miércoles, 12 de enero de 2022

La existencia

María Bruni siempre trata de llevar con cuidado cualquier asunto de su vida, el que sea. Por ejemplo, si va por la calle, se asegura de pisar firme para no resbalar, pues ¿cómo saber si ese tropiezo no va a terminar en un golpe en la nuca que le va a producir la muerte?

Bruni piensa que todos, independiente de las condiciones de vida que se tengan, caminamos al filo del abismo todos los días, y que si no nos damos cuenta de ello, es porque andamos preocupados por minucias de la vida: El trabajo, los estudios, las redes sociales, si fulano dijo y mengano le respondió, la política, que los carnívoros están acabando con el planeta, pues que se jodan los veganos, en fin, mil y un asuntos en los que vamos consumiendo los segundos de nuestra existencia.

“Existir. Claro. Es que nos creemos los amos y dueños del universo así seamos unos pobres diablos que no tienen en donde caer muertos; siempre cargando esa falsa sensación de inmortalidad. Obvio, ¿cómo va a ser posible que algo malo me pase a mí que soy tan buena gente?, bien lo tienen merecido esos condenados a los que la mala suerte siempre acompaña”.

En eso piensa Bruni mientras viaja a su oficina en un bus en el que es difícil respirar. Ella lo toma en los primeros tramos de la línea y siempre alcanza a conseguir un puesto al lado de una ventana del lado derecho, pues el otro lo considera de mala suerte, y los 30 minutos que dura el viaje los dedica a perderse en sus monólogos mentales.

Hace poco un hombre se sentó al lado de ella, lo miro de reojo, pero al instante continuó mirando el paisaje y masticando un pensamiento detrás de otro.

Ahora que acaba de llegar a esa conclusión sobre la existencia. Voltea de nuevo a mirar hacia el interior del bus y no puede evitar que sus ojos lean el titular de una noticia del periódico que está leyendo el hombre que está sentado a su lado: “Un asteroide de un kilómetro de diámetro pasará cerca de la tierra el martes que viene”.

“La existencia, que cosa tan frágil”, piensa Bruni.

martes, 11 de enero de 2022

Los CAMIS y los hijos

En la mesa de al lado un hombre hojea su celular y juega a darle scroll down. Su actitud, parece, se trata de solo eso, de no detenerse nunca a leer nada, sino de pasar el tiempo deslizando hacia abajo la pantalla.

Dejo de mirarlo y me concentro en una idea que se me acaba de ocurrir para escribir algo. Mientras comienzo a masticarla, a exprimirle sus jugos a ver si cuenta con los suficientes o si solo es una bala perdida que cayó en mi cabeza porque sí, le doy sorbos a una taza de capuchino.

Pasados un par de minutos otro hombre llega y saluda fuerte al primero desde lejos “¿Entonces? ¿Qué se dice el Cami?

Cami, Camilo supongo —a menos de que CAMI sea un acrónimo de una sociedad secreta a la que ambos pertenecen, y a sus miembros se les conoce como “los Camis” — se para a saludarlo.

Se dan un fuerte abrazo— al diablo el distanciamiento social— acompañado de fuertes palmadas en la espalada por parte de ambos.

Bien por ellos, quién sabe cuánto tiempo llevaban estos CAMIS sin verse pues, como la mayoría de encuentros presenciales, los de su sociedad secreta también llegaron a su fin con la aparición del virus, el Covid, Covi, Covis, la Covid, en fin.

Mientras tanto ahí sigo yo con mi idea y mi bebida y no sé cuál de las dos se está enfriando más rápido, y ahí están esos hombres, felices por verse de nuevo. Cada mesa en lo suyo, en sus conversaciones, saludos o monólogos internos.

Pasado un rato escucho que el primer CAMI, el que esperaba, le pregunta al que acaba de llegar:

“Cómo va con su matrimonio? ¿Ya hay planes de heredero? Los niños son muy lindos, pero es pesadito jaja, como decirlo, requieren de mucha energía.

“Sí, es verdad, si tenemos ganas con Marcela, estamos mirando a ver, y también ver si Dios también lo quiere. Pero tiene razón, es un cambio de vida total.”

“Sí, es un cambio grande, pero son hermosos los chiquitines”.

Luego, al instante, olvidan ese tema y se ponen de hablar de carros, pues el CAMI 2, el que llegó, está vendiendo el suyo.

Le pierdo interés a la conversación y vuelvo a mis pensamientos, a mi idea que yace muerta en algún pliegue del cerebro y que tiene pocas posibilidades de revivir.

Una nube tapa el sol, y se apaga el color de los objetos que me rodean. Termino la bebida y abandono el lugar.

lunes, 10 de enero de 2022

Comerse la cabeza

Cuando entra a su casa, después de uno de esos días de trabajo lleno de chicharrones, Camilo Góngora ve a su novia de espaldas, preparando algo en la estufa de la cocina. Se da cuenta cómo mueve las manos con agilidad y con la punta de los dedos le espolvorea una pizca de sal a lo que sea que esté preparando.

El solo echo de verla le despeja la cabeza de inmediato. A veces piensa que el amor que siente hacia ella no es normal, y se le instala un rato en la cabeza ese cliché horroroso de: Eso tan bueno no dan tanto.

“Hola amor”, le dice luego de descargar, sobre la mesa de la cocina, el morral azul deshilachado que lleva a la oficina.

Espera la respuesta de siempre que, segundos después, siempre viene acompañada de una ligera risa: “¿no te da pena ponerte corbata y colgarte esa porquería?”, pero esta vez solo le habla el chisporroteo de trozos de cebolla y tomate finamente picados que Marcela sofríe en un sartén negro, con abolladuras en los bordes, más viejo que su mochila.

Se acerca por detrás para plantarle un beso en la boca. La rodea con sus brazos. El gesto amoroso no la rescata de su silencio y sigue clavada en él, de ahí no la saca nadie. De todas formas no rehúsa el abrazo, da media vuelta, y deja que se acerque.

El contacto de los labios dura pocos segundos, pero es un beso frío, sin sustancia; mejor dicho no es un beso de pareja, donde se necesitan las ganas de ambos para poder catalogarlo de esa manera. Fue, siente Camilo, como haberle dado un beso a un maniquí.

Las alarmas se prenden. ¿Qué hice?, piensa y repasa las imágenes del desayuno, lo que hablaron puras trivialidades mezcladas con mimos y palabras tiernas, intenta recordar sus gestos, algo, lo que sea, que le de un indicio de la actitud de  su novia.

Cree que luego de salir de la casa, después de despedirse, todo andaba en orden. Siempre creemos, pero muy rara vez sabemos a ciencia cierta qué es lo que ocurre.

No le queda más remedio que preguntarle si le pasa algo, pero justo antes de hacerlo, Marcela habla.

“Cami”, le dice mirándolo fijo a los ojos —tenemos que hablar, concluye él la frase en su cabeza— las cosas no andan bien”

Por lo menos no utilizó esa maldita frase, piensa Góngora, aunque el golpe es el mismo. ¿Cosas?, ¿cuáles cosas?, ¿Su relación, ella, él, el mundo? ¿Qué cosas?

Góngora se come la cabeza intentando descifrar que ocurre, para tener la combinación de palabras más adecuadas cuando sea su momento de hablar.

“Necesito despejar mi cabeza. Perdóname”, es lo único que le dice Marcela.

Es Ahí cuando ve la maleta negra de rodachines en una de las esquinas de la cocina. Lo va a dejar.

“¿Qué hice? ¿Ahora qué voy a hacer? ¿Qué fue lo que paso?, se pregunta, mientras Marcela toma la maleta y abandona la casa con la cabeza gacha.

viernes, 7 de enero de 2022

Un único libro

Me gusta pensar que hay un libro único para mí, es decir, que en algún lugar del planeta, un escritor, sin saber de mi existencia, claro está, escribió un libro que le da algo de luz a todos los miedos e inseguridades que llevo por dentro, al tiempo que celebra mis alegrías y aciertos, o lo que yo considero aciertos en esta vida.

Aún no creo haberlo encontrado. Podría ser Articuentos Completos de Millás, pero ese es mi libro favorito, y creo que el libro favorito y el único no son lo mismo, en fin.

Imagino que resulta difícil coincidir con ese libro dado el número de libros publicados  a lo largo de la historia de la humanidad.

Quizá por eso es que  las personas a las que nos gustar leer, practicamos ese deporte de comprar libros, así tengamos varios sin empezar, pues inconscientemente andamos tras la búsqueda de esa obra única que nos va hablar directamente.

Puede que uno nunca lo encuentre, pues ya sabemos que la vida es muy corta para cualquier actividad, sobre todo para leer, por eso, pienso, se debe afinar el arte de comprar libros a puro feeling.

En épocas antiguas cuando se podía ir a la feria del libro, me gustaba visitarla la primera semana y sin compañía. La paseaba despacio, a mi antojo, hojeando muchos libros y demorándome en cada pabellón lo que me diera la gana.

A veces llevaba una lista de títulos y otras iba sin nada, dispuesto a antojarme de las portadas y la breve reseña de las contraportadas; dejaba que el azar jugara su papel.

En una de sus ediciones, para la que si llevé un listado de títulos, conseguí Vibrato de Isabel Mellado y el Tumbao de Beethoven, una novela corta, pero muy agradable, mucho más para los fanáticos de la salsa.

Esa vez también compré a puro feeling El hombre que murió la víspera y Como los Perros Felices Sin Motivo.

Supongo que una correcta dosis de feeling al momento de comprar libros, es lo que se necesita para dar con esa lectura única de la que les hablo.

jueves, 6 de enero de 2022

Ana Karenina

¿Qué hace falta por decir de esta novela? o, más bien, ¿qué hace falta por decir de toda la obra de Tolstói?

Imagino que muy poco, aunque siempre se podrán arañar ciertos aspectos para arrancarle algunas palabras al tema, como hablar hasta la saciedad de uno de los mejores inicios de una novela, ya conocen ustedes ese primer párrafo emblemático y si no, acá se los presento:

“Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero
cada familia infeliz lo es a su manera”.

A veces, cuando recuerdo esas líneas me pregunto si el escritor ruso pensó ese inicio y cuántas veces lo edito, o si simplemente fue una frase que se le apareció en la cabeza, producto de una caminata o mientras tomaba una ducha.

Pero bueno, dejemos que los expertos en literatura hablen sobre Tolstoi y sigan haciendo los análisis que consideren necesarios.

Me acordé de la novela en estos días, porque un hombre publicó en una red social algo que, más o menos, decía así: mi hija de nueve años está leyendo Ana Karenina y mi hijo de 12, yo no sé qué clásico; algo debo estar haciendo bien”.

Que los niños lean me parece estupendo, pero que pasa con esos niños de 9 a 12 años, digamos que no leen nada, ¿acaso sus papás están fallando en su educación?

No sé, no sé nada, pero pienso que si yo hubiera leído Ana Karenina a esa edad me habría aburrido tremendamente. De hecho, a esa edad todavía no leía de forma frecuente y, creo, todavía hojeaba unos colección de libros que me habían regalado siendo más pequeño: 100 cosas y casos de los animales prehistóricos, 100 cosas y casos de la tierra”, y así eran el resto de títulos.

Los libros traían ilustraciones de esas cosas y casos junto con pequeños párrafos donde se narraba un dato curioso a manera de Guinness récord.

De acuerdo con lo que me conozco, si a mis nueve años me hubiera estrellado con eso de las familias infelices, seguro habría abandonado esa lectura.

martes, 4 de enero de 2022

Hacer cosas

En el 2008 salí con C. La conocí en una celebración de cumpleaños de la exnovia de un amigo. Esa vez una de sus amigas me dijo que yo le interesaba a ella, “¡Qué va!”, respondí”, y después de dos semanas la llamé y comenzamos a salir.

C. trabajaba en un banco y su grupo de amigos no me caía muy bien que digamos, no sé, me parecían como creídos; seguro algunos de ellos pensaban lo mismo de mí o se preguntaban qué carajos hace C. saliendo con ese man, en fin.

Una vez en una de las salidas a un bar de la 85, llegué al lugar y ella no había llegado. Había una reserva a nombre de un tal Felipe, di su nombre en la entrada y me senté, en el lugar que nos habían asignado, a ver pasar gente.

Pasados unos minutos llegó un hombre de gafas y pelo negro ensortijado, que también hacia parte del grupo de esa noche.

“ ¿Qué más, como está? soy Juan Manuel.”

“ ¿Cómo le va? soy perenganito.”

Perenganito resultó ser alguien que trabajaba con C. en el banco.

Supongo que en un momento la conversación que sosteníamos se estaba poniendo aburridora, y ya no sabíamos cuál cliché o tema comodín tocar. Yo quería llevarla a mi terreno, con eso me refiero a hablar de libros y todo lo relacionado con ellos.

No recuerdo cuál fue el rumbo exacto qué tomo la conversación, pero decidí contarle al hombre que en ese momento estaba tomando un diplomado de escritura creativa y novela corta.

Luego de decir eso, el hombre me miró fijamente y con cara de asombro y levantando un poco el tono de su voz preguntó: “¿Y para qué?”

“Porque me gusta”, le respondí”. Razón suficiente, pienso, para hacer algo.

En ese momento llegaron más personas y ambos, supongo, respiramos aliviados.

lunes, 3 de enero de 2022

Oscuridad y notas

Hace un tiempo leí una noticia que estaba cargada de conflicto y de emociones encontradas. Desde ese día almacené esa información en los archivos temporales de mi cabeza y al día de hoy, por fortuna, no se han borrado.

La nota de prensa hablaba sobre un escritor que debe tomar una decisión de vida o muerte: mirar si quema una novela en la ha trabajado por dos años, para poder seguir con vida.

Ese día en que leí la noticia pensé: “Voy a escribir una historia sobre esto, y anoté en algún lugar el título de la noticia, al tiempo que un pequeño resumen de la historia: “Un escritor que bla bla bla…”

Puede que alguien piense que la trama es algo ridícula, pues cualquier persona escogería vivir por encima de cualquier cosa, pero pues ese escritor no es cualquier persona y por eso es capaz de contemplar la idea de anteponer su obra a su vida, además piensa que si la termina esta le asegurará inmortalidad en forma de letras.

Otros podrían preguntarse: “¿Pero si Steinbeck fue capaz de reescribir De ratones y hombres luego de que Toby, su perro, se comiera el manuscrito, como es posible que este escritor no sea capaz de reproducir de nuevo su novela?”

El escritor sabe que sí puede hacerlo, pero le gusta como está y piensa que la nueva novela tendría ligeros cambios, imperceptibles para cualquier lector, pero no para él. Ese hombre piensa que el trabajo escrito de una idea, una vez trabajada, más todas las emociones y posturas que genera, no se puede volver a reproducir de forma idéntica por más que se intente.

Siempre trato de anotarlo todo en mi libreta, en la aplicación de notas del celular o enviándome un mail, bueno no todo, pero si lo que se me ocurre, me llama la atención o me parece importante. Pero más importante que realizar una anotación, creo, es recordar en qué lugar se hace, pues he buscado la nota como loco y no la encuentro por ningún lado.

Tendré, como Steinbeck, que empezar de cero. A la larga escribir es un poco eso, alumbrar la oscuridad con palabras hasta encontrar un camino y seguirlo, ¿acaso no?.