miércoles, 15 de julio de 2020

Nada

Con Mariela tuve buenos momentos, ¡y qué momentos! Pero de momento, valga la redundancia, no viene al caso relatarlos. Esa etapa de momentos, cuando se conoce a otra persona, esta repleta de altibajos, de premios de montaña, terrenos planos llenos de apatía y aburrimiento y unos descensos vertiginosos. 

En los primeros meses emprendimos el ascenso y fueron puras montañas repletas de dicha, esos momentos que hacen pensar que la felicidad si existe. Es verdad que a ratos pasábamos por valles rutinarios, casi una copia los unos de los otros, pero eran paisajes llevaderos, con casitas de campo y extensas plantaciones de cultivos con muchas flores. 

Pero llego ese momento al que todos le escapamos y es cuando se comienza a descender. La bajada estuvo repleta de lluvia y barro y raspones, producto de nuestras caídas. 

El caso es que la etapa acabó y unos meses después conocí a Natalia. No creo quererla como quise en su momento a Mariela, pero igual nos fuimos a vivir juntos, pues eso es lo que se debe hacer, ¿cierto?. De todas maneras siento que muchas cosas quedaron por decirnos entre Mariela y yo, no para quedar en buenos términos, sino para cantarle un par de verdades en su cara. 

El otro día, de la nada, bueno, de ella que es como lo mismo, me llego un mensaje, en el que me daba las gracias por los momentos compartidos y no sé que más chorradas. Era el momento perfecto para descargar toda mi rabia en unos cuantos párrafos, así que empecé a redactarlos como si de ellos dependiera mi vida. Al terminar, leí lo que había escrito, pero me pareció un arrume de argumentos flojos y lo borré todo. Volví a escribir un mensaje tres veces más, pero ninguno me convenció. 

“¿Qué haces mi amor?”, me pregunto Natalia al Salir del baño. 
“nada”, respondí, mientras ponía el celular sobre la mesita de noche. 

A la mañana siguiente tenía un mensaje de Mariela que decía: “¿Me quieres decir algo?”. Otra vez tenía la oportunidad de lanzarle un par de dardos venenosos en forma palabras, pero me contuve y solo le escribí: “No, nada”.

martes, 14 de julio de 2020

Repetido

Me pregunto cuántas veces estaré repetido por el mundo y quiénes serán mis Doppelgängers. Me inclino a pensar que entre todos conformamos un ente, no sabría decir de qué tipo, y que nos complementamos los unos a los otros, es decir, si el que vive en Argentina, por decir cualquier país, es muy cascarrabias, otro, el que vive en Copenhague, es de lo más tranquilo y relajado. En lo único que me diferencio de eso dobles es en el nombre, aunque siempre empieza por la misma letra.  También me inclino a pensar que físicamente somos idénticos. 

Por extrañas razones a veces me llegan E-mails que deberían estar dirigidos a ellos, como los de un tal Jaime que recibe correos con promociones de una farmacia. Ojalá su salud esté bien, porque algunos de sus males podrían llegar a afectarme. 

A Jose, al parecer, el fiestero del grupo, le llegan (me llegan) correos de una licorera; también son puras promociones y espero que no abuse de la bebida, pues a estas alturas del partido ya no estamos para borracheras sin sentido, con sentido o de cualquier tipo. 

Javier, en cambio, parece tener problemas de dinero, pues a cada rato le llegan facturas vencidas de su operador de televisión por cable. 

Somos, entonces, una suma de fuerzas que se anulan unas a otras y así es que evitamos la locura que, como la muerte, siempre vive al acecho, esperando que dejemos abierta cualquier rendija de la existencia para colarse. 

A veces hay personas que me dicen algo como: “oye te vi en tal lado el martes pasado”. Siempre les doy la razón, pues me confundieron con uno de mis dobles; estuve y no estuve en el sitio, estuve ausente si es que se puede afirmar tal cosa, y lo hago porque tenemos que acostumbrarnos a nuestros negativos, a esos lados oscuros que conviven con nosotros así sea a la distancia.

lunes, 13 de julio de 2020

Inestable

El celular me avisa que falta media hora para que comience la reunión. Mi cerebro se relaja y farolea de un pensamiento al otro, y así olvido el recordatorio. Pasados cincuenta minutos me acuerdo y me conecto. Son 7 los participantes y 4 tienen puesta la cámara. Algunos llevan caras largas. ¿Aburrición, cansancio? No lo sé, pero supongo que haría parte de alguno de esos grupos porque tengo una especie de pereza mezclada con rabia. 

Como llegué tarde no se de que están hablando, así que solo escucho. A veces eso es lo mejor que se puede hacer, solo escuchar y no decir nada, así uno esté de acuerdo o le parezca un completo disparate lo que otros estén diciendo. 

Estoy y no estoy. Soy una especie, digamos, de voyerista virtual. Así pasa un rato, hasta que la conexión a Internet comienza a fallar y ahora escucho la conversación de forma entrecortada. A veces el sonido se va por completo y veo que algunos sonríen. Me gustaría oír cuál fue el comentario que produjo la sonrisa en sus caras, para cambiar un poco el mal gesto que, supongo, lleva la mía, aunque no la vea en pantalla. 

Al rato aparece un aviso que me dice que los recursos de mi máquina son insuficientes, así que minimizo la pantalla de la reunión y cierro los demás documentos que tengo abiertos. Vuelvo a la ella y la señal continúa igual de inestable que el ánimo que cargo, con picos de euforia y malhumor sin sentido alguno. Ya decía yo que todos, hasta cierto punto, tenemos algo de bipolares. 

Me desconecto y apenas vuelvo a ingresar. La señal funciona de nuevo, pero solo por unos cuantos segundos hasta que otra vez es inestable, así lo dice el aviso que ahora sale en la mitad de la pantalla: “Su señal de Internet es inestable”. 

Al rato veo que todos empiezan a decir chao con la mano, no digo ni hago nada porque nadie me va a escuchar y mucho menos ver.

sábado, 11 de julio de 2020

No soy un robot

Busco imágenes para una presentación y doy con una página que ofrece unas, creo, de muy buena calidad. Me demoro eternidades para escogerlas pues quiero encontrar las precisas, aquella que resumen todo lo que quiero decir. 

Cuando eso por fin sucede, cuando creo que quienquiera que haya creado la imagen o tomado la fotografía, estaba pensando en un tema similar al de mi presentación, le doy clic al botón que dice “descarga gratuita”. Al instante se despliega una lista de selección con los tamaños disponibles y escojo 1920x1280 que, supongo, es un tamaño de buena calidad. Para confirmar la operación, si se le puede llamar de esa manera a todo el teje-maneje, le doy clic a otro botón que dice “descargar”.

Ahora aparece, en la mitad de la pantalla, un cuadro de diálogo que, claro está, me quiere decir algo y ese algo, ese diálogo que pretende entablar conmigo la página resulta extraño, pues es una afirmación en primera persona: “No soy un robot”.  Viene acompañada de una casilla de chequeo (eso que llaman Captcha) ubicada a su lado izquierdo, que debo seleccionar para que aparezca un chulito verde en ella, y así confirmar mi calidad de ser humano.

“¿Cómo saber que no soy un robot?”, me pregunto, ¿cómo saber que la vida que llevamos realmente nos pertenece? Si uno la Mira por encima, parece que el programa que nos cargaron es eso a lo que llamamos rutina. Suena descabellado, pero pues la vida es tan extraña que cualquier cosa que imaginemos puede ser posible.

¿Y qué si fuera un robot? No entiendo por qué se les va a negar a las máquinas descargar una imagen. Otra cosa sería descargar los planos de una planta nuclear o los códigos de lanzamiento de los misiles que, imagino, tienen  las superpotencias apuntándose entre sí. 

 Ya ven ustedes, el fin del mundo o descargar una imagen, está tan solo a un clic de  distancia, y ambas cosas, imagino, las puede hacer un robot.

jueves, 9 de julio de 2020

Apuntes sueltos

Estoy seguro de que ayer, o antes de ayer, se me ocurrió un tema al cual le podría arrancar unas cuantas palabras. Tengo una imagen fija del momento en que lo anotaba en mi libreta.

La reviso y no encuentro nada. Debí haberlo soñado o mi cabeza se lo invento de puro capricho. 



Es un apunte suelto, ¿de dónde?, de la libreta, el lugar al que deberían estar sujetos todos los que se me ocurren. Imagino que debe existir un espacio a donde van a parar ese tipo de apuntes, apenas se sueltan de nuestra imaginación, de nuestro cuaderno, agenda,  libreta  o de cualquier lugar donde los almacenamos.  Allí  quedan a la espera de que alguien más los tome para hacer con ellos lo que les dé la gana; las ideas, va uno a ver, sonde todos y de nadie. 



En cambio me encuentro con un apunte agarrado, que está enmarcado en un cuadro a manera de bocadillo de historieta cómica. No sé en que momento cogí la manía de enmarcar así algunos apuntes. 

El apunte del que les hablo es un pequeño listado de libros que me recomendó Rosa Montero en una charla suya, Creación y Locura, a la que asistí la semana pasada. Le pregunté qué diarios de escritores recomendaba y respondió: La tentación del fracaso de Julio Ramón Ribeyro. Diario de un canalla de Mario Levrero, que empiezan así:

“No estoy escribiendo para ningún lector, ni siquiera para leerme yo. Escribo 
para escribirme yo; es un acto de autoconstrucción.” 

Y díganme ustedes algo: ante semejante abismo, ¿cómo no caer en él?


Los últimos que recomendó Montero, fueron  los de Simone de Beauvoir, sus preferidos. ¡Quiero leerlos todos ya! 



Anotarlo, anotarlo todo, lo que sirva y lo que no, para que ningún apunte quede suelto.

miércoles, 8 de julio de 2020

De frases y abismos

Hay frases o párrafos, algunos son el inicio de un texto, que nos empujan a leer el resto. Hacen sus veces de abismos oscuros y nos atraen para que caigamos en ellos sin contemplación alguna, porque necesitamos saber qué se esconde allá abajo. Ejemplos habrá miles, pero se me vienen a la cabeza los siguientes:

“Cierra las ventanillas y acuéstate, hay un incendio en la central. Volveré pronto." 
— Voces de Chernóbil  — 

“La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste contra la puerta. Un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse trizas. Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada.” 
— Historia del Rey transparente — 

“Urania. No le habían hecho un favor sus padres; su nombre daba la idea de un planeta, 
de un mineral, de todo, salvo de la mujer espigada y de rasgos finos, tez bruñida y 
Grandes ojos oscuros, algo tristes, que le devolvía el espejo.” 
— La Fiesta del Chivo — 

En un artículo, que leí hace muchos años, Juan José Millás contaba la historia de una bitácora de un barco que había sufrido un accidente, que tenía una anotación desesperada que había hecho el capitán en ella, cuando unos pocos estaban encerrados en el cuarto de máquinas, al borde del abismo de la muerte. Intenté buscar la columna; no la encontré, pero también era un párrafo que lo atraía a uno con mucha fuerza. 

Y está, claro, el siguiente inicio del que se ha hablado tanto, que uno lee, lee y vuelve a leer, pues parece que ese puñado de palabras esconden la sabiduría que necesitamos para entender en qué consiste realmente la vida. 

“Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia 
infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada” 
— Ana Karenina —

martes, 7 de julio de 2020

19 minutos

Se daña el grifo del lavaplatos. Llamamos a un plomero que viene e instala una nueva grifería, pero pasados dos días al chorro del agua le da la chiripiorca y no cae perpendicularmente, sino que chisporrotea, que buena palabra esta, hacia el lado izquierdo. 

Llamamos de nuevo al plomero. “Paso mañana — hoy —, entre la 1 y las 6 de la tarde”, dice. Llega entre el horario indicado. “Señor deje aquí su maleta, su casco, su parafernalia”. “Gracias responde, pero me debo poner un traje”, y se demora 1000 horas mientras se lo pone. “Listo, ¿qué es lo que toca mirar?”, pregunta con entusiasmo. 

Le muestro lo que falla, le explico la loquera que le dio al chorro de agua y también le muestro que el tubo del agua caliente tiene una gotera pequeña. “listo, listo”. “¿Le quito el agua?”. “no, todavía no”. “bueno si necesita algo me avisa", le digo. 

Me siento en la mesa del comedor y me pongo a leer el capitulo de una novela. El Kindle me dice que su lectura se demora 19 minutos”. Comienzo a leer. Unos minutos después, digamos 3, como para ser precisos. Me asomo y veo al plomero acurrucado revisando la gotera. “¿necesita una linterna?”, le pregunto. “no, tengo la del celular”. 

Vuelvo a la lectura, ¿En qué iba? Repaso los últimos párrafos que había leído para encarrilarme de nuevo en ella. 

“Amigo, amigo”, ahora soy su amigo. “Amigo, por favor, ahora sí, quite el agua”. Me levanto, salgo al hall del piso y bajo o subo, ya no recuerdo, la palanca del registro del agua. Vuelvo al apartamento con un trote ridículo y le digo a mi nuevo amigo que ya hice lo que me indico. “Gracias”, responde y continúa con su labor. 

Vuelvo a la lectura, al capítulo de 19 minutos, del que no sé cuántos me quedan para terminarlo, pero siento que ha pasado más de ese tiempo. “Amigo, terminé. Por favor venga y revisa”. Me pongo de pie para revisar su trabajo, aunque me gustaría confiar en él a la ciega, darle las gracias y que se vaya. 

Me explica que al agua le dio la ventolera, porque una piedrita había quedado atrapada en el filtro y era la que le cambiaba la dirección al chorro. Me aconseja quitarlo. “bueno, quitémoslo”, le digo. Ahora reviso la gotera, paso mi mano por el tubo , pero aparte de calor no siento nada más, ya no hay fuga de agua. “Lo apreté más”, me dice. No sé que fue lo que apretó, pero hago como si supiera y le doy las gracias. 

Sale de la cocina y luego saca de la maleta una carpeta con unas formas que debe llenar. Me quedo mirando cómo lo hace, pero parece que se va a demorar más que poniéndose el traje de trabajo, así que prendo el Kindle de nuevo. Reviso cuanto tiempo de lectura le queda al capítulo: cuatro minutos. Vuelvo y pienso que ha pasado mucho más tiempo, pero le hago caso a lo que dice el reloj del aparato. A veces el tiempo se elonga y contrae de forma extraña, y no hay nada que podamos hacer ante ese extraño fenómeno. 

“Qué miedo los fantasmas de esta revuelta que se ha tragado el toque de queda. Y qué miedo este país”, es la frase que cierra el capítulo. 

Apago el aparato y el plomero no para de escribir. Miro hacia el techo, a la puerta, a sus cosas que están en el piso, tarareo una canción mentalmente y presiono el pedal de un bombo imaginario con mi pie derecho: un, dos, un dos. 

Ahora el plomero se pone la punta del esfero en la barbilla y se queda pensando. “¿A qué hora fue que llegué?”, le lanza la pregunta como al universo. No tengo ni idea y mucho menos con el tiempo que está igual o más loco que el chorro de la llave antes de que el “amigo” lo arreglara, y antes de que le de una hora, la que sea, se responde solo: “una y cuarenta, pero voy a poner una y treinta”, y no me da tiempo de decirle nada. 

“porfa regálame una firmita aquí, aquí y aquí también”. Que cantidad de papeles, de firmas. Ruego para que no saque un huellero y mis plegarias son escuchadas por el dios de los trámites bancarios, supongo. 

“Hasta luego, muchas gracias” 

“Hasta luego amigo, que tenga un buen día”.