lunes, 25 de enero de 2021

Andrés y Mariana

Andrés me cuenta que apenas vio a Mariana, en la ceremonia de matrimonio de un amigo, le pareció bonita. No cree que fue amor a primera vista; “Yo no creo en esas pendejadas”, dice, pero sí que le gustó bastante. En la iglesia se la pasó mirándola, y dice que debió haber sido demasiado obvio porque ella estaba en una de las sillas de atrás.

Luego, en la fiesta, quedaron en la misma mesa y se aventó a hablarle, bailaron, se tomaron unos tragos juntos; el de whiskey, ella de Vodka con jugo de naranja y, al final, intercambiaron teléfonos. 

Andrés dice que esperó unos días para llamarla, para no parecer desesperado y que cuando por fin se decidió hacerlo, la invitó a comer sushi. 

Ese día, cuando se encontró con ella en el restaurante, confirmó que le gustaba. Hablaron y hablaron; al parecer se entendían. Andrés se enteró de que Mariana era cristiana, pero no le dio importancia al asunto, “ni que nos fuéramos a casar”, pensó. 

Comenzaron a salir y a verse todas las semanas y Andrés pensó que tal vez podría tener algo con Mariana, un cuento, un noviazgo, lo que fuera, y se concentró en eso, es decir, en caerle con toda. 

Un día, en una de sus citas, Andrés le dijo que sentía algo por ella, y Mariana le digo que ella también, pero que ella era cristiana y solo se involucraría sentimentalmente con alguien que practicara su religión. 

“Apenas estoy tanteando las aguas”, pensó Andrés, así que le dijo que fueran despacio, para ver como evolucionaban las cosas. 

Siguieron saliendo y, pasado un mes, Mariana le pidió a Andrés que la acompañara a su sitio de culto. Él dijo que no le veía sentido a hacer eso, pues no era cristiano, pero ella le respondió que eso no importaba, que era un ambiente muy relajado. 

Andrés fue, para que ella no se emputara con él, pero ya en el lugar, el templo, se sintió extraño. “Marica, es que yo nunca había asistido como a una misa, ceremonia, lo que fuera eso, como tan pasional, ¿si me entiende? Todo el mundo cantaba y aplaudía, y hasta tenían un grupo con guitarra eléctrica y batería”. 

Después de ese día, ella le pregunto si quería volver al templo, y él, para no comprometerse y saldar el asunto, le dijo que dentro de quince días iba a volver a acompañarla. 

Andrés no cumplió su promesa, y en otra de sus citas, Mariana le preguntó que por qué no lo había hecho. Él trato de evadir el asunto, pero ella insistió, y le dijo que si quería tener algo con ella debía leer un libro. 

Mariana le contó que, con la lectura de ese libro, el iba a entender como era la religión cristiana, y se iba a convencer de convertirse a ella. 

A Andrés no le sonó mucho el tema, y entonces ella le dijo que le iba a presentar a una pareja de amigos que habían pasado por la misma situación: el hombre no era cristiano y le gustaba una mujer que si lo era; leyó el libro, se convirtió al cristianismo, y al final todos felices. 

Andrés dice que no sabe bien por que accedió a eso, y que se vio una vez con el amigo de Mariana, un tipo rollizo y de aspecto bonachón. Ese día, el hombre no le dijo nada diferente a lo que le había contado Mariana, pero que si valía mucho la pena leerse el libro. 

El fin de semana siguiente, Andrés volvió a verse con Mariana. Fueron a cine y cuando salieron se sentaron a hablar. Andrés no aguantó más y le dijo: “Mira, tu a mí me gustas un montón, pero yo no me voy a convertir a una religión para salir con alguien”.

viernes, 22 de enero de 2021

La mujer que celebra en silencio

La mujer gana y recibe un premio por su trabajo. Al final compitió contra 7 personas, luego de haber sido preseleccionada de las 2428 que se presentaron al concurso. Esa mujer de la que hablamos recibe la noticia en su casa. Está, como muchos de nosotros, detrás de una pantalla, y tiene puestos unos audífonos de cable blanco. 

El jurado anuncia a la ganadora, pero no es ella, sino la cantante Claudia de Colombia. Ese fue el pseudónimo que la mujer utilizó para presentarse en el concurso. Esa, antes de participar en él, quizá fue su primera prueba, es decir, despojarse de su yo, de su identidad, desmarcarse de quién es y que ha hecho hasta el momento. 

Cuando escucha la noticia, la mujer Curva los labios un poco, en lo que parece una sonrisa, pero sin abrir la boca. Podría pensarse que no está emocionada pero, de pronto, solo quiere explotar esa bomba de felicidad que lleva por dentro, en presencia de sus familiares y amigos más cercanos. 

Horas más tarde la mujer no dice nada al respecto. Aunque ganó dinero y prestigio en lo que hace, continúa celebrando en silencio. Qué difícil es hacer eso en medio de esta economía de la atención, que nos empuja a gritarle al mundo entero todos nuestros logros. 

Una amiga me dice que la mujer, al escuchar la noticia, hizo ojos de alegría. Yo, que soy bien malo para determinar el estado de ánimo de una persona con solo mirarle los ojos (algo que he corroborado con la pandemia), no me doy cuenta de eso. 

Hoy la mujer se pronuncia tangencialmente al respecto en una de sus redes sociales, y les escribe a sus seguidores: “Quisiera responder cada mensaje que me llega, pero ya veo que no lo voy a lograr. Muchas gracias a todas las personas que me escriben. Ha sido un día loco y feliz” 

Esa mujer es la escritora Pilar Quintana, ganadora del premio Alfaguara de novela 2021. Muchos aplausos para ella.

jueves, 21 de enero de 2021

Ese día

Ayer, con ese engaño de: “solo un capítulo más”, me acosté tarde leyendo o, mejor dicho, me acosté hoy. Configuré tres alarmas en mi celular, para dormir alrededor de 6 horas, y antes de cerrar los ojos y hundir mi cabeza en la almohada, repetí mentalmente varias veces: “tengo que levantarme temprano”. 

A veces ese tipo de programación me funciona. Hoy fue uno de esos días y me desperté 20 minutos antes de que sonara la primera alarma que había configurado. No cerré los ojos ni intenté hacer pereza, para no volverme a dormir, y me quedé mirando el techo. Me gusta hacer eso porque repaso temas que me inquietan, me acuerdo de chistes bobos, de algo que leí o vi en la televisión y, a veces, con algo de suerte, logro organizar lo que voy a hacer en el día. 

En medio de ese estado contemplativo, llegó una frase a mi cabeza: “Ese día me desperté”. Tenía que ver, claro, con haberme despertado de repente, pero la frase no me pertenecía a mí, sino a un personaje. 

Me levanté, me duché, preparé un café, y mientras iba de un lado a otro del apartamento, le daba vueltas a esa frase. “Debe ser el inicio de un texto”, pensé. 

Cuando volví al cuarto, prendí el computador y escribí unas mil palabras sin tener idea sobre quién escribía. Me gustó la voz del narrador, que resultó desafiante, altiva. El texto empezó así: 

Ese día me desperté antes de que sonara la alarma del celular. Cómo me intriga eso; parece que el cuerpo quisiera avisarle a uno que algo importante va a pasar, un llamado que invita a tener los sentidos alerta todo el día. 

Decir “Ese día” es fuerte, pienso, pues incluye la promesa de que algo va a pasar, pero no tengo idea qué, por eso puse a rodar, digamos, el relato y comencé a escribir.

Escribir, como dice Rosa Montero, debe ser un ejercicio de libertad, y tiene que ver con dejar circular el inconsciente, por eso la escritora española afirma que las novelas nacen del mismo lugar que los sueños. 

No digo que lo que escribí sea el inicio de una novela. Por el momento es un puñado de palabras, pero me inquieta eso de la promesa, pues no puedo salir con un chorro de babas y decir que, por ejemplo, todo era un sueño, o utilizar algún recurso narrativo bien zonzo. 

Puede que esas palabras se queden ahí, como un simple inicio de algo, al igual que muchos otros documentos que tengo guardados en el computador. Ya veremos, no prometo nada.

miércoles, 20 de enero de 2021

Lecturas extraviadas

Durante el día, cuando mis niveles de atención tienden a la baja, me disperso navegando en internet. Perderse en internet es de lo más fácil, pues un link lleva a este, a otro, al video, etc. y a veces se termina en los rincones más recónditos que uno se pueda imaginar, como cuando me idioticé con los videos de Robot Wars

A veces, con el fin de no distraerme, cuando me encuentro con una página o un enlace que me llama la atención, la abro en una pestaña nueva, para así darle continuidad a lo que estoy haciendo. 

Hoy, en una red social, alguien publicó un texto corto que, me pareció, estaba muy bien escrito. De clic en clic, llegué al blog del autor o la autora del escrito; perdone usted, estimado lector, pero lo firmaban con un seudónimo y por ello la imprecisión en el género. 

Con un excelso dominio de la técnica del Scroll down, leí por encima un par de entradas que, como el texto que me llevo a ellas, también fueron una cachetada narrativa. Apliqué el mismo método de siempre, y las abrí en pestañas nuevas, para leerlas cuando tuviera tiempo. 

Escribo esto para informarles que las perdí. En algún momento, no lo tengo presente en mis recuerdos a corto plazo, cerré el navegador de internet y perdí las entradas. Por ahí deben estar en el historial de navegación, pero no tengo idea cuál era el nombre del blog. A veces memorizo una, digamos, palabra clave, para buscar lo que había visto, pero hoy no lo hice. Lo único que les puedo contar es que el primer texto que leí era bellísimo. Hablaba sobre una declaración de amor de un condenado a muerte a una mujer, que le decía al verdugo algo como: “Por favor dígale que la quise”. El segundo analizaba gramaticalmente la frase y discutía con el hombre hasta convencerle. “Está bien, dígale que la quiero”.

martes, 19 de enero de 2021

Aparición

Son las 12:33 a.m. Leo. Siento hambre, como si no hubiera comido nada hace unas horas. La sensación se traduce en un antojo: bocadillo beleño con queso. Imagino que así, repentinos, deben ser los antojos que sienten las mujeres embarazadas. No lo sé, que ignorancia tan infinita. 

Decido terminar el capítulo antes de ir por mi tentempié de medianoche. La frase con la que cierro dice: “Cuadros grandes, como antes, en los que cabía el mundo”. 

Siento que a mi estómago le cabe todo el mundo. Me destapo y me pongo de pie. La puerta de mi cuarto coincide, más o menos, con la mitad del Hall del apartamento, ese intestino que conecta las habitaciones. Para llegar a la sala no debo dar más de cinco pasos. 

Ya en el hall, luego de dar dos, la luz de la lámpara que utilizo para leer me abandona. Ahora todo es oscuridad. Agudizo el oído para ver si escucho algún ruido o a alguien; nada. Apresuro los pasos. Ese par de segundos, hasta que alcanzo el interruptor de las luces de la sala, es angustiante, pues siempre pienso que se me va a aparecer alguien, qué se yo, digamos el fantasma de una persona que se ahorcó en otro apartamento, o un alma en pena cualquiera, que está perdida y que no encuentra el camino hacia la eternidad, si es que existe. Ahora su papel, en ese plano que no es de los vivos, consiste en asustar a aquellas personas que se levantan a la medianoche, para ir a tomar o comer algo a la cocina 

Cuando por fin piso el territorio de la sala, mando mi mano al interruptor con un movimiento decidido, antes de que la aparición haga presencia, pues la oscuridad, supongo, es su perfecta aliada. 

Luego de comer, devolverme al cuarto ya no me resulta amenazante, pues si el fantasma no se me presentó de ida, mucho menos de vuelta a mi cuarto; no sé en que baso esa teoría, pero así funciona mi cabeza a esas horas. 

Imagino que algún día se me aparecerá ese fantasma, y solo está esperando que cometa algún error. Les estaré contando.

lunes, 18 de enero de 2021

Parqueaderos del fin del mundo

El edificio en el que vivo colinda con dos parqueaderos. Uno es de varios niveles y sótanos y el otro semi-rodea un edificio de oficinas. Me aventuro a pensar que el segundo siente envidia del primero, pues ese luce mucho más imponente, pero eso no viene al caso. 

El segundo, desde que empezó la pandemia, se comenzó a quedar sin carros estacionados de forma juiciosa dentro de sus líneas amarillas. A cada rato se le dispara una alarma y deja de sonar hasta que se cansa o alguien la apaga. Supongo que ocurre lo segundo, porque la determinación que tienen las alarmas, de lo que sea, a menos de que se les acabe la batería, es impresionante. Como no he vuelto a ver carros estacionados en ese parqueadero, es, se me ocurre pensar, un parqueadero-no-parqueadero, pues perdió, de haberla tenido, toda su identidad; estragos de la pandemia, ustedes saben. 

En el otro a veces veo unos carros solitarios, estacionados en algunos de los niveles, e imagino una de esas películas sobre el fin del mundo, y que el dueño de ese carro es una especie de Mad Max que estacionó su coche para salvarnos de un peligro del que aún no sabemos nada, qué se yo, unas hordas salvajes que viven escondidas en los cerros de la ciudad. 

En ese parqueadero, a cambio de la incansable alarma del otro, lo que se escucha son los ladridos de, supongo, perros guardianes. Son ladridos cargados de rabia, de pocos amigos, que camuflan un: "si se me acerca le arranco una mano”. 

Parece que los vigilantes, en medio de su aburrimiento, se acercan a las casetas de los perros para molestarlos y estos empiezan a ladrar como si fuera el fin del mundo. Cuando eso pasa, me pregunto qué andará haciendo el Mad Max que nos va a salvar de esa catástrofe que está a punto de ocurrir, bien sean las hordas salvajes o que algún día, un guardián cometa un error y deje escapar a esos perros rabiosos.

sábado, 16 de enero de 2021

Posturas

Almuerzo. Cuando termino de hacerlo, mi futuro inmediato se bifurca en dos opciones: leer o dormir. Escojo la primera, porque si me voy con la otra, es muy probable que me desvele por la noche, y no hay necesidad de estropear, más de lo que está, mi ciclo circadiano de luz y oscuridad. 

Ya en mi cuarto y recostado en la cama, acomodo las almohadas contra la pared, me recuesto, dictamino que las organice mal, las vuelvo a organizar, me recuesto de nuevo y considero que estoy en la posición adecuada. Prendo la lámpara, apunto su haz de luz a las páginas de libro y comienzo a leer. 

Después de unas cuantas líneas, mi mente decide que la postura que adopté para la actividad ya no es la adecuada y me invita a recostarme de medio lado. Le hago caso, pues se supone que es sensata y que sus sugerencias le apuntan a mi bienestar. 

Luego de acomodar las almohadas una tercera vez, me doy cuenta de que resulta incómodo sostener el libro en la nueva posición. Lo sostengo con una mano, con ambas, lo apoyo contra las cobijas, pero ninguna postura funciona. 

El libro me está tocando las pelotas, y precisamente el diálogo que leo habla sobre eso: 

“—Ya. ¿Y hay grados en esto de tocar las pelotas? 

—Claro. El tocapelotas perfecto es aquel que fusilarían todos los bandos porque no se encuentra a gusto en ninguno. Se suele decir que a Galileo lo condenaron por afirmar que la tierra daba vueltas alrededor del Sol, pero yo creo que a la gente, en general, no la castigan por sus ideas, sino por tocapelotas.” 

Los personajes intercambian otro par de ideas sobre el tocapelotismo, y cuando termino el diálogo, una sensación de cansancio y sueño cae sobre mí. Pongo el separador en la página que voy a las patadas, porque es de imán y no me preocupo en abrirlo para que la muerda justo después del último párrafo que leí. Vuelvo a acomodar las almohadas, que también me tocaron las pelotas en todo momento, y le toco las pelotas a mi ciclo circadiano.