Hace un rato escribí 262 palabras que me parecieron flojas, pues todo el escrito revoloteaba alrededor de una opinión desabrida. Mientras miraba como arrancarle otras 48 palabras, para cumplir con mi cuota mínima de 300, pensé “pues hoy no escribo y ya está”.
Al poco rato me dio remordimiento de conciencia, pues creo que dejar de hacerlo puede causar una catástrofe en el curso de mi vida, pero imagino que también en la de los demás, pues lo que sea que hagamos repercute en los otros de extrañas maneras.
Si pienso eso es porque me ayuda a ser terco y a escribir algo, lo que sea.
Bradbury decía que uno debe emborracharse de escritura para no ser destruido por la realidad, pues si se dejan de maquinar cosas, el mundo termina por alcanzar a quien no escribe, para enfermarlo.
Si uno no escribe a diario, decía el escritor, los venenos se acumulan y entonces comienzas a morir, a actuar como un loco o ambas cosas.
Concluye que la escritura es una cura porque permite digerir la realidad sin hiperventilar.
Imagino que la mayoría de escritores piensan de forma similar. Rosa Montero por ejemplo, cuenta en La Loca de la Casa que inventar historias es una forma de ser eterno, pues uno siempre escribe contra la muerte.
Tan brillante como siempre, también dice que cada uno escribe como puede, es decir, bien, mal, magnífico o como sea, pues la escritura viene a ser una función orgánica más, como sudar, por ejemplo, y uno no controla la sudoración.
Por otro lado, Millás, mi escritor favorito, dice que es imposible jubilarse de escritor, pues “uno se puede jubilar de lo que le da sentido a su vida”.
Tengo claro que por dejar de escribir un día no va a pasar nada, pero hay que reunir las fuerzas necesarias no dejar de hacerlo, independiente de lo que se desee contar; como el vaso de agua que tengo encima del escritorio, por ejemplo, y que me mira como diciéndome tómeme de una buena vez. Otro día les hablaré de eso.
lunes, 11 de julio de 2022
viernes, 8 de julio de 2022
Bailar me aburre
Me siento a escribir y a lo lejos suena música de fiesta.
Parece que de donde proviene el ruido los parlantes están a punto de reventar.
Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Le
Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Je.
Imagino a un hombre y una mujer enfrentados y contorsionándose, poseídos por la música, el trago y el ambiente de fiesta, mientras doblan sus rodillas para comenzar a bajar, al tiempo que mueven los brazos como si sufrieran un ataque epiléptico; todo por rendirle homenaje al Dios del mapalé.
Los imagino y me da como pereza. Imagino que con el paso del tiempo mis niveles de enfiestarme han disminuido drásticamente. Luego llego la pandemia para rematarlos y consolidarme en ese ser aburrido que soy.
Pero también me da pereza porque nunca me ha divertido bailar. Cuando lo hago es para no desentonar en fiestas o reuniones, pero es una actividad que no me causa placer.
Si de levantar se trata, está claro que para mí por ahí no es. Además, a mí pónganme un vallenato o un merengue para dar vueltas como un tarado, pero si se trata de salsa ojalá que suene cuando estoy sentado.
Creo que solo bailo bien cuando estoy tomado, pero probablemente no es así y solo hago el ridículo, pero a uno en ese estado no le importa casi nada.
Recuerdo que en la celebración del día del amor y la amistad en una empresa que trabajé, llevaron a la oficina un conjunto vallenato, y que ese día tenía unos buenos tragos en la cabeza. Conmigo trabajaba Viviana, una mujer atractiva con la que escasamente cruzaba el saludo. Ese día el licor en mi cabeza me dio el ánimo para sacarla a bailar y casi no la solté en toda la noche. Ella reía, y parecía contenta de haber encontrado tan buen parejo de baile. A lo mejor estaba igual de tomada que yo, quién sabe.
¡Ay, Dios mío!, que bonito es, sentirse enamorado. Tener a la persona que uno quiere, siempre a su lado.
La rumba, allá a lo lejos, continúa.
Parece que de donde proviene el ruido los parlantes están a punto de reventar.
Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Lelo-Le
Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Jupa, Je.
Imagino a un hombre y una mujer enfrentados y contorsionándose, poseídos por la música, el trago y el ambiente de fiesta, mientras doblan sus rodillas para comenzar a bajar, al tiempo que mueven los brazos como si sufrieran un ataque epiléptico; todo por rendirle homenaje al Dios del mapalé.
Los imagino y me da como pereza. Imagino que con el paso del tiempo mis niveles de enfiestarme han disminuido drásticamente. Luego llego la pandemia para rematarlos y consolidarme en ese ser aburrido que soy.
Pero también me da pereza porque nunca me ha divertido bailar. Cuando lo hago es para no desentonar en fiestas o reuniones, pero es una actividad que no me causa placer.
Si de levantar se trata, está claro que para mí por ahí no es. Además, a mí pónganme un vallenato o un merengue para dar vueltas como un tarado, pero si se trata de salsa ojalá que suene cuando estoy sentado.
Creo que solo bailo bien cuando estoy tomado, pero probablemente no es así y solo hago el ridículo, pero a uno en ese estado no le importa casi nada.
Recuerdo que en la celebración del día del amor y la amistad en una empresa que trabajé, llevaron a la oficina un conjunto vallenato, y que ese día tenía unos buenos tragos en la cabeza. Conmigo trabajaba Viviana, una mujer atractiva con la que escasamente cruzaba el saludo. Ese día el licor en mi cabeza me dio el ánimo para sacarla a bailar y casi no la solté en toda la noche. Ella reía, y parecía contenta de haber encontrado tan buen parejo de baile. A lo mejor estaba igual de tomada que yo, quién sabe.
Un niño alemán o chino siempre tendrá otros valores a los cuales aferrarse.
El colombiano probablemente no. Desde muy temprano en la vida hay
que jugarse el futuro en la pista de baile. Y ese niño no necesariamente
tiene un talento que le viene por naturaleza.
–Clases de baile para oficinistas–
¡Ay, Dios mío!, que bonito es, sentirse enamorado. Tener a la persona que uno quiere, siempre a su lado.
La rumba, allá a lo lejos, continúa.
jueves, 7 de julio de 2022
Creencias
Jacobo Vernet decide ponerle atención al sermón del cura. Nunca lo hace, sino que aprovecha ese momento para echar globos o contar los candelabros, que cuelgan del techo, de adelante para atrás y viceversa, para al final mirar si la cifra coincide.
Pero hoy no hace eso, hoy se pregunta: ¿Y si dice algo que me sirve? ¿Qué tal que en sus palabras encuentre solución a algún problema de mi vida?
El sacerdote dice que hay muchas personas sin rumbo en el mundo. Vernet piensa que no necesariamente es así, sino que somos ingenuos al creer que podemos definir uno, pues la vida al final hace con nosotros lo que se le da la gana, y nos desvía sin que nos demos cuenta. Más bien, aunque no queramos aceptarlo, nuestras acciones son más prueba y error que cualquier otra cosa.
Luego el cura dice que afortunadamente los cristianos no son así, pues ellos si tienen un rumbo definido, ¿Cuál? Se pregunta Vernet y agudiza el oído para recibir la descarga de sabiduría a punto de salir de la boca del cura, “Vamos detrás del señor”, dice el sacerdote.
A Jacobo esta afirmación le molesta un poco, pues se pregunta:¿Y qué pasa entonces con los practicantes islam o el hinduismo? ¿Solo por no ser cristianos ya no tienen rumbo?
Luego el sacerdote conecta la idea de tener rumbo con el bautismo. Dice: “desde el momento en que nos echaron agua bendita de la pileta, algo cambió en nosotros”, ¿Cómo saberlo si a la mayoría nos bautizaron siendo bebés? Se cuestiona Vernet.
Decide que fue una pérdida de tiempo escuchar al cura. Además, le molesta su tono de voz y algunas pausas dramáticas que hace durante su discurso, como esperando que los feligreses terminen la frase que está diciendo. También le molesta que mueva la mano hacia arriba y hacia abajo según se tengan que sentar o poner de pie las personas, pues cree que el cura disfruta de esas ligeras muestras de poder.
Cuando la misa va a terminar el sacerdote está en el atril dando unas últimas palabras, pero Vernet no aguanta más y camina hasta él, lo quita de un empujón, luego arranca el micrófono y comienza a hablar:
Estoy harto de las mentiras sobre la muerte, la vida eterna y la vida después de la muerte. Estoy harto de condenas y pecados, de cielos e infierno. Nada tiene ni sentido, solo existen los hechos descarnados…
En ese momento el vigilante del lugar se lanza sobre él y lo tumba al suelo, pero Vernet queda satisfecho, pues cree que algunas personas se interesaron en su discurso.
Nada mejor que plantar un pequeña semilla de duda en la cabeza de alguien, piensa ahí, tirado en el piso con una rodilla del celador sobre su espalda.
Pero hoy no hace eso, hoy se pregunta: ¿Y si dice algo que me sirve? ¿Qué tal que en sus palabras encuentre solución a algún problema de mi vida?
El sacerdote dice que hay muchas personas sin rumbo en el mundo. Vernet piensa que no necesariamente es así, sino que somos ingenuos al creer que podemos definir uno, pues la vida al final hace con nosotros lo que se le da la gana, y nos desvía sin que nos demos cuenta. Más bien, aunque no queramos aceptarlo, nuestras acciones son más prueba y error que cualquier otra cosa.
Luego el cura dice que afortunadamente los cristianos no son así, pues ellos si tienen un rumbo definido, ¿Cuál? Se pregunta Vernet y agudiza el oído para recibir la descarga de sabiduría a punto de salir de la boca del cura, “Vamos detrás del señor”, dice el sacerdote.
A Jacobo esta afirmación le molesta un poco, pues se pregunta:¿Y qué pasa entonces con los practicantes islam o el hinduismo? ¿Solo por no ser cristianos ya no tienen rumbo?
Luego el sacerdote conecta la idea de tener rumbo con el bautismo. Dice: “desde el momento en que nos echaron agua bendita de la pileta, algo cambió en nosotros”, ¿Cómo saberlo si a la mayoría nos bautizaron siendo bebés? Se cuestiona Vernet.
Decide que fue una pérdida de tiempo escuchar al cura. Además, le molesta su tono de voz y algunas pausas dramáticas que hace durante su discurso, como esperando que los feligreses terminen la frase que está diciendo. También le molesta que mueva la mano hacia arriba y hacia abajo según se tengan que sentar o poner de pie las personas, pues cree que el cura disfruta de esas ligeras muestras de poder.
Cuando la misa va a terminar el sacerdote está en el atril dando unas últimas palabras, pero Vernet no aguanta más y camina hasta él, lo quita de un empujón, luego arranca el micrófono y comienza a hablar:
Estoy harto de las mentiras sobre la muerte, la vida eterna y la vida después de la muerte. Estoy harto de condenas y pecados, de cielos e infierno. Nada tiene ni sentido, solo existen los hechos descarnados…
En ese momento el vigilante del lugar se lanza sobre él y lo tumba al suelo, pero Vernet queda satisfecho, pues cree que algunas personas se interesaron en su discurso.
Nada mejor que plantar un pequeña semilla de duda en la cabeza de alguien, piensa ahí, tirado en el piso con una rodilla del celador sobre su espalda.
miércoles, 6 de julio de 2022
Huecos
Es un día frío y estás sentado en tu escritorio trabajando. Por momentos te quedas mirando la pantalla, perdido en tus pensamientos sobre un pasado que aparece como si nada o un futuro que imaginas. De repente un sonido te trae de vuelta al presente.
Volteas a mirar hacia la ventana y ves como las ramas de un árbol se mueven debido a una ráfaga de viento.
Le das un sorbo a tu café y cuando estás a punto de volver a teclear, el sonido que hace un momento te sacó de tu estado contemplativo vuelve a sonar. Es el de un taladro, que no se cansa de darle golpes al pavimento.
Levantas los brazos y arqueas la espalda para desperezarte. Acompañas el movimiento con un quejido como milenario. Luego decides ponerte de pie para examinar de donde proviene el ruido.
Ves en la calle a un grupo de obreros arreglando un hueco en la calle. Los huecos, piensas, se pueden encontrar en cualquier lugar. Están, por ejemplo, los de tu identidad, conducta o forma de ser, producto de las decepciones de la vida y esos, digamos, palpables, como el que están reparando los obreros en la calle. Estos últimos no son tan diferentes a los primeros.
Los obreros llevan puesto un chaleco verde fluorescente y overoles anaranjados. ¿Por qué usan esos colores?, te preguntas, y piensas que, aunque sea de día, es para que los conductores los vean y no los atropellen.
Crees que la razón de ser o de existir de un hueco, sin importar de que tipo sea, es que demanda ser llenado.
Cuatro obreros reparan uno. Uno de ellos utiliza una pala, pero le prestas especial atención a otro que está arrodillado. Parece que pule detalles. Pasa lo mismo con la vida: Un grupo de personas puede ayudarte a reparar tus huecos, pero siempre habrá alguien que cuida de aquellos rincones imperceptibles que necesitan ser llenados.
Volteas a mirar hacia la ventana y ves como las ramas de un árbol se mueven debido a una ráfaga de viento.
Le das un sorbo a tu café y cuando estás a punto de volver a teclear, el sonido que hace un momento te sacó de tu estado contemplativo vuelve a sonar. Es el de un taladro, que no se cansa de darle golpes al pavimento.
Levantas los brazos y arqueas la espalda para desperezarte. Acompañas el movimiento con un quejido como milenario. Luego decides ponerte de pie para examinar de donde proviene el ruido.
Ves en la calle a un grupo de obreros arreglando un hueco en la calle. Los huecos, piensas, se pueden encontrar en cualquier lugar. Están, por ejemplo, los de tu identidad, conducta o forma de ser, producto de las decepciones de la vida y esos, digamos, palpables, como el que están reparando los obreros en la calle. Estos últimos no son tan diferentes a los primeros.
Los obreros llevan puesto un chaleco verde fluorescente y overoles anaranjados. ¿Por qué usan esos colores?, te preguntas, y piensas que, aunque sea de día, es para que los conductores los vean y no los atropellen.
Crees que la razón de ser o de existir de un hueco, sin importar de que tipo sea, es que demanda ser llenado.
Cuatro obreros reparan uno. Uno de ellos utiliza una pala, pero le prestas especial atención a otro que está arrodillado. Parece que pule detalles. Pasa lo mismo con la vida: Un grupo de personas puede ayudarte a reparar tus huecos, pero siempre habrá alguien que cuida de aquellos rincones imperceptibles que necesitan ser llenados.
martes, 5 de julio de 2022
Para escribir
Para vivir hay que escribir y para escribir toca ser terco.
Siempre habrá razones para no hacerlo, para cambiar de opinión y, qué sé yo, agarrar el celular para mirar a personas bailando, dándose con una tortilla en la cara mientras retienen agua en la boca, o para darle scroll down como si la vida dependiera de ello, así lo hayamos revisado tan solo hace cinco segundos.
También, por ejemplo, se podría prender el televisor y anestesiarse con cualquier programa, sin importar si son las 2:57 a.m, por decir cualquier hora. Si hablo de la hora es porque recuerdo que hace muchos años, cuando la programación terminaba a eso de la media noche, aparecían unas franjas de colores en la pantalla acompañadas de un pito; hablo de una época prehistórica en la que todavía no había televisión por cable y esas cosas.
Pues sí, para escribir toca tener una postura inamovible, para evitar esas excusas que se inventa la cabeza para no hacerlo. ¿Sobre qué? Se pregunta uno, pero eso es lo de menos.
Para escribir toca contar lo que sea, lo que se nos ocurra.
Por ejemplo, Hoy, después de almuerzo, tenía acumuladas las ganas de 5000 personas por tomarse un tinto. Porque para vivir también hay que tomar tinto, mínimo uno al día, a menos de que se sea alérgico al café.
Estaba enredado con un texto, así que me dije a mí mismo: Vamos a tomarnos un tinto para despertar mi máquina narradora. Entonces fui a la cocina, lo preparé en par patadas y lo serví en un pocillo blanco. Ahí estaba ese tinto que tanto quería y que iba a espantar mi modorra. Acerqué la nariz, aspiré su vaho, y detecté un olor a madera y tierra.
Al pensar en lo bien que iba a ser darle un sorbo, mi boca salivo. Pero como el curso de la vida tiende a torcerse, en un movimiento torpe tire el pocillo al piso y apenas hizo contacto con este se quebró como en mil pedazos y el líquido negro se extendió por todo el piso.
Luego de recoger todo el desorden me preparé otro y tuve cuidado de no volver a regarlo.
Entonces recuerden: para escribir hay que contar lo que sea, y para vivir se debe procurar no ser torpe o maniflojo.
Siempre habrá razones para no hacerlo, para cambiar de opinión y, qué sé yo, agarrar el celular para mirar a personas bailando, dándose con una tortilla en la cara mientras retienen agua en la boca, o para darle scroll down como si la vida dependiera de ello, así lo hayamos revisado tan solo hace cinco segundos.
También, por ejemplo, se podría prender el televisor y anestesiarse con cualquier programa, sin importar si son las 2:57 a.m, por decir cualquier hora. Si hablo de la hora es porque recuerdo que hace muchos años, cuando la programación terminaba a eso de la media noche, aparecían unas franjas de colores en la pantalla acompañadas de un pito; hablo de una época prehistórica en la que todavía no había televisión por cable y esas cosas.
Pues sí, para escribir toca tener una postura inamovible, para evitar esas excusas que se inventa la cabeza para no hacerlo. ¿Sobre qué? Se pregunta uno, pero eso es lo de menos.
Para escribir toca contar lo que sea, lo que se nos ocurra.
Por ejemplo, Hoy, después de almuerzo, tenía acumuladas las ganas de 5000 personas por tomarse un tinto. Porque para vivir también hay que tomar tinto, mínimo uno al día, a menos de que se sea alérgico al café.
Estaba enredado con un texto, así que me dije a mí mismo: Vamos a tomarnos un tinto para despertar mi máquina narradora. Entonces fui a la cocina, lo preparé en par patadas y lo serví en un pocillo blanco. Ahí estaba ese tinto que tanto quería y que iba a espantar mi modorra. Acerqué la nariz, aspiré su vaho, y detecté un olor a madera y tierra.
Al pensar en lo bien que iba a ser darle un sorbo, mi boca salivo. Pero como el curso de la vida tiende a torcerse, en un movimiento torpe tire el pocillo al piso y apenas hizo contacto con este se quebró como en mil pedazos y el líquido negro se extendió por todo el piso.
Luego de recoger todo el desorden me preparé otro y tuve cuidado de no volver a regarlo.
Entonces recuerden: para escribir hay que contar lo que sea, y para vivir se debe procurar no ser torpe o maniflojo.
viernes, 1 de julio de 2022
"¿En qué piensas?"
Imagino que muy pocas personas han respondido esa pregunta de forma sincera. Se suele hacer a cuando se encuentran desprevenidas, perdidas en sus pensamientos o monólogos mentales.
A lo mejor responder “¡Qué le importa!”, sería lo apropiado, pero “Nada”, suele ser la respuesta. No culpo a quienes la utilizan, pues la cabeza siempre va a ser ese refugio en el que solamente tenemos que estar de acuerdo con nosotros mismos, sin importar si lo que se piensa es una bestialidad o está mal visto por los demás.
Pienso en esta pregunta, valga la redundancia, porque a veces, cuando salgo del edificio, me encuentro con una anciana en silla de ruedas, acompañada por su enfermera.
Imagino que la mujer está anclada a esa silla y solo la cambia por su cama al momento de acostarse. No importa cuál sea el clima, si hace frio, calor o si llueve, la enfermera la baja al frente del edificio para que vea pasar los carros.
Si uno entabla contacto visual con la anciana, ella levanta la mano para saludar, y si uno le dice algo como “buenos días, ¿cómo está?”, ella intenta responder, pero lo que dice siempre es ininteligible. La enfermera no se preocupa en intentar traducir sus palabras, quizá porque tampoco ha descifrado su lenguaje, y solo permanece sentada a su lado, ensimismada en la pantalla de su celular.
Me pregunto en qué piensa, si todavía lo hace o si el cableado de su cerebro ya la desconectó de eso que llamamos realidad. Su mirada no muestra angustia alguna, pero ¿cómo saber en qué está pensando alguien?.
Espero que allá, en la celda de su cabeza, la anciana lo pase bien con lo que sea que maquine en ella.
A lo mejor responder “¡Qué le importa!”, sería lo apropiado, pero “Nada”, suele ser la respuesta. No culpo a quienes la utilizan, pues la cabeza siempre va a ser ese refugio en el que solamente tenemos que estar de acuerdo con nosotros mismos, sin importar si lo que se piensa es una bestialidad o está mal visto por los demás.
Pienso en esta pregunta, valga la redundancia, porque a veces, cuando salgo del edificio, me encuentro con una anciana en silla de ruedas, acompañada por su enfermera.
Imagino que la mujer está anclada a esa silla y solo la cambia por su cama al momento de acostarse. No importa cuál sea el clima, si hace frio, calor o si llueve, la enfermera la baja al frente del edificio para que vea pasar los carros.
Si uno entabla contacto visual con la anciana, ella levanta la mano para saludar, y si uno le dice algo como “buenos días, ¿cómo está?”, ella intenta responder, pero lo que dice siempre es ininteligible. La enfermera no se preocupa en intentar traducir sus palabras, quizá porque tampoco ha descifrado su lenguaje, y solo permanece sentada a su lado, ensimismada en la pantalla de su celular.
Me pregunto en qué piensa, si todavía lo hace o si el cableado de su cerebro ya la desconectó de eso que llamamos realidad. Su mirada no muestra angustia alguna, pero ¿cómo saber en qué está pensando alguien?.
Espero que allá, en la celda de su cabeza, la anciana lo pase bien con lo que sea que maquine en ella.
jueves, 30 de junio de 2022
Dejar de leer
Hace poco escribí algo que tiene que ver con esto, y otra vez caigo en este tema sin haberlo previsto. Si me decido a escribir sobre él, es porque creo que a esos gritos que salen del subconsciente hay que prestarles atención.
10:17 a.m.
Miro la pantalla, pero no soy consciente de las letras que están en ella. Mi cabeza está en otro lado; como cuando uno mira un punto fijo en una pared o en la distancia, pero tiene su mente en otra parte: un recuerdo, el almuerzo, una epifanía, la persona que le gusta, yo qué sé.
Ese lugar en el que estoy es una pregunta con cara de sensación: ¿Por qué no mejor me pongo a leer? Pienso en eso, porque ayer, en la noche, tenía ganas de hacerlo, pero un dolor de cabeza leve, pero constante, hizo presencia todo el día, y los muy perros tienen una gran facilidad para convertirse en migraña en un parpadeo.
“Mejor vea televisión un rato y ya”, me dijo mi yo por la noche, así que le hice caso y prendí el televisor, pero al rato, sin ni siquiera canalear un poco, lo apagué, junto con la lámpara que utilizo para leer, y me eché a dormir.
Creo que tomé la decisión adecuada, pues hoy me desperté sin rastros del dolor de cabeza, pero también noté la ausencia, si se puede decir, de no haber leído ayer en la noche.
Cuando no escribo, pienso que algo se desbarajusta en el curso de la vida, por lo menos en la mía. Bradbury decía que uno debe emborracharse de escritura para que la realidad no lo pueda destruir. Caso contrario los venenos de la vida comienzan a acumularse y nos conducen hacia la muerte, la locura o ambas cosas.
Imagino que cuando uno deja de leer ocurre algo similar. En este caso siento que las letras que no me empaqué ayer me están haciendo falta, por eso ese arrebato de ganas de leer.
Al final no lo hago, porque estoy trabajando, porque hay que ser responsable en fin, por todo ese deber ser de las cosas que a veces sabe un tanto a mierda, en fin. Pero hoy, más tarde, así haya lluvia, vendaval o terremoto en mi cabeza, me pondré al día con mi dosis de páginas diarias.
10:17 a.m.
Miro la pantalla, pero no soy consciente de las letras que están en ella. Mi cabeza está en otro lado; como cuando uno mira un punto fijo en una pared o en la distancia, pero tiene su mente en otra parte: un recuerdo, el almuerzo, una epifanía, la persona que le gusta, yo qué sé.
Ese lugar en el que estoy es una pregunta con cara de sensación: ¿Por qué no mejor me pongo a leer? Pienso en eso, porque ayer, en la noche, tenía ganas de hacerlo, pero un dolor de cabeza leve, pero constante, hizo presencia todo el día, y los muy perros tienen una gran facilidad para convertirse en migraña en un parpadeo.
“Mejor vea televisión un rato y ya”, me dijo mi yo por la noche, así que le hice caso y prendí el televisor, pero al rato, sin ni siquiera canalear un poco, lo apagué, junto con la lámpara que utilizo para leer, y me eché a dormir.
Creo que tomé la decisión adecuada, pues hoy me desperté sin rastros del dolor de cabeza, pero también noté la ausencia, si se puede decir, de no haber leído ayer en la noche.
Cuando no escribo, pienso que algo se desbarajusta en el curso de la vida, por lo menos en la mía. Bradbury decía que uno debe emborracharse de escritura para que la realidad no lo pueda destruir. Caso contrario los venenos de la vida comienzan a acumularse y nos conducen hacia la muerte, la locura o ambas cosas.
Imagino que cuando uno deja de leer ocurre algo similar. En este caso siento que las letras que no me empaqué ayer me están haciendo falta, por eso ese arrebato de ganas de leer.
Al final no lo hago, porque estoy trabajando, porque hay que ser responsable en fin, por todo ese deber ser de las cosas que a veces sabe un tanto a mierda, en fin. Pero hoy, más tarde, así haya lluvia, vendaval o terremoto en mi cabeza, me pondré al día con mi dosis de páginas diarias.
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