lunes, 5 de octubre de 2020

Dibujar

Cuando era pequeño dibujaba mucho, lo que fuera. Recuerdo que me sentía afortunado cuando tenía una hoja Xerox gruesa a mi disposición —En ese entonces creía que solo las podían utilizar los adultos—, eran el lienzo perfecto. 

Llegaba a la cocina y me sentaba en la mesa, y mientras mi mamá cocinaba le pedía que me diera ideas para dibujar, entonces ella me decía: “dibuja tal fruta, dibújame a mí, o tal objeto”, y ahí me quedaba yo dibujando por horas. 

Luego, no sé en qué momento, conocí los tarritos de tinta china con sus plumas de punta metálica y le empecé a echar tinta a lo que dibujaba. Eran dibujos de súper héroes, más complicados por la cantidad de detalles que tenían y, por lo general, los terminaba en varias sentadas. 

En los últimos años de colegio siempre tomé la vocacional de pintura y ahí conocí la técnica de carboncillo. El hombre que la dictaba, Jairo, creo que se llamaba, siempre que pasaba al lado de mi caballete, admiraba mis dibujos y decía, como pensando en voz alta: “¡Qué buen trazo!”. 

No sé en qué momento dejé de dibujar seguido, hasta que paré de hacerlo por completo. En los últimos años siempre había pensado que debía volverlo a hacer, pero nunca me decidía. 

Hace unos días, me topé con un tweet de Inktober y, sin pensarlo, decidí participar en esta edición. El bujo que hice hoy es el que más me ha gustado, porque me traslado a esa época de mi niñez en la que dibujaba seguido, y volví a experimentar esa calma profunda que me produce la actividad, aquel estado en el que no pienso en nada aparte del dibujo, sensación similar a cuando me siento a escribir. 

Un lápiz y una hoja; es poco lo que se necesita.

domingo, 4 de octubre de 2020

Janis

Hoy en la mañana, mirando Twitter, me enteré de que hace 50 años falleció Janis joplin. Doy clic a dos links: un artículo de un diario argentino y otro de uno español, en el que, se supone, narran las últimas horas de vida de la cantante. 

Comienzo a leer el primero, pero no lo entiendo, es decir, me parece que no tiene una secuencia o estructura lógica. Algo, un sexto sentido gramatical, digamos, me dice que tiene fallas, así que cuando voy por la mitad lo abandono. 

Con el otro, el artículo español, me pasa algo similar. No sé si es que a veces, uno sufre de episodios de incomprensión de lectura o qué, pero ese texto también me aburrió, sobre todo por su tufillo amarillista y trágico, en el que se repite la palabra sangre, y se describe la posición de su cuerpo, en la cama del hotel donde la encontraron, luego de que había salido a comprar cigarrillos. 

La primera vez que escuché un fragmento de una de sus canciones, fue en un comercial de arequipe. Si no me falla la memoria, alguien sacaba una cucharada del producto, justo cuando joplin comienza a cantar Summertime. Su voz, creo, era pegajosa, o como decía una línea de uno de los artículos: una mezcla de ternura y ansiedad.

Algo que también me llamó la atención, es que la artista lloraba cuando terminaba los conciertos, pues decía que cantar era como hacerle el amor, al mismo tiempo, a todas las personas que habían ido a verla. 

Joplin, como Hendrix, Winehouse, Morrison y Cobain, se supone que hace parte del club de los 27, es decir, músicos que murieron a esa edad; una triste coincidencia.

jueves, 1 de octubre de 2020

No entiendo

Una mujer, llamémosla Nora, para efectos de que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, cuenta que siente haber adquirido un nuevo súper poder—ignoramos cuántos tiene hasta el momento—, que consiste en leer libros como si no fuera a existir un mañana. Dice que pudo leer tres en la misma semana, y aclara que no andaba de vacaciones, sino que estaba llena de trabajo. 

No solo contenta con eso, dice que además también tiene acciones muy concretas para implementar en el corto plazo, porque alguien, Pedro, digamos, dice que si uno lee un libro debe ser con una meta en mente, y que solo se considera leído cuando esa meta se lleva a la acción. 

No entiendo, no entiendo nada. En mi profunda ignorancia, necesito que alguien, por favor, me explique cuales son las reglas para leer libros, porque, según lo que expone Nora, de los pocos que he leído en mi vida, quizá no he leído ninguno, ya que siempre trato de leer por puro placer, independiente del tipo de texto: académico, laboral o literatura. 

No entiendo, no entiendo por qué cualquier cosa que hagamos debe tener un fin más allá de hacer algo; un fin, en apariencia, más elevado que la actividad en sí. 

No sé, quizá lo he hecho mal siempre, y necesito que alguien corrija el rumbo de mis métodos de lectura. 

No entiendo, no entiendo nada.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Taller de escritura

Hace muchos años tomé un curso de escritura con Antonio García Ángel en la Madriguera del Conejo. Los días de la clase, llegaba una o dos horas antes al sector y me metía en un café a leer, algo que siempre trato de hacer cuando tomo cursos de escritura.

Decidí tomar el taller cuando supe que él lo iba a dictar, porque hacía poco había leído Animales Domésticos, su libro de cuentos, y me había desternillado al leer un cuento que trata sobre un hombre que trabaja de Papá Noel, en un centro comercial, y que termina involucrado con una banda de atracadores que llevan el mismo disfraz. 

En ese entonces mi postura hacia la escritura era muy diferente, y creía que por el simple hecho de leer y escribir, uno era una mejor persona; estupideces que uno piensa, o bien, pajazos mentales , en fin. Era, más bien, como imbécil en ese entonces. 

En la primera sesión, cuando llegó el momento de presentarnos, que consistía en decir por qué estábamos ahí y qué estábamos leyendo, a mí se me ocurrió mencionar, luego de decir mi nombre, que un día en el que no leyera o escribiera algo lo consideraba como desperdiciado. 

Recuerdo muy clara su respuesta con acento caleño: “Ve, entonces yo he desperdiciado muchos días de mi vida”, dijo al tiempo que sonreía. En otro momento recuerdo que le pregunté, entusiasmado, sobre su experiencia bajo la tutoría de Vargas Llosa, y que no quiso hablar mucho del tema. 

Algo que me gustó mucho de su taller, fue que para cada sesión nos dejaba ejercicios de escritura pero, en medio de mi taradez, siempre traté de lucirme con mis textos y no de escribir piezas sinceras, por lo que el resultado siempre fue malo. 

De los asistentes a ese taller, recuerdo que había un hombre que destacaba con su escritura. Era una persona callada, que siempre llevaba una prenda negra, y sus escritos siempre tenían tintes oscuros y melancólicos. También había un señor que debía tener alrededor de 60 años, y que estaba ahí porque sus amigos siempre le habían dicho que tenía que comenzar a escribir las historias que contaba. De él, recuerdo que quería escribir una novela policiaca, de la que ya tenía el nombre del protagonista: Gumersindo Danger.

martes, 29 de septiembre de 2020

Anuncio

Pablo lee un artículo en la web, un artículo de interés laboral. Cuando comienza a desplazarse hacia abajo le aparece un anuncio de Grammarly, el sitio web que a veces utiliza para redactar textos en inglés. Siempre hace uso de la versión gratuita y, en ocasiones, cuando ya ha corregido el texto hasta donde le da el conocimiento del idioma, la aplicación aún le indica que tiene errores. 

A Pablo le molesta eso, saber que escribió algo en ese idioma que puede estar patas arriba gramaticalmente y que, tal vez, no dice de forma precisa lo que quiere decir. En esas ocasiones le hace arreglos al texto, hasta que no sabe qué coma moverle, agregarle o qué verbo cambiarle; entonces se echa la bendición y lo deja así. Caso contrario, cuando la página le dice que no encontró problemas, se siente el más gringo de todos. 

Pero les iba a hablar acerca del anuncio que vio. En él Sale un hombre con una expresión neutra en su cara, la típica cara-de-nada. Está sentado sobre un sofá e inclinado hacia adelante, con ambas manos sobre el teclado de un computador portátil. Flotando a su alrededor salen muchos chulos de color verde. Pablo cree que esos signos pretenden dar a entender que el hombre escribió un texto en inglés sin errores, pero por el gesto que lleva, a Pablo le parece que la aplicación le está indicando miles de ellos: uso desmedido de voz pasiva, texto intrincado, puntuación equivocada, etc. 

Pablo no sabe cuánto tiempo se demora echando globos sobre el anuncio, hasta que decide continuar con su lectura, pero antes de continuar, y a modo de protesta, decide hacer clic sobre la x en la parte superior derecha del anuncio. Apenas lo hace, el sistema le da las la opción de “Dejar de ver el anuncio”, en un botón, y luego puede escoger la opción por qué lo quiere dejar de ver: porque no le parece interesante, ya lo ha visto, le parece inapropiado, o el anuncio cubría contenido. 

Pablo se imagina que tiene que haber alguien encargado de darle seguimiento a esas peticiones de los millones de usuarios de internet, y se le ocurre pensar que el hombre que sale en el anuncio de Grammarly, en realidad no está utilizando la aplicación, sino que ese es su trabajo, de ahí el gesto de cara de nada.

lunes, 28 de septiembre de 2020

100 palabras

Siempre había pensado participar en el concurso “Bogotá en 100 palabras”, pero al final dejaba pasar la oportunidad. Era un dato que anotaba en mi cerebro, la peor libreta de todas, y al final se quedaba allá, como un archivo temporal mezclado con recuerdos e ideas, y que siempre recordaba cuando estaba lejos del teclado. 

Este año me había pasado lo mismo, pero hace pocos días una de mis hermanas me envío el link del concurso. Hoy me senté a escribir el relato y, creo, logré uno bueno, aunque uno suele ser muy benévolo con los escritos propios, así sean una completa basura, en fin. 

El relato tiene como escenario principal un bus de Transmilenio, y me esforcé por que tuviera una primera línea enganchadora. “Hoy es el día”, piensa el protagonista y así comienza el cuento. 

Después de unos 40 minutos, logré el primer borrador, y luego dediqué toda la mañana a editarlo. En medio de la tarea sentí un poco de remordimiento por eso, es decir, escribir por puro placer, dejando en un segundo plano otras tareas pendientes, pero ¿cómo obtener un buen texto, un relato sincero, si no es de esa manera? 

“¿Toda una mañana para eso?, pero si solo son 100 palabras”, podrán pensar algunos, pero en lo que duré haciéndolo, pensé que me estaba jugando la vida; era el texto o la muerte. 

El desenlace, como siempre, fue lo que me costó más trabajo, pues es ese punto en donde se puede echar a perder todo el trabajo realizado. Escribí dos finales, uno de 23 palabras y otro de 25. Al final me decidí por el primero por una simple cuestión de sonoridad; en el otro las palabras hombre y nombre, aunque distintas, se disputaban el protagonismo y sonaban como una rima mal hecha.

viernes, 25 de septiembre de 2020

El primer café

La alarma del celular lo arranca de los brazos del sueño. Juan Pablo estira un brazo, apaga el aparatejo y despega los ojos para mirar que hora es. 5:00 a.m. Una hora antes del momento en que pensaba despertarse. Esa alarma que acaba de sonar, la intrusa, hace parte de las mil alarmas que tiene configuradas en su celular, y que olvidó desactivar.

Le gustaría ser como uno de sus amigos que, todos los días, sin falta alguna, se despierta a las 4:30 a.m., medita, hace ejercicio y luego le prepara el desayuno a toda la familia. Por las tardes, cuando él estaría con ganas de echarse una siesta, su amigo, en cambio, practica escalada. No entiende de dónde saca tanta energía. 

Da media vuelta, cierra los ojos e intenta dormirse de nuevo, pero no puede. La alarma de los mil demonios dañó el cauce de los eventos: dormir hasta las 6, y luego ver qué tiene el mundo por ofrecerle el día de hoy. A modo de protesta decide quedarse en la cama hasta esa hora, echando globos sobre la existencia, la suya y la del mundo. 

El tiempo, que se elonga y se contrae como le da la gana, pasa rápido, y cuando está tejiendo una fantasía con una mujer de pelo crespo con un aroma de flores en una primavera holandesa—no tiene ni idea qué significa eso, pero está en todo su derecho de elucubrar su fantasía de cualquier manera, por más disparatada que sea—, suena la alarma, la verdadera. 

El hombre del que hablamos siente que la vida, la suya por lo menos, volvió a tomar el cauce natural, si es que las vidas tienen eso; se levanta y va a la cocina a prepararse el primer café del día. 

De los métodos que conoce para prepararlo: Prensa francesa, cafetera italiana y con filtros de papel, la prueba y el error lo ha llevado a la conclusión de que el mejor es el segundo. La rescata del mueble de las ollas, la mira como el amante enamorado a la mujer que desea, y luego toma el pocillo—el de la figurilla de Gaudí que compró en el Barrio Gótico—, mide el agua, abre el pote del café, mide la cantidad que necesita, y la echa en el receptáculo que la almacena; prende la estufa y deja que la cafetera haga su magia. 

Luego, en el mismo pocillo que había utilizado, mide la leche que le va a echar al café, uno de los pasos más complicados del ritual, pues debe ser una medida exacta para que la bebida no quede ni tan clara ni tan oscura, la vida o la muerte, esa delgada línea, presente a todo momento, que separa la luz de las tinieblas. 

Minutos después, el sonido burbujeante de la cafetera le avisa que el café ya está listo. Calienta la leche en el horno microondas, 37 segundos, ni uno más ni uno menos, y luego le echa el café humeante encima, con aroma a tierra, a mañana, a madera, a vida. 

Luego, Juan Pablo, ese hombre que puede ser usted o yo, querido y amable lector(a), le da un sorbo, y en su boca, de repente, se encuentra todo el universo, lo conocido y lo desconocido: el big bang, un orgasmo, rayos de sol golpeando la cara, la carcajada de un bebé, el primer beso, el aroma preferido, la palabra precisa, el nirvana; todo en su debida cantidad. 

Cuando el primer café le sabe de esa manera, a Juan Pablo no le queda otra opción que pensar que va a tener un buen día.