viernes, 28 de agosto de 2020

Como los libros

Luego de hablar con Camilo, tras dos años sin verlo, Alejandra llega a una conclusión: las personas son como los libros. Su teoría no tiene nada que ver con esa frase que dice: “Las personas son como libros abiertos”, que hace referencia a aquellas que, en apariencia, no ocultan nada, y se muestran tal como son. Alejandra no cree en eso; piensa, más bien, que todos, sin importar quienes seamos, cargamos con fantasías, ideas, pensamientos, filias, lo que sea, que consideramos inconfesables. 

Lo que ella quiere decir, es que, a veces, cuando uno las comienza a leer, sus palabras y todo lo que hacen nos caen bien, entonces uno se encarreta con ellas. Con eso se refiere a cualquier tipo de relación, o bien, de encarrete: de amistad, laboral, sentimental, etc. (acudo al recurso perezoso del etc. porque, de momento, no se me ocurre otro tipo de relación que, imagino, seguro existirá, perdóneme usted, estimado lector). 

Hay otros libros que, por diferentes razones, nos caen mal, y nos entran, como se dice popularmente cuando un trago no nos sienta bien, en reversa. A esas por lo general las dejamos de leer, porque presentimos que no vamos a sacar ningún provecho de esa lectura. 

Piensa que deben existir tantos tipos de personas como libros, pero particularmente le interesan esas que uno empieza a leer con agrado, pero en algún momento se siente hastío hacia ellas. 

Entonces uno se aleja porque, como ocurre con los libros, no era el momento indicado para leerlas. Es posible que vuelvan a aparecer, y que en ese nuevo encuentro pensemos lo mismo que antes, o que nos den ganas de leerlas. 

En eso, y otros temas, piensa Alejandra, mientras mira de forma distraída por la ventana del tren que la lleva a Auxerre, “¿Qué tipos de libros leeré allá?”, se pregunta.

jueves, 27 de agosto de 2020

Pulso

“O se va el inepto de García o me voy yo”. Ese es el ultimátum que Carrillo le acaba de dar. Las palabras, que le caen como un mal bocado de comida, generan un pulso, un rifirrafe de voluntades. 

A su jefe, Carrillo le parece mucho mejor trabajador que García, y poco sabe de las diferencias que existen entre ambos. ¿Qué hacer? “¿Sería lógico echar a García, solo porque Carrillo así lo quiere?”. Concluye que no, que la actitud del segundo es un poco infantil. ¿En qué terminará todo esto?, se pregunta, al tiempo que piensa que le gustaría ser un subalterno más, no tener ningún tipo de mando, sino solo ejecutar órdenes y ya. No entiende muy bien la sed de poder que tenemos los humanos. 

Cree que si nos fijáramos bien—pocas veces lo hacemos— todo sería más sencillo, pero siempre miramos hacia donde no es, nos preocupamos por cosas sin sentido, y es ahí, desde ese punto de vista precario que ocupamos, donde surgen los malentendidos. 

Está alterado. Siente como el corazón galopa dentro de su pecho. Una corriente de aire le golpea la cabeza y la sensación se acentúa por las gotas de sudor que lleva en la frente. Si pierde su pulso se queda sin vida, y si pierde el otro pulso, el laboral, no sabe bien cuáles serán las consecuencias, pero seguro las habrá. 

No entiende por qué en su vida, todo tiene que estar envuelto en esa actitud decadente del pulso: uno con sus familiares, otro con su pareja, uno más con sus amigos, y eso sin contar los personales, los que tiene contra su yo, que son los más fuertes. 

Suena el teléfono. Lo contesta y es Carrillo. Le recuerda que ya son las 4:30, y quiere saber si ya tomó una decisión, y a él, ya no le importa perder cualquiera de los pulsos,  ¿qué más da?

miércoles, 26 de agosto de 2020

La tapa del pan

Una de mis comidas tradicionales en esta cuarentena, ha sido un perro caliente degradado, es decir un remedo de perro caliente. Me explico: En una sartén frito una salchicha con un mínimo de aceite, hablo de dos o tres gotas; pongo a tostar en el horno una tajada de pan, después le hecho cualquier salsa que me encuentre en la nevera, saco un paquete de papas, y destapo una gaseosa. Que me perdonen los dioses del Wellness y del Fitness, pero a veces me dan ganas de comer toda esa cantidad de chatarra. 

Hoy volví a comer lo mismo, y cuando abrí la bolsa del pan, solo quedaban dos tajadas, y una de ellas era la tapa. Dude, por un instante, cuál de las dos tomar, y al final me decidí por la tapa, que suele ser relegada debido, supongo, a su lado no blando. 

Que feo es eso, es decir, sentirse despreciado, diferente, que uno no encaja en el mundo. De cierta forma me solidaricé con la tapa del pan y pensé: ¡Aquí estoy para devorarte hermana!, entiendo cómo te sientes. 

¿Quién no, en cualquier momento o situación, se ha sentido un extranjero en tierra propia?, ¿quién no ha pensado que no encaja en ninguna tribu? El que diga que no, creo que miente. 

Cuando ese desprecio se presenta en grandes cantidades, va quedando grabado en algún lugar de nuestro cuerpo, digamos el subconsciente, que alberga cualquier cantidad de información oscura, indescifrable y que, pienso, es como una olla a presión que en el momento menos pensado nos hace estallar junto a ella. 

Estimado lector, la próxima vez que el destino le ponga en su camino una tapa de pan, piénselo dos veces antes de despreciarla. Recuerde que no todo lo que brilla es oro.

martes, 25 de agosto de 2020

Carta

Comienzas esta vida siendo expulsado del vientre de tu madre. No recuerdas nada sobre el episodio, pero debió haber sido traumático, ¿cierto? La vida, hasta ese momento, no había sido más que un fluido, una cosa líquida.

Tal vez esa primera experiencia traumática es la que te empuja a vivir como si todo fuera compacto, definido, y pasas el tiempo intentando solidificar tus asuntos para poder agarrarlos y que no se te escapen por entre los dedos.

Pero las cosas nunca tienen una única forma, todo experimenta una metamorfosis constante, incluso tú, nunca eres el mismo, nunca adquieres una identidad total; cambias a cada Segundo, y fluyes de aquí a allá como si nada.

¿Recuerdas esa vez que amaste con todas tus fuerzas?, ¿Cómo te hizo sentir esa persona? La vida era buena en ese momento, ¿cierto? Parecía que todo iba a durar para siempre, y es probable que le hayas dicho a esa persona que si la relación llegaba a terminar nunca la olvidarías, pues siempre ocuparía un lugar en tu corazón, que cursi suena eso ahora, ¿no?. Una vez más intentaste solidificar las cosas, en este caso, el amor.

De todas maneras, continuaste fluyendo como un río, avanzando por la vida a pesar de todas las zancadillas que suele ponerte. Llegas entonces a ese punto en el que crees que lo has comprendido todo, que cada uno de los aspectos de tu vida: una pareja, una Carrera, hijos, diplomas, reconocimiento laboral, lo que sea, cazaron como las piezas de un rompecabezas.

Y sí, parece que tienes todo bajo control, ¿cierto? Y tal vez sea así, pues ¿quién soy yo para negarlo? El problema con las cosas sólidas, llamémoslas cristalizadas, es que se pueden quebrar con facilidad en cualquier momento.

Las tienes en tus manos, pierdes el balance, y escapan de tu agarre, sin importar lo fuerte que las sujetabas, y es ahí cuando te das cuenta que, de pronto, el estado líquido no es tan malo.

No te estoy diciendo cómo debes vivir tu vida, al final tu eres el que está a cargo de ella, así que puedes cristalizar cada pequeño detalle o adoptar un estado líquido. Tal vez, no hay una única respuesta para la existencia, y todo se resume a una eterna dinámica de prueba y error.

Cordialmente.

Tu yo futuro.

lunes, 24 de agosto de 2020

Cuento, salve usted el día

Hoy, en la mañana, detecté que iba a ser uno de esos días improductivos. Luego de prepararme un café, y servirme una porción de torta de manzana, receta que he estado afinando durante la cuarentena, me senté en el computador y me puse a revisar Twitter. 

Di con un tweet de una mujer que pedía que le recomendaran un libro que le asegurara lágrimas. Puede que suene algo masoquista, pero necesitamos libros que nos sacudan, que nos hagan dudar, que nos llenen de preguntas en vez de respuestas, en fin, que nos descoloquen. 
Por eso es que Kafka decía: “Lo que necesitamos son libros que nos golpeen como una desgracia dolorosa, como la muerte de alguien a quien queríamos más que a nosotros mismos, libros que nos hagan sentirnos desterrados a los bosques más remotos, lejos de toda presencia humana, algo semejante al suicidio. Un libro debe ser el hacha que rompa el mar helado dentro de nosotros”. 

El tweet, que captó mi atención, tuvo varias respuestas y comencé a mirar una por una, a ver si había leído algunas de las recomendaciones. Los títulos que me interesaron, los busqué en Goodreads para ver sobre qué tratan. En esas duré un buen rato. 

Luego envié un mensaje por WhatsApp, la persona a quien iba dirigido me dijo que estaba en una videoconferencia y que más tarde se comunicaba conmigo; que excusa tan poco elaborada, la verdad prefiero que no me contesten. Igual, al final nunca se comunicó conmigo. Eso me saltó el taco, pues dependo de su trabajo para hacer el mío. Ahí fue cuando cualquier rezago de concentración se fue a la porra y me dediqué exclusivamente a perderme de link en link, sin remordimiento alguno. 

Al iniciar la tarde me entró algo de angustia, pero cuando estaba cayendo en un espiral de cuestionamientos nocivos para la salud mental, o eso creo, seguro eran pendejadas a las que les estaba dando mayor importancia de la que debía; fue en ese momento que el cuento que estaba escribiendo salió al rescate y me invitó a que lo terminara. 

Temprano, en la ducha, mientras el agua golpeaba mi cabeza, se me había ocurrido estructurarlo de otra manera, para que tuviera una mejor coherencia narrativa. Lo que hice fue escribir la primera parte como un flashback del protagonista y el resto en tiempo presente. 

Terminar de escribir el cuento fue la acción que salvó, lo que bien podría haber sido un día de mierda.

viernes, 21 de agosto de 2020

Donación

Uno se siente un poco mal porque parece que muchas personas se están reinventando en estos tiempos difíciles y uno sigue ahí, igual que antes, falto de ese gen de la reinvención que la gran mayoría parece tener. Otros cuantos informan por sus redes sociales que han conseguido el trabajo de sus sueños, que han terminado de pagar su vivienda, y cosas así. 

Entonces uno se pregunta: ¿Qué estoy haciendo mal?, ¿Por qué la vida, Dios, la Pachamama, el universo, el chupacabras, sea quien sea el que maneja las riendas de mi destino, no me concede algo? 

Entonces llegan otros, siempre los hay, me refiero a esos otros que refutan todo lo que uno dice, a informarnos, con un tufillo de superioridad y tintes motivacionales, que cada uno se labra su destino y no sé qué más cosas. Pues a esos otros, quiero decirles que hoy me llegó mi momento. 

Estaba revisando la bandeja de entrada de mi correo electrónico y apareció un nuevo mail con el asunto “Donación”, de un tal Jose. En él, Jose, antes que nada, me pide disculpas por la forma en que me contacta, así, sin conocerme. 

Después viene una frase que pide edición a gritos: “Es bueno después de varios días de intensa oración que lo haga es donde el Espíritu Santo me guió a ti por la gracia de Dios”. 

Luego me cuenta que es el presidente y fundador de una petrolera con sede en argentina, pero que lamentablemente sufre de un cáncer de garganta que lo va a matar; pobre Jose. 

Así a las patadas, como atragantándose con lo que me quiere contar, por eso la redacción apresurada, me dice que tiene 250.000 euros y que los quiere donar a una persona de confianza que, imagino, soy yo, para que los aproveche bien y pueda comenzar una nueva vida en familia y en paz. Me pregunto porque no los utilizará para tratar su enfermedad, pero cada quien con sus rarezas. 

Para cerrar su mensaje, me dice que me está donando el dinero porque el amor al prójimo es la base de toda su vida cristiana, y me pregunta si estoy dispuesto a recibir su donación. 

¿Quién no se reinventa con 250.000 euros así, como caídos del cielo?

jueves, 20 de agosto de 2020

Coherencia narrativa

El cuento que escribo es corto. Estimo que me debe salir de 6 páginas o menos, porque es una escena de vida, algo sobre lo que, dado el fin que le quiero dar, no se debería escribir más páginas que esas, pero solo porque es un cuento y no una novela. Alguna vez leí que un cuento es precisamente eso, como una mirada a la foto de un bosque, mientras que una novela es entrar a recorrerlo y perderse en él; algo así decía la cita, lo más probable es que este inventando un poco, pero bueno, eso no viene al caso. 

Lo retomo luego de haber escrito 2 páginas y acabo el primer borrador. Mi visión fue exacta: me salieron 6 páginas. 

Ahora viene la edición, lo bueno, eso que unos dicen, y se les llena la boca: “en lo que en verdad consiste la escritura”. No lo sé, pero no me gusta dar esas afirmaciones con pinta de verdad revelada; igual esto tampoco viene al caso, discúlpeme usted, querido lector, por desviarme del tema. 

Leo todo el cuento, primero de un tacazo a ver si tiene sentido, y luego comienzo a editarlo párrafo a párrafo. En un momento el personaje principal toma un radio de pilas que aparece de la nada, objeto que debería haber aparecido al principio del cuento para que la transición de una escena a la otra tenga coherencia. 

Ese simple detalle me obliga a reescribir una porción del cuento y reniego, pues quiero acabarlo. Parece que el computador se da cuenta de mi actitud infantil y obliga a que el procesador de palabras se trabe. Aporreo las teclas como un pianista enloquecido, pero no ocurre nada. ¿Acaso cuando se ha visto que esa acción bruta sirva de algo? No me queda más remedio que forzar el cierre de la aplicación. 

Cuando la vuelvo a abrir, pasó lo que temía: no se guardó ningún cambio. Le hecho un madrazo al computador, pero los dioses zen de la escritura vienen a mí y evitan que me empute, simplemente vuelvo a escribir lo que ya había escrito, porque díganme ustedes, ¿si Steinbeck pudo reescribir una novela desde cero, porque su perro se comió el manuscrito que estaba listo para ser entregado a su editor, como es que yo no voy a ser capaz de reescribir un par de párrafos? 

Termino de escribir el cuento, lo leo y creo que tiene sentido. Ahora necesito que se añeje, que madure solito, antes de volver a editarlo.