martes, 15 de diciembre de 2020

¿Acaso no?

Voy a comprar un lápiz a la papelería, solo porque me gusta utilizar el borrador que lleva cuando dibujo. Ya en el lugar, entablo conversación con la dueña, quien me ha dicho su nombre unas tres veces, pero lo he olvidado. Creo que se llama Jackie, pero no lo pronuncio para evitar caer en el error. 

Nuestras conversaciones casi siempre giran sobre los mismos temas: El virus, su familia y la mía. Afortunadamente nunca hemos llegado a ese punto muerto en que toca echarle mano al clima. Me cuenta que su hija que vive en Paris sigue confinada, y que el gobierno francés está mirando si relaja las medidas en las siguientes semanas, con un toque de queda de 6 de la tarde a 9 de la mañana. 

Solo me habla de ella, la menor. Su ausencia, al parecer, es la que le pega más fuerte, a diferencia de la de los otros dos hijos que viven con sus respectivas familias. 

Le pregunto que hasta cuando va a abrir y me dice que no piensa cerrar la papelería en Diciembre. Mientras hablamos llega un mensajero a entregarle unos rollos de papel. “¿Cuántos vienen?”, pregunta. “Doce, si quiere revise que viene esa cantidad”. “No, tranquilo, yo confío en usted”, le responde, mientras acomoda los rollos contra una pared. 

Aprovecho su corta conversación para escanear el local con la mirada. Es pequeño, pero parece que tiene todo lo que una papelería como la Panamericana puede llegar a ofrecer. 

“Para qué me quedo en la casa?”, me pregunta mientras miro distraído una vitrina con chocolates. Se refiere a lo de cerrar su negocio. “Prefiero estar aquí, ver pasar gente y hablar con las personas que quedarme sola en la casa”. 

“Mi hijo me dijo que porque no iba a pasar 24 y 31 con los suegros de él, pero a mí me da pereza. No nos llevamos bien y entonces ¿qué voy a hacer allá? Ellos van para un lado y yo siempre voy para el otro”, dice, mientras gesticula con las manos direcciones contrarias. 

“Mejor me quedo en la casita”, concluye. Le doy la razón, mejor no estar donde a uno no lo quieren. Mejor pasar por cabrón que por hipócrita, ¿acaso no?

lunes, 14 de diciembre de 2020

Kristof y las nueces

¿Cuántos libros nos hacen falta por leer?, ¿De qué libros, que seguro son como un hacha lista para romper el mar helado dentro de nosotros, como decía Kafka; no tenemos conocimiento? 

Desde hace unos días unos amigos insisten en que debo leer Claus y Lucas, una novela de la escritora húngara Agota Kristof; según ellos, el mejor libro que han leído este año. Tenía en lista de espera otros libros, pero nunca sigo un método riguroso para escoger mis lecturas, sino lo que caiga en mis manos. 

La busco en Goodreads, y veo que sus libros tienen buena calificación. Ese, pienso, no es un indicador muy fiable. Busco más información sobre ella y doy con una entrevista en la que la autora habla sobre escritura. Dice que para discernir entre el bien y el mal, existe una regla muy sencilla: “Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.” 


Esto me recuerda a algo que dice Millás: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora.” Y es que cuando las figuras narrativas atacan se corre el peligro de escribir cosas melosas y se termina, como también dice el autor, con un escrito sentimentaloide. 

Mejor volvamos a Kristof, que dice lo siguiente en el escrito que encontré: “Escribiremos: comemos muchas nueces”, y no: “nos gustan las nueces”, porque la palabra “gustar” no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad."

Refuerza eso diciendo que las palabras que utilizamos para definir lo sentimientos son muy vagas, y que lo mejor que se puede hacer es describir objetos, seres humanos y a uno mismo, una descripción fiel de los hechos. 

Así irrumpe Kristof en mi vida.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Editar

Aparece una alerta en mi celular y lo desbloqueo para ver qué es. La notificación corresponde a una charla: Editar la no ficción”, a cargo de Leila Guerreiro, que había olvidado por completo. Desde que comenzó la pandemia me inscribo a cuanto curso, webinar, clase, aparezca en mi mail, pero suelo olvidar la mayoría, o cuando llega el momento me da pereza y no me conecto. 

Decido ver esta charla, porque he leído un par de piezas de Guerreiro, y es de esos escritores que escriben sabroso; ustedes saben, esos escritos que cuando uno los termina de leer se siente ligero, como renovado. 

También me agrada su voz, que arrulla, con un acento argentino no muy marcado. Me parece que trata de ser precisa o, más bien, sincera en todo lo que dice. De vez en cuando se queda callada, mientras su cerebro trabaja a mil en busca de la palabra precisa. 

Cuenta que antes de ser editora es periodista y habla de la importancia de autoeditarse, de hacerle preguntas al texto para ver si cumple con lo que pretende exponer. También dice que un buen editor debe ser una sombra digna del autor, y que si no hay que tocar nada, pues no hay que tocar nada. 

Concluye que el trabajo de editor es no convertirse en un autor, sino ayudar a robustecer el texto, y que no hay nada peor que un escritor se encuentre con un editor que hubiera querido escribir el texto o con uno de esos que quiere que el escritor fracase. 

Debe ser bueno trabajar con Guerreiro como editora, pues dice que le gusta responder las inquietudes de lo autores rápido, y que si un editor no contesta en dos días un mensaje, es porque tiene cero interés en trabajar el texto. 

Además, está en contra de la cefecitis aguda, es decir, cuando le proponen encuentros para tomarse un café y hablar sobre un proyecto, pues dice que tienden a convertirse en miles de horas en las que se trabaja poco. 

“En la no-ficción nada funciona como adorno, todo tiene 
que estar al servicio de la historia” 
—Leila Guerreiro

 

jueves, 10 de diciembre de 2020

No usados

Imaginemos que los objetos tienen conciencia, que de alguna forma pueden enjuiciar moralmente la realidad. Bajo ese panorama tienen su propio criterio para distinguir lo bueno de lo malo. 

Pienso en esto por los audífonos que están conectados al computador. La mayor parte del tiempo permanecen ahí. A veces me los pongo en las orejas, como un acto reflejo, y no escucho nada. Son unos audífonos nuevos que venían con un celular, el actual si no estoy mal, y que decidí utilizar porque se me dañaron unos mac que me había regalado  mi hermana; mi único producto Apple. Una vez tuve un iPod mini, pero siempre me pareció engorroso meterle la música y lo dejé de utilizar. Un día decidí prenderlo y ya no funcionaba, en fin. Siempre que me quitaba los audífonos los ponía encima del portátil, pero se resbalaban y estrellaban contra el piso, hasta que un día el derecho dejó de funcionar. 

Aparte de los audífonos que utilizo en el momento, veo otros que también parecen nuevos, junto a los mac que ya no uso. ¿Qué piensan este par de audífonos? ¿Se preguntarán, los que no han salido de su empaque, si nunca los voy a utilizar? ¿Temen, los viejos, que un día decida masacrarlos a punta de tijera? 

Volteo a mirar a mi derecha y en mi biblioteca sobresale el lomo de La chica del Tren, que un día me trajo mi hermana mayor. Ella es una lectora esporádica, de ese tipo que se mete un libro como una línea de cocaína, es decir, un acto decidido y, guardando la proporción del tiempo, corto. 

Creo que no lo voy a leer unca, pues tengo en lista de espera otros libros que me llaman mucho más la atención. ¿Qué pensará ese libro? ¿Que alguien a quien le gusto mucho lo abandonó como si nada y que su actual dueño no da ni un peso por él? ¿Cómo será vivir rodeado de pares que lo miran a uno por encima del hombro? ¿Le harán bullying el resto de libros? ¿Qué le susurrará al oído “Así es como la pierdes”, el libro de Juniot Díaz que está apretujado contra él, desafiando cualquier medida de distanciamento social?. 

Dese usted cuenta, querido lector, que los objetos tampoco la tienen fácil.

miércoles, 9 de diciembre de 2020

Pastillas y chocoramo


Me siento a escribir. No sé sobre qué. De cierta forma eso me molesta, no tener la habilidad de ponerme a escribir lo que sea. Me decido por contar lo que estoy viendo. Sándor Márai dice, en Confesiones de un Burgués, que a veces no tenía ni idea qué escribir, entonces decidía contarlo todo acerca del vaso de agua que tenía enfrente. 

Encima de la base del computador hay dos hojas: una cuadriculada y la otra pequeña y cuadrada, de esos bloques de hojas que tienen en los bancos, o en las oficinas, bueno, donde sea que estén o correspondan. 

La hoja cuadriculada es vieja y tiene escrita una receta de galletas de navidad. Está ahí porque hace poco M. me llamó a pedirla, pues debía hacer galletas con sus hijos para una actividad del colegio. Se supone que se la iba a pasar Justo después de terminar nuestra conversación, pero me distraje con quién sabe qué asunto o pensamiento, y a la semana me volví a acordar. 

Le escribí apenado por el olvido, y luego de pasarle la receta me dio las gracias como si nada. Quién sabe si habrá pensado algo como: “ ¿Ya para qué?”, o si su agradecimiento fue sincero; igual cumplí con el favor. Cumplir con los favores hace que uno se sienta bien, sin importar lo que piense el mundo entero. 

El otro papel, el cuadrado, tiene una lista de productos de mercado: pan tajado, chocoramo mini, huevos y café. Parece una lista para un desayuno, incluido el chocoramo. A veces ese es el mío, junto con un café, cuando me da pereza preparar algo medianamente elaborado. 

Eso me acuerda de Y. a quién alguna vez le conté que asistí a una charla de una coach en felicidad. En esa ocasión la mujer dijo que, para tener un buen día, uno tenía que hacer algo que le gustara mucho antes de salir para el trabajo. A Y. le gusta cocinar, y le dio la razón a la mujer, pues me contó que cuando se levanta más temprano para prepararse un desayuno especial, se siente mejor por el resto del día. 

No tengo presente haber ido a comprar esos productos, pero aprovecho para comerme un chocoramo justo en este momento. 

Ahora suena la alarma del celular. Me avisa que debo tomarme una pastilla. Dejo que suene por un rato. Me fastidia su ruido y me gustaría tirar el aparato por la ventana. No entiendo por qué estoy tan quisquilloso. La alarma y la pastilla que debo tomar, me recuerda algo que dice Millás en La Vida a Ratos: 

“Ya tengo incorporadas cuatro pastillas que son para toda la vida.
Todos los días de mi puta vida me las he de tomar con el desayuno
o con la comida o con la cena. No se trata de un gran trabajo, pero 
su ingesta posee un significado simbólico de la hostia. El significado 
simbólico es que me hago viejo de manera real, palpable.” 

Al final la alarma gana el duelo, me levanto a apagarla, y luego me tomo la puta pastilla

Voy por otro chocoramo.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Maldad

Recuerdo que, en el colegio, en transición, a veces debíamos colorear una guía. Para eso la profesora nos repartía colores, pero no tajalápices. Cuando le queríamos sacar punta a un color debíamos acercarnos a su escritorio, que tenía empotrado uno de esos tajalápices de manivela metálicos, y ella se encargaba de sacarle punta. 

Ella, Martha, y otros profesores, insistían en que solo tajáramos los colores por el extremo de su punta y no por el chato. 

Siempre fui, dentro del salón, uno más, uno del montón, en el sentido en que iba por ahí, tratando de no meterme en problemas con nadie. En ese orden de ideas, evitaba a los montadores, ahora llamados bullies, hasta que no me quedaba otra opción que confrontarlos. Esa sigue siendo una de mis máximas en la vida. 

Uno de esos personajes era R. Tenía un aspecto bonachón, de esos niños que uno ve y la primera impresión que se lleva es que son muy tiernos. Era de cara redonda y tenía un peinado con una carrera perfecta. Supongo que en la casa se comportaba como el niño más amoroso de todo el mundo, pero cuando llegaba al colegio se convertía en el diablo. 

Una vez él y yo coincidimos en el escritorio de la profesora, pues necesitábamos tajar nuestros colores. Ese día otra profesora estaba en el salón conversando con la nuestra. Cada vez que algún alumno pedía que le tajaran un lápiz, Martha extendía una mano, tomaba el color, lo introducía en el tajalápiz y hacia rodar la manivela. Parecía un robot programado para cumplir esa tarea, pues era un acto mecánico, que ejecutaba sin dejar de conversar con su compañera de trabajo. 

Al parecer R. había estudiado la situación desde su pupitre, pues cuando estaba a su lado, le pasó el color para que ella lo introdujera no por la punta, sino por el otro extremo. 

Sé que no fue más que una travesura de niños, pero lo que aún recuerdo es la sonrisa de R. cuando recibió el color con puntas por ambos lados. ,En ese momento  me pareció una sonrisa cargada de maldad.

sábado, 5 de diciembre de 2020

Pistoleros y muerte

Ayer Me dispararon dos veces. 

Como hacia sol, Aproveché para reclamar unos medicamentos. Cuando iba llegando a la droguería, pasé cerca de un puente que tenía pegado un cartel sobre clases de inglés. Alguien, o el clima, le había arrancado una de las puntas, y ahora el cartel dice: “CLASES DE NGLISH, clases particulares a domicilio. Más abajo aparece un número de teléfono celular. Me pregunto qué tan efectiva es esa forma de promoción, y si alguien, como yo, que ve el cartel. anota el teléfono para llamar al profesor (a). 

Cuando llego a la droguería, el celador que está en la puerta me muestra el termómetro pistola. Freno en seco y extiendo mi brazo para que me apunte a la muñeca. Le pregunto que cuanto marca. “35”, responde serio. Quizá ya está cansado de que las personas le hagan la misma pregunta todo el berraco día, como si fuera un juego. Luego presionó un pedal para sacar gel antibacterial de una botella, pero la sustancia tiene poco de gel, es líquida y lleva un fuerte olor a alcohol. Igual dejo que el chorro del líquido me caiga en la palma de una mano y luego me las restriego con la otra. 

Después de abandonar ese lugar, camino hasta una papelería para comprar unas plumillas y tarros de tinta china. Cuando llego al sitio hay una fila de 5 personas. Me hago al final, y me pongo a chupar sol, porque ninguna estructura da sombra sobre ese costado. 

Atrás mío dos mujeres hablan del clima: 

“Que sol tan picante”, afirma una 

“Es puro sol de lluvia” responde la otra. Se quedan calladas un rato, y cuando comienzan a hablar de nuevo, pierdo interés en su conversación, porque ahora lo hacen sobre un conocido en común, que fulanito esto y fulanito lo otro. No se por qué hablan tanto de fulanito, si ninguna le cuenta a la otra algo interesante sobre él, qué sé yo, un drama de su vida, sino puras generalidades que no tienen nada de carne narrativa. 

Llevo unos 10 minutos y la fila nada que se mueve. Me acerco a la entrada y le pregunto al hombre que está en la puerta, otro pistolero de temperatura, por qué la demora. Me pregunta que a qué vengo y le cuento lo que quiero comprar. “Puede seguir, esa fila es solo para impresiones, vea que ahí en el cartel dice eso, pero es que no leen”, concluye a modo de regaño, y me indica con la pistola donde está el supuesto cartel. Miro hacia donde la dirige, pero no veo nada. 

El hombre me toma la temperatura, le pregunto cuanto marco el termómetro y me dice que 36, un grado más que antes. Tengo entendido que la temperatura normal de los vivos es de 37 grados, no sé a qué se deba mi frío corporal. 

Como no me siento muerto, Le doy las gracias al pistolero y entro a comprar lo que necesito, pero antes de buscar los productos, otra vez me echo gel, más aguado que el de la droguería.