miércoles, 30 de septiembre de 2020

Taller de escritura

Hace muchos años tomé un curso de escritura con Antonio García Ángel en la Madriguera del Conejo. Los días de la clase, llegaba una o dos horas antes al sector y me metía en un café a leer, algo que siempre trato de hacer cuando tomo cursos de escritura.

Decidí tomar el taller cuando supe que él lo iba a dictar, porque hacía poco había leído Animales Domésticos, su libro de cuentos, y me había desternillado al leer un cuento que trata sobre un hombre que trabaja de Papá Noel, en un centro comercial, y que termina involucrado con una banda de atracadores que llevan el mismo disfraz. 

En ese entonces mi postura hacia la escritura era muy diferente, y creía que por el simple hecho de leer y escribir, uno era una mejor persona; estupideces que uno piensa, o bien, pajazos mentales , en fin. Era, más bien, como imbécil en ese entonces. 

En la primera sesión, cuando llegó el momento de presentarnos, que consistía en decir por qué estábamos ahí y qué estábamos leyendo, a mí se me ocurrió mencionar, luego de decir mi nombre, que un día en el que no leyera o escribiera algo lo consideraba como desperdiciado. 

Recuerdo muy clara su respuesta con acento caleño: “Ve, entonces yo he desperdiciado muchos días de mi vida”, dijo al tiempo que sonreía. En otro momento recuerdo que le pregunté, entusiasmado, sobre su experiencia bajo la tutoría de Vargas Llosa, y que no quiso hablar mucho del tema. 

Algo que me gustó mucho de su taller, fue que para cada sesión nos dejaba ejercicios de escritura pero, en medio de mi taradez, siempre traté de lucirme con mis textos y no de escribir piezas sinceras, por lo que el resultado siempre fue malo. 

De los asistentes a ese taller, recuerdo que había un hombre que destacaba con su escritura. Era una persona callada, que siempre llevaba una prenda negra, y sus escritos siempre tenían tintes oscuros y melancólicos. También había un señor que debía tener alrededor de 60 años, y que estaba ahí porque sus amigos siempre le habían dicho que tenía que comenzar a escribir las historias que contaba. De él, recuerdo que quería escribir una novela policiaca, de la que ya tenía el nombre del protagonista: Gumersindo Danger.

martes, 29 de septiembre de 2020

Anuncio

Pablo lee un artículo en la web, un artículo de interés laboral. Cuando comienza a desplazarse hacia abajo le aparece un anuncio de Grammarly, el sitio web que a veces utiliza para redactar textos en inglés. Siempre hace uso de la versión gratuita y, en ocasiones, cuando ya ha corregido el texto hasta donde le da el conocimiento del idioma, la aplicación aún le indica que tiene errores. 

A Pablo le molesta eso, saber que escribió algo en ese idioma que puede estar patas arriba gramaticalmente y que, tal vez, no dice de forma precisa lo que quiere decir. En esas ocasiones le hace arreglos al texto, hasta que no sabe qué coma moverle, agregarle o qué verbo cambiarle; entonces se echa la bendición y lo deja así. Caso contrario, cuando la página le dice que no encontró problemas, se siente el más gringo de todos. 

Pero les iba a hablar acerca del anuncio que vio. En él Sale un hombre con una expresión neutra en su cara, la típica cara-de-nada. Está sentado sobre un sofá e inclinado hacia adelante, con ambas manos sobre el teclado de un computador portátil. Flotando a su alrededor salen muchos chulos de color verde. Pablo cree que esos signos pretenden dar a entender que el hombre escribió un texto en inglés sin errores, pero por el gesto que lleva, a Pablo le parece que la aplicación le está indicando miles de ellos: uso desmedido de voz pasiva, texto intrincado, puntuación equivocada, etc. 

Pablo no sabe cuánto tiempo se demora echando globos sobre el anuncio, hasta que decide continuar con su lectura, pero antes de continuar, y a modo de protesta, decide hacer clic sobre la x en la parte superior derecha del anuncio. Apenas lo hace, el sistema le da las la opción de “Dejar de ver el anuncio”, en un botón, y luego puede escoger la opción por qué lo quiere dejar de ver: porque no le parece interesante, ya lo ha visto, le parece inapropiado, o el anuncio cubría contenido. 

Pablo se imagina que tiene que haber alguien encargado de darle seguimiento a esas peticiones de los millones de usuarios de internet, y se le ocurre pensar que el hombre que sale en el anuncio de Grammarly, en realidad no está utilizando la aplicación, sino que ese es su trabajo, de ahí el gesto de cara de nada.

lunes, 28 de septiembre de 2020

100 palabras

Siempre había pensado participar en el concurso “Bogotá en 100 palabras”, pero al final dejaba pasar la oportunidad. Era un dato que anotaba en mi cerebro, la peor libreta de todas, y al final se quedaba allá, como un archivo temporal mezclado con recuerdos e ideas, y que siempre recordaba cuando estaba lejos del teclado. 

Este año me había pasado lo mismo, pero hace pocos días una de mis hermanas me envío el link del concurso. Hoy me senté a escribir el relato y, creo, logré uno bueno, aunque uno suele ser muy benévolo con los escritos propios, así sean una completa basura, en fin. 

El relato tiene como escenario principal un bus de Transmilenio, y me esforcé por que tuviera una primera línea enganchadora. “Hoy es el día”, piensa el protagonista y así comienza el cuento. 

Después de unos 40 minutos, logré el primer borrador, y luego dediqué toda la mañana a editarlo. En medio de la tarea sentí un poco de remordimiento por eso, es decir, escribir por puro placer, dejando en un segundo plano otras tareas pendientes, pero ¿cómo obtener un buen texto, un relato sincero, si no es de esa manera? 

“¿Toda una mañana para eso?, pero si solo son 100 palabras”, podrán pensar algunos, pero en lo que duré haciéndolo, pensé que me estaba jugando la vida; era el texto o la muerte. 

El desenlace, como siempre, fue lo que me costó más trabajo, pues es ese punto en donde se puede echar a perder todo el trabajo realizado. Escribí dos finales, uno de 23 palabras y otro de 25. Al final me decidí por el primero por una simple cuestión de sonoridad; en el otro las palabras hombre y nombre, aunque distintas, se disputaban el protagonismo y sonaban como una rima mal hecha.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El primer café

La alarma del celular lo arranca de los brazos del sueño. Juan Pablo estira un brazo, apaga el aparatejo y despega los ojos para mirar que hora es. 5:00 a.m. Una hora antes del momento en que pensaba despertarse. Esa alarma que acaba de sonar, la intrusa, hace parte de las mil alarmas que tiene configuradas en su celular, y que olvidó desactivar.

Le gustaría ser como uno de sus amigos que, todos los días, sin falta alguna, se despierta a las 4:30 a.m., medita, hace ejercicio y luego le prepara el desayuno a toda la familia. Por las tardes, cuando él estaría con ganas de echarse una siesta, su amigo, en cambio, practica escalada. No entiende de dónde saca tanta energía. 

Da media vuelta, cierra los ojos e intenta dormirse de nuevo, pero no puede. La alarma de los mil demonios dañó el cauce de los eventos: dormir hasta las 6, y luego ver qué tiene el mundo por ofrecerle el día de hoy. A modo de protesta decide quedarse en la cama hasta esa hora, echando globos sobre la existencia, la suya y la del mundo. 

El tiempo, que se elonga y se contrae como le da la gana, pasa rápido, y cuando está tejiendo una fantasía con una mujer de pelo crespo con un aroma de flores en una primavera holandesa—no tiene ni idea qué significa eso, pero está en todo su derecho de elucubrar su fantasía de cualquier manera, por más disparatada que sea—, suena la alarma, la verdadera. 

El hombre del que hablamos siente que la vida, la suya por lo menos, volvió a tomar el cauce natural, si es que las vidas tienen eso; se levanta y va a la cocina a prepararse el primer café del día. 

De los métodos que conoce para prepararlo: Prensa francesa, cafetera italiana y con filtros de papel, la prueba y el error lo ha llevado a la conclusión de que el mejor es el segundo. La rescata del mueble de las ollas, la mira como el amante enamorado a la mujer que desea, y luego toma el pocillo—el de la figurilla de Gaudí que compró en el Barrio Gótico—, mide el agua, abre el pote del café, mide la cantidad que necesita, y la echa en el receptáculo que la almacena; prende la estufa y deja que la cafetera haga su magia. 

Luego, en el mismo pocillo que había utilizado, mide la leche que le va a echar al café, uno de los pasos más complicados del ritual, pues debe ser una medida exacta para que la bebida no quede ni tan clara ni tan oscura, la vida o la muerte, esa delgada línea, presente a todo momento, que separa la luz de las tinieblas. 

Minutos después, el sonido burbujeante de la cafetera le avisa que el café ya está listo. Calienta la leche en el horno microondas, 37 segundos, ni uno más ni uno menos, y luego le echa el café humeante encima, con aroma a tierra, a mañana, a madera, a vida. 

Luego, Juan Pablo, ese hombre que puede ser usted o yo, querido y amable lector(a), le da un sorbo, y en su boca, de repente, se encuentra todo el universo, lo conocido y lo desconocido: el big bang, un orgasmo, rayos de sol golpeando la cara, la carcajada de un bebé, el primer beso, el aroma preferido, la palabra precisa, el nirvana; todo en su debida cantidad. 

Cuando el primer café le sabe de esa manera, a Juan Pablo no le queda otra opción que pensar que va a tener un buen día.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Cansancio

Lavar los baños fue lo más productivo que hice en el día. Después de eso, un velo de desazón cubrió mi voluntad, una mezcla entre aburrimiento y cansancio; sobre todo lo segundo. Luego del almuerzo, sentí como si no tuviera fuerzas para hacer nada. 

Ante tal panorama, digamos, desolador, entré en modo de emergencia y decreté, en un corto monólogo mental, un decreto personal para hacer nada; solo un decir, pues entre mis planes estaba leer. Leer como si el mundo se fuera a acabar, leer de manera ansiosa, como si las letras tuvieran la misma importancia que el aire tiene para poder sobrevivir. 

Pero les decía que después del almuerzo un cansancio milenario se apoderó de mí, así que me eché en la cama y entré en uno de esos estados de duermevela, en los que no se descansa del todo, porque hay rastros de remordimiento en la conciencia, producto de no hacer nada, nada en el sentido productivo que tenemos clavado en la cabeza. 

No sé bien cuánto tiempo duré ahí, tendido en la cama, mientras miraba al techo, esperando que me dijera en qué consiste realmente la vida, uno de mis pasatiempos favoritos. En medio de eso, y como el techo seguía sin decirme nada, pensé: “Qué carajos me voy a dormir”. Cerré los ojos para entregarme a la tarea, pero a los pocos minutos sonó el celular. Luego de atender la llamada, aunque todavía sentía cansancio, el sueño se había esfumado. 

Entonces decidí, decidió mi cerebro, o ese otro yo que me habita, que era el momento perfecto para hacer una torta de manzana. Me puse de pie a regañadientes, tratando de exponerles mis razones para no hacer nada, que horas antes había expedido un decreto sobre el tema, pero no me hicieron caso y al final terminaron por convencerme. 

Al final, no leí como si el mundo se fuera a acabar, pero lo haré a las 11 de la noche, hora en la que prefiero hacerlo. Ojalá el cansancio no vuelva a aparecer.

martes, 22 de septiembre de 2020

40 palabras

Escribo un perfil cronicado, término que me acabo de inventar; una palabra-no-palabra que, estoy casi seguro, no funciona. Escribo un texto que es una mezcla entre perfil y crónica; Dejémoslo mejor en que escribo y ya está. 

Tengo el primer borrador listo, pero me faltan conocer detalles, en apariencia nimios, de la persona sobre la que trata el escrito: comida preferida, lugar favorito, hobbies, placeres culposos, etc. Aspectos que parecen no importar, pero que son los que crean un territorio en común en el que las personas se sienten cómodas. 

Abro el WhatsApp, redacto un par de preguntas y llas envío para tener esa información, confiado en que no me van a responder pronto, pero en pocos minutos ya tengo una respuesta. Doy las gracias, al tiempo que menciono que la información  es suficiente, pero que en caso contrario  volvería a hacer más preguntas. Me dicen que no hay problema. 

Pego la nueva información en el texto: alrededor de 40 palabras que conforman dos líneas. Pienso que es una tarea fácil, y que no me voy a demorar más de dos minutos en redactar esa nueva porción de texto. 

Y así es, lo redacto rápido y le pongo el punto aparte al párrafo, confiado en que quedó potente. Lo leo, pero no tardo en detectar que está cojo, que entre algunas de sus palabras hay abismos en los cuáles el significado cayó al vacío. 

Le hago unos cambios superficiales, como de maquillaje. Luego, lo leo y vuelvo a leer, hasta que casi me lo sé de memoria y, en ocasiones, me suena bien, pero en otras me parece la peor frase que alguien ha escrito en toda la historia de la humanidad. 

Copio lo nuevo que redacte abajo y comienzo a cortar acá, alargar allí, el punto, la coma, que no se me escape esa tilde que le da sentido a todo, pero no pasa nada. El nuevo párrafo está herido de gravedad, así que decido no prolongar su sufrimiento, y lo borro para redactarlo de nuevo. 

El minuto, o dos, que pensé me iba a demorar, se convirtieron en 40. Al final, creo, logro un párrafo decente. Quizá no lleva frac, pero tiene la camisa metida dentro del pantalón.

lunes, 21 de septiembre de 2020

La cama

Hablemos de sus dos estados primordiales: Tendida y destendida. A veces, muy pocas la verdad, me esmero cuando tiendo la mía, procurando que las sabanas, colcha y cubrelecho queden templados, sin arrugas, con las almohadas puestas de forma milimétrica, las dos a la misma distancia de los bordes: La cama como obra de arte o la vida como un TOC perpetuo. Imagino que una cama tendida es un atisbo de orden en medio del caos que gobierna nuestras vidas, y que por eso le encontramos cierto placer a observarla en ese estado. 

Una vez vi un video de un almirante o un alto mando, no recuerdo bien quién era, pero era como el más más de todos, de la marina de Estados Unidos, dando un discurso motivacional a sus tropas o a aquel que se encontrara con sus palabras. En su charla hablaba sobre cómo llevar una vida correcta o qué debíamos hacer para ello, y decía que lo primero que uno debe hacer, apenas se pone de pie en la mañana, pues es una de las cosas más gratificantes en la vida, es tender la cama con empeño. A la larga, daba entender que es algo que forma el carácter; no sabe uno si el propio o el de la cama. 

Pero la cama destendida también tiene su encanto. Cuando la dejo así por un tiempo prolongado, y de vez en cuando la observo, me pregunto que criaturas inverosímiles se esconden dentro del amasijo de la colcha y las sábanas. 

Me aventuro a pensar que las camas esconden algo que tratamos de descifrar, por ejemplo, cuando movemos nuestras piernas con desesperación, buscando el frío en esos sectores desolados que no han tenido contacto alguno con nuestras extremidades. Quizá, de forma inconsciente, esperamos encontrarnos con otra cosa diferente a una sensación térmica, qué sé yo: una mano que nos acaricie, o un objeto que atesorábamos cuando éramos pequeños. 

La cama destendida también puede funcionar como una metáfora de resistencia, como cuando John Lennon y Yoko Ono, pasaron una semana entera metidos en una de un hotel en Montreal, para sentar su posición en contra de la guerra de Vietnam.