A la abuela le compraron un nicho para sus cenizas. Años después a dos de sus hijas también. Ahora las tres, cenizas claro está, comparten un mismo lugar.
Vicente Delgado conoce esos detalles porque ese es su trabajo en la funeraria. Unos venden qué sé yo, cremas adelgazantes, fajas o bebidas energéticas, y a él le tocó dedicarse a la venta de nichos para cenizas.
No comprende por qué a las personas les gusta invertir en ese servicio, y le cuesta creer que haya gente que visita con frecuencia las cenizas de sus seres queridos para rezarles, hablarles e incluso pedirles consejo.
Pero su trabajo no consiste en cuestionar las actitudes de sus clientes, sino en vender la mayor cantidad de nichos al mes. Allá las personas y sus costumbres, lo único por lo que se debe preocupar es por cumplir con la meta de ventas mensual.
Se pregunta dónde le gustaría que depositaran sus cenizas, si también en uno de esos nichos, que le parecen caros y poco prácticos, o si más bien su familia no debería darle tantas vueltas al asunto y botarlas en una caneca.
Delgado, a diferencia de muchas personas, no cuenta con un lugar preferido en el que le gustaría que las regaran.
El típico, el cliché, es el mar. De hecho, ese es el nuevo producto que debe ofrecer, un ritual para llevar las cenizas del ser querido al océano, con un plan 8 personas en una embarcación más acompañamiento musical. El traslado y hospedaje no están incluidos.
Hay días que se siente un poco mal por sacarle provecho a la muerte, pero sabe que al final todo, querámoslo o no, se reduce a una transacción comercial.
miércoles, 4 de mayo de 2022
martes, 3 de mayo de 2022
Isola y sus recuerdos
La mujer está sola en la mesa de un restaurante. Se nota que es espigada. Da la impresión de que la silla y mesa le quedan pequeñas.
La acompaña un vaso con un líquido verde, parece un batido de verduras. A ratos, cuando cae en cuenta de que ordenó esa bebida, le da sorbos esporádicos. También mira su celular, pero no le dedica mucho tiempo al aparato. Su actividad favorita consiste en concentrar su mirada en un punto de la pared de enfrente que no ve, un recuerdo. Ahí se queda ensimismada por unos segundos, hasta que se acuerda de su bebida y vuelve a levantar el vaso, pero de nuevo vuelve a tropezar con un recuerdo o pensamiento y el mundo la pierde.
Da algo de envidia ver como disfruta de su soledad con desparpajo. Se nota que no le pone mucha atención al hecho de no estar acompañada por nadie. Se preocupa solo por estar, pero no cobija su conducta con toda esa retahíla budista del presente; disfruta del simple hecho de existir, estar ahí, sola o acompañada, feliz, triste o como sea que se siente.
Dan ganas de preguntarle que piensa, pues seguro ha sacado conclusiones importantes sobre la vida durante todo el rato que lleva sentada.
Otra vez mira ese punto fijo del que hablamos, hasta que una mujer se acerca y la llama por su nombre: "Isola”, dice una vez, pero la mujer del batido verde no atiende al llamado. “Isola, ¿eres tú?, pregunta más fuerte la intrusa y la saca de sus pensamientos.
Sí, es ella.
“?Hola Karen!”, responde Isola, “estaba distraída”. Se pone de pie para darle un abrazo a la recién llegada. Intenta que sea fraternal, pero solo le resulta cordial. Karen no se da cuenta de esto y la abraza como si Isola hubiera vuelto de la muerte.
“Ya había pasado por aquí y no te había visto”, dice Ahora. Isola sonríe. De pronto eso era justo lo que quería, que nadie la viera, perderse en sus pensamientos y en los sorbos de su bebida verde, estar y ya.
“Estoy en la terraza con fulanito y fulanita”, le dice Karen ahora, y ve que Isola duda en dejar su mesa, así que refuerza su frase con un “¿vamos?”.
Isola se pone de pie como a regañadientes. De pronto quería estar sola y seguir rumiando sus recuerdos, pero no lo sabemos.
No sabemos nada.
La acompaña un vaso con un líquido verde, parece un batido de verduras. A ratos, cuando cae en cuenta de que ordenó esa bebida, le da sorbos esporádicos. También mira su celular, pero no le dedica mucho tiempo al aparato. Su actividad favorita consiste en concentrar su mirada en un punto de la pared de enfrente que no ve, un recuerdo. Ahí se queda ensimismada por unos segundos, hasta que se acuerda de su bebida y vuelve a levantar el vaso, pero de nuevo vuelve a tropezar con un recuerdo o pensamiento y el mundo la pierde.
Da algo de envidia ver como disfruta de su soledad con desparpajo. Se nota que no le pone mucha atención al hecho de no estar acompañada por nadie. Se preocupa solo por estar, pero no cobija su conducta con toda esa retahíla budista del presente; disfruta del simple hecho de existir, estar ahí, sola o acompañada, feliz, triste o como sea que se siente.
Dan ganas de preguntarle que piensa, pues seguro ha sacado conclusiones importantes sobre la vida durante todo el rato que lleva sentada.
Otra vez mira ese punto fijo del que hablamos, hasta que una mujer se acerca y la llama por su nombre: "Isola”, dice una vez, pero la mujer del batido verde no atiende al llamado. “Isola, ¿eres tú?, pregunta más fuerte la intrusa y la saca de sus pensamientos.
Sí, es ella.
“?Hola Karen!”, responde Isola, “estaba distraída”. Se pone de pie para darle un abrazo a la recién llegada. Intenta que sea fraternal, pero solo le resulta cordial. Karen no se da cuenta de esto y la abraza como si Isola hubiera vuelto de la muerte.
“Ya había pasado por aquí y no te había visto”, dice Ahora. Isola sonríe. De pronto eso era justo lo que quería, que nadie la viera, perderse en sus pensamientos y en los sorbos de su bebida verde, estar y ya.
“Estoy en la terraza con fulanito y fulanita”, le dice Karen ahora, y ve que Isola duda en dejar su mesa, así que refuerza su frase con un “¿vamos?”.
Isola se pone de pie como a regañadientes. De pronto quería estar sola y seguir rumiando sus recuerdos, pero no lo sabemos.
No sabemos nada.
lunes, 2 de mayo de 2022
Siguiendo los pasos de Borges
Le doy un sorbo al Gin Tonic, mientras me pegunto: “¿Qué es ser un escritor? O mejor aún ¿cómo convertirse en uno? ¿Acaso publicando un libro, escribiendo hasta tener ampollas en los dedos o de qué forma?
Es extraño, es decir, si dices que eres ingeniero Civil, puedes demostrarlo con tu diploma de grado, y uno asume que no finges, pues tu nombre está impreso en un pedazo de cartón.
Pero cualquiera puede decir que es un escritor y no hay forma de refutarlo.
El otro día una mujer me pregunto: “ ¿Cuándo empezaste a escribir de verdad, quiero decir, cuándo publicaste tu primer libro?
En ese momento pensé: “Debo escribir de mentiras, porque no he publicado ninguno hasta el momento.
Mi nombre es Damián, tengo 26 años y soy escritor.
Me presento así, como un alcohólico, porque escribir es mi enfermedad crónica y lo que hago la mayor parte del día. Es, como dice Millás, una actividad que abre y cauteriza las heridas al mismo tiempo.
Todos los días me levanto a las 6, me preparo un café oscuro, casi a la temperatura de un volcán, y me lo tomo mientras miro la calle por la ventana. Luego tomo una ducha de agua fría por 2 minutos. Ya en el cuarto, me pongo la primera camiseta que encuentro al abrir el closet y luego me siento en el escritorio.
A veces, en ese lugar las palabras fluyen de mi cabeza a mis manos de forma fácil, pero otras veces no.
En esas ocasiones en que la maquinaria de la creatividad está atorada, salgo a dar una vuelta y mis pasos, por lo general, me llevan a El Preferido de Palermo.
Hoy tomé la callé Soler y cuando llegué a la esquina doblé a la izquierda para tomar la avenida Thames. Más o menos hacia la mitad de esa vía me detuve a observar por un un par de segundos el Colegio Palermo Chico, lugar en el que estudié la primaria y parte del bachillerato.
¿Saben los profesores que tipo de personas educan? Es decir yo resulté ser un escritor, digamos que un ser humano funcional, pero bien podría haberme convertido en un asesino en serie, ¿quién sabe?
Es extraño, es decir, si dices que eres ingeniero Civil, puedes demostrarlo con tu diploma de grado, y uno asume que no finges, pues tu nombre está impreso en un pedazo de cartón.
Pero cualquiera puede decir que es un escritor y no hay forma de refutarlo.
El otro día una mujer me pregunto: “ ¿Cuándo empezaste a escribir de verdad, quiero decir, cuándo publicaste tu primer libro?
En ese momento pensé: “Debo escribir de mentiras, porque no he publicado ninguno hasta el momento.
Mi nombre es Damián, tengo 26 años y soy escritor.
Me presento así, como un alcohólico, porque escribir es mi enfermedad crónica y lo que hago la mayor parte del día. Es, como dice Millás, una actividad que abre y cauteriza las heridas al mismo tiempo.
Todos los días me levanto a las 6, me preparo un café oscuro, casi a la temperatura de un volcán, y me lo tomo mientras miro la calle por la ventana. Luego tomo una ducha de agua fría por 2 minutos. Ya en el cuarto, me pongo la primera camiseta que encuentro al abrir el closet y luego me siento en el escritorio.
A veces, en ese lugar las palabras fluyen de mi cabeza a mis manos de forma fácil, pero otras veces no.
En esas ocasiones en que la maquinaria de la creatividad está atorada, salgo a dar una vuelta y mis pasos, por lo general, me llevan a El Preferido de Palermo.
Hoy tomé la callé Soler y cuando llegué a la esquina doblé a la izquierda para tomar la avenida Thames. Más o menos hacia la mitad de esa vía me detuve a observar por un un par de segundos el Colegio Palermo Chico, lugar en el que estudié la primaria y parte del bachillerato.
¿Saben los profesores que tipo de personas educan? Es decir yo resulté ser un escritor, digamos que un ser humano funcional, pero bien podría haberme convertido en un asesino en serie, ¿quién sabe?
De todas formas creo que todos andamos un poco jodidos de la cabeza, especialmente nosotros los escritores que vivimos con diferentes voces que nos hablan a cada rato.
Después de que comencé a caminar de nuevo y al llegar a la esquina, tomé la calle Guatemala y luego doblé de nuevo a la izquierda para llegar al restaurante, que da hacia la avenida Jorge Luis Borges.
“Un almacén rosado como revés de naipe”. Así es como el escritor argentino describió la vieja estructura en su poema Fundación Mítica de Buenos Aires.
Entré al restaurante y me senté en la barra.
“ ¿Lo de siempre?” me preguntó Alejandra, la bartender, pero más que pregunta me sonó a afirmación.
“Le dije sí, con una sonrisa.” Y ella, sin responder, comenzó a preparar mi Gin & tonic.
Siempre lo tomo en sorbos pequeños, a veces mirando como prepara las ordenes que le llegan, con unos congeladores y una pared con botellas de múltiples formas y colores que están detrás suyo. Otras veces me pierdo en mis pensamientos, buscando la mínima chispa de escritura en mi cabeza.
Después de que comencé a caminar de nuevo y al llegar a la esquina, tomé la calle Guatemala y luego doblé de nuevo a la izquierda para llegar al restaurante, que da hacia la avenida Jorge Luis Borges.
“Un almacén rosado como revés de naipe”. Así es como el escritor argentino describió la vieja estructura en su poema Fundación Mítica de Buenos Aires.
Entré al restaurante y me senté en la barra.
“ ¿Lo de siempre?” me preguntó Alejandra, la bartender, pero más que pregunta me sonó a afirmación.
“Le dije sí, con una sonrisa.” Y ella, sin responder, comenzó a preparar mi Gin & tonic.
Siempre lo tomo en sorbos pequeños, a veces mirando como prepara las ordenes que le llegan, con unos congeladores y una pared con botellas de múltiples formas y colores que están detrás suyo. Otras veces me pierdo en mis pensamientos, buscando la mínima chispa de escritura en mi cabeza.
viernes, 29 de abril de 2022
Dust in the wind
Un hombre entra a un café.
“Buenos días doctor, ¿qué va a tomar hoy?”, le pregunta la cajera que, debido al tamaño del local, también es la barista.
“Lo mismo de siempre Yaneth”, responde el hombre.
De los parlantes del lugar sale la canción Dust in the wind, y cuando la mujer se retira para preparar el pedido, el hombre canta parte del coro: “All we are is dust in the wind”.
“Cuántos cafés debo?”, dice, y antes de que le respondan pregunta: “¿Y Gladys si paso a tomarse el chocolate que le había pagado?”
“Si, ella paso esta mañana”.
“Buenos días doctor, ¿qué va a tomar hoy?”, le pregunta la cajera que, debido al tamaño del local, también es la barista.
“Lo mismo de siempre Yaneth”, responde el hombre.
De los parlantes del lugar sale la canción Dust in the wind, y cuando la mujer se retira para preparar el pedido, el hombre canta parte del coro: “All we are is dust in the wind”.
“Cuántos cafés debo?”, dice, y antes de que le respondan pregunta: “¿Y Gladys si paso a tomarse el chocolate que le había pagado?”
“Si, ella paso esta mañana”.
No sabemos quién es Gladys y tampoco si el hombre va regalando bebidas calientes por ahí, porque sí.
Pienso decirle que si quiere pagar la mía, o abonarme un capuchino para los días siguientes, pero fiel a mi política de no meterme con extraños, para que la vida no me sorprenda con cosas raras, no lo hago.
Intento volver a mi lectura, pero el hombre me distrae tarareando la melodía de la canción. Puede que esté inseguro de la letra o que solo se sepa el pedacito del coro que cantó hace un momento.
Pienso decirle que si quiere pagar la mía, o abonarme un capuchino para los días siguientes, pero fiel a mi política de no meterme con extraños, para que la vida no me sorprenda con cosas raras, no lo hago.
Intento volver a mi lectura, pero el hombre me distrae tarareando la melodía de la canción. Puede que esté inseguro de la letra o que solo se sepa el pedacito del coro que cantó hace un momento.
Hermano, ¿va a cantar bien o no?
Mi bebida, por una extraña coincidencia, acaba junto un capítulo de la novela. La Palabra que lo cierra es Cold, y sí, hace frío. También alcanzo a escuchar como las gotas se estrellan contra el pavimento producto de un aguacero. No había caído en cuenta de que había comenzado a llover.
Todos estos nuevos datos se los debo al señor que llegó a cantar y a pagar sus deudas, las de esa tal Gladys y que me sacó de la lectura.
Ahora suena el timbre de un teléfono, me parece un ruido lejano, y cuando lo voy a dejar ser, me doy cuenta de que el sonido proviene del bolsillo de mi pantalón. Saco el celular, contesto “Ya llegué”, me dicen desde el otro lado de la línea.
Pago mi bebida, guardo el Kindle y abandono el lugar a paso rápido. En el camino hacia el punto de encuentro, veo un vaso de café que alguien dejó en un murito. “Se parece al que compró el “doctor”, pienso.
¿Por qué lo dejo ahí? ¿Qué lo hizo abandonarlo? Todo, casi siempre, son preguntas.
Unos pasos después veo un tapabocas negro tirado en el piso. Está con mucho polvo, producto, imagino, de las personas que lo pisan, algunos a propósito y otros sin darse cuenta.
Pienso dos cosas: La primera no tiene mucho sentido: el tapabocas pertenecía al doctor que le regala bebidas a la misteriosa Gladys. Lo segundo es cómo ha cambiado nuestra relación con los tapabocas desde que comenzó la pandemia. Al principio los tratábamos con sumo cuidado y casi ni los tocábamos; hoy se tuercen y doblan como si nada, en fin.
Mientras camino a mi destino, escaneo con la mirada los lugares por los que transito a ver si de pronto veo al doctor del café. Sigo preguntándome qué le habrá pasado para dejar a la deriva su bebida y el tapabocas. Imagino que la tal Gladys tiene algo que ver.
No veo al hombre por ningún lado.
Al final es cierto lo que dice la canción: All we are is dust in the wind ¿Acaso no?
Mi bebida, por una extraña coincidencia, acaba junto un capítulo de la novela. La Palabra que lo cierra es Cold, y sí, hace frío. También alcanzo a escuchar como las gotas se estrellan contra el pavimento producto de un aguacero. No había caído en cuenta de que había comenzado a llover.
Todos estos nuevos datos se los debo al señor que llegó a cantar y a pagar sus deudas, las de esa tal Gladys y que me sacó de la lectura.
Ahora suena el timbre de un teléfono, me parece un ruido lejano, y cuando lo voy a dejar ser, me doy cuenta de que el sonido proviene del bolsillo de mi pantalón. Saco el celular, contesto “Ya llegué”, me dicen desde el otro lado de la línea.
Pago mi bebida, guardo el Kindle y abandono el lugar a paso rápido. En el camino hacia el punto de encuentro, veo un vaso de café que alguien dejó en un murito. “Se parece al que compró el “doctor”, pienso.
¿Por qué lo dejo ahí? ¿Qué lo hizo abandonarlo? Todo, casi siempre, son preguntas.
Unos pasos después veo un tapabocas negro tirado en el piso. Está con mucho polvo, producto, imagino, de las personas que lo pisan, algunos a propósito y otros sin darse cuenta.
Pienso dos cosas: La primera no tiene mucho sentido: el tapabocas pertenecía al doctor que le regala bebidas a la misteriosa Gladys. Lo segundo es cómo ha cambiado nuestra relación con los tapabocas desde que comenzó la pandemia. Al principio los tratábamos con sumo cuidado y casi ni los tocábamos; hoy se tuercen y doblan como si nada, en fin.
Mientras camino a mi destino, escaneo con la mirada los lugares por los que transito a ver si de pronto veo al doctor del café. Sigo preguntándome qué le habrá pasado para dejar a la deriva su bebida y el tapabocas. Imagino que la tal Gladys tiene algo que ver.
No veo al hombre por ningún lado.
Al final es cierto lo que dice la canción: All we are is dust in the wind ¿Acaso no?
jueves, 28 de abril de 2022
Para escribir
Para escribir, piensa Jacinto Cabezas, se debe tener la actitud de un niño. Es decir, debemos hacerlo desde la ignorancia, el asombro, pero nunca desde el conocimiento.
La idea se le vino a la cabeza cuando entró a la cocina y prendió la luz. Ese paso de las tinieblas a la claridad en una fracción de segundo lo impresionó. “¿Qué tuvo que ocurrir en la historia de la humanidad para lograr eso?”, se preguntó.
El escritor no solo se refiere a Thomas Alba Edison y sus miles de intentos para que un bombillo funcionara, sino todo ese complejo entramado de causas y eventos, y todas las variables que se debieron ajustar en un instante de tiempo para que su invento funcionara.
Por eso prefiere pensar que no sabe nada, que desconoce el 99% de la historia que está detrás de cada objeto.
Piensa que ocurre lo mismo con las personas, y que eso que llamamos personalidad es solo una capa externa que, por lo general, tratamos de que luzca bien, pero quién sabe con qué se pueden encontrar nuestros seres queridos, y no tan queridos, si nos pudieran pelar.
Cabezas también opina que lo más importante de escribir es contar lo que le pasa por enfrente de las narices y que entre más alejado pueda estar de figuras narrativas y simbolismos mucho mejor.
Así prefiere leer los grandes clásicos. Por ejemplo, no le da muchas vueltas a la Metamorfosis de Kafka y piensa que Samsa sí se despertó convertido en un insecto y ya está.
La escritura, concluye, consiste en ser ingenuo. Está de acuerdo con algo que leyó, de su colega Millás, hace unos días: “Toda tu vida depende de lo insaciable que sea el niño que llevas dentro”.
La idea se le vino a la cabeza cuando entró a la cocina y prendió la luz. Ese paso de las tinieblas a la claridad en una fracción de segundo lo impresionó. “¿Qué tuvo que ocurrir en la historia de la humanidad para lograr eso?”, se preguntó.
El escritor no solo se refiere a Thomas Alba Edison y sus miles de intentos para que un bombillo funcionara, sino todo ese complejo entramado de causas y eventos, y todas las variables que se debieron ajustar en un instante de tiempo para que su invento funcionara.
Por eso prefiere pensar que no sabe nada, que desconoce el 99% de la historia que está detrás de cada objeto.
Piensa que ocurre lo mismo con las personas, y que eso que llamamos personalidad es solo una capa externa que, por lo general, tratamos de que luzca bien, pero quién sabe con qué se pueden encontrar nuestros seres queridos, y no tan queridos, si nos pudieran pelar.
Cabezas también opina que lo más importante de escribir es contar lo que le pasa por enfrente de las narices y que entre más alejado pueda estar de figuras narrativas y simbolismos mucho mejor.
Así prefiere leer los grandes clásicos. Por ejemplo, no le da muchas vueltas a la Metamorfosis de Kafka y piensa que Samsa sí se despertó convertido en un insecto y ya está.
La escritura, concluye, consiste en ser ingenuo. Está de acuerdo con algo que leyó, de su colega Millás, hace unos días: “Toda tu vida depende de lo insaciable que sea el niño que llevas dentro”.
miércoles, 27 de abril de 2022
"Gracias"
Los ascensores, esas pequeñas cajas que no paran de trasladarse de arriba abajo todo el día, son lugares extraños, Cuando nos subimos a ellos parece que nuestra identidad se anula, porque no queremos interactuar con las otras personas que nos acompañan en ese corto viaje.
Parece que la mejor táctica para abordarlos es entrar, oprimir el botón del piso hacia el que uno se dirige y luego mirar hacia el piso, pues cualquier contacto visual podría dar pie a una conversación que sería lenta e incómoda. Son espacios en los que actuamos diferente.
Manuel Vilas se pregunta en Ordesa cuánta vida pierde la gente esperando ascensores, y concluye que seguro mucha, casi meses. A ese tiempo podría añadírsele el que perdemos viajando en ellos.
Personalmente pierdo más tiempo esperando, porque el de mi edificio siempre se encuentra en el último piso; algo extraño porque cuando lo pido en el primero, por lo general llega vacío. Mi teoría es que la(s) persona(s) que viven ese piso se pusieron de acuerdo para llamarlo a cada instante, qué sé yo, se dividen por turnos en el día para pedirlo, en fin. La única forma de averiguarlo sería pasarme todo el día metido en el aparato para descifrar por qué carajos siempre está en la porra.
Les decía que es un espacio que, parece, anula nuestra identidad, en el que se pactan ciertos códigos de conducta, como no hablar con los extraños que nos acompañan.
Hoy tomé uno en un edificio de oficinas del piso 6 al 1. Era uno de esos ascensores con armazón en vidrio y que dan hacia el interior del edificio. Apenas entré en el me distraje mirando el panorama.
Un hombre, que ya venía en él, se bajo en el tercer piso y antes de salir dijo “Gracias”.
Estuve a punto de preguntarle por qué nos daba las gracias, pero apegado al código de conducta y fiel a otra de mis teorías: no interactuar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre, le dije “de nada” mentalmente.
Parece que la mejor táctica para abordarlos es entrar, oprimir el botón del piso hacia el que uno se dirige y luego mirar hacia el piso, pues cualquier contacto visual podría dar pie a una conversación que sería lenta e incómoda. Son espacios en los que actuamos diferente.
Manuel Vilas se pregunta en Ordesa cuánta vida pierde la gente esperando ascensores, y concluye que seguro mucha, casi meses. A ese tiempo podría añadírsele el que perdemos viajando en ellos.
Personalmente pierdo más tiempo esperando, porque el de mi edificio siempre se encuentra en el último piso; algo extraño porque cuando lo pido en el primero, por lo general llega vacío. Mi teoría es que la(s) persona(s) que viven ese piso se pusieron de acuerdo para llamarlo a cada instante, qué sé yo, se dividen por turnos en el día para pedirlo, en fin. La única forma de averiguarlo sería pasarme todo el día metido en el aparato para descifrar por qué carajos siempre está en la porra.
Les decía que es un espacio que, parece, anula nuestra identidad, en el que se pactan ciertos códigos de conducta, como no hablar con los extraños que nos acompañan.
Hoy tomé uno en un edificio de oficinas del piso 6 al 1. Era uno de esos ascensores con armazón en vidrio y que dan hacia el interior del edificio. Apenas entré en el me distraje mirando el panorama.
Un hombre, que ya venía en él, se bajo en el tercer piso y antes de salir dijo “Gracias”.
Estuve a punto de preguntarle por qué nos daba las gracias, pero apegado al código de conducta y fiel a otra de mis teorías: no interactuar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre, le dije “de nada” mentalmente.
martes, 26 de abril de 2022
No voy a...
“No voy a comprar libros, todavía tengo muchos que no he leído” pienso cuando llego a la Filbo.
Luego de un evento comienzo a deambular por el lugar con pura actitud flânerie (callejeo', 'vagabundeo). Decido ir al pabellón del país invitado, pues uno de mis rituales de la feria del libro consiste en siempre comprar un libro allí.
Hay pocos y la mayoría cuestan más de 80 mil pesos y no cumplen con mi teoría personal de “entre más caro el libro, más páginas debe tener”, además tampoco me atrae ninguno de los que veo.
Tienen en muestra: Corea, apuntes desde la cuerda floja, un librazo, pero es una lástima que ya me lo leí. Pienso que debería existir una forma de olvidar por completo los libros buenos para poder volver a comprarlos como si fuera la primera vez, en fin.
Cuando salgo de ese pabellón cae una leve llovizna. Pienso que tal vez lo mejor sea abandonar la feria por si decide convertirse en aguacero. Cuando me dirijo hacia la salida, y para cortar camino, entro a otro pabellón.
Voy caminando, pero mis ojos no se resisten escanear los stands, y uno de Planeta me atrae. Tienen varios libros de Seix Barral, con sus portadas maravillosas.
Me encuentro con Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo de Elvira Sastre. Pregunto si tiene su diario Madrid me mata, y cuando me lo pasan, también me muestran Días sin ti, y ese es el que me decido llevar.
Haciéndole caso a mi instinto lector me llevo otros dos libros. Tratado de semiología, una colección de cuentos que me convence por su contraportada: “Un escritor fracasado descubre en el gimnasio su oportunidad para triunfar; un lector compulsivo camufla clásicos literarios entre las páginas de libros de autoayuda…”. Con el otro “Matadero Franklin” voy más a la ciega porque cumple a cabalidad con mi teoría de precio vs número de páginas.
Queda claro, como bien dicen por ahí, que comprar y leer libros son dos actividades completamente diferentes.
Luego de un evento comienzo a deambular por el lugar con pura actitud flânerie (callejeo', 'vagabundeo). Decido ir al pabellón del país invitado, pues uno de mis rituales de la feria del libro consiste en siempre comprar un libro allí.
Hay pocos y la mayoría cuestan más de 80 mil pesos y no cumplen con mi teoría personal de “entre más caro el libro, más páginas debe tener”, además tampoco me atrae ninguno de los que veo.
Tienen en muestra: Corea, apuntes desde la cuerda floja, un librazo, pero es una lástima que ya me lo leí. Pienso que debería existir una forma de olvidar por completo los libros buenos para poder volver a comprarlos como si fuera la primera vez, en fin.
Cuando salgo de ese pabellón cae una leve llovizna. Pienso que tal vez lo mejor sea abandonar la feria por si decide convertirse en aguacero. Cuando me dirijo hacia la salida, y para cortar camino, entro a otro pabellón.
Voy caminando, pero mis ojos no se resisten escanear los stands, y uno de Planeta me atrae. Tienen varios libros de Seix Barral, con sus portadas maravillosas.
Me encuentro con Cuarenta y tres maneras de soltarse el pelo de Elvira Sastre. Pregunto si tiene su diario Madrid me mata, y cuando me lo pasan, también me muestran Días sin ti, y ese es el que me decido llevar.
Haciéndole caso a mi instinto lector me llevo otros dos libros. Tratado de semiología, una colección de cuentos que me convence por su contraportada: “Un escritor fracasado descubre en el gimnasio su oportunidad para triunfar; un lector compulsivo camufla clásicos literarios entre las páginas de libros de autoayuda…”. Con el otro “Matadero Franklin” voy más a la ciega porque cumple a cabalidad con mi teoría de precio vs número de páginas.
Queda claro, como bien dicen por ahí, que comprar y leer libros son dos actividades completamente diferentes.
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