lunes, 2 de mayo de 2022

Siguiendo los pasos de Borges

Le doy un sorbo al Gin Tonic, mientras me pegunto: “¿Qué es ser un escritor? O mejor aún ¿cómo convertirse en uno?  ¿Acaso publicando un libro, escribiendo hasta tener ampollas en los dedos  o de qué forma?

Es extraño, es decir, si dices que eres ingeniero Civil, puedes demostrarlo con tu diploma de grado, y uno asume que no finges, pues tu nombre está impreso en un pedazo de cartón.

Pero cualquiera puede decir que es un escritor y no hay forma de refutarlo.

El otro día una mujer me pregunto: “ ¿Cuándo empezaste a escribir de verdad, quiero decir, cuándo publicaste tu primer libro?

En ese momento pensé: “Debo escribir de mentiras, porque no he publicado ninguno hasta el momento.

Mi nombre es Damián, tengo 26 años y soy escritor.

Me presento así, como un alcohólico, porque escribir es mi enfermedad crónica y lo que hago la mayor parte del día. Es, como dice Millás, una actividad que abre y cauteriza las heridas al mismo tiempo.

Todos los días me levanto a las 6, me preparo un café oscuro, casi a la temperatura de un volcán, y me lo tomo mientras miro la calle por la ventana. Luego tomo una ducha de agua fría por 2 minutos. Ya en el cuarto, me pongo la primera camiseta que encuentro al abrir el closet y luego me siento en el escritorio.

A veces, en ese lugar las palabras fluyen de mi cabeza a mis manos de forma fácil, pero otras veces no.

En esas ocasiones en que la maquinaria de la creatividad está atorada, salgo a dar una vuelta y mis pasos, por lo general, me llevan a El Preferido de Palermo.

Hoy tomé la callé Soler y cuando llegué a la esquina doblé a la izquierda para tomar la avenida Thames. Más o menos hacia la mitad de esa vía me detuve a observar por un un par de segundos el Colegio Palermo Chico, lugar en el que estudié la primaria y parte del bachillerato.

 ¿Saben los profesores que tipo de personas educan? Es decir yo resulté ser un escritor, digamos que un ser humano funcional, pero bien podría haberme convertido en un asesino en serie, ¿quién sabe? 

De todas formas creo que todos andamos un poco jodidos de la cabeza, especialmente nosotros los escritores que vivimos con diferentes voces que nos hablan a cada rato.

Después de que comencé a caminar de nuevo y al llegar a la esquina, tomé la calle Guatemala y luego doblé de nuevo a la izquierda para llegar al restaurante, que da hacia la avenida Jorge Luis Borges.

“Un almacén rosado como revés de naipe”. Así es como el escritor argentino  describió la vieja estructura en su poema Fundación Mítica de Buenos Aires.

Entré al restaurante y me senté en la barra.

“ ¿Lo de siempre?” me preguntó Alejandra, la bartender, pero más que pregunta me sonó a afirmación.
“Le dije sí, con una sonrisa.” Y ella, sin responder, comenzó a preparar mi Gin & tonic.

Siempre lo tomo en sorbos pequeños, a veces mirando como prepara las ordenes que le llegan, con unos congeladores y una pared con botellas de múltiples formas y colores que están detrás suyo. Otras veces me pierdo en mis pensamientos, buscando la mínima chispa de escritura en mi cabeza.

viernes, 29 de abril de 2022

Dust in the wind

Un hombre entra a un café.

“Buenos días doctor, ¿qué va a tomar hoy?”, le pregunta la cajera que, debido al tamaño del local, también es la barista.

“Lo mismo de siempre Yaneth”, responde el hombre.

De los parlantes del lugar sale la canción Dust in the wind, y cuando la mujer se retira para preparar el pedido, el hombre canta parte del coro: “All we are is dust in the wind”.

“Cuántos cafés debo?”, dice, y antes de que le respondan pregunta: “¿Y Gladys si paso a tomarse el chocolate que le había pagado?”

“Si, ella paso esta mañana”. 

 No sabemos quién es Gladys y tampoco si el hombre va regalando bebidas calientes por ahí, porque sí.

Pienso decirle que si quiere pagar la mía, o abonarme un capuchino para los días siguientes, pero fiel a mi política de no meterme con extraños, para que la vida no me sorprenda con cosas raras, no lo hago.

Intento volver a mi lectura, pero el hombre me distrae tarareando la melodía de la canción. Puede que esté inseguro de la letra o que solo se sepa el pedacito del coro que cantó hace un momento.

 Hermano,  ¿va a cantar bien o no?

Mi bebida, por una extraña coincidencia, acaba junto un capítulo de la novela. La Palabra que lo cierra es Cold, y sí, hace frío. También alcanzo a escuchar como las gotas se estrellan contra el pavimento producto de un aguacero. No había caído en cuenta de que había comenzado a llover.

Todos estos nuevos datos se los debo al señor que llegó a cantar y a pagar sus deudas, las de esa tal Gladys y que me sacó de la lectura.

Ahora suena el timbre de un teléfono, me parece un ruido lejano, y cuando lo voy a dejar ser, me doy cuenta de que el sonido proviene del bolsillo de mi pantalón. Saco el celular, contesto “Ya llegué”, me dicen desde el otro lado de la línea.

Pago mi bebida, guardo el Kindle y abandono el lugar a paso rápido. En el camino hacia el punto de encuentro, veo un vaso de café que alguien dejó en un murito. “Se parece al que compró el “doctor”, pienso.

¿Por qué lo dejo ahí? ¿Qué lo hizo abandonarlo? Todo, casi siempre, son preguntas.

Unos pasos después veo un tapabocas negro tirado en el piso. Está con mucho polvo, producto, imagino, de las personas que lo pisan, algunos a propósito y otros sin darse cuenta.

Pienso dos cosas: La primera no tiene mucho sentido: el tapabocas pertenecía al doctor que le regala bebidas a la misteriosa Gladys. Lo segundo es cómo ha cambiado nuestra relación con los tapabocas desde que comenzó la pandemia. Al principio los tratábamos con sumo cuidado y casi ni los tocábamos; hoy se tuercen y doblan como si nada, en fin.

Mientras camino a mi destino, escaneo con la mirada los lugares por los que transito a ver si de pronto veo al doctor del café. Sigo preguntándome qué le habrá pasado para dejar a la deriva su bebida y el tapabocas. Imagino que la tal Gladys tiene algo que ver.

No veo al hombre por ningún lado.

Al final es cierto lo que dice la canción: All we are is dust in the wind ¿Acaso no?

jueves, 28 de abril de 2022

Para escribir

Para escribir, piensa Jacinto Cabezas, se debe tener la actitud de un niño. Es decir, debemos hacerlo desde la ignorancia, el asombro, pero nunca desde el conocimiento.

La idea se le vino a la cabeza cuando entró a la cocina y prendió la luz. Ese paso de las tinieblas a la claridad en una fracción de segundo lo impresionó. “¿Qué tuvo que ocurrir en la historia de la humanidad para lograr eso?”, se preguntó.

El escritor no solo se refiere a Thomas Alba Edison y sus miles de intentos para que un bombillo funcionara, sino todo ese complejo entramado de causas y eventos, y todas las variables que se debieron ajustar en un instante de tiempo para que su invento funcionara.

Por eso prefiere pensar que no sabe nada, que desconoce el 99% de la historia que está detrás de cada objeto.

Piensa que ocurre lo mismo con las personas, y que eso que llamamos personalidad es solo una capa externa que, por lo general, tratamos de que luzca bien, pero quién sabe con qué se pueden encontrar nuestros seres queridos, y no tan queridos, si nos pudieran pelar.

Cabezas también opina que lo más importante de escribir es contar lo que le pasa por enfrente de las narices y que entre más alejado pueda estar de figuras narrativas y simbolismos mucho mejor.

Así prefiere leer los grandes clásicos. Por ejemplo, no le da muchas vueltas a la Metamorfosis de Kafka y piensa que Samsa sí se despertó convertido en un insecto y ya está.

La escritura, concluye, consiste en ser ingenuo. Está de acuerdo con algo que leyó, de su colega Millás, hace unos días: “Toda tu vida depende de lo insaciable que sea el niño que llevas dentro”.

miércoles, 27 de abril de 2022

"Gracias"

Los ascensores, esas pequeñas cajas que no paran de trasladarse de arriba abajo todo el día, son lugares extraños, Cuando nos subimos a ellos parece que nuestra identidad se anula, porque no queremos interactuar con las otras personas que nos acompañan en ese corto viaje.

Parece que la mejor táctica para abordarlos es entrar, oprimir el botón del piso hacia el que uno se dirige y luego mirar hacia el piso, pues cualquier contacto visual podría dar pie a una conversación que sería lenta e incómoda. Son espacios en los que actuamos diferente.

Manuel Vilas se pregunta en Ordesa cuánta vida pierde la gente esperando ascensores, y concluye que seguro mucha, casi meses. A ese tiempo podría añadírsele el que perdemos viajando en ellos.

Personalmente pierdo más tiempo esperando, porque el de mi edificio siempre se encuentra en el último piso; algo extraño porque cuando lo pido en el primero, por lo general llega vacío. Mi teoría es que la(s) persona(s) que viven ese piso se pusieron de acuerdo para llamarlo a cada instante, qué sé yo, se dividen por turnos en el día para pedirlo, en fin. La única forma de averiguarlo sería pasarme todo el día metido en el aparato para descifrar por qué carajos siempre está en la porra.

Les decía que es un espacio que, parece, anula nuestra identidad, en el que se pactan ciertos códigos de conducta, como no hablar con los extraños que nos acompañan.

Hoy tomé uno en un edificio de oficinas del piso 6 al 1. Era uno de esos ascensores con armazón en vidrio y que dan hacia el interior del edificio. Apenas entré en el me distraje mirando el panorama.

Un hombre, que ya venía  en él, se bajo en el tercer piso y antes de salir dijo “Gracias”.

Estuve a punto de preguntarle por qué nos daba las gracias, pero apegado al código de conducta y fiel a otra de mis teorías: no interactuar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre, le dije “de nada” mentalmente.

martes, 26 de abril de 2022

No voy a...

“No voy a comprar libros, todavía tengo muchos que no he leído” pienso cuando llego a la Filbo.

Luego de un evento comienzo a deambular por el lugar con pura actitud 
flânerie (callejeo', 'vagabundeo). Decido ir al pabellón del país invitado, pues uno de mis rituales de la feria del libro consiste en siempre comprar un libro allí.

Hay pocos y la mayoría cuestan más de 80 mil pesos y no cumplen con mi teoría personal de “entre más caro el libro, más páginas debe tener”, además tampoco me atrae ninguno de los que veo.

Tienen en muestra: Corea, apuntes desde la cuerda floja, un librazo, pero es una lástima que ya me lo leí. Pienso que debería existir una forma de olvidar por completo los libros buenos para poder volver a comprarlos como si fuera la primera vez, en fin.

Cuando salgo de ese pabellón cae una leve llovizna.  Pienso que tal vez lo mejor sea abandonar la feria por si decide convertirse en aguacero. Cuando me dirijo hacia la salida, y para cortar camino, entro a otro pabellón.

Voy caminando, pero mis ojos no se resisten escanear los stands, y uno de Planeta me atrae.  Tienen varios libros de Seix Barral, con sus portadas maravillosas.

Me encuentro con Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo de Elvira Sastre. Pregunto si tiene su diario Madrid me mata, y cuando me lo pasan, también me muestran Días sin ti, y ese es el que me decido llevar.

Haciéndole caso a mi instinto lector me llevo otros dos libros. Tratado de semiología, una colección de cuentos que me convence por su contraportada: “Un escritor fracasado descubre en el gimnasio su oportunidad para triunfar; un lector compulsivo camufla clásicos literarios entre las páginas de libros de autoayuda…”. Con el otro “Matadero Franklin” voy más a la ciega porque cumple a cabalidad con mi teoría de precio vs número de páginas.

Queda claro, como bien dicen por ahí, que comprar y leer libros son dos actividades completamente diferentes.

lunes, 25 de abril de 2022

Semáforo en rojo

El semáforo cambia a rojo y quedo en la pole position, en el carril de la derecha.

E una primera posición compartida. Miro hacia la izquierda para ver quién es mi contrincante: una pareja de viejitos. “Esto es pan comido”, pienso. Acelero para hacer rugir el motor, pero no me siguen el juego. Me calmo y miro hacia adelante. Un malabarista de calle, vestido de payaso, con pantalones anchos de colores y nariz roja se para en la mitad de la vía.

]Lleva en sus manos una pelota verde. Se la pone en la cabeza y hace equilibrio con ella, luego comienza a hacer 21 con la cabeza, es bueno. Me imagino que aparte de la concentración que debe tener para realizar su acto, también cuenta mentalmente el tiempo en que el semáforo se demora en cambiar a verde, para saber cuando debe  acabar su show y acercarse a los carros a pedir dinero.

Cuando estoy a punto de dejar de mirarlo, el payaso todavía tiene más trucos debajo de la manga, o bien, colgados de su cintura: 3 machetes. Los suelta y comienza a hacer malabares con ellos como si fueran naranjas o pelotas.

El malabarista urbano sigue haciendo cabecitas con la pelota a verde y los machetes vuelan por los aires. Me pregunto como se asegura de agarrarlos siempre por el mango.

 El semáforo peatonal empieza a titilar y una pareja se lanza a cruzar la calle.

Lo hacen de afán, cogidos de la mano, y se llevan por delante al payaso malabarista. Los tres caen al suelo.

Uno de los machetes sigue en el aire y ya no hay quien lo reciba.

Luego viene un grito. Al instante un hilo de sangre comienza a manchar el pavimento.

EL semáforo cambia a verde.  Arranco, y dejó atrás al malabarista, los novios, y a la pareja de viejitos que, parece, quedaron en shock dentro de su carro.

sábado, 23 de abril de 2022

Cerveza y canciones

“¿Por qué no mejor nos tomamos unas cervezas?”, me pregunta A.

“No me baraje la comida”, le respondo, pues habíamos quedado en eso.

“Sí, pero es que cuando salí de la casa, comí arroz con pollo”

“Culpa mía no es”.

Comemos algo en un Crepes. Cuando terminamos ya son un poco más de las 9, y ahora la idea de una cerveza tiene mucho más sentido.

“¿Ahora sí Cervecita o qué?”, me pregunta A.

“Hágale”.

Cerca, a no más de una cuadra, se alcanzan a ver las luces de un BBC. Caminamos hasta ese lugar.

Está parcialmente lleno. Buscamos una mesa adentro porque afuera hay un grupo de 5 hombres y una mujer que todo lo hablan a los gritos, pero adentro caemos en cuenta de que el volumen de la música esta muy alto y que nos tocaría gritar más duro que los del grupo para poder hablar. Al final escogemos una mesa en la terraza, lo más apartada posible del grupo bullicioso.

Cuando la mesera llega a la mesa, A. le pregunta si tiene otras cervezas aparte de las artesanales, pero apenas termina de hablar ve un letrero que dice: CERVECERIA ARTESANAL.

“Díganme cómo les gusta la cerveza y yo les digo cuál podría traerles”

Menciono que a mi me gustan las rubias y A. también dice lo mismo. La mesera comienza a nombrar todas las cervezas que tiene disponibles, que tal  una es IPA, que tal otra que tiene 8 grados de alcohol, y así.

No le pongo mucha atención, así que al final escojo la IPA, de 6 grados de alcohol, porque hace poco un amigo me había hablado de ese tipo de cerveza y lo buena que le parecía. En ese momento suena una canción de The Cure; no sé cuál, pero la voz del cantante es inconfundible.

No me veía con A. desde el inicio de la pandemia, entonces nos enfrascamos fácil en una conversación que consiste en ponernos al tanto de nuestras vidas.

Los bulliciosos siguen en las mismas, gritándose aunque están uno al lado del otro. Me parece que la mujer de esa mesa, que debe ser la novia de uno de ellos está incomoda, porque es la única que no suelta carcajadas estrepitosas cada nada. Solo le da sorbos pequeños a un vaso de cerveza, como si apenas quisiera mojarse los labios y sonríe de forma tímida. Quizá piensa: “¡Quiero largarme ya!”

Sus compañeros están decididos a emborracharse y pidieron una botella de un trago, que no alcanzo a distinguir cuál es, y copas pequeñas. Comienzan a servirse shots y hacen una especie de competencia a ver quién se lo toma más rápido en fondo blanco.

Mi yo de hace muchos años estaría en la misma tónica de los hombres, sirviendo el trago y repitiendo una de mis frases más clásicas de borrachera: “si gotea repite”.

Ahora suena Could you be loved de Bob Marley.

Los hombres van por otra botella y siguen haciendo rondas de fondo blanco. La mujer que está con ellos no participa del ritual bebedor.

Uno  se pone de pie para despedirse, y su partida le da una estocada final al encuentro, pues al rato otros dos abandonan el lugar. Uno de ellos se cuelga una maleta en la espalda y cuando está dando los abrazos de despedida, exagerados y torpes, como si estuviera seguro de que nunca los va a volver  a ver, empuja un vaso con la maleta. que cae al piso y se hace trizas.

Una mesera sale a limpiar con una escoba y un recogedor. Luego vuelve para pasarles la cuenta y un hombre la agarra fuerte de una mano y la invita a tomarse un shot. La mesera forcejea un poco hasta que logra soltarse.

Miro mi vaso. Le queda poca cerveza. Me la acabo de un sorbo decidido, como si de él dependiera el equilibrio del universo.

Pedimos la cuenta.

Ahora suena Don't Stop Believin'.