miércoles, 24 de febrero de 2021

Sin costo alguno

Me dejo tentar por el gancho del asunto del correo de una entidad bancaria y le doy clic. En la parte superior hay un banner de color morado y sobre él, en letras blancas mayúsculas, se puede leer lo siguiente: ASISTENCIA SIN COSTO. Las dos últimas palabras están subrayadas.

Al copy lo refuerzan las siguientes palabras: “Con tu tarjeta de crédito Accede a las siguientes asistencias que tenemos para ti”. Justo debajo de ellas, aparece un botón que dice “ir al sitio web.”

Al lado izquierdo sale una imagen de una mujer sonriente con pelo negro de color intenso, como de petróleo. Sostiene algo en las manos, no alcanzo a distinguir qué es, pero se le ve muy contenta. Imagino que ya disfrutó de las asistencias de las que habla el anuncio, de ahí su expresión de felicidad.

Miro fijamente la imagen por otro par de segundos, a ver si logro descifrar algo más en su expresión, pero no logro saber qué esconde detrás de esa sonrisa que, imagino, es falsa. Quién sabe cuántas veces le tuvieron que tomar la foto hasta que por fin salió bien, con esa dentadura tan  blanca, tan de mentiras.

No puedo negar que dan ganas de darle clic al botón, para conocer cuáles son esas asistencias sin costo de las que hablan.

Al final no lo hago y borro el correo. La razón para tomar esa decisión fueron las palabras “Sin costo”. Pienso que todo en esta vida tiene un costo, y que toda relación que se establece con alguien lleva uno, independiente de si es comercial o no. Todo cuesta en esta vida, así no haya dinero de por medio.

Si se trata de cobrar, los bancos son los primeros en mirar cómo hacerlo. Espero que mi escepticismo haya funcionado en esta ocasión y no me esté perdiendo de alguna asistencia increíble, qué sé yo, un encuentro privado con Juan José Millás o algo por el estilo

martes, 23 de febrero de 2021

La vida se te va

Hace sol y caminas de manera desinteresada. Saltas de un pensamiento a otro, sin prestarle mucha importancia al que abandonas o aquel en el que caes. Es uno de esos momentos en el que sientes que la vida es ligera. De repente, en la caminata que estás dando la vida cobra sentido y todas sus piezas encajan, no hay nada que le sobre o le falte. Experimentas eso a lo que escuetamente se le llama un buen día.

Te sumerges en esa sensación, pues piensas que lo más posible es que no dure mucho. Es casi seguro que tu cabeza te traicionará en algún momento, y te trasladará a una de esas zonas oscuras repleta de miedos, angustias y malos recuerdos. Si no eres tu el que quiebra el estado de calma, seguro lo hará el mundo con un aguacero inesperado, un tropezón que te estampará contra el pavimento o cualquier otro evento desafortunado

Caminas por la calle cerrada de un conjunto de casas grandes, con patios inmensos. En algunos de ellos ves a niños pequeños y rubios, jugando con pistolas de agua, parece que hacen parte de un comercial de televisión. Todo sigue igual, la vida te sonríe por un momento, y decides tararear una de tus canciones favoritas.

Mientras eso ocurre, miras con plena atención los árboles que tienes a tu derecha, grandes, de copas frondosas y un verde tan intenso como tu sensación de tranquilidad del momento. Acabas de dejar atrás la fachada de una casa que casi ocupaba toda la cuadra, y el patio de la próxima tiene un árbol con flores violetas que alcanza a darle sombra a la acera.

Se te ocurre pegarte a la pared pues quieres oler la fragancia de las flores. Eso es lo que haces cuando por fin alcanzas la casa, e inspiras fuerte para captar ese olor dulce que va a terminar de componer tu alegre escena de vida. Cierras los ojos y respiras profundo, y es justo en ese momento, cuando estás a punto de alcanzar tu nirvana urbano, cuando el perro guardián de la casa te ladra, al tiempo que se abalanza y golpea la reja; quiere destrozarte.

Del susto saltas hacia atrás, y por un segundo la vida se te va. Al siguiente, cuando vuelve a tu cuerpo, piensas: “perro marica”, y continuas tu camino con tu corazón a punto de salirse del pecho.

lunes, 22 de febrero de 2021

Ráfaga de angustia

Después de una corta estadía nos despedíamos de la ciudad. Cuando nos bajamos del tren en el Fuminiccio, uno de los aeropuertos de Roma, empezamos a caminar hacia el counter de la aerolínea en la que viajábamos.

Los parlantes del lugar anunciaban números de vuelo, horas de llegada y salida, destinos, y el ambiente cargaba un aire frenético, como tratando de anunciar que algo estaba a punto de ocurrir.

Luego de caminar unos veinte metros, un hombre pasó corriendo por nuestro lado. Iba muy rápido, pero su prisa no fue lo que me llamó la atención, sino que su carrera, aparte de mostrar lo obvio: afán, estaba cargada de angustia.

El tren del que nos acabábamos de bajar se comenzaba a poner en movimiento, y el hombre, supongo, quería alcanzarlo, ¿para qué? ¿Acaso, después de bajarse, cayó en cuenta de que había olvidado su billetera con todos sus documentos y dinero? ¿Será que no le dijo algo a la persona, una mujer, digamos, que iba con él en el tren, qué sé yo, una promesa de reencuentro, una confesión amorosa, unas palabras de aliento o un consejo? En resumidas cuentas, ¿cómo saber si su vida dependía de esa carrera?

Vamos por ahí, pero no sabemos si aquellos con los que nos cruzamos se están echando un pulso con la vida.

Seguimos caminando y no dejé de preguntarme si el hombre llegaría a tiempo a su destino, si cumplió con lo que debía hacer, o si su carrera no le sirvió para nada.

Cuando llegamos al counter, la mujer que lo atendía nos contó que nuestro vuelo no salía de ahí, sino del Ciampino, el otro aeropuerto de la ciudad. Quedaban 20 minutos para abordar, ya no había carrera que valiera la pena.

viernes, 19 de febrero de 2021

106 años

“Paramédico visita a una mujer de 106 años para ponerle la vacuna”, es el titular de una noticia.

Pienso en esa mujer que lleva más de un siglo en la tierra y me pregunto hasta qué edad será bueno vivir; si no llegará un momento en el que uno se cansa de todo; si con los achaques del cuerpo, que se va desbaratando rigurosamente, la idea de morir a uno ya no le parece tan mala, y se contempla, incluso, con algo de ilusión.

El escritor húngaro Sándor Márai, por ejemplo, se pegó un disparo en la cabeza cuando estaba a punto de cumplir 89 años. Leo un artículo que dice que Márai tomó esa decisión debido a su desmoronamiento físico y emocional; eso anotaba en sus diarios: “Cansancio, languidez, fragilidad. Como cuando las pilas se agotan y la linterna sólo parpadea”. Lo abatía el hecho de estar a punto de quedarse ciego, tenía glaucoma, y saber que cuando eso ocurriera no podría leer más.

En “Son quince minutos, dejas de respirar y fuera”, una crónica, Juan José Millás cuenta cómo Carlos, un viejo, decide quitarse la vida. En la última década había sufrido dos infartos graves del miocardio, que lo habían dejado con insuficiencia cardiaca, taquicardia y arritmia.

Como era guía turístico, las agencias de viaje no habían querido volver a darle trabajo. Luego le apareció una hernia, junto con una complicación en la columna que era inoperable, porque había riesgo de que quedara paralítico.

Carlos cuenta que ya no le quedaban energías para nada, que no podía caminar más de 10 minutos sin cansarse, y que lo mismo le ocurría al estar de pie. Por eso contactó a la organización Dignitas de Suiza para morir dignamente, porque un suicidio: pegarse un tiro o tirarse de un edificio, no iba con su personalidad: “Soy una persona pacífica,…no me gusta la violencia ni las cosas desagradables”, le contó al escritor español.

Al día siguiente de su encuentro con Millás, luego de desayunar y hacer una vuelta bancaria, Carlos echó unas pastillas trituradas en un vaso, las mezcló con un yogur de fresa, y se tomó ese último “coctel”.

“I hope I die before I get old” canta Roger Daltrey, que ya tiene 76 años, en la cancion My generation de The Who, ¿tendrá la razón?

jueves, 18 de febrero de 2021

Fotos

Soy malo, malísimo para interactuar en redes sociales, es decir, me cuesta un montón comentar algo que publicó un desconocido. En cambio, soy bueno para chismosear los perfiles de personas que nunca conoceré y que, quizá, viven en otro continente a miles de kilómetros de distancia.

Sufro episodios de hacer Scroll down, como si estuviera desquiciado y quisiera llegar a la primera publicación que se hizo en una red social, aquella que inició la avalancha de información a la que estamos expuestos, pero en algún momento me detengo, pues nunca alcanzo ese big bang digital, o lo que veo me aburre, porque me parece repetido.

Me agradan las fotos de atardeceres con un cielo de colores que nunca he visto. Publicaciones de personas que, al parecer, se han dedicado a viajar en estos tiempos pandémicos. Hay otros que no viajan, pero que toman el mismo tipo de fotos desde las terrazas de sus apartamentos, o desde ventanales inmensos con una vista panorámica de la ciudad.

Me gustaría ser uno de los que toma ese tipo de fotos, pero me desanimo cuando miro por mi ventana, de un tercer piso, y lo único que veo son dos parqueaderos.

También tengo cierta fascinación con las fotos de apartamentos que están en venta, sobre todo los que superan los 1000 millones de pesos, pues realmente hay unos increíbles. Repaso todas las fotos y me imagino viviendo en ellos, paseándome de una habitación a otra en bata, con una bebida en la mano, o tomándome un coctel en un jacuzzi repleto de espuma.

Me dan ganas de darles «me gusta», pero también soy malo para dar likes y corazones y todas esas muestras amorfas de afecto virtual . Siempre me siento tentado a escribir algo, cualquier estupidez: “Está muy bonito, si tuviera el dinero me lo compraría”, pero al final no escribo nada porque, como ya les conté, soy malo para interactuar en redes sociales.

miércoles, 17 de febrero de 2021

Domador de leones

Hoy tenía una cita médica y pedí un Uber. Después de subir al carro, el conductor tomó una vía principal y comenzó a hablar. Rompió el hielo con un comentario zonzo, ya no recuerdo sobre qué trataba. Yo sonreí de pura cortesía, pero como llevaba tapabocas mi gesto no sirvió de nada. “Me tocó un hablador”, pensé.

Así fue, pues al instante me preguntó: “¿Y usted a qué se dedica señor Juan?, disculpe le hago la pregunta.” Buena táctica esa, la  de lanzar la pregunta y pedir disculpas, una especie de tirar la piedra y esconder la mano, si me permiten el cliché.

Ese es un tema sobre el que, a veces, me da mucha pereza hablar, y hoy era uno de esos días. Quizás es suficiente con que yo sepa qué es lo que hago, o creo entender qué es lo que hago y no es así, y de ahí la pereza de hablar sobre eso, en fin.

“Soy domador de leones”, le contesté.
“Je, en serio a qué se dedica señor Juan.”
“¿Por qué le cuesta creerlo?”, le pregunté, mientras adoptaba el gesto de un domador que, imagino, es una combinación de seriedad y rabia al mismo tiempo. Para meterme en el papel, me imaginé batiendo el látigo para que los animales me hicieran caso, pero nuevamente mi personificación resultó en vano, otra vez por el tapabocas.

El hombre hizo como si no hubiera escuchado nada y comenzó a hablar sobre él. Me contó que hasta inicios de la pandemia había sido el director ejecutivo de yo no sé qué firma, pero que le cambiaron el tipo de contrato y decidió renunciar. Luego me dijo que tenía más de 20 años de experiencia dirigiendo equipos, y ocupando cargos de alta gerencia, además de amplia experiencia en marketing, luego de haber trabajado en las multinacionales X, Y y Z”. Luego me contó cómo una vez, en una de ellas, trajeron a un alemán que les dijo: “mañana les voy a enseñar como se trabaja en mi país. La enseñanza consistió en que el tipo llegó a las 10 de la mañana, cargando un vaso de tinto gigante en una de sus manos, y no se levantó de su puesto hasta las 4 de la tarde. Cuando terminó su jornada les preguntó cuántas horas habían trabajado de verdad como él, que no abandonó ni un segundo su puesto.

Poco después de terminar la historia del alemán llegamos a mi destino. Le pagué, se despidió y me dijo “Muchas gracias por la conversa”. Le sonreí, pero no se dio cuenta, ya saben por qué, me acomodé el látigo en el cinturón y me bajé del carro.

martes, 16 de febrero de 2021

Crocs

Hace varios años mi hermana me trajo unas pantuflas Crocs de un viaje. imagino que son uno de los primeros modelos que salieron al mercado: grandes, de color café oscuro; parecen los zapatos de un payaso serio.

Siempre andan por ahí en cualquier parte del piso de mi cuarto, pero hay temporadas en las que no encuentro alguna. Una vez, no sé cómo, una de ellas terminó metida detrás de la cama, en el lugar más inesperado de todos y el último en el que se me ocurrió mirar, antes de darla por perdida, e imaginarla en aquel sitio místico de transición, a dónde van a parar todos los objetos que no encontramos pero que sabemos aún se encuentran en la casa.

Solo las utilizo en la mañana, después de levantarme, cuando voy a la cocina a prepararme el desayuno. El resto del día utilizo tenis. Tiendo a pensar que utilizarlas hace caer sobre mí un estado anímico perezoso. Quizás ayer no fui consciente y las utilicé más de lo debido. Por eso toda la mañana sentí sueño y después del almuerzo una pereza infinita, mezclada con tedio hacia todo, actitud que se tradujo en una siesta bien larga.

Hablar sobre pereza me hizo acordar de Carolina, una mujer que estudió conmigo en la universidad que, pienso, es muy probable que tuviera varios pares de Crocs. Ella siempre andaba con sacos de lana abiertos que le quedaban grandes y le daban un aspecto de estar recién levantada. Su forma de hablar potenciaba esa imagen pues era de cadencia lenta y como que le costaba un trabajo inmenso soltar una palabra después de otra, además arrastraba los pies al caminar, como si la existencia le pesara. Sus piernas experimentaban el mismo problema que su discurso.