Comienzo a escribir un texto. Horas antes, cuando lo comencé a cocinar en mi cabeza, mi olfato narrativo me sugirió la segunda persona como mejor opción, esa que tanto recomiendan para textos persuasivos porque le habla más cercano a las personas que lo leen, pues centra al lector(a) justo ahí, en medio de la acción.
Empiezo a narrar y de inmediato me convierto en narrador, narratario, personaje y lector. El efecto que produce es bueno, pero me parece que sostenerla, a veces, cansa un poco. Cuando voy por el tercer párrafo, la tercera persona irrumpe en mi cabeza y me pregunta: ¿Y cómo carajos va a contar las acciones que vienen en segunda persona? A ver, lo veo, concluye y luego la muy desgraciada se echa a reír dentro de mi cabeza.
La tercera siempre tiene ese tonito de superioridad moral, porque se cree mejor que los otros puntos de vista. Con la primera persona casi no se mete, porque esa está segura de lo que le pasó, entonces que no la jodan por su manera de contar las cosas, pero a la segunda la tilda de loquita por la forma en que adopta diferentes roles al mismo tiempo, y piensa que sufre de un trastorno disociativo de personalidad, de ahí el sentido confuso de su identidad. En medio de todo tiene algo de razón, pues yo he visto caminar a la segunda por las calles de mi cabeza con un costal a la espalda, el pelo ensortijado, hablando sola.
La tercera mantiene todos los agentes separados, es el dios del relato, pero en medio de todo ese poder que aparenta, también anda un poco mal de la cabeza, pues le habla a un narratario imaginario, ese alguien que espera la lea; sufre, como todos en estos tiempos, de unas ganas de atención desmedidas.
“Sí, tiene razón”, le respondo a la tercera. Al final se debe escoger el punto de vista que le convenga al relato, y procurar evitar las obsesiones del narrador, escritor, de los puntos de vista, y pues ni hablar de las del lector. A ese es mejor no meterlo en este lío, pues es una pieza fundamental para que todo el conjunto de escritura-lectura, funcione, ¿acaso no?
domingo, 5 de junio de 2022
jueves, 2 de junio de 2022
Nächer y Juliana
Hubo un tiempo en el que sufrí de una ligera obsesión por el alemán. Mi primer acercamiento con el idioma fue en los últimos semestres de la universidad, cuando lo tomé como electiva.
El profesor era un Alemán que siempre andaba de saco y corbata y con la cara roja. Se notaba que entendía bien el español, pero le costaba comunicarse en ese idioma, entonces cuando lo hablaba, parecía que lo estuviera haciendo en cámara lenta.
En el curso, conformado por no más de 7 personas, había gente de distintas carreras, entre ellos estaban: 2 hombres que estudiaban economía y se la pasaban riendo, una mujer de artes y Juliana, una estudiante de Ciencias Políticas que me parecía linda, tenía una de las mejores narices respingadas que he visto en mi vida y pelo rubio, largo y liso, que a veces adornaba con trenzas delgadas.
Juliana dominaba el idioma porque había estado de intercambio en Alemania 6 meses. Lo que a mí me fascinaba y asombraba como primíparo, qué sé yo, poder decir diferentes números y los días de la semana, ella ya lo tenía dentro de su sistema.
Siempre trate de pegármele porque me gustaba, pero también para aprender de ella. Me gustaba oírla hablar con el profesor antes de empezar la clase, porque su pronunciación era muy buena.
“¿Qué más Herr Rodríguez?", Me saludaba
“Gut, un dir Frau Valencia?, le respondía
“Auch gut”, decía y luego cambiaba al español, segura, imagino , de que yo solo podía sostener una conversación hasta ese punto.
En el último examen del curso, o el único, ya no recuerdo, nos tocaba hacer una composición corta. Cuando llegué a ese punto saqué mi diccionario y busqué algunas palabras nuevas y revisé si otras que había escrito estaban bien. Una de las que encontré y que no conocía fue nächer (después, más tarde). Con mis pocos conocimientos gramaticales, y recordando una de las premisas clásicas del profesor: verb am ende (el verbo va al final) la inserté en mi escrito lo mejor que pude.
En la clase siguiente nos entregaron los exámenes y lo pasé. Juliana me pidió que se lo mostrara y leyó mi escrito. “Uyy utilizó nächer y todo Herr Rodríguez, muy bien", y luego soltó una carcajada.
Me gustaba verla reír, imaginaba que su risa era en alemán.
El profesor era un Alemán que siempre andaba de saco y corbata y con la cara roja. Se notaba que entendía bien el español, pero le costaba comunicarse en ese idioma, entonces cuando lo hablaba, parecía que lo estuviera haciendo en cámara lenta.
En el curso, conformado por no más de 7 personas, había gente de distintas carreras, entre ellos estaban: 2 hombres que estudiaban economía y se la pasaban riendo, una mujer de artes y Juliana, una estudiante de Ciencias Políticas que me parecía linda, tenía una de las mejores narices respingadas que he visto en mi vida y pelo rubio, largo y liso, que a veces adornaba con trenzas delgadas.
Juliana dominaba el idioma porque había estado de intercambio en Alemania 6 meses. Lo que a mí me fascinaba y asombraba como primíparo, qué sé yo, poder decir diferentes números y los días de la semana, ella ya lo tenía dentro de su sistema.
Siempre trate de pegármele porque me gustaba, pero también para aprender de ella. Me gustaba oírla hablar con el profesor antes de empezar la clase, porque su pronunciación era muy buena.
“¿Qué más Herr Rodríguez?", Me saludaba
“Gut, un dir Frau Valencia?, le respondía
“Auch gut”, decía y luego cambiaba al español, segura, imagino , de que yo solo podía sostener una conversación hasta ese punto.
En el último examen del curso, o el único, ya no recuerdo, nos tocaba hacer una composición corta. Cuando llegué a ese punto saqué mi diccionario y busqué algunas palabras nuevas y revisé si otras que había escrito estaban bien. Una de las que encontré y que no conocía fue nächer (después, más tarde). Con mis pocos conocimientos gramaticales, y recordando una de las premisas clásicas del profesor: verb am ende (el verbo va al final) la inserté en mi escrito lo mejor que pude.
En la clase siguiente nos entregaron los exámenes y lo pasé. Juliana me pidió que se lo mostrara y leyó mi escrito. “Uyy utilizó nächer y todo Herr Rodríguez, muy bien", y luego soltó una carcajada.
Me gustaba verla reír, imaginaba que su risa era en alemán.
miércoles, 1 de junio de 2022
un disparo y caer al suelo
Antonio le pregunto a Jaime, su gran amigo, si lo podía acompañar a cambiar 10 millones de pesos a dólares en una casa de cambio. Los necesitaba porque su hija iba a hacer un viaje a Estados Unidos.
El viernes Jaime hizo un hueco en su agenda y llamó a su amigo. Antonio busco cuál era el mejor lugar para ir a cambiar los dólares y al final, por cuestiones de distancia, escogió una casa de cambio en el centro comercial Gran Estación.
Los amigos llegaron a ese lugar hacia las 6 de la tarde y, sin perder tiempo, fueron directo al local Money Cambios JWC C.C. Antonio realizó la transacción sin ningún inconveniente, pero ninguno de los dos se había dado cuenta de que alguien los estaba siguiendo.
Cuando dejaron el centro comercial y después de caminar un par de cuadras, dos hombres los detuvieron, los apuntaron con una pistola, y uno de ellos les dijo: “No se hagan los machitos y pasen el dinero”.
En ese momento había trancón en la calle y coincidió que por el lugar iba pasando un carro con policías encubiertos, quienes se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. se bajaron del carro y encañonaron a los ladrones.
Al darse cuenta el extraño giro de los eventos, Antonio dio media vuelta y comenzó a correr como si fuera Usain Bolt. Cuando había recorrido media cuadra escuchó un disparo. Sin detenerse volteó a mirar y vio a Jaime tendido en el suelo.
Avanzó un poco más y decidió parar, recuperar el aliento y esperar unos minutos. Luego volvió al lugar del enfrentamiento, preocupado por el destino de su amigo. Estaba preparado para lo peor “ ¿Y ahora como le digo a Claudia –la esposa de Jaime– que su marido murió por acompañarme a cambiar dinero a una casa de cambio?”
Cuando llegó al lugar vio que Jaime hablaba de forma apresurada con los policías, mientras gesticulaba con los brazos. Cuando vio a Antonio se abrazaron.
“Marica, ¿qué le paso? Creí que le habían metido un tiro. Jaime le contó que el disparo que oyó había sido un tiro al aire.
“Pues yo vi por el rabillo del ojo que usted arrancó a correr en pura y pues pensé: voy a hacer lo mismo, entonces di media vuelta y apenas iba a arrancar me tropecé y caí al suelo”.
El viernes Jaime hizo un hueco en su agenda y llamó a su amigo. Antonio busco cuál era el mejor lugar para ir a cambiar los dólares y al final, por cuestiones de distancia, escogió una casa de cambio en el centro comercial Gran Estación.
Los amigos llegaron a ese lugar hacia las 6 de la tarde y, sin perder tiempo, fueron directo al local Money Cambios JWC C.C. Antonio realizó la transacción sin ningún inconveniente, pero ninguno de los dos se había dado cuenta de que alguien los estaba siguiendo.
Cuando dejaron el centro comercial y después de caminar un par de cuadras, dos hombres los detuvieron, los apuntaron con una pistola, y uno de ellos les dijo: “No se hagan los machitos y pasen el dinero”.
En ese momento había trancón en la calle y coincidió que por el lugar iba pasando un carro con policías encubiertos, quienes se dieron cuenta de lo que estaba ocurriendo. se bajaron del carro y encañonaron a los ladrones.
Al darse cuenta el extraño giro de los eventos, Antonio dio media vuelta y comenzó a correr como si fuera Usain Bolt. Cuando había recorrido media cuadra escuchó un disparo. Sin detenerse volteó a mirar y vio a Jaime tendido en el suelo.
Avanzó un poco más y decidió parar, recuperar el aliento y esperar unos minutos. Luego volvió al lugar del enfrentamiento, preocupado por el destino de su amigo. Estaba preparado para lo peor “ ¿Y ahora como le digo a Claudia –la esposa de Jaime– que su marido murió por acompañarme a cambiar dinero a una casa de cambio?”
Cuando llegó al lugar vio que Jaime hablaba de forma apresurada con los policías, mientras gesticulaba con los brazos. Cuando vio a Antonio se abrazaron.
“Marica, ¿qué le paso? Creí que le habían metido un tiro. Jaime le contó que el disparo que oyó había sido un tiro al aire.
“Pues yo vi por el rabillo del ojo que usted arrancó a correr en pura y pues pensé: voy a hacer lo mismo, entonces di media vuelta y apenas iba a arrancar me tropecé y caí al suelo”.
martes, 31 de mayo de 2022
Una mujer come helado
El cielo está despejado y un sol picante cuelga de él. Al clima lo acompaña una brisa tenue, que a veces toma fuerza, pero como que se arrepiente y al final no abandona su estado inicial.
La mujer está sola sentada en la banca de un parque y se concentra en darle lengüetazos a un cono de helado de dos bolas: la superior es roja y la de abajo verde. Por los costados les escurre una salsa roja que, al parecer, es de mora.
Yo, ese narrador en tercera persona podría aventurarme a contarles cualquier cosa sobre la mujer, qué sé yo, podría especular e inventarme una razón tras otra de por qué se encuentra sola, como esas fotos que publican en internet, con personas que comen algo sin compañía alguna y le insertan cualquier frase barata, con tintes motivacionales, a la imagen.
Tal vez podría concentrarme en describir su apariencia física: si es gorda, flaca, cómo tiene su pelo, la ropa que lleva puesta, el lunar que tiene en el mentón, pero a veces, como dice Elvira Lindo, esas descripciones físicas impacientan al narrador.
Podría incluso darle un nombre, decirles que se llama Carolina y que su novio la dejó por otra, pero ella todavía no lo sabe porque él le dijo que tenía que viajar por trabajo. Por eso salió a comerse un helado sola.
Pero es que uno nunca debe confiarse de los narradores, porque inventan muchas cosas, más si son omniscientes, esos dioses que lo ven y saben todo. Entonces, aparte de conocer hasta el más mínimo detalle de vida de la mujer que come helado, también conoceríamos sus pensamientos, lo que sea que alguien piensa cuando le da un lengüetazo a una bola de helado y cierra los ojos como para apreciar más el sabor.
También podría hacer uso de figuras narrativas, de esas que uno lee y siente que calan produndo, porque al afectan las asociaciones individuales de cada lector y transforman las experiencias que ha vivido.
Podría hacer eso, pero hoy solo quiero contarles que, en un instante del tiempo, una mujer estaba sentada en la banca de un parque dándole lengüetazos a un helado.
Aunque no parezca esa simple acción narrativa puede ser más importante que mil páginas que hablen en detalle sobre ella y su vida.
La mujer está sola sentada en la banca de un parque y se concentra en darle lengüetazos a un cono de helado de dos bolas: la superior es roja y la de abajo verde. Por los costados les escurre una salsa roja que, al parecer, es de mora.
Yo, ese narrador en tercera persona podría aventurarme a contarles cualquier cosa sobre la mujer, qué sé yo, podría especular e inventarme una razón tras otra de por qué se encuentra sola, como esas fotos que publican en internet, con personas que comen algo sin compañía alguna y le insertan cualquier frase barata, con tintes motivacionales, a la imagen.
Tal vez podría concentrarme en describir su apariencia física: si es gorda, flaca, cómo tiene su pelo, la ropa que lleva puesta, el lunar que tiene en el mentón, pero a veces, como dice Elvira Lindo, esas descripciones físicas impacientan al narrador.
Podría incluso darle un nombre, decirles que se llama Carolina y que su novio la dejó por otra, pero ella todavía no lo sabe porque él le dijo que tenía que viajar por trabajo. Por eso salió a comerse un helado sola.
Pero es que uno nunca debe confiarse de los narradores, porque inventan muchas cosas, más si son omniscientes, esos dioses que lo ven y saben todo. Entonces, aparte de conocer hasta el más mínimo detalle de vida de la mujer que come helado, también conoceríamos sus pensamientos, lo que sea que alguien piensa cuando le da un lengüetazo a una bola de helado y cierra los ojos como para apreciar más el sabor.
También podría hacer uso de figuras narrativas, de esas que uno lee y siente que calan produndo, porque al afectan las asociaciones individuales de cada lector y transforman las experiencias que ha vivido.
Podría hacer eso, pero hoy solo quiero contarles que, en un instante del tiempo, una mujer estaba sentada en la banca de un parque dándole lengüetazos a un helado.
Aunque no parezca esa simple acción narrativa puede ser más importante que mil páginas que hablen en detalle sobre ella y su vida.
jueves, 26 de mayo de 2022
De notas y otras cosas
Cuando se me ocurre alguna idea que considero digna de ser escrita la trato de anotar en una libreta que orbita por diferentes zonas de mi cuarto o en la aplicación de notas del celular. Otras veces, pocas, la verdad, me envío un email, pero suelo olvidar esas ideas y al final se pierden en la bandeja de entrada.
Hay unas notas fijas como la que lleva el título LIBROS, en la que anoto títulos que leo en alguna noticia o que escuchó por ahí, o esos de los que me antojo cuando entro a una librería a practicar el fino y placentero arte de hojear libros. De esa nota me llaman la atención dos: La “M” de las moscas e Hijos del fútbol. Me hace falta anotar “El cuerpo del fugitivo”, que me recomendó D. ayer. A pesar de que no soy muy fan de la poesía, el poema que me mostró no podía ser más preciso.
Otra nota fija es SERIES Y PELÍCULAS. Hace rato que no me enganchó con ninguna serie. La última que me vi fue The Flight Attendant y me gustó. De resto he empezado varias pero las abandono a los pocos capítulos. A inicios de este año empecé a ver This is Us, y los primeros capítulos me gustaron porque están llenos de significado, pero luego de un par de temporadas me aburrió tanto drama.
Otras notas hacen parte de lo que yo llamo “Sabiduría urbana”, es decir, frases que escucho cuando voy por la calle o estoy en algún lugar. Las anoto porque considero que tienen carne narrativa, que hay una idea poderosa que las sustenta y que es mi deber intentar descifrarla con unas cuantas palabras. De este tipo tengo la siguiente nota que tomé en un banco, mientras esperaba que me atendieran en la caja: “Recuerde que uno no debe ser fiador ni de la mamá”, le dijo uno de los funcionarios a un hombre que llevaba una cachucha y jeans rotos y que, al perecer, había sido víctima de un fraude.
Tengo también algunos escritos dejados a medio camino como la nota “Cosa”, en donde pienso defender el uso de esa palabra que tanto se odia. Una vez vi un video en Instagram de una coach de escritores que le echaba tierra a esa palabra y decía algo como “no es literaria y bla bla bla bla”. A mí ese cuentico de la alta literatura me sabe a cacho y creo que todas las palabras se pueden utilizar, solo que se debe saber cómo hacerlo, y ahí está el verdadero dilema del asunto, en fin.
Hay otras notas que son un completo enigma. Por ejemplo, ¿quién me puede decir para qué anoté “Organocatálisis asimétrica” y no escribí nada en la nota?
De todas la que más me llama la atención es una que dice lo siguiente: “6,8,9,4,3,2 son los números con los que sueño”. Me viene a la mente una imagen en la que justo después de despertarme hago esa anotación, pero puede ser que solo me esté sugestionando con ella. ¿Qué hago con esos números? ¿Jugar a la lotería? ¿Marcar un número de teléfono?, ¿Qué?. A manera de superstición la voy a dejar ahí. De pronto fue, como les comenté ayer, un mensaje de mi subconsciente. Agradecería que, para ocasiones futuras, no me envíe mensajes cifrados.
Hay unas notas fijas como la que lleva el título LIBROS, en la que anoto títulos que leo en alguna noticia o que escuchó por ahí, o esos de los que me antojo cuando entro a una librería a practicar el fino y placentero arte de hojear libros. De esa nota me llaman la atención dos: La “M” de las moscas e Hijos del fútbol. Me hace falta anotar “El cuerpo del fugitivo”, que me recomendó D. ayer. A pesar de que no soy muy fan de la poesía, el poema que me mostró no podía ser más preciso.
Otra nota fija es SERIES Y PELÍCULAS. Hace rato que no me enganchó con ninguna serie. La última que me vi fue The Flight Attendant y me gustó. De resto he empezado varias pero las abandono a los pocos capítulos. A inicios de este año empecé a ver This is Us, y los primeros capítulos me gustaron porque están llenos de significado, pero luego de un par de temporadas me aburrió tanto drama.
Otras notas hacen parte de lo que yo llamo “Sabiduría urbana”, es decir, frases que escucho cuando voy por la calle o estoy en algún lugar. Las anoto porque considero que tienen carne narrativa, que hay una idea poderosa que las sustenta y que es mi deber intentar descifrarla con unas cuantas palabras. De este tipo tengo la siguiente nota que tomé en un banco, mientras esperaba que me atendieran en la caja: “Recuerde que uno no debe ser fiador ni de la mamá”, le dijo uno de los funcionarios a un hombre que llevaba una cachucha y jeans rotos y que, al perecer, había sido víctima de un fraude.
Tengo también algunos escritos dejados a medio camino como la nota “Cosa”, en donde pienso defender el uso de esa palabra que tanto se odia. Una vez vi un video en Instagram de una coach de escritores que le echaba tierra a esa palabra y decía algo como “no es literaria y bla bla bla bla”. A mí ese cuentico de la alta literatura me sabe a cacho y creo que todas las palabras se pueden utilizar, solo que se debe saber cómo hacerlo, y ahí está el verdadero dilema del asunto, en fin.
Hay otras notas que son un completo enigma. Por ejemplo, ¿quién me puede decir para qué anoté “Organocatálisis asimétrica” y no escribí nada en la nota?
De todas la que más me llama la atención es una que dice lo siguiente: “6,8,9,4,3,2 son los números con los que sueño”. Me viene a la mente una imagen en la que justo después de despertarme hago esa anotación, pero puede ser que solo me esté sugestionando con ella. ¿Qué hago con esos números? ¿Jugar a la lotería? ¿Marcar un número de teléfono?, ¿Qué?. A manera de superstición la voy a dejar ahí. De pronto fue, como les comenté ayer, un mensaje de mi subconsciente. Agradecería que, para ocasiones futuras, no me envíe mensajes cifrados.
miércoles, 25 de mayo de 2022
El subconsciente como amigo
Vuelvo y me repito: Me acabo de sentar y no tengo idea sobre qué escribir. En algún momento del día pensé: “Voy a buscar a algún tema al cual le pueda arrancar unas cuantas palabras, pero al final no lo hice.
Hoy, más bien, hice poco, pero pues así son las cosas. Hay días de días, unos en los que somos unas máquinas y el tiempo rinde y no parece faltar, sino más bien lo contrario, y otros en los que levantarse de la cama puede considerarse uno de los logros más grandes, junto con mirar pal techo, una actividad que creo dominar bien. Igual no importa, nada está bien o mal, son solo estados y ya está.
Si de algo me puedo sentir orgulloso hoy, es de la escaleta que preparé para una historia corta que pienso escribir. Y es que yo si necesito algo de dirección al momento de hacerlo. Si arranco a escribir a la loca, llega un momento en que me aburro o no sé qué voy a decir, y dejo la historia tirada, y como alguna vez le escuché decir a Ricardo Silva: “El mundo ya tiene suficientes primeros capítulos, páginas, párrafos, de historias sin terminar”
Envidio esos escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin o Isabel Allende, que son capaces de conectarse con el subconsciente y no tienen necesidad alguna de planear sus historias. Cornac MacCarthy dijo en una de las pocas entrevistas que ha dado, que lo mismo que le dice a él que debe escribir es lo mismo que le dice cuando debe dejar de hacerlo.
Se refiere, claro, al subconsciente, y afirma que es como una entidad independiente de nuestro yo, que no podemos evitar, y que incluso es más viejo que el lenguaje; por eso se siente más cómodo creando dramas y contándonos cosas.
Hoy, más bien, hice poco, pero pues así son las cosas. Hay días de días, unos en los que somos unas máquinas y el tiempo rinde y no parece faltar, sino más bien lo contrario, y otros en los que levantarse de la cama puede considerarse uno de los logros más grandes, junto con mirar pal techo, una actividad que creo dominar bien. Igual no importa, nada está bien o mal, son solo estados y ya está.
Si de algo me puedo sentir orgulloso hoy, es de la escaleta que preparé para una historia corta que pienso escribir. Y es que yo si necesito algo de dirección al momento de hacerlo. Si arranco a escribir a la loca, llega un momento en que me aburro o no sé qué voy a decir, y dejo la historia tirada, y como alguna vez le escuché decir a Ricardo Silva: “El mundo ya tiene suficientes primeros capítulos, páginas, párrafos, de historias sin terminar”
Envidio esos escritores como Rosa Montero, Anaïs Nin o Isabel Allende, que son capaces de conectarse con el subconsciente y no tienen necesidad alguna de planear sus historias. Cornac MacCarthy dijo en una de las pocas entrevistas que ha dado, que lo mismo que le dice a él que debe escribir es lo mismo que le dice cuando debe dejar de hacerlo.
Se refiere, claro, al subconsciente, y afirma que es como una entidad independiente de nuestro yo, que no podemos evitar, y que incluso es más viejo que el lenguaje; por eso se siente más cómodo creando dramas y contándonos cosas.
martes, 24 de mayo de 2022
Show de reggaeton fallido
Tengo una cita con una optómetra. Salgo del apartamento, justo sobre el tiempo, a esperar el taxi que pedí. A los pocos minutos aparece. Apenas me subo el conductor pregunta: “¿Don Juan?” por un segundo me siento importante por aquello del Don, pero concluyo que es una pendejada ese calificativo protocolar. Recuerdo que al papá de una amiga varias personas le decían así, porque era un hombre malencarado al que todos parecían tenerle miedo, pero la vredad de Don tenía más bien poco, en fin.
Reviso si llevo lo necesario para mi cita: las gafas, el lente de contacto izquierdo (en singular porque ayer se me cayó el derecho al piso, sin darme cuenta lo pisé y lo volví mierda), mi celular y la billetera.
“¿y el Kindle?”, me pregunto después de andar una cuadra. Lo olvidé, salí de afán, apenas terminé de terminar de escribir un email, y no se me pasó por la cabeza.
Durante el trayecto, el taxista se despachó una perorata sobre el clima político del país, a la que solo respondía con: mmmm, ajá, veo , ya. Solo deseaba que dejará de hablar de una vez por todas, pero cuando dejaba de decir algo, solo lo hacía para tomar aire, y entonces comenzaba a quejarse del tráfico, de las vías, de lo que fuera.
Más tarde somos 6 los que estamos en la sala de espera: 4 mujeres y 2 hombres. Todos estamos pegados a nuestras pantallas de los celulares, ¿qué podemos hacer? Llámenos básicos, alienados, lo que quieran, pero así somos. Ese aparatico se nos incrustó en la vida como un apéndice.
A mi lado derecho, separado por una silla que tiene un papel pegado que dice en letras mayúsculas grandes FUERA DE SERVICIO, está una mujer no se cansa de mover uno de sus pies frenéticamente. A veces hace que toda la hilera de sillas se mueva a causa de su tembladera.
"¿Se puede quedar quieta?", pienso decirle, pero fiel, como ya lo saben, a mi política de no hablar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre más de lo normal, la dejo ser.
Atrás un hombre lleva puestos unos audífonos, tenis blancos, sin medias a la vista, jeans azules, camisa blanca, gafas oscuras y un sombrero negro de copa ancha. Una cadena gris le cuelga de su cuello y tiene anillos en ambas manos. Parece salido de un video de regaetton. Pienso que en cualquier momento se va a parar a cantar y bailar.
"Héctor Montaño" dice fuerte un médico desde su consultorio y nos priva a mí y las mujeres que me acompañan del show, pues y el reggaetonero se pone de pie.
Al poco tiempo la doctora me llama. Apenas me pongo de pie miro a mis compañeras de espera siguen con la mirada clavada en las pantallas de su celular, parece que no hay show que las distraiga.
Reviso si llevo lo necesario para mi cita: las gafas, el lente de contacto izquierdo (en singular porque ayer se me cayó el derecho al piso, sin darme cuenta lo pisé y lo volví mierda), mi celular y la billetera.
“¿y el Kindle?”, me pregunto después de andar una cuadra. Lo olvidé, salí de afán, apenas terminé de terminar de escribir un email, y no se me pasó por la cabeza.
Durante el trayecto, el taxista se despachó una perorata sobre el clima político del país, a la que solo respondía con: mmmm, ajá, veo , ya. Solo deseaba que dejará de hablar de una vez por todas, pero cuando dejaba de decir algo, solo lo hacía para tomar aire, y entonces comenzaba a quejarse del tráfico, de las vías, de lo que fuera.
Más tarde somos 6 los que estamos en la sala de espera: 4 mujeres y 2 hombres. Todos estamos pegados a nuestras pantallas de los celulares, ¿qué podemos hacer? Llámenos básicos, alienados, lo que quieran, pero así somos. Ese aparatico se nos incrustó en la vida como un apéndice.
A mi lado derecho, separado por una silla que tiene un papel pegado que dice en letras mayúsculas grandes FUERA DE SERVICIO, está una mujer no se cansa de mover uno de sus pies frenéticamente. A veces hace que toda la hilera de sillas se mueva a causa de su tembladera.
"¿Se puede quedar quieta?", pienso decirle, pero fiel, como ya lo saben, a mi política de no hablar con extraños para que el curso de la vida no se despiporre más de lo normal, la dejo ser.
Atrás un hombre lleva puestos unos audífonos, tenis blancos, sin medias a la vista, jeans azules, camisa blanca, gafas oscuras y un sombrero negro de copa ancha. Una cadena gris le cuelga de su cuello y tiene anillos en ambas manos. Parece salido de un video de regaetton. Pienso que en cualquier momento se va a parar a cantar y bailar.
"Héctor Montaño" dice fuerte un médico desde su consultorio y nos priva a mí y las mujeres que me acompañan del show, pues y el reggaetonero se pone de pie.
Al poco tiempo la doctora me llama. Apenas me pongo de pie miro a mis compañeras de espera siguen con la mirada clavada en las pantallas de su celular, parece que no hay show que las distraiga.
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