viernes, 18 de diciembre de 2020

El cojo

Cuenta mi padre que en el internado que estuvo, un alumno de su curso era cojo porque había tenido polio. El cojo llevaba el pelo ensortijado, pero lo que más recuerda mi padre de él, era su sonrisa malvada cuando cometía una falta y lograba que ningún cura o profesor se diera cuenta. 

A la hora del almuerzo hacían formar a todos los estudiantes en un patio, y luego marchaban ordenadamente hacia el comedor. Ese corto trayecto coincidía con una zona en donde les dejaban meriendas a los directivos, que consistían en algo de beber y comer. 

Cuando el grupo de estudiantes iba pasando por ese sector, mi padre veía como el cojo se salía de la formación y renqueaba hasta ese lugar, en el que no se demoraba más de 5 segundos. Ese tiempo le alcanzaba para tomarse tres vasos de alguna bebida, y comerse un número igual o mayor de bocados del refrigerio que la acompañaba. 

Luego de satisfacer su hambre voraz, se incorporaba de nuevo a la formación con la misma dificultad en su andar, y seguía marchando como si nada hubiera ocurrido; era en ese momento cuando sonreía de forma malvada. 

“Dios sabe cómo hace las cosas”, dice mi padre, “si ese cojo no tuviera ningún problema para caminar, quién sabe en quién se habría convertido”. 

Mi padre no sabe qué ocurrió con el cojo. De pronto enderezó su andar tanto físico como moral, o su cojera no fue un impedimento para convertirse en un delincuente. Si usted conoce un cojo bien malo, con una sonrisa particularmente malvada, puede que sea el compañero de colegio de mi papá. 

Esta vez, cuando mi padre termina la historia del cojo, que ya me ha contado en el pasado, sus ojos se pierden en un recuerdo. Ríe un poco y dice: “igual yo también era una joyita, pero en ese colegio daba lo mismo cometer una falta grave que una simple, porque el castigo era el mismo: una cachetada bien puesta”. 

Además de eso a veces le prohibían las visitas, y si mi abuelo se enteraba por qué había sido, también corría peligro de que él lo golpeara por haberse portado mal.

jueves, 17 de diciembre de 2020

Causa-efecto


A veces utilizo la aplicación de notas del celular. Suelo anotar títulos de libros que me interesan, palabras sueltas, y temas sobre los que se me ocurre escribir, porque una imagen o algo que escuché, me llamo la atención o me generó alguna emoción en un momento determinado. 

La mayoría de las notas quedan ahí, como apuntes sueltos, pues olvido que las anoté y nunca las vuelvo a revisar. Tengo una, por ejemplo, que dice “Warszawska Street”, una calle de una ciudad polaca, que no sé por qué me llamó la atención. 

Otra trata sobre Kenneth Morrison, un profesor de historia moderna y Martin Bell, un corresponsal de la guerra de los Balcanes. Imagino que tomé nota de esos nombres, mientras escribía una de las primeras versiones de un cuento sobre el francotirador Croata Radiša Dobrilo, nombre que luego cambié por Nikolče Drangov, por las diferentes connotaciones que tenían los apellidos en ese lugar, en esa época. 

La nota que me llamó más la atención es una que dice: Vida Frágil, Causa-efecto. Las primeras dos palabras son redundantes; bien lo dijo Joan Didion “La vida cambia rápido. La vida cambia en el instante. Te sientas a comer y la vida, como la conocías, se acaba”. Pienso mucho en eso: cómo todo se puede ir al carajo en un segundo. Pero no se me ocurre por qué razón las otras palabras, causa- efecto, están ahí. 

Hoy borré un par de esas notas: direcciones y algunos libros que ya conseguí, pero dejé quietas esas que no tengo ni idea qué significan. Puede que en el futuro tome plena consciencia sobre ellas de nuevo, y se conviertan en la columna vertebral de un relato. 

Dice internet, esa selva caótica llena de todo tipo de maleza informativa, que la causa y el efecto evidencian una relación entre dos fenómenos, en el que la causa produce, por favor presten atención a esta palabra, ineluctablemente el otro; el efecto, claro está. 

Por eso no borro esas notas “extrañas”, porque vaya uno a saber a que efecto corresponden. Pienso que si borro alguna, es probable que me parta un brazo o una pierna, y mejor dejar las cosas como están. De pronto no necesitamos ciertas causas, y por eso es que hay tantos problemas entre las personas, pues nos convertimos en el efecto de cualquier causa, por más estúpida que sea. 

¡No seamos tan ineluctables!

miércoles, 16 de diciembre de 2020

Armas y guerra

Cerca de donde vivo hay un batallón del ejército. A veces ponen a marchar a los soldados y escucho la voz amplificada de quien da las ordenes: “alineen ar, a la de-re”, y demás instrucciones para que avancen, se detengan o adopten la posición firme. 

A veces, esa voz, seria y cantaletuda, está acompañada por la banda de guerra. Cuando la compañía se detiene —o eso creo, porque la música deja de sonar de forma abrupta— ese hombre dice fuerte y claro: “honores a la bandera de guerra”. 

No sé a cuál bandera se refiere y mucho menos a qué guerra. Debe ser, supongo, una tradición milenaria de las fuerzas militares, pero no entiendo porque le rinden honor a cualquier cosa que tenga que ver con la guerra, o si no existe una bandera de la paz a la que pudieran ofrecerle algo, qué se yo, un canto digamos. De pronto ese interés por esos temas, es un rasgo que se acentúa más en unas personas que en otras, vaya uno a saber. 

Siempre que escuchó a los soldados marchar, vienen a mi memoria un par de recuerdos: 

Cuando era pequeño, jugaba en el parqueadero con un amigo del edificio. Recuerdo que él le pedía al portero que le mostrara su arma de dotación. El vigilante una vez accedió a su petición. Era plateada y los rayos de sol se reflejaban en ella. A mí me pareció similar a las que utilizan los vaqueros en las películas. Luego de eso, mi amigo le preguntó si la podía sostener, pero el portero le dijo que no y la guardó de nuevo en la funda. Yo no entendía por qué le causaba tanta fascinación sostener un arma en sus manos. 

Andrés, un amigo de la universidad, hablaba mucho del ejército y lo hacía con entusiasmo. Creo que su abuelo había sido un alto mando y de ahí su gusto por esa institución. Él, mi amigo, hablaba de armas y entrenamientos, como otros hablaban de equipos de fútbol o modelos de carros. Una historia que le gustaba contar era sobre cómo había sido neutralizado Campo Elías Delgado, el responsable de la masacre de Pozzetto. Decía que quien logro dispararle fue un hombre al que llamaban Rambo, e intentaba narrar como habían sido sus movimientos para hacerlo.

martes, 15 de diciembre de 2020

¿Acaso no?

Voy a comprar un lápiz a la papelería, solo porque me gusta utilizar el borrador que lleva cuando dibujo. Ya en el lugar, entablo conversación con la dueña, quien me ha dicho su nombre unas tres veces, pero lo he olvidado. Creo que se llama Jackie, pero no lo pronuncio para evitar caer en el error. 

Nuestras conversaciones casi siempre giran sobre los mismos temas: El virus, su familia y la mía. Afortunadamente nunca hemos llegado a ese punto muerto en que toca echarle mano al clima. Me cuenta que su hija que vive en Paris sigue confinada, y que el gobierno francés está mirando si relaja las medidas en las siguientes semanas, con un toque de queda de 6 de la tarde a 9 de la mañana. 

Solo me habla de ella, la menor. Su ausencia, al parecer, es la que le pega más fuerte, a diferencia de la de los otros dos hijos que viven con sus respectivas familias. 

Le pregunto que hasta cuando va a abrir y me dice que no piensa cerrar la papelería en Diciembre. Mientras hablamos llega un mensajero a entregarle unos rollos de papel. “¿Cuántos vienen?”, pregunta. “Doce, si quiere revise que viene esa cantidad”. “No, tranquilo, yo confío en usted”, le responde, mientras acomoda los rollos contra una pared. 

Aprovecho su corta conversación para escanear el local con la mirada. Es pequeño, pero parece que tiene todo lo que una papelería como la Panamericana puede llegar a ofrecer. 

“Para qué me quedo en la casa?”, me pregunta mientras miro distraído una vitrina con chocolates. Se refiere a lo de cerrar su negocio. “Prefiero estar aquí, ver pasar gente y hablar con las personas que quedarme sola en la casa”. 

“Mi hijo me dijo que porque no iba a pasar 24 y 31 con los suegros de él, pero a mí me da pereza. No nos llevamos bien y entonces ¿qué voy a hacer allá? Ellos van para un lado y yo siempre voy para el otro”, dice, mientras gesticula con las manos direcciones contrarias. 

“Mejor me quedo en la casita”, concluye. Le doy la razón, mejor no estar donde a uno no lo quieren. Mejor pasar por cabrón que por hipócrita, ¿acaso no?

lunes, 14 de diciembre de 2020

Kristof y las nueces

¿Cuántos libros nos hacen falta por leer?, ¿De qué libros, que seguro son como un hacha lista para romper el mar helado dentro de nosotros, como decía Kafka; no tenemos conocimiento? 

Desde hace unos días unos amigos insisten en que debo leer Claus y Lucas, una novela de la escritora húngara Agota Kristof; según ellos, el mejor libro que han leído este año. Tenía en lista de espera otros libros, pero nunca sigo un método riguroso para escoger mis lecturas, sino lo que caiga en mis manos. 

La busco en Goodreads, y veo que sus libros tienen buena calificación. Ese, pienso, no es un indicador muy fiable. Busco más información sobre ella y doy con una entrevista en la que la autora habla sobre escritura. Dice que para discernir entre el bien y el mal, existe una regla muy sencilla: “Debemos escribir lo que es, lo que vemos, lo que oímos, lo que hacemos.” 


Esto me recuerda a algo que dice Millás: “Decir lo que se dice exige una precisión de microcirugía casi imposible de lograr, pues donde menos lo esperas salta la metáfora.” Y es que cuando las figuras narrativas atacan se corre el peligro de escribir cosas melosas y se termina, como también dice el autor, con un escrito sentimentaloide. 

Mejor volvamos a Kristof, que dice lo siguiente en el escrito que encontré: “Escribiremos: comemos muchas nueces”, y no: “nos gustan las nueces”, porque la palabra “gustar” no es una palabra segura, carece de precisión y de objetividad."

Refuerza eso diciendo que las palabras que utilizamos para definir lo sentimientos son muy vagas, y que lo mejor que se puede hacer es describir objetos, seres humanos y a uno mismo, una descripción fiel de los hechos. 

Así irrumpe Kristof en mi vida.

viernes, 11 de diciembre de 2020

Editar

Aparece una alerta en mi celular y lo desbloqueo para ver qué es. La notificación corresponde a una charla: Editar la no ficción”, a cargo de Leila Guerreiro, que había olvidado por completo. Desde que comenzó la pandemia me inscribo a cuanto curso, webinar, clase, aparezca en mi mail, pero suelo olvidar la mayoría, o cuando llega el momento me da pereza y no me conecto. 

Decido ver esta charla, porque he leído un par de piezas de Guerreiro, y es de esos escritores que escriben sabroso; ustedes saben, esos escritos que cuando uno los termina de leer se siente ligero, como renovado. 

También me agrada su voz, que arrulla, con un acento argentino no muy marcado. Me parece que trata de ser precisa o, más bien, sincera en todo lo que dice. De vez en cuando se queda callada, mientras su cerebro trabaja a mil en busca de la palabra precisa. 

Cuenta que antes de ser editora es periodista y habla de la importancia de autoeditarse, de hacerle preguntas al texto para ver si cumple con lo que pretende exponer. También dice que un buen editor debe ser una sombra digna del autor, y que si no hay que tocar nada, pues no hay que tocar nada. 

Concluye que el trabajo de editor es no convertirse en un autor, sino ayudar a robustecer el texto, y que no hay nada peor que un escritor se encuentre con un editor que hubiera querido escribir el texto o con uno de esos que quiere que el escritor fracase. 

Debe ser bueno trabajar con Guerreiro como editora, pues dice que le gusta responder las inquietudes de lo autores rápido, y que si un editor no contesta en dos días un mensaje, es porque tiene cero interés en trabajar el texto. 

Además, está en contra de la cefecitis aguda, es decir, cuando le proponen encuentros para tomarse un café y hablar sobre un proyecto, pues dice que tienden a convertirse en miles de horas en las que se trabaja poco. 

“En la no-ficción nada funciona como adorno, todo tiene 
que estar al servicio de la historia” 
—Leila Guerreiro

 

jueves, 10 de diciembre de 2020

No usados

Imaginemos que los objetos tienen conciencia, que de alguna forma pueden enjuiciar moralmente la realidad. Bajo ese panorama tienen su propio criterio para distinguir lo bueno de lo malo. 

Pienso en esto por los audífonos que están conectados al computador. La mayor parte del tiempo permanecen ahí. A veces me los pongo en las orejas, como un acto reflejo, y no escucho nada. Son unos audífonos nuevos que venían con un celular, el actual si no estoy mal, y que decidí utilizar porque se me dañaron unos mac que me había regalado  mi hermana; mi único producto Apple. Una vez tuve un iPod mini, pero siempre me pareció engorroso meterle la música y lo dejé de utilizar. Un día decidí prenderlo y ya no funcionaba, en fin. Siempre que me quitaba los audífonos los ponía encima del portátil, pero se resbalaban y estrellaban contra el piso, hasta que un día el derecho dejó de funcionar. 

Aparte de los audífonos que utilizo en el momento, veo otros que también parecen nuevos, junto a los mac que ya no uso. ¿Qué piensan este par de audífonos? ¿Se preguntarán, los que no han salido de su empaque, si nunca los voy a utilizar? ¿Temen, los viejos, que un día decida masacrarlos a punta de tijera? 

Volteo a mirar a mi derecha y en mi biblioteca sobresale el lomo de La chica del Tren, que un día me trajo mi hermana mayor. Ella es una lectora esporádica, de ese tipo que se mete un libro como una línea de cocaína, es decir, un acto decidido y, guardando la proporción del tiempo, corto. 

Creo que no lo voy a leer unca, pues tengo en lista de espera otros libros que me llaman mucho más la atención. ¿Qué pensará ese libro? ¿Que alguien a quien le gusto mucho lo abandonó como si nada y que su actual dueño no da ni un peso por él? ¿Cómo será vivir rodeado de pares que lo miran a uno por encima del hombro? ¿Le harán bullying el resto de libros? ¿Qué le susurrará al oído “Así es como la pierdes”, el libro de Juniot Díaz que está apretujado contra él, desafiando cualquier medida de distanciamento social?. 

Dese usted cuenta, querido lector, que los objetos tampoco la tienen fácil.