jueves, 12 de noviembre de 2020

Denme una cachetada

Alguien, la persona que sea, que me de una cachetada por favor. Lo que pasa es que necesito despertar mis recursos narrativos. Están dormidos, enterrados quien sabe en qué parte de mi cerebro, cubiertos por capas de angustias y preocupaciones, y toneladas de opiniones. 

A veces, a lo largo del día, dedico unos minutos a pensar sobre qué escribir, pero en ocasiones, como hoy, lo único que asalta mi cabeza son opiniones. Algunas se ven interesantes, y hasta me harían —eso pienso, para darme una auto palmadita en la espalda—sonar inteligente, pero tan pronto como aparecen las descarto, porque solo quiero contar cosas, lo que sea, antes de soltar una opinión. 

¿Y Quién tiene la culpa? El estado, a ver me explico. Luego de que terminé de trabajar, me iba a poner a escribir, confiado en que iba a dar con algo que pudiera contar. En ese momento tuve la brillante idea de responder un E-mail sobre un lío de unos papeles con la Gobernación de Cundinamarca. 

La entidad, un señor, en fin, alguien, me respondió que no había podido descargar los adjuntos que le había enviado en un e-mail —vida perra, ¿cómo alguien que trabaja en una oficina puede sacar semejante excusa?—, y me enviaron un link para ingresar a un formulario que debía rellenar. 

Después de diligenciar los datos personales, había una casilla para exponer el caso en detalle, en solo 999 caracteres. Edité una carta que había escrito en Word para que cumpliera con ese requisito y copie el texto, y cuando lo fui a pegar en el formulario, ¡oh sorpresa!, este no permitía la opción de pegar, ni de copiar, no se dejaba hacer ni mierda, era como el peor formulario que se ha diseñado hasta el momento. 

No tuve otra opción que digitar el texto, con un excelso dominio de control-Tab para saltar del Word al navegador. Cuando por fin terminé le di clic al botón “continuar” y la acción me llevó a una página para adjuntar los documentos de soporte. 

Estaba contento de que por fin iba a terminar el procedimiento, y luego de que adjunte el archivo, el berraco navegador se bloqueó. Esperé unos minutos a ver si reaccionaba, y cuando me di cuenta de que no iba a ser así, le eché la madre, lo cerré a las malas y me resigné a repetir el procedimiento. 

Cuando por fin lo terminé, se me habían quitado las ganas de escribir, y me eché en la cama a mirar pal techo. 
Cuando no quiera escribir, por favor, denme una cachetada.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

Perder la cabeza

Hace Más o menos un año abrí la nevera y me encontré con la cabeza de un hombre en un plato. Tenía la lengua afuera y los ojos abiertos. La cerré de un portazo. Parecía como si todo fuera una broma de mal gusto, y que alguien se tomó el trabajo de meterse dentro de la nevera para hacerse el muerto. No sé quién se pondría en esas, pero en esta vida hay gente que se presta para cualquier cosa. 

“¿Me he vuelto loco?”, me pregunté. Cerré los ojos, volví a tomar la manija y comencé a abrir la nevera de nuevo. Como me acababa de despertar pensé: “quizás estoy en un territorio intermedio entre el sueño y la vigilia, un lugar en el que los bordes de lo real y lo irreal se rozan y por eso ocurren este tipo de cosas”. 

Cuando terminé la operación, conté hasta 3 y abrí los ojos, no poco a poco como le indican a uno al terminar una meditación, sino de un portazo a la inversa. Aparte de unas cuantas frutas, una caja de leche, 5 huevos, tres cervezas, un taco de queso, un frasco de mermelada de mora, y un pedazo de pizza que quién sabe cuánto tiempo llevaba ahí, la cabeza ya no estaba. 

Solté un suspiro, en apariencia de alivio, pero cargado de decepción, pues en el fondo esperaba que siguiera ahí, ya que era un punto de trama perfecto para disparar mi vida en la dirección menos pensada, una forma para escapar de la rutina. 

Desde ese día sigo buscando la cabeza, pero no me la he vuelto a encontrar en mi nevera. Cada vez que visito a un familiar o un amigo, me invento una excusa para revisar ese electrodoméstico, pero la cabeza no ha vuelto a aparecer.

martes, 10 de noviembre de 2020

Ligereza

A veces se siente una extraña pero cómoda ligereza, momentos en los que nuestras desgracias y aciertos cobran sentido. Es una sensación que, imagino, se origina en las vísceras, si hablamos de lo físico, o en el subconsciente si nos referimos a lo etéreo, pero ¿qué sé yo? 

Puede ser que ese estado tenga algo que ver con algún recuerdo de la infancia, aquella patria en la que el mundo parecía estar en orden, o de pronto tiene que ver con aspectos positivos de vidas pasadas, momentos fugaces de felicidad que tuvimos cuando fuimos otros, pero también los mismos. 

Ahorita experimento esa ligereza. Tal vez tiene que ver con que comencé un dibujo y creí que iba mal, pero al alejarme vi que no estaba tan perdido —cuando dibujo me siento ligero—, que encontré un lugar en el que venden lápices de dibujo con mina de grafito a buenos precios o, quizás, porque ayer fue un día de mierda y la mente y el cuerpo buscan un balance para que el individuo no enloquezca, por eso el blanco y el negro, el sol y la lluvia, lo ácido y lo dulce, la pesadez de la vida y su ligereza. Aún con todo ese rollo del libre albedrio y nuestras ínfulas de libertad, al final, parece, todo resulta ser una balanza que se inclina para el lado que le da la gana. 

Toca aferrarse a esos momentos de ligereza con toda la fuerza de la vida, porque se esfuman tan rápido como aparecen. Hay que Flotar y permanecer en ellos la mayor cantidad de tiempo posible, pues como dijo Francis Bacon: “Solo tenemos este momento, brillando como una estrella en nuestra mano y derritiéndose como un copo de nieve”.

lunes, 9 de noviembre de 2020

El futuro

En la actualidad, hay un complejo budista y se pregona hasta el cansancio vivir el presente, porque es lo único que debería importarnos. La verdad es que no nos vendría mal conocer un poco del futuro, por lo menos del inmediato, pues supongo que a cada instante cambia, entonces resulta imposible saber exactamente qué es lo que va a ocurrir. 

G. Me llamó ayer. Me contó que no se ha sentido del todo bien, y que incluso algunos días tuvo ganas de quedarse metida en la cama. Me pregunta si estará deprimida. “No lo sé”, respondo. Le digo que es probable, pero que cualquier afirmación que haga es una especulación. Me cuenta que a raíz de eso su hermano le regalo una cita con una señora que habla con los ángeles y que hace otras cosas—no recuerdo cuales— especiales. 

Me dice que le contó muchas cosas acerca de su vida, como que en un futuro la ve en otro país, y que no le va a dar Covid. G. me dijo que podía preguntar por el futuro de cualquier conocido, pero que no preguntó ni por el mío ni por el de M, con quien nos vemos veíamos con frecuencia. 

Aunque no creo en esas cosas, me tranquilicé cuando supe que no se había interesado en mi futuro, porque mi escepticismo tiene una grieta por la que se mete la duda. ¿Será posible?, me pregunto, y pienso en que no me gustaría conocer datos de mi futuro, porque se perdería algo tan importante como el factor sorpresa y aleatorio de la vida, y porque viviría pendiente de ver si lo que me dijeron va a ocurrir. 

Hace unos años escribí una crónica sobre el Indio Amazónico. Cuando visité el lugar, la persona que lo atendía, una mujer con un vestido largo de color verde plateado, me preguntó que si quería tomar una cita con La Profesora. Le pregunté en qué consistía la cita. “Es una lectura de las cartas en la que puede hacer preguntas sobre cualquier aspecto de su vida”, respondió. 

Tomar la consulta con La Profesora le habría venido muy bien a mi escrito, pero al final no lo hice, porque solo tenía un billete para devolverme a la casa y porque, como ya le dije, estimado lector, prefiero no saber nada del futuro. 

Escribo sobre esto porque hoy, viendo videos en youtube, di con uno de una vidente: una señora con gafas de marco grueso negro y un tono de voz aburridor. Ella decía que predijo la pandemia en el 2017. Al finalizar los cinco segundos promocionales, la mujer pregunta en ese tonito afectuoso de la segunda persona, que se supone debemos utilizar para ser persuasivos: ¿Quieres conocer el futuro de las personalidades?, sígueme en mi canal de youtube. 

No, no quiero conocer el futuro de nadie. Si es el caso, que llegue y se estampe contra mi cara.

 

viernes, 6 de noviembre de 2020

Ganas

A veces, como ahora, tengo ganas de hacer de todo, es decir, lo que más me gusta: dibujar, escribir o leer, que son como los puntos de un mapa que siempre ayudan a ubicarme.  Cuando esto pasa, una lluvia de ideas cae de forma desordenada en mi cabeza, y juego a conectarlas de alguna manera para ver en qué puntos se cruzan, pues imagino que esos territorios de encuentro son importantes, y que en ellos hay algo por descubrir.

Pienso, por ejemplo, en que me gustaría escribir una novela como The house on Mango Street que leí hace poco.  Me gusta su estructura en viñetas y que a veces unas no tengan nada que ver con las otras.  Me recordó mucho a Vibrato, una novela bellísima de Isabel Mellado, una violinista y escritora  chilena que vive en Alemania.

También le doy vueltas a una charla de una escritora sobre su proceso para cursar un Master de escritura creativa en Estados Unidos, en la que contó, por encima, su experiencia.  Ella se presentó sin tener los recursos (más de 50.000 dólares), y apenas la aceptaron siguió adelante con el proceso, pues sabía, en lo más profundo de su ser, lo que sea que eso signifique, que quería, o bien debía, ser escritora, pues para eso había nacido.

Como ya lo he dicho, me intrigan mucho esas personas que tienen tan claro lo que deben hacer en la vida, porque es algo que a mí me cuesta definir por completo; imagino que esto tiene que ver con que todos tenemos una identidad múltiple, que somos uno y muchos al mismo tiempo, no sé.

También, en estos días en los que me volví a obsesionar con el dibujo, he llegado a la conclusión de que las proporciones del cuerpo humano tienen algo de divino; imagino que esto que digo no es nada nuevo y que ya deben existir tratados sobre el tema, pero me asombra la relación que tienen las distancias de cada una de las partes del cuerpo humano.

Si hay un aspecto que me gusta mucho del dibujo es el boceto, pues brinda la oportunidad de equivocarse, de tachar, de hacer un trazo una y otra vez hasta creer que se obtuvo el correcto. Esto, imagino, tiene que ver mucho con la escritura, con poder borrar, reescribir y si es el caso, como me pasó ayer con un dibujo en el que las proporciones se fueron al carajo; arrancar la hoja y botarla a la basura.  Tal vez, solo tal vez, deberíamos concebir más la vida como un boceto.

Existen ganas, algunas verdades, eso creo, y miles de inquietudes.

jueves, 5 de noviembre de 2020

Pan, tapabocas y lápices

Salgo a comprar unos medicamentos, pan y dos lápices, porque los anteriores se encogieron demasiado rápido. El orden de la vuelta es: Droguería, pan, papelería. Aparte de que hay poca gente en la calle, parece que es un día normal con bastante tráfico, pero hay algo en el ambiente que dice que hemos cambiado, que ya no volveremos a ser los mismos, que la pandemia y todo lo que ha traído, se instaló en lo más profundo de nuestra psique, como un archivo temporal o el historial de un navegador web, que nunca se han borrado, en fin. 

Le doy vueltas al tema por un rato, para ver si logro precisar qué es lo diferente a nivel de consciencia, pero no saco ninguna conclusión importante. Al rato, ya cerca de la droguería, me olvido del tema. 

A menos de 5 pasos del local, siento como el caucho del tapabocas se revienta. No sé si lo forcé al ponérmelo, estaba gastado o cuál fue la razón, pero lo alcanzo a agarrar antes de que caiga al suelo. 

Miro a ver si puedo hacerle algún arreglo temporal, pero soy malo para esas cosas y, además, no llevo nada encima con qué arreglarlo. Me angustio por unos segundos, pues pienso que el virus está a la caza de aquellos que no llevan tapabocas, así que lo sujeto contra mi cara con la mano derecha, pero eso también me molesta, pues ¿acaso no dicen que una vez puesto, se debe evitar tocarlo con las manos? 

Ya en la droguería, y luego de pedir los medicamentos, también pido un tapabocas. “No tenemos”, responde la mujer que atiende. Siento que el conflicto en mi salida comienza a escalar, y pienso en modo trágico: “ahora quién sabe que más va a pasar”. “Es que los pocos que llegan, se agotan en nada”, concluye la mujer al ver mi cara que, supongo, debe llevar un gesto de angustia. 

No me queda otra que sostener el tapabocas con la mano y camino hasta un Tostao. Cuando me acerco a la caja a hacer el pedido, veo que también venden tapabocas y pido uno. Son de esos de tela que toca amarrar y que me parecen tan poco funcionales como los jeans con botones, pero mejor eso que nada. 

Ya en la papelería, compro los dos lápices y un marcador negro de punta gruesa, porque el que tengo se acabó luego de hacer varios dibujos con fondos negros, para lograr un efecto de negativo. Le pregunto a la mujer que la atiende como sigue su hija en Paris y me dice que está bien, pero encerrada, y que eso es una lástima, pues los apartamentos en los que viven los inmigrantes son muy pequeños, y guardar la cordura, confinados en esos espacios tan reducidos, es todo un reto.

martes, 3 de noviembre de 2020

Foto

Hace 8 años tome una foto en Montmartre, en una calle con cafés y restaurantes. Una tía que vive en Alemania, y que visité durante ese viaje, dice que uno no debería tomar fotos de los lugares, ¿para qué?, lo que importa es tomarle fotos a las personas con las que uno viaja. 

Como era la primera vez que visitaba Europa, yo le tomaba foto a todo y a todos. Recuerdo que en esa foto de la que les hablo, capturé en ella a un hombre que estaba sentado leyendo un libro pequeño de bolsillo, y de vez en cuando le daba sorbos a una taza que descansaba sobre una mesa redonda y pequeña. El hombre tenía cruzada la pierna derecha sobre la izquierda, ¿acaso cual otra?, pero de esa manera en que algunas personas cruzan las piernas como si fueran contorsionistas, y en ocasiones la movía de forma nerviosa; tal vez atravesaba, en esos momentos, un punto álgido de la narración. El hombre También fumaba un cigarrillo al que le daba unas cuantas caladas seguidas antes de volverlo a poner sobre un cenicero de vidrio, también pequeño. Era, al parecer, un café con medidas justas, en el que no se podía desperdiciar espacio alguno. 

Cerca, aunque no salen en la foto, había un trio de emigrantes, al parecer, africanos. El guitarrista llevaba un pantalón amarillo y chaqueta negra; el que tocaba el bongó llevaba una camisa blanca, y el último, el cantante, un pantalón negro, una camisa de cuadros rojos y blancos, y unas gafas negras de marco rojo. El grupo repetía el coro de Guantanamera una y otra vez; se veían alegres y varias personas se acercaban a echar monedas en un sombrero que habían acomodado en el piso. 

Esa es una de las escenas más frescas que aún conservo de ese viaje y que, de repente, aparece en mi cabeza como si estuviera conectada con cada cosa que hago. Cada vez que eso pasa, me pregunto qué estaría leyendo el hombre del café.