miércoles, 23 de septiembre de 2020

Cansancio

Lavar los baños fue lo más productivo que hice en el día. Después de eso, un velo de desazón cubrió mi voluntad, una mezcla entre aburrimiento y cansancio; sobre todo lo segundo. Luego del almuerzo, sentí como si no tuviera fuerzas para hacer nada. 

Ante tal panorama, digamos, desolador, entré en modo de emergencia y decreté, en un corto monólogo mental, un decreto personal para hacer nada; solo un decir, pues entre mis planes estaba leer. Leer como si el mundo se fuera a acabar, leer de manera ansiosa, como si las letras tuvieran la misma importancia que el aire tiene para poder sobrevivir. 

Pero les decía que después del almuerzo un cansancio milenario se apoderó de mí, así que me eché en la cama y entré en uno de esos estados de duermevela, en los que no se descansa del todo, porque hay rastros de remordimiento en la conciencia, producto de no hacer nada, nada en el sentido productivo que tenemos clavado en la cabeza. 

No sé bien cuánto tiempo duré ahí, tendido en la cama, mientras miraba al techo, esperando que me dijera en qué consiste realmente la vida, uno de mis pasatiempos favoritos. En medio de eso, y como el techo seguía sin decirme nada, pensé: “Qué carajos me voy a dormir”. Cerré los ojos para entregarme a la tarea, pero a los pocos minutos sonó el celular. Luego de atender la llamada, aunque todavía sentía cansancio, el sueño se había esfumado. 

Entonces decidí, decidió mi cerebro, o ese otro yo que me habita, que era el momento perfecto para hacer una torta de manzana. Me puse de pie a regañadientes, tratando de exponerles mis razones para no hacer nada, que horas antes había expedido un decreto sobre el tema, pero no me hicieron caso y al final terminaron por convencerme. 

Al final, no leí como si el mundo se fuera a acabar, pero lo haré a las 11 de la noche, hora en la que prefiero hacerlo. Ojalá el cansancio no vuelva a aparecer.

martes, 22 de septiembre de 2020

40 palabras

Escribo un perfil cronicado, término que me acabo de inventar; una palabra-no-palabra que, estoy casi seguro, no funciona. Escribo un texto que es una mezcla entre perfil y crónica; Dejémoslo mejor en que escribo y ya está. 

Tengo el primer borrador listo, pero me faltan conocer detalles, en apariencia nimios, de la persona sobre la que trata el escrito: comida preferida, lugar favorito, hobbies, placeres culposos, etc. Aspectos que parecen no importar, pero que son los que crean un territorio en común en el que las personas se sienten cómodas. 

Abro el WhatsApp, redacto un par de preguntas y llas envío para tener esa información, confiado en que no me van a responder pronto, pero en pocos minutos ya tengo una respuesta. Doy las gracias, al tiempo que menciono que la información  es suficiente, pero que en caso contrario  volvería a hacer más preguntas. Me dicen que no hay problema. 

Pego la nueva información en el texto: alrededor de 40 palabras que conforman dos líneas. Pienso que es una tarea fácil, y que no me voy a demorar más de dos minutos en redactar esa nueva porción de texto. 

Y así es, lo redacto rápido y le pongo el punto aparte al párrafo, confiado en que quedó potente. Lo leo, pero no tardo en detectar que está cojo, que entre algunas de sus palabras hay abismos en los cuáles el significado cayó al vacío. 

Le hago unos cambios superficiales, como de maquillaje. Luego, lo leo y vuelvo a leer, hasta que casi me lo sé de memoria y, en ocasiones, me suena bien, pero en otras me parece la peor frase que alguien ha escrito en toda la historia de la humanidad. 

Copio lo nuevo que redacte abajo y comienzo a cortar acá, alargar allí, el punto, la coma, que no se me escape esa tilde que le da sentido a todo, pero no pasa nada. El nuevo párrafo está herido de gravedad, así que decido no prolongar su sufrimiento, y lo borro para redactarlo de nuevo. 

El minuto, o dos, que pensé me iba a demorar, se convirtieron en 40. Al final, creo, logro un párrafo decente. Quizá no lleva frac, pero tiene la camisa metida dentro del pantalón.

lunes, 21 de septiembre de 2020

La cama

Hablemos de sus dos estados primordiales: Tendida y destendida. A veces, muy pocas la verdad, me esmero cuando tiendo la mía, procurando que las sabanas, colcha y cubrelecho queden templados, sin arrugas, con las almohadas puestas de forma milimétrica, las dos a la misma distancia de los bordes: La cama como obra de arte o la vida como un TOC perpetuo. Imagino que una cama tendida es un atisbo de orden en medio del caos que gobierna nuestras vidas, y que por eso le encontramos cierto placer a observarla en ese estado. 

Una vez vi un video de un almirante o un alto mando, no recuerdo bien quién era, pero era como el más más de todos, de la marina de Estados Unidos, dando un discurso motivacional a sus tropas o a aquel que se encontrara con sus palabras. En su charla hablaba sobre cómo llevar una vida correcta o qué debíamos hacer para ello, y decía que lo primero que uno debe hacer, apenas se pone de pie en la mañana, pues es una de las cosas más gratificantes en la vida, es tender la cama con empeño. A la larga, daba entender que es algo que forma el carácter; no sabe uno si el propio o el de la cama. 

Pero la cama destendida también tiene su encanto. Cuando la dejo así por un tiempo prolongado, y de vez en cuando la observo, me pregunto que criaturas inverosímiles se esconden dentro del amasijo de la colcha y las sábanas. 

Me aventuro a pensar que las camas esconden algo que tratamos de descifrar, por ejemplo, cuando movemos nuestras piernas con desesperación, buscando el frío en esos sectores desolados que no han tenido contacto alguno con nuestras extremidades. Quizá, de forma inconsciente, esperamos encontrarnos con otra cosa diferente a una sensación térmica, qué sé yo: una mano que nos acaricie, o un objeto que atesorábamos cuando éramos pequeños. 

La cama destendida también puede funcionar como una metáfora de resistencia, como cuando John Lennon y Yoko Ono, pasaron una semana entera metidos en una de un hotel en Montreal, para sentar su posición en contra de la guerra de Vietnam.

sábado, 19 de septiembre de 2020

Números, turnos y claves

Un viento helado, que acompaña a una tarde fría y lluviosa, es lo primero que se estrella contra mi realidad. ¿Y qué es mi realidad?, una chaqueta muy delgada que no me protege del clima que está haciendo. Pienso en devolverme para cambiarla, pero como no me voy de excursión al ártico descarto la idea.

De todas formas, me dirijo a uno de los lugares más fríos de la ciudad, a temperatura emocional, me refiero: un banco. De hecho, debo visitar dos, para sacar un cheque en uno y consignarlo en el otro, una de esas transacciones financieras personales que parecen no tener sentido alguno. 

En el primero hay poca gente. 

Aparte de la chaqueta, voy armado con tapabocas, guantes y esfero propio, y la cara, como siempre, me rasca como un demonio. Intento pensar que es algo mental, y también distraerme con cualquier pensamiento, desde tararear una canción mentalmente, hasta leer los letreros del banco: “Espere su turno”, “Caja”, “Oficina de gerencia”, y así, mientras espero a que mi número de atención, el O908, salga en una pantalla de televisor desperdiciada. 

Por fin es mi turno. Cuando me acerco a la caja, el nombre de usuario de la sucursal virtual aparece de la nada en mi mente. Antes de salir de casa, quería ingresar al portal para verificar cuánto dinero tenía en la cuenta y no recordé el usuario. Eso me hizo dar una mezcla de rabia y preocupación, pues en estos días es algo que me ha pasado con frecuencia: se me olvidan, por un lapso de tiempo, algunas claves, números, en fin, datos que debería tener clavados en mi memoria. “¿Será vejez?, ¿neuronas que han muerto?”, me pregunto cuando eso ocurre, pero luego, la información vuelve a aparecer en mi cabeza en el momento menos pensado. 

Mientras realizo la transacción, un hombre con una chaqueta de Jean llega a la caja de al lado. Lleva el tapabocas en la barbilla. ¿La razón?: está comiendo unos chitos. Lo miro mal, pero no le digo nada, ya saben mi teoría: Lo mejor es andar por ahí sin intentar meterse con desconocidos, porque es justo en ese momento cuando se despiporra todo. 

Salgo del banco, contento por haber completado el 50% de mis vueltas bancarias, y deseando que el tarado de los chitos se atore con uno, un evento que no le produzca la muerte, pero que por lo menos le genere algo de angustia. 

Llego al otro banco y tomo otro turno. Ahora soy el H7. Apenas me siento, intento descifrar qué tiene que ver el orden de atención con relación a la combinación de las letras y números que van apareciendo en pantalla, pero fracaso en el intento. 

En uno de los puestos de atención, está una mujer de edad avanzada, acompañada de una enfermera totalmente vestida de blanco, a excepción del tapabocas que lleva puesto que es de color verde fosforescente. La enfermera le tiene que repetir fuerte y cerca de su oreja izquierda, todo lo que la asesora les dice, pues la señora está más sorda que una roca. 

En un momento la viejita se fija en una imagen publicitaria del banco que está en la pared. En ella sale una panadera con hornos y bandejas llenas de bizcochos al fondo. Le pregunta a la enfermera de qué se trata la imagen, y esta inventa una respuesta rápida, algo que, imagino, hace a cada momento del día: “Es que el banco apoya a los microempresarios con sus restaurantes”. A la viejita la respuesta le parece suficiente y calla por unos segundos, para luego concluir: “Se parece a la de ese concurso de cocina español.” 

La asesora, que ya sabe que tiene que hablar más duro si no quiere intermediarios en su conversación con la viejita, le pregunta por su número de celular. “22 millones, 4…” responde. “No, su número de celular”, interviene de nuevo la enfermera gritándole en su oído de piedra. 

“Ahh”, responde la viejita. Y se queda callada mientras esculca en su mente ese número. Pasan alrededor de 5 segundos y aún no dice nada. Cuando todo parece estar perdido, dicta el número como si nada. En ese momento me identifiqué con ella y su pequeña laguna mental, y celebré en silencio que hubiera recordado el número.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Está muerta

Ahí está colgada, quieta, parece muerta. Esas palabras dan pie a imaginar muchas cosas, pero antes de que su mente, estimado lector, intente darles sentido, antes de que comience a tejer y contarse quién sabe qué tipo de historia, permítame arrancar de raíz, cortar de tajo, cualquier fantasía que haya comenzado a elaborar. 

¿Quién o qué, más bien, está ahí? Me refiero a mi mochila. No la utilizo desde que inició la cuarentena. En ella solía echar un libro, una libreta, un esfero negro, de gel preferiblemente, para luego irme a leer a un café cercano. También la he llevado a algunos viajes, pero su uso principal es el que les cuento. 

Covid Alfonso lo cambió todo, como, imagino, otro de mis planes preferidos que es hojear libros. Puede que alguien en este momento deje de leer para exclamar: ¡Que tipo tan exagerado!, se puede lavar las manos y ya está”, pero me he dado cuenta de que tengo tendencia a tocarme la cara sin razón alguna, y que esta me pica a cada rato. Supongo que es algo que se puede solucionar con autocontrol, pero de pronto carezco de eso y soy como una veleta sin rumbo fijo, pura entropía andante, vaya uno a saber cómo están tejidos los hilos del destino de cada una de nuestras vidas, porque vamos caminando derechito, o eso creemos, y de pronto algo quiebra nuestro equilibrio. 

Ese algo suelen ser las personas. En estos días —en este punto imagino que usted, querido lector, ya se habrá dado cuenta que el sentido de este escrito, si tenía alguno, se fue al carajo— he pensado que la mayoría de las veces no tenemos la culpa de nada: Vamos por ahí procurando no meternos con nadie, hasta que alguien busca algún tipo de interacción por cualquier medio: en persona, por teléfono, palomas mensajeras, señales de humo, el que sea. Es ahí cuando todo se descontrola. 

Pues sí, ahí está la mochila, quieta, sin uso, como muerta.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Trama vs. personaje

En nuestras reuniones de escritura siempre presentamos dos historias, y hoy fue mi turno. Primero revisamos La Flecha de Cupido, una historia que gira en torno a un encuentro de cricket. Acerca de ella, concluimos que cuenta con una estructura muy sólida, en la que se nota que el autor le dedicó tiempo a tejer la trama, o que es de esas historias de estilo Plot driven, así como para tramar y sonar profesional. 

La mía, El Viejo, trata sobre un hombre de edad avanzada, que piensa mucho sobre la muerte y vive solo. En ella narro cómo es un día de su vida. Esta se centra más en el personaje, es correcto gana premio estimado lector, es character driven

Siempre discutimos mucho sobre qué es una historia, o a que pieza narrativa se le puede dar ese nombre, y aunque le damos vueltas y más vueltas a los mismos temas, nunca sacamos una conclusión definitiva. 

A la larga, ni un estilo o el otro está bien o mal. La primera, quizá, puede dar una mayor sensación de historia, pues se le siente la estructura clásica de los tres actos, a diferencia de la mía, en la que parece no ocurrir nada: no hay clímax identificable y mucho menos un giro inesperado de los eventos. 

Alguien dijo algo que me gustó, y es que en mi historia no pasa nada, pero al mismo tiempo pasa todo, pues el personaje es muy consciente de la muerte y sabe que es un evento que quizás esté cerca. 

Un invitado mencionó que, si hay algo bueno que tienen las historias, es que pueden ser paradójicas y resultar inexplicables, pues no funcionan con una fórmula en la que remplazamos variables para obtener un resultado.

Supongo que los personajes y las tramas no compiten por el protagonismo, sino que más bien se complementan, llenando esos espacios que los unos o las otras dejan descubiertos, pero vuelvo a plantearme la misma pregunta que me hago todos los días: ¿qué sé yo?

martes, 15 de septiembre de 2020

De editar de afán y otros peligros

Escribo un artículo que tenía en mente desde hace rato. Mientras lo hago, trato de pensar sobre qué voy a escribir en este espacio. Dediqué un instante del día a eso, pero en ese momento la plaza de la creación, un lugar ubicado en mi cerebro, justo al lado del hipotálamo, se convirtió en un paraje inhóspito y árido, con su fuente de ideas, ubicada en el centro, completamente seca. Una imagen triste para los recuerdos que la contemplaban en ese momento, y de menor importancia para los prejuicios, a los que no les importa nada, y que se paseaban por el lugar.

Después de ese episodio de sequía creativa se fue la luz, y me eché en la cama con el firme propósito de mirar pal techo, un arte que, me atrevo a decir, todos deberíamos perfeccionar. 

Volvamos al texto del que les hablé. En un principio pienso escribir un pedazo hoy y dejar el otro para mañana, pero comienzo a redactarlo y el texto comienza a fluir. Esos momentos de inspiración, o ese estado que los psicólogos llaman flujo, es perjudicial desperdiciarlo, así que decido terminarlo. 

Lo escribo de un tacazo y considero que uno de los párrafos del final, funciona mejor como la apertura. ¿Por qué?, porque cuenta una historia y, además, las líneas que abrían el escrito tenían pinta de opinión. 

Hago los cambios, escribo otro par de párrafos, y cuando lo leo todo por encima me doy cuenta de que en mi atropellado proceso de edición, borré dos o tres párrafos que me habían gustado. Le hecho la madre a algún dios, el de la edición digamos, aunque tengo la idea fresca y puedo volver a redactarlos. 

De pronto, qué se yo, escribir debe ser un proceso más calmado y menos atropellado, más fino y menos crudo, pero me gusta cuando comienzo a teclear como si estuviera poseído.