa y espada a cada una de las objeciones de sus lectores, si encuentra una justificación para todo, que es justamente lo que ocurre en este momento con el escritor, que se ve algo molesto con los comentarios que ha recibido hasta el momento. 

Magda sabe que lo que acaba de pensar es solo una opinión y le molestan las opiniones, tan sesgadas y llenas de "verdad". No quiere echarle más leña a la discusión, pues quiere que la reunión se termine rápido para irse a tomar cerveza con unos amigos. 

“¿Tú que piensas Magda?”, le pregunta Carlos de repente. Antes de hablar le da otro sorbo al café que ya esta frío, sonríe y acude a un lugar común de conflicto y trama, temas con los que elabora una respuesta rápida. 

Más tarde, con un vaso de cerveza en la mano, no ha parado de darle vueltas al tema. “Que cada persona interprete las lecturas como quiera, ¿acaso nos van a quitar ese placer?”.