martes, 18 de agosto de 2020

Templo

Saraswati, la diosa de las palabras y el conocimiento me mira. Bueno, mira hacia el frente, pero imagino que dirige su mirada hacia mí. La verdad es que no mira a nada ni nadie, pues es una estatuilla, pero uno está en todo su derecho de tejer cualquier tipo de fantasías y/o ficciones, ¿acaso no?. 

Conocí de la existencia de esa diosa del Hinduismo, hace ya varios años, luego de leer Wisdom Walk, un libro que habla sobre las religiones del mundo, en qué consisten y cuales son los rituales de cada una. Saraswati aparece sentada sobre un cisne, tiene cuatro brazos y sostiene una vina, instrumento similar a una cítara, con dos de ellos. 

Los adeptos a esa religión creen en la reencarnación, pues las personas necesitan más de una vida para llegar a comprender ciertas lecciones. piensan que el infierno es un estado mental y que uno puede permanecer o salir de él en cualquier momento, y también creen en el karma y la ley de la causa y efecto. 

Uno de sus rituales consiste en hacer altares caseros, un sector del hogar que es como un  templo o santuario; el devatarchanam, un lugar para honrar la divinidad. Recuerdo que el libro decía que uno puede hacer altares de lo que quiera, aunque no se practique esa religión, y que son espacios que sirven para bajarle las revoluciones a los días y conectar con lo espiritual, independiente de cómo cada persona lo conciba. 

Más que lugares sagrados, son ambientes pacíficos y que nos deben agradar estéticamente. La idea es poder visitarlos preferiblemente en la mañana, o a cualquier hora para tener un momento contemplativo. 

Recuerdo que compré la estatuilla, para hacer uno relacionado con la escritura, pero al final nunca lo hice, y ahí quedo Saraswati, huérfana de altar, encima de un mueble. De pronto el hecho de que me haya puesto a escribir sobre esto es una señal para que lo haga, pero creo poco en eso de las señales.

lunes, 17 de agosto de 2020

De medio lado

Es un día nublado. Después del almuerzo me dan ganas de leer, así que preparo el lugar en el que suelo hacerlo: mi cama. Ejecuto con cuidado la tarea de acomodar las dos almohadas contra la pared, en la posición adecuada y, antes de recostarme, les doy golpes aquí y allá, pues creo que servirán para crear mayor comodidad. 

Me recuesto despacio. Siento que algo anda mal y me inclino hacia adelante, las jalo para abajo y vuelvo a recostarme. Con las almohadas en la posición correcta, prendo la lámpara y doblo su tubo, es flexible, para que el haz de luz apunte directamente sobre la pantalla del Kindle. 

Me termino de un sorbo un tinto ya casi frío que había preparado, y rescato de las profundidades de un paquete de chokis, una última bolita de chocolate. 

Comienzo a leer y lo hago despacio, saboreo las palabras, y ningún pensamiento me distrae. “Que bueno es caer en estos estados de lectura”, pienso. 

Mi caprichoso cuerpo, haciéndole caso a la cabeza, supongo, decide cambiar de posición. Acomodo el Kindle contra un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y doy media vuelta. No sé porque le hago caso a mi cerebro, pues es una postura incómoda, una en la que el cuello seguro sufre, al tiempo que algún músculo de la espalda. Qué difícil resulta, a veces, encontrar esa posición en la que uno se siente a gusto para leer. 

Pasados unos minutos, tengo que volver a leer un párrafo, y así ocurre con otro par. Se me están cerrando los ojos. Apago el aparato y decido entregarme por completo al sueño. Justo en ese momento suena el citófono, para avisar que llegó un domicilio. 

Bajo a recogerlo y cuando subo, el sueño ha abandonado mi cuerpo. Me pongo a leer de nuevo, pero esta vez solo boca arriba; creo que la postura de medio lado es la que me induce al sueño.

sábado, 15 de agosto de 2020

Días de días

Leo un artículo en el que cuentan que Jacinto Cabezas, el escritor, cree que hay días de días para escribir. Dice, después de botar el humo de un cigarrillo al que le da caladas profundas —así lo cuenta el escrito—, que Algunas veces escribe textos con los que se obsesiona y que no abandona hasta que, cree, les pone el punto final y los termina; aunque piensa, como muchos otros, que un texto, cuando se cree terminado, lo que se hace, escasamente, es abandonarlo. 

En esos días, piensa, las palabras le fluyen más fácil, las asociaciones libres brotan del subconsciente como si nada y siente que todo lo que hace, lee, escucha o le dicen, tiene que ver con el tema sobre el que está escribiendo, o busca alguna manera de relacionarlo. Cabezas anhela que todos los días sean así, pero afirma que son contados, como errores del sistema, por decirlo de alguna forma. 

Lleva, a manera de diario, un registro minucioso de esos días, para ver si puede descubrir el patrón de comportamiento que los genera. Es feliz en ellos, pues están llenos de adrenalina mental, es decir, se la pasa explorando los bordes y desfiladeros peligrosos de la periferia de la realidad que, como ya sabemos, están lejos del centro, aquel lugar tan peligroso repleto de ideas enquistadas y lugares comunes. 

En otros días, cuenta Cabezas, el órgano de la imaginación —así lo cree, que la imaginación es un órgano, una parte palpable del cuerpo— desaparece o se niega a trabajar y entonces las palabras se le atoran en los dedos. Esos días, la gran mayoría, —de ahí que le hayan diagnosticado depresión— tan distintos a los otros, lo invade una tristeza que lo obliga a recostarse en la cama y solo dormir. 

La vida, si uno se fija bien, se reduce a un sistema binario: se tienen días 1 y días 0, los unos y los otros, que son diametralmente opuestos.

jueves, 13 de agosto de 2020

Sensible

Me inscribo a unas charlas del Hay Festival Queretaro o QueretaRock, como la llamaba una mexicana muy graciosa, originaria de esa ciudad, que conocí hace unos años. A veces pienso que ya me saben a cacho los eventos virtuales, pero es lo que hay. Esto es, más o menos, una contradicción, porque también me saben a cacho las personas que reniegan y se indignan por todo, y a veces caigo en esa dinámica, en fin. 

No sé si vamos a tener diferencia horaria con México el próximo mes, así que luego de llenar un formulario con mis datos, y guardar la información, presiono un link que dice “agregar al calendario de Google”, solo porque soy pésimo para hacer esos cálculos de diferencias horarias. Siempre he pensado que el hecho de que acá sea de noche y en otro lugar de día, desequilibra algo. No me pregunten qué, pues es una teoría a la que le trabajo a ratos, cuando eventualmente me acuerdo de ella. 

Luego de un par de clics, aparece un botón que dice “Aceptar”, que también presiono. Inmediatamente sale un cuadro de texto a manera de mensaje preventivo, que me informa que mi acción va a permitir que Zoom vea y edite todos mis calendarios. No entiendo a qué se refiere Internet con eso de “todos”. La advertencia finaliza recordándome que puede ser que esté compartiendo información sensible con el sitio web o la aplicación. “Información sensible”, ¡ja¡ ni que manejara información súper importante, aunque de pronto no entiendo a que hace referencia ese término, y le estoy vendiendo mi alma virtual a las grandes corporaciones tecnológicas. Dudo por unos segundos en confirmar la acción y al final pienso: “¿qué más da?” Igual, ya estamos regados por la red quién sabe en cuántos miles de bits, y aunque no queramos,  le pertenecemos de cierta forma.

miércoles, 12 de agosto de 2020

"Hablamos".

“Hablamos”. Eso, creo, fue lo que le dije a Carlos, un guionista, a manera de despedida, la última vez que nos vimos. No recuerdo muy bien, pudo haber sido otra palabra o una frase de despedida más elaborada que solo ese verbo conjugado en la primera persona del plural. Estaba con mi hermana en un supermercado, y yo llevaba un pan baguette agarrado a modo de espada con mi mano derecha, esa imagen si la tengo clara. Llevaba ese producto porque en la noche íbamos a preparar fondue con unos amigos. 


Él iba entrando al supermercado y yo abandonaba el lugar, cuando nos vimos. Mi hermana se adelantó y yo me quedé hablando con él. Nuestra conversación, imagino, no duro más de un minuto. En ese lapso de tiempo traté de averiguar qué había pasado en su vida, desde el último correo que habíamos intercambiado, unos seis meses atrás. Me contó que había estado una temporada en Europa porque su esposa se fue a estudiar allá; tampoco recuerdo cuál era ese allá, o si en algún momento de la conversación lo precisó, ¿Holanda quizá?. Me contó que había aprovechado su estadía en esa ciudad cualquiera para asistir a un congreso de cine, y que había aprovechado para charlar con directores reconocidos. Así siempre eran sus historias, como las de las personas que la pasan bien y hacen lo que más les gusta sin mucho esfuerzo. 

“Hablamos”. Es extraño decir eso para referirse a una acción futura, sin más palabras que precisen cuando se va a hablar. Otra cosa sería decir algo como: “Hablamos el jueves de la próxima semana a medio día”, pero pocos, creo, le apuntan a tal precisión. 

Nunca hablamos. Tiempo después me enteré, luego de una seguidilla de clics en Facebook hasta caer en su perfil, de que había fallecido”.

martes, 11 de agosto de 2020

La guerra

Dormir. Sueños con imágenes confusas y situaciones surreales. Suena la alarma. Presiona los botones del radio unas 100 veces, hasta que el aparato deja de sonar. Se levanta, se ducha: agua caliente y al final un chorro de agua fría, entre más fuertes los contrastes mucho mejor. ¿De qué?, de la vida, supone. Luego una tostada y un café, ¿Se le puede llamar a eso desayuno? Él cree que sí. 

Mientras le da un sorbo a la bebida, le pone atención a lo que dice el locutor en la radio que, Alejandra, su esposa, tiene encima del comedor de la cocina. Es un radio blanco y viejo, que él trata con cuidado porque tiene pinta de que se va a estropear en cualquier momento. 

Le parece que, en vez de noticias, el periodista está dando un reporte de guerra: Asesinatos  aquí y allá, inseguridad en sectores que intenta ubicar por el nombre, en el precario mapa mental de la ciudad que lleva en su mente, pero no lo logra y al final los imagina en cualquier lugar. 

El sonido que produce la tostada cuando la muerde, lo aleja de la narración del locutor y le hace centrar su atención en el sabor de la mezcla de la mantequilla y mermelada. Mastica y mastica y trata de no pensar en nada. El desayuno como un refugio del mundo hostil que lo espera afuera, apenas cruce la puerta de su casa. Juega, digamos, a ser sordo. 

Cuando termina, se pone de pie y agarra su guitarra, le da un beso apasionado a su esposa, como si fuera a partir hacia la guerra. Piensa que así deberían ser todas las despedidas, pues ¿cómo saber que vamos a ver de nuevo a nuestros seres queridos, luego de decirles adiós? 

Pasará el día subiéndose a buses repletos, manejando la hostilidad de los pasajeros que no quieren que les vendan ni canten nada, sino solo mirar por la ventana hasta que su recorrido acabe. Algunos le darán un par de monedas y, en el mejor de los casos, quizás un billete.

Pasará el día disparando su música.

lunes, 10 de agosto de 2020

El hombre en la barra

El hombre, llamémoslo Jairo, a la larga los nombres importan poco, toma algo en la barra de un lugar. Resulta difícil saber dónde se encuentra, mejor dicho, si ese hombre que usted, amable lector, y yo, imaginamos ahora, está en un restaurante o en el bar del lobby de un hotel, solo por nombrar dos posibles lugares con barras, aunque bien podría ser que se encuentra en una cafetería; el caso es que está sentado y parece que está bebiendo algo. Digo parece porque vemos al hombre de espaldas, así que ni modo de echarle un vistazo a su bebida. Además uno, ni en la realidad ni en la ficción, si se es un personaje recatado, va por ahí metiendo las narices en los asuntos de los demás, y se espera que las otras personas hagan lo mismo, que se den cuenta que uno, en la mayoría de las ocasiones, anda por los lugares procurando no meterse con nadie, pero entonces llega cualquier persona y nos aborda, y es ahí cuando todo se va al carajo. 

Siento que la puntuación del párrafo anterior está terrible, y voy a dejar esto a manera de nota para recordármelo. 

Si usted, estimado lector, aún continúa leyendo esto, por favor omita la frase anterior, pues lo más probable es que le haya hecho algún tipo de edición a todo el texto, y puede ser que los dioses de la gramática me hayan asistido y el párrafo ya no esté tan mal. Mejor volvamos al hombre del que estábamos hablando, o bien, observando. 

Toca narrarlo en tercera persona, porque ni usted ni yo somos el hombre para irnos con la primera, a menos que usted cumpla con cuatro requisitos: hacer parte del género masculino, llamarse Jairo, estar sentado en una barra de algún restaurante, bar, cafetería u hotel y, por último, estar leyendo este blog, cosa que le agradezco de antemano. 

Si ese es usted, querido lector, si usted es el personaje que estoy viendo, no me vendría mal una ayudita para narrarlo. Me gustaría saber qué se le cruza por La cabeza en estos momentos, qué lo atormenta, cuál ha sido el momento más feliz de su vida, pues por la hora o cómo está el clima le puedo preguntar a cualquiera, y me parece que usted: lector, personaje, narrador en primera persona, sea quien sea, no es cualquier persona. 

Ahora el hombre se pone de pie. Toma un abrigo que está en la silla de al lado, suponemos que es de él, a menos de que sea un ladrón, se lo pone con un par de movimientos precisos, y se va caminando rápido. 

Permítame preguntarle: ¿Por qué tanto afán?