martes, 25 de agosto de 2020

Carta

Comienzas esta vida siendo expulsado del vientre de tu madre. No recuerdas nada sobre el episodio, pero debió haber sido traumático, ¿cierto? La vida, hasta ese momento, no había sido más que un fluido, una cosa líquida.

Tal vez esa primera experiencia traumática es la que te empuja a vivir como si todo fuera compacto, definido, y pasas el tiempo intentando solidificar tus asuntos para poder agarrarlos y que no se te escapen por entre los dedos.

Pero las cosas nunca tienen una única forma, todo experimenta una metamorfosis constante, incluso tú, nunca eres el mismo, nunca adquieres una identidad total; cambias a cada Segundo, y fluyes de aquí a allá como si nada.

¿Recuerdas esa vez que amaste con todas tus fuerzas?, ¿Cómo te hizo sentir esa persona? La vida era buena en ese momento, ¿cierto? Parecía que todo iba a durar para siempre, y es probable que le hayas dicho a esa persona que si la relación llegaba a terminar nunca la olvidarías, pues siempre ocuparía un lugar en tu corazón, que cursi suena eso ahora, ¿no?. Una vez más intentaste solidificar las cosas, en este caso, el amor.

De todas maneras, continuaste fluyendo como un río, avanzando por la vida a pesar de todas las zancadillas que suele ponerte. Llegas entonces a ese punto en el que crees que lo has comprendido todo, que cada uno de los aspectos de tu vida: una pareja, una Carrera, hijos, diplomas, reconocimiento laboral, lo que sea, cazaron como las piezas de un rompecabezas.

Y sí, parece que tienes todo bajo control, ¿cierto? Y tal vez sea así, pues ¿quién soy yo para negarlo? El problema con las cosas sólidas, llamémoslas cristalizadas, es que se pueden quebrar con facilidad en cualquier momento.

Las tienes en tus manos, pierdes el balance, y escapan de tu agarre, sin importar lo fuerte que las sujetabas, y es ahí cuando te das cuenta que, de pronto, el estado líquido no es tan malo.

No te estoy diciendo cómo debes vivir tu vida, al final tu eres el que está a cargo de ella, así que puedes cristalizar cada pequeño detalle o adoptar un estado líquido. Tal vez, no hay una única respuesta para la existencia, y todo se resume a una eterna dinámica de prueba y error.

Cordialmente.

Tu yo futuro.

lunes, 24 de agosto de 2020

Cuento, salve usted el día

Hoy, en la mañana, detecté que iba a ser uno de esos días improductivos. Luego de prepararme un café, y servirme una porción de torta de manzana, receta que he estado afinando durante la cuarentena, me senté en el computador y me puse a revisar Twitter. 

Di con un tweet de una mujer que pedía que le recomendaran un libro que le asegurara lágrimas. Puede que suene algo masoquista, pero necesitamos libros que nos sacudan, que nos hagan dudar, que nos llenen de preguntas en vez de respuestas, en fin, que nos descoloquen. 
Por eso es que Kafka decía: “Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. 

El tweet, que captó mi atención, tuvo varias respuestas y comencé a mirar una por una, a ver si había leído algunas de las recomendaciones. Los títulos que me interesaron, los busqué en Goodreads para ver sobre qué tratan. En esas duré un buen rato. 

Luego envié un mensaje por WhatsApp, la persona a quien iba dirigido me dijo que estaba en una videoconferencia y que más tarde se comunicaba conmigo; que excusa tan poco elaborada, la verdad prefiero que no me contesten. Igual, al final nunca se comunicó conmigo. Eso me saltó el taco, pues dependo de su trabajo para hacer el mío. Ahí fue cuando cualquier rezago de concentración se fue a la porra y me dediqué exclusivamente a perderme de link en link, sin remordimiento alguno. 

Al iniciar la tarde me entró algo de angustia, pero cuando estaba cayendo en un espiral de cuestionamientos nocivos para la salud mental, o eso creo, seguro eran pendejadas a las que les estaba dando mayor importancia de la que debía; fue en ese momento que el cuento que estaba escribiendo salió al rescate y me invitó a que lo terminara. 

Temprano, en la ducha, mientras el agua golpeaba mi cabeza, se me había ocurrido estructurarlo de otra manera, para que tuviera una mejor coherencia narrativa. Lo que hice fue escribir la primera parte como un flashback del protagonista y el resto en tiempo presente. 

Terminar de escribir el cuento fue la acción que salvó, lo que bien podría haber sido un día de mierda.

viernes, 21 de agosto de 2020

Donación

Uno se siente un poco mal porque parece que muchas personas se están reinventando en estos tiempos difíciles y uno sigue ahí, igual que antes, falto de ese gen de la reinvención que la gran mayoría parece tener. Otros cuantos informan por sus redes sociales que han conseguido el trabajo de sus sueños, que han terminado de pagar su vivienda, y cosas así. 

Entonces uno se pregunta: ¿Qué estoy haciendo mal?, ¿Por qué la vida, Dios, la Pachamama, el universo, el chupacabras, sea quien sea el que maneja las riendas de mi destino, no me concede algo? 

Entonces llegan otros, siempre los hay, me refiero a esos otros que refutan todo lo que uno dice, a informarnos, con un tufillo de superioridad y tintes motivacionales, que cada uno se labra su destino y no sé qué más cosas. Pues a esos otros, quiero decirles que hoy me llegó mi momento. 

Estaba revisando la bandeja de entrada de mi correo electrónico y apareció un nuevo mail con el asunto “Donación”, de un tal Jose. En él, Jose, antes que nada, me pide disculpas por la forma en que me contacta, así, sin conocerme. 

Después viene una frase que pide edición a gritos: “Es bueno después de varios días de intensa oración que lo haga es donde el Espíritu Santo me guió a ti por la gracia de Dios”. 

Luego me cuenta que es el presidente y fundador de una petrolera con sede en argentina, pero que lamentablemente sufre de un cáncer de garganta que lo va a matar; pobre Jose. 

Así a las patadas, como atragantándose con lo que me quiere contar, por eso la redacción apresurada, me dice que tiene 250.000 euros y que los quiere donar a una persona de confianza que, imagino, soy yo, para que los aproveche bien y pueda comenzar una nueva vida en familia y en paz. Me pregunto porque no los utilizará para tratar su enfermedad, pero cada quien con sus rarezas. 

Para cerrar su mensaje, me dice que me está donando el dinero porque el amor al prójimo es la base de toda su vida cristiana, y me pregunta si estoy dispuesto a recibir su donación. 

¿Quién no se reinventa con 250.000 euros así, como caídos del cielo?

jueves, 20 de agosto de 2020

Coherencia narrativa

El cuento que escribo es corto. Estimo que me debe salir de 6 páginas o menos, porque es una escena de vida, algo sobre lo que, dado el fin que le quiero dar, no se debería escribir más páginas que esas, pero solo porque es un cuento y no una novela. Alguna vez leí que un cuento es precisamente eso, como una mirada a la foto de un bosque, mientras que una novela es entrar a recorrerlo y perderse en él; algo así decía la cita, lo más probable es que este inventando un poco, pero bueno, eso no viene al caso. 

Lo retomo luego de haber escrito 2 páginas y acabo el primer borrador. Mi visión fue exacta: me salieron 6 páginas. 

Ahora viene la edición, lo bueno, eso que unos dicen, y se les llena la boca: “en lo que en verdad consiste la escritura”. No lo sé, pero no me gusta dar esas afirmaciones con pinta de verdad revelada; igual esto tampoco viene al caso, discúlpeme usted, querido lector, por desviarme del tema. 

Leo todo el cuento, primero de un tacazo a ver si tiene sentido, y luego comienzo a editarlo párrafo a párrafo. En un momento el personaje principal toma un radio de pilas que aparece de la nada, objeto que debería haber aparecido al principio del cuento para que la transición de una escena a la otra tenga coherencia. 

Ese simple detalle me obliga a reescribir una porción del cuento y reniego, pues quiero acabarlo. Parece que el computador se da cuenta de mi actitud infantil y obliga a que el procesador de palabras se trabe. Aporreo las teclas como un pianista enloquecido, pero no ocurre nada. ¿Acaso cuando se ha visto que esa acción bruta sirva de algo? No me queda más remedio que forzar el cierre de la aplicación. 

Cuando la vuelvo a abrir, pasó lo que temía: no se guardó ningún cambio. Le hecho un madrazo al computador, pero los dioses zen de la escritura vienen a mí y evitan que me empute, simplemente vuelvo a escribir lo que ya había escrito, porque díganme ustedes, ¿si Steinbeck pudo reescribir una novela desde cero, porque su perro se comió el manuscrito que estaba listo para ser entregado a su editor, como es que yo no voy a ser capaz de reescribir un par de párrafos? 

Termino de escribir el cuento, lo leo y creo que tiene sentido. Ahora necesito que se añeje, que madure solito, antes de volver a editarlo.

miércoles, 19 de agosto de 2020

El ruido

Es de madrugada y programo la alarma para dormir 7 horas. Toda la tarde había escuchado un ruido que parecía como si alguien estrellara una manguera de caucho contra el suelo sin cansarse. Cuando caí en cuenta de él me desesperé un poco, pero luego, cuando dejé de prestarle atención pasó a un segundo plano. El ruido resulto ser un corto circuito, o algo así, porque cuando abrí la ventana para ver qué era lo que sonaba, pude ver la chispa que lo producía en un edificio de parqueaderos de al lado. 

Ahora que pienso en dormir, luego de apagar el televisor, vuelvo a ser consciente del ruido. Ajusto la ventana, pero todavía lo alcanzo a escuchar. Quiero dejar de fijarme en él, pero ya perdí esa batalla: tac, tac, tac, tac, no se cansa el maldito. 

Cierro los ojos, plenamente consciente del ruido, y quién sabe cuánto tiempo demoro en dormirme, hasta que lo logro. Tiempo después me despierto y lo primero que hago es prestar atención a ver si el ruido aún está presente. Tac, Tac, Tac, ahí sigue intacto el desgraciado, no tiene nada más que hacer. El reloj cucú marca las tes de la mañana. El ruido, que pensé no me iba a dejar dormir por prestarle toda mi atención, ya me importa poco. Doy media vuelta al tiempo que jalo las cobijas. Que el ruido acabe con el mundo si eso lo hace feliz. 

Me despierto antes de que suene la alarma. Siento que descansé, así haya dormido menos horas del tiempo previsto. Acomodo las almohadas para recostarme contra la pared y me concentro a ver si logro oír el ruido. Ya no está, se cansó, se fue, o ambas cosas. Cierro los ojos y no logro volver a dormir. Estoy a la espera de que el ruido aparezca de nuevo, pero no pasa nada. 

Ya no hay ruido ni tampoco sueño. Estiro mi brazo hasta alcanzar el Kindle y me pongo a leer los últimos 25 minutos que me quedan de Una Habitación Propia, de Virginia Woolf. Las últimas páginas, pienso, son tremendas; Woolf está cerrando la charla y las conclusiones que saca sobre lo que dijo son muy precisas. 

La lectura me hace sentir bien. Cierro los ojos e intento dormir, pero fracaso de nuevo en el intento. 

Me levanto.

martes, 18 de agosto de 2020

Templo

Saraswati, la diosa de las palabras y el conocimiento me mira. Bueno, mira hacia el frente, pero imagino que dirige su mirada hacia mí. La verdad es que no mira a nada ni nadie, pues es una estatuilla, pero uno está en todo su derecho de tejer cualquier tipo de fantasías y/o ficciones, ¿acaso no?. 

Conocí de la existencia de esa diosa del Hinduismo, hace ya varios años, luego de leer Wisdom Walk, un libro que habla sobre las religiones del mundo, en qué consisten y cuales son los rituales de cada una. Saraswati aparece sentada sobre un cisne, tiene cuatro brazos y sostiene una vina, instrumento similar a una cítara, con dos de ellos. 

Los adeptos a esa religión creen en la reencarnación, pues las personas necesitan más de una vida para llegar a comprender ciertas lecciones. piensan que el infierno es un estado mental y que uno puede permanecer o salir de él en cualquier momento, y también creen en el karma y la ley de la causa y efecto. 

Uno de sus rituales consiste en hacer altares caseros, un sector del hogar que es como un  templo o santuario; el devatarchanam, un lugar para honrar la divinidad. Recuerdo que el libro decía que uno puede hacer altares de lo que quiera, aunque no se practique esa religión, y que son espacios que sirven para bajarle las revoluciones a los días y conectar con lo espiritual, independiente de cómo cada persona lo conciba. 

Más que lugares sagrados, son ambientes pacíficos y que nos deben agradar estéticamente. La idea es poder visitarlos preferiblemente en la mañana, o a cualquier hora para tener un momento contemplativo. 

Recuerdo que compré la estatuilla, para hacer uno relacionado con la escritura, pero al final nunca lo hice, y ahí quedo Saraswati, huérfana de altar, encima de un mueble. De pronto el hecho de que me haya puesto a escribir sobre esto es una señal para que lo haga, pero creo poco en eso de las señales.

lunes, 17 de agosto de 2020

De medio lado

Es un día nublado. Después del almuerzo me dan ganas de leer, así que preparo el lugar en el que suelo hacerlo: mi cama. Ejecuto con cuidado la tarea de acomodar las dos almohadas contra la pared, en la posición adecuada y, antes de recostarme, les doy golpes aquí y allá, pues creo que servirán para crear mayor comodidad. 

Me recuesto despacio. Siento que algo anda mal y me inclino hacia adelante, las jalo para abajo y vuelvo a recostarme. Con las almohadas en la posición correcta, prendo la lámpara y doblo su tubo, es flexible, para que el haz de luz apunte directamente sobre la pantalla del Kindle. 

Me termino de un sorbo un tinto ya casi frío que había preparado, y rescato de las profundidades de un paquete de chokis, una última bolita de chocolate. 

Comienzo a leer y lo hago despacio, saboreo las palabras, y ningún pensamiento me distrae. “Que bueno es caer en estos estados de lectura”, pienso. 

Mi caprichoso cuerpo, haciéndole caso a la cabeza, supongo, decide cambiar de posición. Acomodo el Kindle contra un mueble modular que hace sus veces de mesa de noche y doy media vuelta. No sé porque le hago caso a mi cerebro, pues es una postura incómoda, una en la que el cuello seguro sufre, al tiempo que algún músculo de la espalda. Qué difícil resulta, a veces, encontrar esa posición en la que uno se siente a gusto para leer. 

Pasados unos minutos, tengo que volver a leer un párrafo, y así ocurre con otro par. Se me están cerrando los ojos. Apago el aparato y decido entregarme por completo al sueño. Justo en ese momento suena el citófono, para avisar que llegó un domicilio. 

Bajo a recogerlo y cuando subo, el sueño ha abandonado mi cuerpo. Me pongo a leer de nuevo, pero esta vez solo boca arriba; creo que la postura de medio lado es la que me induce al sueño.