lunes, 11 de enero de 2021

Notas

De link en link, caigo en el blog de una mujer. El post que leo habla sobre su experiencia con el Covid (Me niego a escribir la covid). En la entrada cuenta cómo cree que se infectó, cómo lo superó y luego da un par de consejos para las personas que están pasando por lo mismo.

Aparte de esa, el blog solo tiene otras dos entradas. Me llama la atención la primera publicación de la mujer, que consiste en una serie de frases sueltas o notas, después de una visita a donde un tatuador. Son frases sin ningún tipo de conexión; más bien pensamientos sobre su experiencia, o sensaciones que le produjo o le dejó el haberse hecho un tatuaje. En una de ellas, por ejemplo, cuenta a qué olía el lugar y los objetos que alcanzaba a ver desde donde estaba sentada o acostada.

Me gustan ese tipo de anotaciones porque así, descriptivas, tienden a estar desprovistas de opinión, entonces uno les puede dar el significado que quiera y apropiárselas según lo que se esté pensando o viviendo.

Quedé con ganas de un relato, porque las notas tenían mucha carne narrativa. A lo mejor, a menos que se tenga en mente otro fin, lo mejor es dejar a las notas quietas y que solo sean lo que son, sin importar si tienen sentido.

En Áves inmóviles, una novela que terminé de leer hoy, el protagonista cuenta que realiza un ejercicio similar, y habla sobre un cuaderno en el que anota frases que le llaman la atención: Pero me daba miedo oír su voz; el estruendo de la cascada; los desaparecieron a todos en una sola noche; las cosas suceden en el mismo orden, incluso las más insólitas.

En un viaje por carretera, el hombre olvida el cuaderno en un restaurante y le da un poco de nostalgia, porque era una costumbre que practicaba desde hace un tiempo, pero luego no le presta mayor atención al asunto y lo olvida.

jueves, 7 de enero de 2021

Cambiar de punto de vista

Me faltan unas 60 palabras para completar un escrito, pero ya no sé por dónde exprimirlo para sacárselas. Lo he leído más de tres veces, pero en cada revisión si acaso le agrego un par de palabras o, lo que es peor, decido borrar otras. 

Hacia días lo había dejado quieto, para que se añejara, pero ahora que vuelvo a él, no ha madurado lo suficiente. Divago mentalmente a ver si puedo conectarle otra idea que tenga esa cantidad de palabras, pero todo lo que se me ocurre me parece obvio o reforzado. 

Cuando estoy a punto de cerrar el documento, se me ocurre cambiarle el punto de vista. El texto está en primera persona, y raras veces me siento a gusto con ese tipo de narración. No sé, me parece algo narcisa y que cansa tanto a quien lo utiliza como a quien lo lee. 

Decido cambiar a tercera persona, un punto de vista que, me parece, da una mayor libertad y licencias creativas, al tener la posibilidad de hablar sobre alguien más. Hago el cambio de los pronombres, pero el conteo de palabras no cambia mucho. Vuelvo a leer todo, y se me ocurre iniciar con un diálogo, narrar todo mientras el personaje digiere lo que le dijeron y cerrar con su respuesta. 

Al final tengo 74 palabras más. Me falta darle una revisada “final”, entre otras cuestiones de carpintería gramática, pero eso ya es otro tema, a menos de que decida eliminar más palabras que las que agregué. 

Podría hacer lo mismo con este texto, pues me faltan 38 palabras para completar las 300, mi supuesta cuota mínima en este lugar, pero me da pereza imaginarme esta situación en otro punto de vista. Debí haberme preocupado por esto antes, pero estaba echado en la cama mirando el techo, y fue ahí cuando me dieron ganas de escribir algo.

miércoles, 6 de enero de 2021

Pasar desapercibidos

Una mujer me dice, en un video de Instagram, que debo estar atento, pues está a punto de revelarme un gran secreto, uno que marca la diferencia entre quienes triunfan y aquellos que pasan desapercibidos por la vida. Eso me recuerda una vez que tuve una clase de liderazgo con Félix, un amigo, que no estaba muy de acuerdo con esa materia. 

Él sostenía que un líder se hace a pulso, desempeñando un cargo, y que los rasgos y características que se deben tener para serlo, no se pueden enseñar en una clase, ni simplemente leyendo a ciertos autores. Además de eso decía que la universidad, al dictar esa clase, daba por hecho que todos los que la tomaban querían ser líderes, pero “¿y si no?”, se preguntaba. “¿Qué pasa si yo no quiero ser líder nunca en mí vida y solo quiero ser liderado?”

Me pregunté algo similar con la declaración de esa mujer: ¿Y qué si quiero pasar desapercibido por la vida? Además, la declaración resulta algo ambigua. ¿En qué consiste pasar desapercibido?, ¿hay alguna escala o método para medir eso?, qué sé yo, digamos ¿si escribo un libro o siembro un árbol, ya no pasaré desapercibido?

Imagino que también habrá algunos que tienen dominado el fino arte de comer callados, y que no sienten esa necesidad malsana de llamar la atención. Es probable que esos personajes a los que me refiero pasen “desapercibidos”, pero quizá eso que hicieron repercute más en nuestras vidas que lo que han hecho otros que se ufanan de sus acciones.

Algo similar, imagino, ocurre con el otro concepto. ¿Qué es triunfar?, ¿quién carajos define eso? Una vez en el centro, también con Félix, vimos a un hombre tocando un solo de guitarra eléctrica en una esquina, y lo hacía de forma virtuosa. Ese rockero solitario llevaba puesta una chaqueta de cuero negra, y arqueaba su espalda cada vez que acentuaba una nota. Algunas de las personas que pasaban por el lugar echaban dinero en un recipiente que el músico había dejado en el piso.

¿Será que ese rockero tiene en mente no pasar desapercibido por la vida? ¿Qué tal que su significado de triunfo equivalga a un solo limpio y bien ejecutado?

martes, 5 de enero de 2021

Caminata corta

Me alisto para ir por unos medicamentos. Lo ideal era haberlos pedido a domicilio, pero algo pasó con la autorización de la fórmula médica, con el número de la orden de la EPS, el número del pedido a la droguería, en fin, con algún dato o número, y al final no se pudo.

Me armo de una careta, y un gesto desafiante que camufla el tapabocas; solo me hace falta cargar un bate por si alguien insiste en quebrar la distancia de 2 metros a mi alrededor-  Si no no lo llevo es porque este año “quiero paz, quiero amor, quiero dulces por favor”.

El trayecto es corto, alrededor de 5 cuadras, y me parece que hay gente en la calle, pero no tanta como en un año cualquiera, es decir, sin pandemia. 

Después de cruzar una carrera, en un puesto de ventas ambulantes, la mujer que lo atiende dice en tono de queja: “Es que a nosotros los de ruana…”. La paso de largo y no alcanzo a oír como concluye la frase. 

Justo después de pasar a esa mujer, un hombre les cuenta a otros dos: “Pienso vender el apartamento allá y comprarme uno acá”. 

Llego a la droguería, y un celador que está en la entrada, alista su pistola para tomarme la temperatura. Mientras arremango la manga derecha para que me la dispare en la muñeca, pienso que voy a tener fiebre, se va a encender una alarma y van a activar un protocolo de emergencia en el local. Hombres con trajes de astronauta aparecerán de la nada y me echarán al suelo, mientras les intento explicar que no tengo nada, que lo más seguro es que el termómetro-pistola está fallando. 

“Siga”, me dice el guardia de seguridad, y no me preocupo por preguntarle cuánto marcó la pistola. 

Ya en la caja, estoy listo para reclamar por si me llegan a decir que falta un dato o algo así, pero la mujer que atiende revisa los papeles que le paso, teclea información en el sistema, y se pone de pie para ir a buscar los medicamentos. 

Justo en ese momento me da un ataque de rasquiña debajo de la nariz. Trato de rascarme con los dientes, pero fracaso en el intento. Menos mal llevo tapabocas, pues debo haber hecho un gesto ridículo. 

Salgo de la droguería y en el camino de vuelta paso por enfrente de un local que está cerrado y en arriendo. Recuerdo que, en una celebración de mi cumpleaños, calentamos motores ahí. En ese entonces era una tienda con cara de licorera o viceversa. Ese día, alrededor de 30 personas de las que cité para la celebración, llegaron a ese lugar, tomamos algo y luego comenzamos a caminar para ver a que sitio nos metíamos. Ese día, una exnovia se emborrachó hasta el tuétano y, dicen algunos, hizo show. Yo no me di cuenta de eso. Al final de la noche terminé con una camiseta blanca chorreada de ron con Coca Cola, producto de un fondo blanco fallido. 

Cuando paso de largo el local veo a un hombre con un overol azul que le saca brillo a un registro del agua dorado, con un trapo rojo. Lo brilla, observa su trabajo por un rato y lo vuelve a brillar con esmero. Los rayos de sol se reflejan en el registro. 

Antes de llegar a la casa paso por una notaría y alcanzo a ver a unas cuantas personas que hacen fila adentro. Siempre que me cruzo con una notaría, intento recordar el número y la dirección en la que se encuentra, por si algún día alguien tiene que hacer una diligencia en una específica, y no sabe dónde queda. Mi esfuerzo no sirve de nada, porque si no olvido por completo el asunto, olvido el número de la notaría, o bien, su dirección.

lunes, 4 de enero de 2021

Inicios

Suena la alarma del celular. Entreabro los ojos, lo busco con la mano y le presiono un botón cualquiera para que deje de sonar. Siento un cansancio milenario, así que vuelvo a cerrar los ojos. Me gustaría quedarme en la cama por el resto del año, de mi vida, que ese momento de hacer pereza fuera la eternidad.

Después de unos minutos de estar al filo del abismo del sueño, me destapo y me siento en el borde de la cama, con una pereza que tiende al infinito. Agarro el celular y miro las redes sociales a manera de acto reflejo, pues no tengo ninguna notificación y, además, siempre lo mantengo en silencio. 

Lo mismo de siempre: Peleas virtuales e indignación en Twitter y derroche de positivismo en Instagram

Veo la publicación de una mujer en un hotel de Turquía. Es una foto de su desayuno: una taza de café y un waffle bañado en una salsa roja y servido en una vajilla blanca con arabescos dorados. Puede que no sea su desayuno sino sus onces en la tarde. Siento hambre. 

No sé por qué sigo a esa mujer. Supongo que fue otro acto reflejo, así que la dejo de seguir. 

Luego hago scroll down como si el mundo se fuera a acabar. Me gustaría contar con la energía de las personas que publican videos cortos con sonrisas de oreja a oreja, y que preguntan si estoy listo para comenzar el año. Vamos por partes; deberían, más bien, preguntarme si estoy listo para comenzar el día, si estoy listo para desayunarme un café con un waffle. 

El cansancio sigue ahí, intacto, como si hubiera corrido una maratón el día anterior, aunque solo caminé de una habitación a otra. Dejo el celular encima del mueble modular, que se camufla como mesa de noche en mi cuarto, y pienso que debo hacer algo que me termine de despertar, o bien, de cansar. 

Me pongo a trapear el apartamento.

miércoles, 30 de diciembre de 2020

Alfa Centauri

¡Vida perra, qué imbéciles! Exclama Pedro al tiempo que le da un manotazo a la mesa. 

Ya que irrumpió en nuestras vidas de un momento a otro, hablemos de Pedro a secas, es decir, dejémoslo sin apellido. Ese Pedro del que hablamos, que podría ser familiar o amigo suyo o mío, es un hombre de 48 años, flaco, que casi siempre lleva el pelo ensortijado y una barba rala. También suele llevar su corbata desajustada, lo que le da un aspecto de borrachín eterno que va de fiesta en fiesta a lo largo de la semana. 

Eso es lo que las personas piensan acerca de Pedro apenas lo ven, pero como las apariencias engañan, no se puede juzgar un libro por la portada y demás clichés baratos, Pedro es un hombre responsable. Sí, un poco descuidado con su aspecto, pero tiene claro que la empresa para la que trabaja no le paga para lucir como modelo de catálogo de fin de año. 

Para Pedro, como para muchas otras personas, 2020 no ha sido un año fácil, y ahora que se acerca al final, no sabe qué va a pasar con su trabajo. Los rumores dicen que enero del próximo va a llegar junto con una ola de despidos, y como su cargo es un puesto medio, prescindible, lo más seguro es que esa ola lo lleve a quién sabe dónde. 

Ahí esta Pedro, sentado en su escritorio y con el gesto fruncido. Hace 20 minutos llegó a la oficina y luego de servirse un tinto y calentarlo por 50 segundos en el microondas, se sentó en su puesto a ojear, como lo hace todos los días, el periódico de distribución gratuita que un repartidor le dio en la calle. 

En primera plana sale una noticia con el siguiente titular: DETECTAN UNA EXTRAÑA SEÑAL DE PRÓXIMA CENTAURI. Pedro, que vive con su cabeza llena de angustias, no tenía conocimiento de esa galaxia. 

La noticia cuenta que un grupo de astrónomos que dedica su tiempo a buscar señales provenientes del espacio, detectó una señal de radio procedente de Alfa Centauri. Pedro imagina que la señal llegó jadeando a la tierra, porque esa galaxia se encuentra a una distancia de 4,37 años luz de la tierra, la medio pendejadita de 41,3 billones de kilómetros de distancia. “De próxima tiene más bien poco”, piensa. 

La señal de 980 MHz solo apareció una vez y no volvió a repetirse, pero dicen los científicos que es la mejor candidata para ser una comunicación extraterrestre. “¿Para que carajos nos van a querer contactar los extraterrestres?”, se pregunta. 

Pedro imagina al grupo de científicos en su laboratorio, destapando una botella de champaña para celebrar su descubrimiento. Seguro ellos no sienten angustia alguna por su futuro laboral. 

Uno de los científicos es similar a él, pero lleva el pelo perfectamente peinado, con una carrera en la derecha y unas gafas redondas que le dan un aire intelectual. El hombre le da un sorbo a la copa de champaña, y recibe palmadas en la espalda; es, parece ser, el encargado del descubrimiento. 

“Pedros científicos”, piensa Pedro, seguro solo hay un puñado en el mundo, mientras que Pedros como él hay millones, y están esperando, como aves de rapiña, a que pierda su trabajo, para poder tomarlo.

martes, 29 de diciembre de 2020

Egoísmo

Laura Santoro cree que en ocasiones es importante o, más bien, necesario, olvidarse de todo. En sus días libres, cuando se sienta en su escritorio para bordar, actividad que la relaja por completo, olvida quién es, y se quita toda la costra de títulos, profesión y demás credenciales que lleva encima, y que suele utilizar en su día a día como abogada y ser humano funcional. 

En esa burbuja que logra crear al realizar su actividad favorita, a prueba de balas y desdichas, y despojada de su identidad habitual, imagina que está sola en el mundo y experimenta levedad. Inmersa en ese estado, le gusta pensar que es como un fantasma, o bien, un alma, no en pena sino dichosa, que quedó atrapada entre el mundo de los muertos y los vivos. 

Cada puntada que realiza, en ese estado de muerta completamente viva, parece contener la eternidad, al tiempo que el significado de la vida. Cuando borda, cualquier asunto que la atormenta cobra sentido y todo encaja. 

Martín, su bebé de 5 meses, llora y la saca de su estado contemplativo. Santoro se pone de mal genio, siente rabia de no poder disfrutar del poco tiempo que le queda libre como le venga en gana, pero apenas llega a la cuna y lo ve sonreír luego de verla, el odio da paso al remordimiento, y se cuestiona su egoísmo. 

Después de arrullar y dormir a Martín vuelve a su tarea. Borda, y piensa que es un pulso contra la muerte, que con cada puntada que da, cada vez la parca está más cerca. Sabe que al final va a perder la partida, pero que no le va a ganar fácil, por eso a veces realiza la actividad con rabia, como si fuera lo último que le queda por hacer. 

Ahora suena el teléfono y los timbrazos despiertan a Martín que vuelve a llorar. recuerda la invitación que le hizo Jairo a cenar en la noche; sabe que solo se la quiere llevar a la cama, y hoy es uno de esos días en los que prefiere bordar que tener sexo. Se pone de pie para contestar el teléfono y en ese momento piensa que no quiere ser mamá, ni tener pareja, que no quiere ser nada ni nadie, si acaso una mísera puntada del tejido en el que trabaja, que no necesita mucho para poder ser.