lunes, 28 de marzo de 2022

"Robar" ideas

Hace unos años escribí un cuento de un francotirador croata que, en mi humilde opinión, ha sido uno de los mejores que he escrito.

En una de las escenas el soldado tiene en la mira a un niño que lleva un abrigo largo y una mochila en su espalda.

El segundo camina por la plaza Sebilj y se detiene a recoger una flor que está en el piso. Apenas ese personaje entra en escena cuento: “El abrigo roza el suelo con cada paso que da el niño”.

La imagen del abrigo la saqué de una novela de Vargas Llosa en la que se describe a una mujer: “Un vestido del mismo color de su piel, que besaba el suelo y la obligaba a dar unos pasitos cortos, unos saltitos de grillo.”

Cuando leo suelo pescar ese tipo de imágenes potentes que, me parece, describen mucho en pocas palabras. Cuando las encuentro, las leo y las releo porque me gusta mucho encontrarme con esos aciertos narrativos.

Imagino que no hay ideas 100% originales y que, como dice la escritora Sara Jaramillo Klinkert, en la escritura todo ya está inventado, de ahí que lo importante sea tomar diferentes pedacitos de aquí y de allá, para crear algo propio.

Hace poco me pasó algo similar con otro cuento en el que una mujer habla con un médico sobre su madre enferma. La mujer le pregunta al hombre que cuántos días le quedan, y el hombre, de forma pausada, le responde que en esos casos no tiene sentido hablar de un número, sino tratar de entender que más allá de eso, se trata de una dirección de viaje, un movimiento en el tiempo, un viaje de puntillas hacia un punto de inflexión.

Esa idea la saqué de un libro de historias de una doctora especializada en cuidados paliativos.

jueves, 24 de marzo de 2022

"¡Estartéelo, estartéelo!"

Hace unos días el carro de mi hermano se apagó justo cuando íbamos a salir del parqueadero. Él Intentó prenderlo de nuevo, pero no funcionó.

Eso me recordó la recepción del matrimonio de Daniel, hace muchos años, en las afueras de Bogotá.

Creo que fui invitado por rebote, es decir, Daniel es más amigo de Andrés, un gran amigo mío, pero de todas formas la invitación me llegó al email.

Esta decía que la vestimenta debía ser informal chic. Nunca supe bien qué significaba eso, pero supuse que lo que me pusiera ese día, debía estar por encima de lo informal para alcanzar ese chic, fuese lo que fuese eso, que pedían. Internet dice que es una forma de vestir elegante pero cómoda y relajada. Yo y mi falta de mundo.

Ese día, había ríos de trago en la fiesta y muchas personas estaban borrachas. Yo tomé poco, porque aparte de Daniel solo conocía bien a Andrés y Ana María, su novia.

En un momento del a fiesta Daniel comenzó a pasar por las mesas que estaban alrededor de la pista de baile y en cada una brindaba, con el vaso que tenía en la mano, en fondo blanco.

Horas después estaba tendido sobre una, casi rozando la inconsciencia,  completamente borracho y María, su esposa, estaba sentada a su lado cuidándole la borrachera. Oí que mucha gente comentaba: “quién sabe cómo va a viajar a la luna de miel en ese estado”.

Me animé un poco y saqué a bailar a Laura. Ella llevaba puesto un vestido plateado largo y escotado que, me pareció, sobrepasaba cualquier nivel chic o, más bien, de chicness. ¡Ay, Laura!

Ahí estaba yo, feliz bailando y riendo con ella, cuando Ana María se acercó por atrás y me dijo en tono emputado, porque Andrés estaba muy tomado: “Alístate que nos vamos ya”.

Busqué mi chaqueta y junto con Andrés, Ana maría, y Nicolas, el dueño del carro en el que habíamos viajado, caminamos hasta el parqueadero, un lote descampado con piso de grava.

En ese momento comenzó a lloviznar forma copiosa. Hacía frío.

Cuando estábamos en el carro Nicolas lo intento prender y el motor no encendió. Nos bajamos y Andrés y yo nos subimos las mangas de nuestros atuendos chic.

La lluvia había embarrado el piso.

Comenzamos a empujar y Andrés, en medio de su borrachera, no decía nada más que “¡Estartéelo, Estartéelo!”, y luego soltaba una carcajada.

En la última empujada Andrés no calculó bien la fuerza y cayó al piso. Se levantó con las rodillas embarradas, pero seguía riendo y diciendo lo mismo: “¡Estartéelo, Estartéelo!”.

Ana María en medio del frío ardía de rabia y nos miraba sería.

Nuestro esfuerzo valió la pena. El carro prendió y pudimos devolvernos a Bogotá. Cuando íbamos llegando a la ciudad, Nicolás, un fiestero empedernido, nos dijo que si íbamos a un bar buenísimo en el que estaba yo no sé quiensito.

“Como quieran”, respondí. “Hágale”, dijo Andrés emocionado, mientras Ana María seguía muda, al parecer, odiando todo: a nosotros, al mundo, a dios, su existencia, en fin.

miércoles, 23 de marzo de 2022

Escrito fantasma

Hoy, temprano, tuve un rapto creativo y me vino a la cabeza una idea sobre la cual escribir algo.

Era una mañana lenta, así que me dije “mi mismo, escribamos esto que se me ocurrió antes de que se me vaya la paloma”.

Así lo hice y el texto fluyo fácil. Cuando dudaba en escribir una palabra o pensaba cuál podría funcionar mejor para lo que quería decir, al instante aparecía en mi cabeza la adecuada.

Fueron, creo, 30 minutos en los que escribí y edité el texto sin mayores contratiempos. Hay escritores que dicen que escribir debe ser difícil y que si no resulta así, se está haciendo algo mal. No sé, no creo en sentencias severas ni verdades absolutas, e imagino que hay veces que la escritura fluye porque se dan todas las condiciones necesarias, ¿cuáles?, qué sé yo: temperatura, luz, estado de ánimo, ideas, estómago lleno, en fin.

Justo antes de comenzar a escribir esto, pensé: “Voy a publicar lo que escribí hoy en la mañana”, pero no encontré el texto por ningún lado. Abrí todos los documentos que trabajé en el día para ver si, de puro distraído, lo había escrito en alguno de ellos, pero no, no lo encontré en ningún lado.

Estoy seguro de que no solo lo pensé sino que también lo escribí, ¿Será posible caer en la locura así, sin más ni más, de un momento a otro?

¿A dónde van a parar esas letras que se escriben y que luego no aparecen por ningún lado?

martes, 22 de marzo de 2022

El tiempo entre posturas

Miro el reloj en la esquina inferior derecha de la pantalla del computador y faltan 10 minutos para las 11 de la noche, mi hora preferida para leer.

Converso un poco conmigo mismo:

“Oiga, van a ser las 11”
“¿Y qué quiere que haga?”
“Disculpé, pensé que de pronto tenía pensado leer”.
“Hombre, tiene razón. En un rato apago el computador. Gracias por el recordatorio”.
“De nada”.

Luego me pongo a pensar en los huevos del gallo y cuando vuelvo a mirar el reloj ya son las 12:15 a.m.

El tiempo, es decir, esos segundos, minutos y con los que medimos nuestra existencia, implacable, no deja de consumirse en ningún momento.

Voy al baño y me lavo los dientes. Luego destiendo la cama y acomodo las tres almohadas contra la pared, mi trono de lectura. Primero va una que compré hace poco que, se supone, es ergonómica y se amolda perfecto a la cabeza. Luego viene una que es toda amorfa, y por último la más maciza de todas. Una vez están listas les doy un par de golpes que señalan el fin de ese pequeño ritual.

Después de meterme en la cama enciendo la lámpara, apunto el haz de luz hacia las hojas del libro físico o la pantalla del Kindle, según sea el caso, y me acuesto a leer.

En esta ocasión el turno es para el e-reader. Lo prendo, y pasados unos minutos, cuando termino un capítulo, decido acomodarme de medio lado.

Eso implica reacomodar las almohadas y la dirección del haz de luz. Hago eso rápido, al tiempo que imagino como se dobla mi columna vertebral. “Fijo es una posición poco favorable, pero ¿qué más da?”, pienso.

Empiezo a leer de nuevo y al poco tiempo se me comienzan a cerrar los ojos. Me obligo a abrirlos, me muevo un poco para despertarme. Ubico la línea en la que quedé y sigo.

Abro los ojos y el Kindle está apagado. Quién sabe hace cuanto tiempo me venció el sueño.

Vuelvo a prender el aparato, miro la hora y el reloj marca la 1:30 de la mañana, “¿pero qué carajos le pasa al tiempo?”, me pregunto.

Tengo sueño, pero mi psicorrigidez  de lector  me impide dejar un capítulo a medias, así que decido terminarlo.

Empiezo y otra vez se me cierran los ojos.

Vuelvo a mi postura inicial y termino el capítulo.

Ahora parece que el sueño se esfumo, pero apago la luz, boto dos almohadas al piso, doy media vuelta, me arropo, cierro los ojos y me duermo, eso creo, casi al instante.

viernes, 18 de marzo de 2022

Huevo Kinder

Termino de almorzar y a los pocos minutos me dan ganas de comer algo dulce.

Busco y no encuentro nada.

Recuerdo que mi hermana me regalo un huevo Kinder de cumpleaños. Desde hace un tiempo en mi familia tenemos la costumbre de preparar una ancheta con regalos sencillos y de broma, para homenajear al cumpleañero de turno.  Ese hacía parte de la mía y lo tenía olvidado en un rincón del escritorio.

Solucionado el tema del dulce voy a la cocina y me preparo un tinto. Disfrutar de esa mezcla de chocolate y café tiene algo de sagrado. Es, me parece, pura paz y estabilidad.

No soy un fanático de ese producto. Recuerdo que los de antes traían un juguete dentro de una cápsula amarilla recubierta de chocolate y eso era lo que uno se comía. Ahora vienen divididos por la mitad.

Destapo una y trae dos bolas crocantes de chocolate negro incrustadas en chocolate blanco, junto con una cucharita de plástico para consumir el producto. Creo que era mejor el chocolate de antes.

En la otra mitad del huevo se encuentra la figura para armar.

Nunca he sido bueno para ese tipo de manualidades con piezas pequeñas, Pienso que si, por alguna razón, me decidiera a armar la figura, seguro las pequeñas partes se me van a caer al piso y van a terminar en el rincón más recóndito del cuarto, y que si las quiero alcanzar, mi cuerpo va a tener que adquirir propiedades de contorsionista.

Cuando algo pequeño cae al suelo; una pastilla, una moneda un papel que no se logró encestar en la cesta de basura, lo que sea, eso es lo que siempre ocurre; el objeto nunca cae al lado de nuestros pies, sino que cobran vida propia y  van a parar a los rincones.

La mitad de la figura tiene un papelito a color muestra una especie de catapulta, y otro , blanco, con letras negras, que lleva una advertencia en varios idiomas: “ATENCIÓN, lea y guarde. También dice que si se lanzan objetos diferentes a los que vienen con el juguete puede causar lesiones, y que nunca se debe apuntar a los ojos y la cara.

Luego leo la misma frase en los otros idiomas como si fuera español:

ATENÇÃO, leía e guarde 
ATTENTION, A lire et a conserver
WARNING, read and keep

No hago caso y me deshago del papelito.
 
Espero que no me caiga encima una maldición encima.

jueves, 17 de marzo de 2022

Aceite y arroz

Se acabó el arroz y tampoco hay aceite. Salgo a comprarlos, porque no soy tan tan fit como para sustituir el primero por quinua o algo así, y tampoco tengo ese último producto.

Una vez mi hermana me regalo una cosa lista para comer en un envase plástico de dos compartimientos. Uno llevaba quinua y el otro una salsa de mango dizque agridulce. Las instrucciones eran sencillas: destape, mezcle la quinua con la salsa, revuelva y coma. Se supone que esa ligera combinación sustituía un almuerzo, pero no me gusto su sabor. Además ese día quería almorzar como un camionero.

Pero bueno, les decía que salí a comprar arroz. Caminé dos cuadras hasta el supermercado y cuando llegué casi no encuentro la entrada porque lo están remodelando.

Esos lugares siempre se convierten en laberintos para mí, porque soy pésimo para encontrar lo que busco. Doy vueltas y vueltas por varios minutos, hasta que en un golpe de suerte doy con los productos que necesito.

Hoy no fue la excepción y casi no encuentro el arroz. Afortunadamente el aceite estaba en la góndola de enfrente.

Cuando ya tenía en mis manos una bolsa de arroz y una botella de aceite, me puse a hacer  una fila, la  única del lugar, que al final se bifurcaba en tres cajas registradoras.

Atrás mío se hizo una mujer que llevaba un celular en la mano y que escuchaba audios de voz a todo volumen con desparpajo. Me enteré de que un hombre la estaba esperando a pocas cuadras para almorzar, y por el tono meloso de su voz y un par de chistes flojos, me pareció que le estaba cayendo.

Cerca de la caja tomé una revista de chismes de la farándula para hojearla. En una entrevista, a una mujer le preguntan que cuál ha sido el mayor aprendizaje que le ha dejado la pandemia.

La mujer dice que la obligo a conocerse mucho más y a vivir en el hoy.

Se le da mucho bombo a ese rollo budista y espiritual del presente.

Recuerdo que Ribeyro cuenta en sus diarios que el presente le fastidia porque no lo siente, pues en el segundo en que escribe una palabra le resulta un momento anodino, que solo el tiempo coloreará o cargará de sentido.

Ahora la mujer está escuchando otro mensaje de otro hombre. “Pero si todavía ni nos conocemos y yo con esta pobreza tan berraca en la que ando, pero espera no más, porque a fin de mes me entra una plata y compro un tiquete de avión”.

No sé cuanto tiempo ha pasado desde que comencé a hacer fila, pero por fin es mi turno. La cajera, que masca chicle, me saluda y me pregunta que si tengo tarjeta puntos. Le digo que no y coge los productos, escanea los códigos de barra, teclea algo en la caja sin mirar y me da el precio. Parece un robot.

Pago y salgo rápido del lugar. Siento que perdí mucho tiempo, mucho presente.

martes, 15 de marzo de 2022

Abandoné El Camino

A veces uno resulta con caprichos chimbos.

Recuerdo que en una edición de la feria del libro compré El camino de Cormac Mccarthy. Había tomado un taller de escritura y en una de las sesiones hablamos de esa novela.

Ese día no tenía pensado adquirir ese libro, pero se me cruzó en un stand, recordé la conversación sobre la obra y me la llevé.

Cuando llegué a mi casa armé, como siempre, una torre con los libros que había comprado. El que quedaba encima era con el que empezaba, y así iba despachando las lecturas.

Le llegó el turno a la novela de McCarthy. La edición que compré era una traducción, y el verbo apear aparecía a cada rato conjugado en distintos tiempos. Como no me gusta esa palabra, cada vez que la leía me sacaba de la lectura.

Dejé de leer la novela por eso y porque no me enganchó, creo que  tenía mucha expectativa. Imagino o concluyo un par de cosas. La primera es medio romántica y mística, medio ridícula, más bien: no era el momento adecuado para leer ese libro, y la segunda es que siempre es mejor leer a los autores en su lengua original. Bueno, hasta cierto punto. Si se me antoja leer una novela, que sé yo, de un autor de Moldavia, pues no me queda otra que leer una traducción al español o al inglés.

Recuerdo que una vez me regalaron La República del Vino del premio nobel Mo Yan. Era una versión en español —Estoy lejos de aprender chino, claro está—, pero me dio la impresión de que era una doble traducción: de Chino a inglés y luego a español, por lo que a ratos había inconsistencias en el punto de vista. A pesar de eso, que era mucho más grave que el repudio hacia una palabra, la terminé de leer.

Quizá sea el momento de darle una nueva oportunidad a la novela de McCarthy. Les estaré contando si me subo o me vuelvo a apear bajar de esa lectura.