miércoles, 20 de abril de 2022

Ser un puente

Tengo reunión. Me asomo por la ventana y el cielo está nublado. El clima de Bogotá en toda su esencia.

Quiero y no quiero salir del apartamento. Pido un carro y la aplicación me confirma que Carlos está a 4 minutos. Como ya puse a rodar el destino, no me queda más que armarme de un paraguas y salir a la calle. Espero regresar con él a la casa, soy bueno perdiéndolos.

Ya en el carro tengo una pereza infinita de hablar. El conductor se da cuenta o anda en las mismas, porque solo cruzamos un par de comentarios apenas me subo. De resto se dedica a manejar y yo a mirar por la ventana.

Todos deberíamos mirar más por las ventanas. Creo que la mente produce buenas ideas durante esa actividad.

Llego al lugar de a reunión y me recibe R. Tengo en mente una propuesta y estoy listo a contársela cuando el momento sea el indicado. Ella comienza a contarme de cosas que le han pasado en las ultimas semanas y nos embarcamos en una charla que no tiene nada que ver con trabajo.

La disfruto y suelto una que otra opinión en sus silencios, hasta que me cuenta sobre un proyecto que apenas tiene la forma de idea en su cabeza, y del que se le burlaron en una ocasión.

Apenas me cuenta eso pienso en C. una mujer que, creo, es la definición de creatividad en sí misma. Le cuento a R. que ella es la indicada para darle forma a la idea y convertirla en proyecto.

“Es más, deberíamos llamarla”

“Dale de una”, me dice.

Le marco, y C. contesta, pero el ruido de fondo no me deja entender bien lo que dice. “Voy por la calle, en un rato te llamo”.

Hablo otros minutos con R. hasta que me entra la llamada de C. La pongo en altavoz, le cuento quién es R. y dejo que ella le diga por qué la estamos llamando.

Se entienden a la perfección y se establece un vínculo entre ambas.

Me gusta cuando puedo servir de puente entre dos personas que, creo, pueden llegar a trabajar bien juntas.

Creo que el éxito de esa labor consiste en no esperar nada de la colaboración que pueda surgir entre ambas partes

Si el proyecto llega a salir, ojalá que R. y C. me inviten a trabajar en él. Si no, no pasa nada. Imagino que el mundo funcionaría mejor si no esperamos algo a cambio a cada rato.

Luego de la llamada por fin le hablo a R. sobre la propuesta que le tengo, pero al final se tuerce y toma otra forma. De todas formas sigue en pie.

martes, 19 de abril de 2022

Mecerse

El silencio en el piso es sepulcral.

Son las 4:53 p.m., pero solo en su franja horaria. Jacinto Arteaga Lleva la cabeza hacia atrás y el cuello le tráquea, antes de volver a poner las manos sobre el teclado, cierra los ojos por unos segundos y solo escucha el tecleo frenético de sus compañeros de piso.

En Australia son las 7:54 de la mañana del día siguiente. Allá ya están en el futuro. Todavía le cuesta mucho entender eso y hacer cálculos de diferencias horarias.

En algún lugar de ese país Eloise, una tatuadora que sigue en una red social, se mece en una hamaca en un campo extenso con muchos árboles. Lleva puesta una falda nagra, botas de cuero del mismo color, y se alcanzan a ver sus pantorrillas repletas de tatuajes. Cuando se mueve hacia el lado izquierdo, se ve un perro negro con manchas blancas tendido en el piso, que mira un punto fijo en la distancia. Justo a su lado reposa una mochila de cuero de color café. El pasto está cubierto por una telaraña de sombras producto del sol que está colgado de un cielo de color azul intenso, con pocas nubes esparcidas como manchones, y que cae sobre las ramas de los árboles.

El video le genera sensación de paz y llega justo en un momento en que Arteaga se cuestiona si hace poco. ¿Poco para quién o qué?, se pregunta. No lo sabe, pero a veces cae en esa cuestionadera. Entonces comienza a darle vueltas al asunto en su cabeza y, por lo general, no llega a ninguna conclusión. Decide ponerse de pie para ir a servirse un tinto.

Ya en la cafetería, con la mano en la llave de la greca, imagina que poco o mucho, al final cada quien hace lo que esté a su alcance y ya está, que cada persona, esté en Shanghái o en las oficinas de enfrente que ve por la ventana de su puesto de trabajo, lleva un tiempo distinto.

Algunos van al ritmo de un compás de notas negras extensas, que puede parecer lento y perezoso, mientras que otros, esos que se quieren atragantar con la vida, van al ritmo de semicorcheas, como si fueran el baterista de una banda de speed metal.

La clave, imagina, está en llevar la velocidad que a uno le dé la gana, pero sin perder el ritmo. Mecerse con la vida y ya está, ¿acaso no?

lunes, 18 de abril de 2022

Desbaratarse

Escribo.

Trato de conectar algunas ideas y poco a poco me voy dispersando. Abro unos archivos de notas, y al final decido ir a internet.

Caigo en las garras del correo electrónico y luego, por el link de una newsletter, entro a YouTube.

Estoy perdido, nada que hacer. La red me absorbe por completo. Pero  si de distraerse se trata, debo hacerlo bien, así que me esmero en la tarea y de clic en clic caigo en una presentación de Alicia Keys.

Entre canción y canción, la artista conversa con el público, les cuenta que ha pensado últimamente y por qué la canción que va a tocar a continuación es importante. Por su forma de ser relajada, parece andar envuelta en una nube de tranquilidad, y  todo lo que dice tiene pinta de  verdades absolutas, de axiomas de vida.

Hacia el final (minuto 23) toca Falling.

Me asombra el sentimiento con el que canta y los melismas que hace con su voz. Parece que en cualquier momento se va a desbaratar, que su cuerpo no va a aguantar tanta mezcla de emociones y va a explotar, fundirse o convertirse polvo en la silla del piano.

Y es que se nota que no va con rodeos, que en cada nota que toca  lo deja todo y que su expresión facial de ojos cerrados contiene la verdad de la vida, o por lo menos la de ella; que tiene claro cuál es su papel en el mundo.

Cuando canta parece que todo cobra sentido, que la vida, en medio de todo, no es tan puñetera como parece.

Imagino que de eso se trata vivir bien. De no guardarse nada, de dejarlo todo en la cancha, en las relaciones, el instrumento, en la hoja, en el puesto de trabajo, en el lienzo que cada uno tenga, independiente de lo que se haga o el trabajo que se realice. 

Desbaratarse como estilo de vida.

viernes, 15 de abril de 2022

Hacer planes

Cuando le conectaron los electrodos, Miguel Ulrich pensó acerca de la facilidad con la que cambia la vida, cómo en un instante todo lo planeado se desmorona.

Recordó la cita de Joan Didion, tan precisa, tan verdad, tan suya y de todos: “La vida cambia rápido. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar, y la vida que conoces se acaba.”

La vida se acaba a cada rato, solo que no nos damos cuenta, piensa, nunca nos damos cuenta de lo que realmente importa.

Él y su esposa decidieron pedir unos días de vacaciones, no para irse de viaje, sino quedarse en la casa.

No entiende bien el afán que la mayoría tiene de abandonar la ciudad, apenas tienen la oportunidad para hacerlo. A ellos les gusta pasar tiempo en su casa, leyendo, viendo películas, series, o tomando algo con la chimenea encendida, sentados en el viejo sofá de tela azul que compraron en un mercado de pulgas.

Ese día había sido un día normal como cualquier otro, si es que tal cosa se puede afirmar de un día. Cuando la noche cubrió la ciudad jugaron cartas, y picaron jamón y quesos. Al final de una partida Ulrich se levantó y fue a la cocina para servirse un vaso de gaseosa.

Cuando volvió a la mesa le dijo a su esposa: “Tengo escalofrío”. Ella, que barajaba las cartas, lo miró y se dio cuenta de que sus manos temblaban, y de cómo tiritaba hasta ese punto en que los dientes se entrechocan.

“Mejor vamos a acostarnos”, le dijo, y tomo una de sus manos. Estaba fría, como si acabara de bañárselas con agua helada.

Ya en el cuarto, Ulrich le pidió que por favor le pasara el saco grueso de lana gris, guantes y un gorro. Se acostó y haló las cobijas hasta por encima de su mentón. Kiki, su esposa, le trajo una bolsa de agua caliente y se la puso en los pies.

Luego se sentó en una silla a su lado y prendió el televisor, pero como un acto reflejo, para que hubiera algo de ruido de fondo que no la dejara pensar en escenarios graves.

10 o 15 minutos después, ninguno de los dos recuerda bien, ella le volvió a tocar las manos y seguían igual de frías. Le tomó la temperatura, pero no tenía fiebre. “Nos vamos para el hospital”, le dijo a Ulrich.

Al principio él insistió que no era nada que no se pudiera tratar con un poco de reposo, pero luego de un tiempo pensó que, quizá, algo no andaba bien.

Eran las 2 de la mañana cuando salieron de la casa. A esa hora las calles de la ciudad parecían las de un pueblo fantasma y, por alguna razón, cogieron todos los semáforos del camino en rojo. Kiki arrancaba con rabia cada vez que cambiaban a verde.

Cuando por fin llegaron al hospital y luego de coger un turno, una enfermera los atendió y le tomó los signos vitales. Todo estaba en orden. Luego le preguntó qué era lo que le pasaba y Ulrich le contó sobre el repentino y violento escalofrío.

“Sigan a la sala de espera”, pronto un médico los va a atender.

En la sala había otras tres personas ensimismadas en sus celulares y un televisor empotrado en la pared que, como el de su casa, no tenía otra función que hacer ruido.

Por fin Salió su turno en la pantalla“C256”, Ulrich pensó a qué se debía esa combinación y si antes de él 255 personas habían ido a urgencias ese día.

La vida cambia rápido. Te sientas a jugar cartas…

Lo atendió una médica muy joven de apellido Montoya, de la que ya no recuerda su nombre. “¿con qué los alimentan, para que se gradúen tan jóvenes?”, pensó Ulrich.

“Señor Ulrich le voy a ordenar unos exámenes de sangre para ver si todo está en orden, y un electrocardiograma”.

Primero le sacaron la sangre y 20 minutos después, le hicieron el otro examen. Para ese momento sus manos ya habían ganado algo de calor, y recordó lo frías que estaban cuando la enfermera le conectó los electrodos en el pecho luego de echarles un gel transparente.

Ese examen también salió bien.

De vuelta a la casa en el carro, con una Kiki concentrada al volante y mientras él miraba por la ventana, se preguntó si tendrá sentido o no hacer planes.

jueves, 14 de abril de 2022

Gritería confusa

Me acuesto pensando: “voy a dormir hasta el fin del mundo”. Mi plan fracasa de manera rotunda y algo: un sueño, un ruido, qué sé yo, me despierta a las 4 y media de la mañana.

¿Qué por qué sé la hora? Porque no me aguanto las ganas de mirar el celular, aunque siempre tengo presente un artículo que leí una vez, que decía que cuando eso ocurre lo mejor es dar media vuelta, cerrar los ojos, intentar quedarse dormido de nuevo, y no pensar o ponerse a hacer cálculos de cuántas horas de descanso quedan, para no espantar el sueño.

De hecho fue lo primero que hice, pero el sueño se largó de la habitación, y ahora la cubría un pesado manto de vigilia. Pasados unos minutos, después de llegar a esa conclusión, fue que tomé el celular para mirar la hora.

Me puse las gafas tomé una de las almohadas que siempre tiro al piso y faroleé un rato por las redes sociales, hasta que me dije: “mi mismo, tratemos de dormir”. Así que me acomodé de nuevo, pero algo me decía que no iba a poder quedarme dormido de nuevo.

Fue ahí cuando caí en cuenta de la algarabía de los pájaros, que trinaban a un volumen alto. Imagino que estaban gritando, cada uno tratando de exponer sus ideas a trino herido, tal cual como lo hacemos en twitter. Es posible que esa discusión haya sido la que me despertó.

Imagino que era una manada de copetones. Me concentré en escucharlos, deseando entender de qué hablaban o alegaban.

Cuando caigo en cuenta de que entenderlos es imposible, me dedico a escucharlos. Es un ruido apacible, y surge un efecto similar que el de una cascada.

Siempre que escucho los trinos de los pájaros, recuerdo algo que me contó mi madre del día en que nací. Ella, acostada en la cama del hospital, también escuchó muchos pájaros trinando. Ella dice que estaban alegres, pero estoy seguro que los que yo escuché hoy discutían.

miércoles, 13 de abril de 2022

El mañana

Faltan 4 minutos para las 11. Luego solo 60 minutos nos separarán del mañana, tan incierto tan esquivo, tan futuro.

El problema, como leí alguna vez, es creer que se tiene tiempo. Entonces, bajo esa premisa ficticia, aplazamos planes para luego, más tarde, o bien, para el mañana.

El problema que, creo, todos experimentamos, es que el día es muy corto, que las 24 horas no alcanzan para hacer todo lo que queremos, y que no estaría mal disponer de, por ejemplo, 5832 horas, la duración de un día en Venus.

Solo hablo de tener esa cantidad de tiempo, pues ni modo de vivir en ese planeta que tiene una temperatura de 465 °C, una presión atmosférica que escasamente la aguanta Thanos y un bello cielo cubierto de nubes de ácido sulfúrico.

El tiempo es un cabrón y no deja de pasar. Ahora son las 11:09 p.m. y resulta que tengo ganas de hacer de todo: dibujar, leer, ver televisión y escribir.

No entiendo por qué a veces me dan esos arrebatos de energía, justo cuando el día está a punto de acabarse.

De pronto lo que decía sobre tener el tiempo que dura un día en Venus es una exageración y muchos enloquecerían al disponer de un día venusiano que dura 243 días terrícolas. Me imagino que, para no pisar los terrenos de la locura en dicho escenario, deberíamos aplicar esa táctica de “un día a la vez” de la que tanto se habla.

Ahora son las 11:22. A veces siento que el tiempo se esfuma, casi siempre cuando uno no lo quiere, y que pasa  lento cuando uno desea todo lo contrario. Pero si hay algo cierto sobre el tiempo, es lo que dicen los de Les Luthiers “Time is money: el tiempo es maní”

Ya no queda nada para que nos atropelle el mañana. No tengo otra opción que robarle tiempo a su madrugada, para poder leer un rato.

martes, 12 de abril de 2022

De cremas y otras cosas

Hace sol, pero también mucho viento.

No sé si quitarme o dejarme la chaqueta. Al final decido lo último, la cuelgo de unos de mis brazos y me siento en un murito.

Espero a mi hermana en la entrada de un centro comercial. Acabamos de almorzar y si el curso de la vida no se despiporra en los siguientes instantes, el plan que tenemos en mente es buscar un café para comernos un postre.

Es que así es la vida, está uno sentado en un murito con un buen clima: cielo con pocas nubes, sol y brisa y, de repente, sin tener la más mínima idea o sospecha, la muerte está acechando. Algunos podrán tildarme de trágico, pero si no fuera así, no tendría por qué existir ese programa de 1000 Maneras de Morir.

A pocos metros de donde estoy sentado, está una pareja de barrenderas con uniforme azul, el pelo recogido en un moño; cada una con una escoba en una mano y un recogedor en la otra.

Me recuerdan a las protagonistas de Una palabra tuya, la novela de Elvira lindo que cuenta la historia de dos barrenderas de Madrid, que tenían formas peculiares de ver la vida.

“Ha sido Dios el que ha preparado todo esto, Rosario
—Pero, que coño hablas de Dios, ¿desde cuándo crees tú en Dios?
—Desde la semana pasada, desde que encontré el Cristo fosforescente. Por la noche me ilumina la mesita y yo le pido cosas y todas me las concede.”
– Una palabra tuya –

Las barrenderas que observo charlan animadamente sobre cremas humectantes. “Si, hermana, esa es buenísima”, está diciendo una cuando pesco su conversación. “Además que la Lubriderm esta recara, por eso yo utilizo esa”, concluye.

A medida que conversan, sonríen y recogen hojas secas y algo de tierra y las echan en bolsas plásticas de color blanco.

La que acaba de hablar se queda quieta por un momento, luego se quita un guante negro y se acerca a su compañera para mostrarle a que huele la crema de manos que utiliza. La otra mujer la toma suavemente, la acerca a la nariz y aspira profundo.

“¡Sí pa que! Esta huele delicioso“, y cuando termina la frase vuelve a tomar la mano de su amiga para oler de nuevo la fragancia de la crema. Parece que quisiera grabarse el aroma en su cabeza.

Veo a mi hermana venir y me pongo de pie. Si la  vida tiene algún curso predefinido, parece que esta vez lo siguió.

“¿A dónde vamos”, pregunta.

“No sé, caminemos a ver con qué nos encontramos”, respondo.