jueves, 26 de agosto de 2021

Fuego

Me salió un fuego  a la derecha del labio superior. A cada rato me paso la lengua por encima de él para ver si, como por arte de magia, desapareció, pero ahí sigue. 

 Cada vez que lo hago, aparecen en mi cabeza, como en estampida, un conjunto de palabras: fiebre, temperatura, combustión, calor y hielo.  Me imagino que esta última, tan opuesta a las otras, y que aparece por un segundo y luego se derrite; lo hace porque el cerebro siempre anda tras la búsqueda de equilibrio para que no enloquezcamos.

Esas son las palabras principales. A veces otras se les pegan otras, pero no aguantan estar al lado de esas palabras calientes y por eso el grupo, como una manada compacta, termina siendo siempre el mismo.

No sé a qué se deba. Tengo entendido que cuando salen fuegos es porque a uno le da fiebre mientras duerme, porque esa es una característica de los fuegos:  se acuesta uno sin ellos y al día siguiente nos acompaña. Nunca, que yo recuerde. me ha aparecido un fuego en los labios durante el día.

Dicen otros, o los mismos, qué sé yo, que muchas veces ese tipo de accidentes corporales, son producto de cosas que no andan bien en uno a nivel emocional. Fuegos mentales que van quemando nuestros nervios, y la forma que encuentra el organismo para defenderse es somatizarlo de diferentes formas, como un fuego en los labios.

Para tratarlo me eché Sangre de Drago, un producto que conocí gracias a un diseñador con el que trabajé, que vivía cortándose los dedos con un bisturí. Él le tenía tanta devoción a ese producto, que yo creo que lo utilizaba hasta para cocinar.

Desde que el fuego apareció he tratado de identificar algún tipo de angustia o estrés, pero, al parecer, no tengo ninguno, pero uno nunca sabe qué carajos esconde la mente. Ya lo he dicho que todos estamos locos, y que si aún conservamos algo de cordura, es porque ningún evento ha logrado disparar nuestra demencia.

Acabo de pasar, otra vez, la lengua por él y ahí sigue.

Me salió un fuego, eso era todo lo que les quería contar.

Los mantendré informados.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Texto cojo

He escrito 5 veces sobre Jacinto Cabezas, que es considerado un escritor de culto por un grupo reducido de personas, y que prefiere andar en el anonimato.

En esta entrada les conté sobre la opinión que dio sobre los rituales para escribir cuando le hicieron una pregunta en un festival literario en Nantes, Francia

En esta otra, hable sobre lo que piensa de la ficción y realidad y lo malinterpretados que, según él, están ambos conceptos.

En esta, la forma en que le gusta explorar los bordes de la existencia en su obra.

Y aquí escribí acerca de sus problemas con la escritura.

La última vez que escribí sobre él, fue en este post donde conté su opinión acerca de días buenos y malos para escribir.

La semana pasada, después de una seguidilla de clics, di con una entrevista que no había leído nunca. Se la hicieron en Praga en 1983, cuando dictó una conferencia sobre el escritor Jaroslav Hašek.

La periodista, una tal Zuzanne Wilkins, le preguntó cómo hacía para lidiar con las críticas que le hacían a sus obras. Antes de contestar, Cabezas le dio un sorbo a una botella de agua, así lo narró Wilkins, cruzo la pierna derecha sobre la otra, aclaró su garganta y dijo:

“En los inicios de mi carrera, defendía mis textos con un fervor enfermizo, podría haber ido hasta la muerte por ellos. Me molestaba que alguien apuntara errores sobre mis obras o diera opiniones determinantes sobre ellas.

Luego, con el tiempo, me di cuenta de que era un desgaste; así que dejaba que la mayoría de críticas me rebotaran, sobre todo las mal intencionadas y que solo pretendían desprestigiarme. En cambio, había otras a las que les prestaba atención, pues eran constructivas y me hacían dar ganas defender mi obra como al principio de mi carrera.

Eso, lo tenía claro, dejaba en evidencia que el texto estaba cojo, pues una narrativa, sólida, compacta, redonda, digamos, y sin ningún tipo de grietas por donde se le escape el significado, no necesita que nadie la defienda."

lunes, 23 de agosto de 2021

Calles y lluvia

Por trabajo tuvimos que viajar a Cartagena por dos semanas. El hotel en el que nos quedamos estaba bien, pero quedaba en la mitad de la nada, a 12 kilómetros de la ciudad.

Un día, por cambios en el programa, lo tuvimos libre. Me inscribí en el lobby del hotel, en el bus que viajaba a la ciudad a las 3 de la tarde. Había quedado de ir con mi jefa, pero a ella le dio pereza y prefirió quedarse en el hotel.

Decidí ir solo. Había llevado un libro “La eterna parranda” de Alberto Salcedo Ramos, pero no había tenido tiempo para leer. Esa iba a ser mi oportunidad para desquitarme.

Ese día no almorcé en el hotel para comer algo en la ciudad. Cuando llegamos, el bus nos dejo cerca de la plaza de Armas.

Arranqué a caminar sin rumbo fijo y con toda la actitud flánerie posible, hasta que di con un restaurante asiático. Vendían sushi y arroces revueltos. Pensé que si pedía sushi iba a quedar con hambre, así que me decidí por un arroz con trozos de langosta.

Estuvo bien, pero fue un gran error, pues en un viaje posterior con mi hermana, visité el mismo restaurante y comí uno de los mejores sushis que he probado en mi vida.

Cuando terminé de almorzar, puse en marcha a mi segunda misión: encontrar un café, para tomarme un capuchino, comerme un postre, y leer como si no hubiera un mañana.

Otra vez empecé a caminar como si estuviera perdido y, a unas 3 cuadras, di con un café pequeño y tranquilo en el que solo había una mujer, de pelo negro crespo y esponjoso, tipeando con rabia en su portátil.

En medio de mi lectura y entre sorbo y sorbo de la bebida el cielo se quebró y cayó un aguacero corto pero sustancioso, como si toda el agua que no había caído en el año, hubiera esperado ese momento para hacerlo.

Las calles se inundaron rápido y yo, por si acaso, me aferré a mi lectura como si fuera un salvavidas.

Abandoné el local pasadas las 6, porque el bus nos iba a recoger en el lugar que nos dejó, a las 7 de la noche.

Preferí estar con anticipación en el lugar pactado, porque mi sentido de orientación suele jugarme malas pasadas. Esa vez no fue así, y llegué 25 minutos antes de tiempo.

Me senté en la terraza de un restaurante, pedí un jugo de piña con mucho hielo, mi bebida favorita cuando visito Cartagena, y me dediqué a perfeccionar el fino y placentero arte de ver pasar la gente, mientras una brisa, a veces tenue, a veces fuerte, me golpeaba la cara.

De fondo, proveniente de los parlantes, de alguno de los locales a mi alrededor, sonaba “Oye cómo va” de Santana.

Me habría podido quedar anclado a esa mesa por el resto de mis días.

domingo, 22 de agosto de 2021

De límites y otras cosas

Leo información para una presentación que debo hacer. Siento una energía extraña, uno de esos estados cargados de positivismo y sé que debo aprovecharlo, pues en cualquier momento se puede esfumar para darle paso a una lluvia de dudas sobre lo que hago.

Mientras reflexiono sobre mi estado, escucho música que viene de un radio, al parecer, de pilas.

Como ya lo he contado nunca publico fotos de atardeceres tomados desde mi ventana porque esta da hacia dos edificios de parqueaderos.

Uno de ellos, el más grande, cuenta con una especie de terraza con árboles. A veces, algunos obreros hacen trabajos en ella, y precisamente hoy hay uno trabajando en algo y tiene su radio a todo volumen.

Me pregunto cuál es el límite de nuestras acciones, y en qué momento entran en conflicto con lo que hagan los demás.

La música que escucha ese hombre me desconcentró y me puso a pensar en esto.

En economía hay una teoría que habla sobre eso, pero ahora no doy con el nombre; en vez de tenerla en la punta de la lengua la tengo en la punta pero  del estómago.

Ahora suena el aventurero, el señor ese que le gustan las altas, las gordas, las chaparritas, en fin, todas.

Le prestó atención a la música por otro rato, hasta que logro concentrarme de nuevo.

Término tarde la presentación y me siento cansado. Luego de meterme a la cama y cerrar los ojos, comienzo a dar vueltas por un rato, mientras que me llegan todo tipo de temas a la cabeza.

Justo en el momento en que presiento que me voy a quedar dormido, el ruido de un taladro que machaca la calle y una sierra que corta quien sabe qué no me dejan hacerlo.

Supongo que arreglan una calle y que los que tienen carro estarán de acuerdo, pues podrán transitar por buenas vías, contrario a los ambientalistas que se sentirán mal, pues tengo entendido que iban a tumbar unos árboles.

Vuelvo y me pregunto, ¿Cuál es el límite de nuestras acciones?

miércoles, 18 de agosto de 2021

Colores, Rayuela y regalos

Son 12 y vienen en un tubo de Cartón paja con una tapa que tiene incorporado un tajalápiz. Me los dieron en una feria de libro para promocionar el Mazda 3 Skyactiv. Eso prueba que en este mundo hipercapitalista, a uno le pueden meter un carro por los ojos cuando lo que se quiere es ver y comprar libros, en fin.

Recuerdo, vagamente, que la mujer que me lo dio era de tez blanca y llevaba una camisa plateada y un pantalón dorado; era un uniforme como espacial. Estaba ubicada en la entrada de un pabellón repartiendo volantes, y si uno le prestaba atención al pequeño discurso que tenía preparado, se llevaba como premio el tubito con los colores; así casi siempre funcionamos, con una recompensa al final.

Justo después, cuando empecé a recorrer el pabellón, me dieron un separador. Era negro y, en letras blancas, tenía una cita de Rayuela:

"Me miras, de cerca me miras, cada vez más cerca y 
entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez 
más de cerca y los ojos se agrandan, se acercan entre sí, 
se superponen y los cíclopes se miran, respirando
confundidos, las bocas se encuentran y luchan
 tibiamente, mordiéndose los labios, apoyando apenas
la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde
 el aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio."

Después de leerlo pensé en dos cosas: que en algún momento de mi vida quiero llegar a escribir algo tan potente y lo otro, que tenía que leer esa Novela.

Me prometí hacerlo ese año, pero al final no lo hice, y esa lectura solo me encontró cuando mi hermana me regalo una versión conmemorativa de la novela, que había comprado por puro capricho, pero que nunca leyó.

Nunca utilicé los colores y siguen con la punta intacta. Si utilice la novela, pero ahora está igual de archivada que los colores.

Uno debería regalar lo que no utiliza, como los libros ya leídos.

martes, 17 de agosto de 2021

5 campanadas de muerte

El reloj cucú está desfasado en 8 minutos. A las 5:08 dio cinco campanadas que van tarde, buscando la horas que les pertenecen o a las que corresponden. No se sabe bien si ellas son dueñas de sonar cuando les de la gana o si dependen de que las horas las reclamen para cumplir con su tarea.

Dicho esto, al parecer el reloj las da porque así está construido su mecanismo: Para cantar las horas cada vez que se cumplen.

Así lo hará hasta que alguien le deje de dar cuerda o se estropee por sí solo.

El reloj astronómico de Praga, una especie de cucú gigante, lleva en esas desde el año 1410.

Los Cucú dan la hora, porque necesitamos saber si tenemos tiempo o no, ¿para qué? Imagino que para lo que sea que queramos hacer antes de que nos visite la muerte.

Queremos atesorar ese intangible de alguna manera. Por eso, una de nuestras frases favoritas, para sentirnos importantes, es poder decirle a alguien: "no tengo tiempo", aunque este se diluya y se nos escape sin que terminemos de comprender qué es, y sin saber si alguna vez lo hemos tenido o no.

Supongo que, de forma inconsciente, queremos saber cuándo vamos a morir, de ahí la obsesión con el tiempo.

Ese extraño deseo es un absurdo, porque usted o yo, estimado lector, podríamos dejar de existir justo después de que yo termine de escribir esta entrada.

Qué se yo, un paro fulminante al corazón siempre está a la vuelta de la esquina, en el instante siguiente, en la próxima campanada o escondido en un suspiro, porque algún engranaje dentro de nuestro organismo, como los de un reloj Cucú, puede fallar en cualquier momento.

Entonces dejamos de pedir o dar la hora para siempre, y de decir que no tenemos tiempo, pues el nuestro se acabó en la tierra.

¿Sigue ahí querido lector? Me alegra saberlo.

Un minuto de silencio por los que no alcanzaron a llegar al final de este post.

lunes, 16 de agosto de 2021

Recuerdo

Es una noche fría y Jorge Di Tulio alcanza a escuchar como la lluvia golpea el pavimento allá afuera, en la calle, un lugar que, atrincherado en su casa, parece remoto.

Decide preparar chocolate.

El momento más importante de la preparación es cuando tiene que echar la pastilla del producto en la olleta, pues no puede ser una entera, sino que siempre la parte para que el tamaño sea ¾ de la pastilla, pues le gusta que la bebida le quede clara.

Parte con éxito la pastilla. Hay veces en que lo hace mal y en un arrebato de rabia, producto de su torpeza manual, cambia de opinión y decide prepararse un té.

Prende el fogón de la estufa y decide quedarse mirando la olla, como hipnotizado por ella, pues sabe que no hay nada más traicionero que un chocolate a punto de hervir, y que solo basta con quitarle los ojos de encima un segundo para que la bebida se derrame.

Justo cuando empieza a subir la espuma es cuando le llega a la cabeza un recuerdo de N, pronunciando una frase con ese “vos” que tanto le fascinaba y convirtiendo en palabra aguda algún verbo.

La conoció por accidente en un viaje a Medellín, mientras hacía la fila de un supermercado para comprar una botella de agua.

De N, un examor, un exfuturo, para ser más precisos, no le queda más que el recuerdo.

Jorge juega con él por un rato, y se le aparecen otros, como esa noche que N. lo llevo de tour por diferentes bares de la ciudad, con el firme propósito de tomarse una cerveza en cada uno.

Terminaron su travesía en un Lounge, “un barsito de musiquita chill”, lo llamaba N. y allá fue donde Jorge la besó por primera vez, después no vendrían muchos más besos y por eso ese fue tan importante.

Al otro día, uno antes de devolverse a Argentina, otra vez se vio con ella, pero N. no quería que se le acercara.

Después del almuerzo fueron al Oviedo, y Jorge le dijo que le quería regalar un libro. Ya en la librería N. se moría por uno de Juan Gossain, y él nunca entendió qué era lo que le veía a ese libro. El tenía en mente una novela de Javier Marías, pero la dejo escoger el que ella quisiera.

Cuando Jorge le da el último sorbo a la bebida, el recuerdo de N. como la espuma del chocolate, se esfuma por completo.