Desayuno.
Ya saben, me tomo un café con un pan, un bizcocho, una galleta, un biscuit como dicen los ingleses. Lo hago al frente de mi computador mientras hojeo redes sociales y noticias. Tal vez debería tener un desayuno, digamos, más consciente, qué sé yo, estar presente en cada bocado, en cada masticada, pero así están las cosas, y es un momento del día que me agrada, más que eso siento que me centra; un Zen a mi manera.
Cuando le doy el primer sorbo al café la bebida ya está fría porque me distraje leyendo algo, así que me pongo de pie y voy a la cocina a calentarlo en el horno microondas. Una vez allá, cuando estoy enfrente del aparato, miro la cantidad de café que tiene la taza y de alguna forma mi cabeza hace cálculos y estima que el tiempo que debo poner a funcionar el horno es de 25 segundos. Le hago caso.
Pongo cuidado en oprimir bien los botones –Una vez, distraído, tecleé la clave de mi tarjeta debito– y cuando deja de funcionar, como siempre, hago mis tradicionales pasos de robot con los pitidos que marcan el final de su funcionamiento. Mi cerebro tenía la razón. Ese era el tiempo que necesitaba. Un segundo más y quedaba muy caliente, uno menos y quedaba frío. A veces hay que confiar en las decisiones que toma.
Cuando estoy a punto de devolverme para el cuarto, se me ocurre sacar un hielo de la nevera, pues también tengo un jugo en mi escritorio y pienso que estaría bien echarle uno. Abro el congelador, tomo un cubo y sale el vaho frío. En la otra mano tengo la taza de café de la que sale vaho caliente.
Ese contraste de frío-calor, imagino que encierra el significado de algo que a primera vista no se ve. Puede que estas palabras sean un primer acercamiento a ese gran misterio. Les estaré informando.
miércoles, 31 de agosto de 2022
martes, 30 de agosto de 2022
Cansancio, cables y otras cosas
Son las 9:33 p.m. No debería escribir nada a esta hora. Estoy cansado y lo más probable es que no salga nada bueno, además ya escribí otras cosas hoy; entonces si se trata de escribir algo todos los días, podría decirse que ya cumplí.
Pero es diferente, porque la consigna, sabrán ustedes, es escribir, como mínimo, 5 veces a la semana en Almojábana, entonces por eso me obligo a sentarme y empiezo a teclear lo que se me ocurra.
También lo hago a medias porque me acabo de quitar los lentes. No había caído en cuenta de que me los había puesto hace más de 8 horas y debo dejar descansar los ojos, porque si no me comienzan a rascar y es eso es un martirio. No debo hacerlo porque me vuelvo trizas la córnea.
El hecho es que rascarse, y no solo los ojos sino cualquier parte del cuerpo es placentero, pero con los ojos hay que tener cuidado, así que nada, toca tener la voluntad de un monje budista, o qué sé yo, y echarse gotas que evitan la rasquiña o agua fría a borbotones (me gusta esa palabra) y pensar en otras cosas, distraer a la mente con otros temas.
Esto, estas palabras me refiero, si ustedes se dan cuenta, es como una asociación libre de ideas , pero es mejor que buscar un tema para escribir, porque puede que la figura narrativa esté al acecho cuando uno anda en esas , y eso puede dar pie a textos blandengues o con tintes moralistas y pues que pereza, ¿acaso no? Mejor contar lo que uno tiene enfrente de los ojos o lo que se le cruza por la mente y ya está, sin tanta arandela y sin tanta conclusión maravillosa.
Si no les cuento que tengo enfrente de mis ojos en estos momentos es de pura vergüenza porque mi escritorio es un completo desorden y entonces no quiero que se aparezca un seguidor de Marie Kondo a rezarme misa sobre qué debo hacer para limpiar mis energías o lo que sea.
Algo que me gustaría entender es de donde carajos aparecen tantos cables, parece que se reprodujeran entre ellos, pues cada día me encuentro con uno suelto que no está conectado a nada. A veces los tomo, los enrollo y los pongo en una esquina del escritorio, pero a los pocos días vuelven a aparecer desenrollados en la esquina que les da la gana.
Pero es diferente, porque la consigna, sabrán ustedes, es escribir, como mínimo, 5 veces a la semana en Almojábana, entonces por eso me obligo a sentarme y empiezo a teclear lo que se me ocurra.
También lo hago a medias porque me acabo de quitar los lentes. No había caído en cuenta de que me los había puesto hace más de 8 horas y debo dejar descansar los ojos, porque si no me comienzan a rascar y es eso es un martirio. No debo hacerlo porque me vuelvo trizas la córnea.
El hecho es que rascarse, y no solo los ojos sino cualquier parte del cuerpo es placentero, pero con los ojos hay que tener cuidado, así que nada, toca tener la voluntad de un monje budista, o qué sé yo, y echarse gotas que evitan la rasquiña o agua fría a borbotones (me gusta esa palabra) y pensar en otras cosas, distraer a la mente con otros temas.
Esto, estas palabras me refiero, si ustedes se dan cuenta, es como una asociación libre de ideas , pero es mejor que buscar un tema para escribir, porque puede que la figura narrativa esté al acecho cuando uno anda en esas , y eso puede dar pie a textos blandengues o con tintes moralistas y pues que pereza, ¿acaso no? Mejor contar lo que uno tiene enfrente de los ojos o lo que se le cruza por la mente y ya está, sin tanta arandela y sin tanta conclusión maravillosa.
Si no les cuento que tengo enfrente de mis ojos en estos momentos es de pura vergüenza porque mi escritorio es un completo desorden y entonces no quiero que se aparezca un seguidor de Marie Kondo a rezarme misa sobre qué debo hacer para limpiar mis energías o lo que sea.
Algo que me gustaría entender es de donde carajos aparecen tantos cables, parece que se reprodujeran entre ellos, pues cada día me encuentro con uno suelto que no está conectado a nada. A veces los tomo, los enrollo y los pongo en una esquina del escritorio, pero a los pocos días vuelven a aparecer desenrollados en la esquina que les da la gana.
lunes, 29 de agosto de 2022
Tinto, cigarro y empanada
Es viernes, son las 10 de la mañana, y al otro extremo del piso de la oficina Sebastián Molina alcanza a ver al grupito de Gerentes de Negocio. A esa hora del día siempre se reúnen a planear en qué bar lujoso de la ciudad van a despilfarrar dinero por la noche.
Molina los envidia. Le gustaría tener su mismo nivel de vida, los mismos lujos que se dan, contar las mismas historias, en fin, ser como ellos, pero no, el destino laboral, por un motivo o el otro, lo ubicó en el escalafón de analista, el más bajo de su compañía, y al que todos, o por lo menos eso cree, miran por encima del hombro.
Wilson su amigo, que todos dices que es ñero, pero a Molina no le importa, pues le cae bien, le dice: “Moli, camine gasta tinto , cigarro y empanada en la tienda del cucho Paredes, pa que quite esa cara de hueva que tiene hoy”.
“Bueno camine”, le responde Molina.
“Que, ¿Cervecitas hoy?”, le pregunta Wilson cuando se suben al ascensor.
“No sé hermano, ¿no le da pereza siempre lo mismo?”
“Mmm ahora salió fino, y entonces qué quiere hoy el príncipe?”
“Espere a ver si Mónica me llama o no”, le responde Sebastián.
Cuando llegan a la tienda del cucho Paredes cada uno pide combo de tinto con empanada y un cigarrillo para finalizar su ritual de descanso laboral.
Cuando van a comenzar a conversar un hombre que acaba de dejar descolgar el encendedor que está atado a la puerta por un hilo nilón, cae al piso.
Al principio Sebastián y Wilson creen que se resbaló, pero cuando lo miran se dan cuenta de que el hombre se lleva la mano al pecho y tiene un gesto de dolor en la cara.
Las personas del local comienzan a gritar: “¡un médico, un médico!”, apenas caen en cuenta de que el hombre está sufriendo un paro cardiaco fulminante. Pero antes de que puedan conseguir ayuda, el hombre deja de moverse y queda ahí tendido en el suelo, con el cigarrillo que intentó prender, sujetado en su mano derecha.
Tiempo después ya en la oficina a Molina le parecen un absurdo las risas de los gerentes de negocio, su trabajo, todo.
Molina los envidia. Le gustaría tener su mismo nivel de vida, los mismos lujos que se dan, contar las mismas historias, en fin, ser como ellos, pero no, el destino laboral, por un motivo o el otro, lo ubicó en el escalafón de analista, el más bajo de su compañía, y al que todos, o por lo menos eso cree, miran por encima del hombro.
Wilson su amigo, que todos dices que es ñero, pero a Molina no le importa, pues le cae bien, le dice: “Moli, camine gasta tinto , cigarro y empanada en la tienda del cucho Paredes, pa que quite esa cara de hueva que tiene hoy”.
“Bueno camine”, le responde Molina.
“Que, ¿Cervecitas hoy?”, le pregunta Wilson cuando se suben al ascensor.
“No sé hermano, ¿no le da pereza siempre lo mismo?”
“Mmm ahora salió fino, y entonces qué quiere hoy el príncipe?”
“Espere a ver si Mónica me llama o no”, le responde Sebastián.
Cuando llegan a la tienda del cucho Paredes cada uno pide combo de tinto con empanada y un cigarrillo para finalizar su ritual de descanso laboral.
Cuando van a comenzar a conversar un hombre que acaba de dejar descolgar el encendedor que está atado a la puerta por un hilo nilón, cae al piso.
Al principio Sebastián y Wilson creen que se resbaló, pero cuando lo miran se dan cuenta de que el hombre se lleva la mano al pecho y tiene un gesto de dolor en la cara.
Las personas del local comienzan a gritar: “¡un médico, un médico!”, apenas caen en cuenta de que el hombre está sufriendo un paro cardiaco fulminante. Pero antes de que puedan conseguir ayuda, el hombre deja de moverse y queda ahí tendido en el suelo, con el cigarrillo que intentó prender, sujetado en su mano derecha.
Tiempo después ya en la oficina a Molina le parecen un absurdo las risas de los gerentes de negocio, su trabajo, todo.
jueves, 25 de agosto de 2022
Abandonar la misión
En la mañana me surgió una idea para escribir algo. Le estuve dando vueltas en la cabeza todo el día, hasta hace 40 minutos que me senté a escribirla a ver si le podía poner orden en palabras, pero hace más o menos un minuto cerré el documento, porque no logré nada; tuve que abandonar la misión.
Decidí dejar el escrito porque sentí que no iba hacia ningún lado. A veces es bueno darse cuenta de eso y no seguir pedaleando, porque es como hacerlo es una bicicleta estática, se botan y se botan palabras y no se avanza ni un carajo o el resultado es un escrito poco sincero, en fin.
Empecé con entusiasmo y me inventé un personaje, un escritor argentino de ascendencia italiana de apellido Rosseti, que había publicado una saga exitosa titulada Tormenta Púrpura, pero que después de su gran éxito, tenía un bloqueo para escribir y no le salía nada. Mejor dicho escasamente podía poner la fecha y su nombre.
A simple vista parece que el tema aguantaba, pues el conflicto está ahí, pero al cuarto párrafo, me di cuenta de que ese personaje que supuestamente me había inventado, solo estaba funcionando como un médium para expresar mis ideas y puntos de vista.
Entonces el escrito tenía más bien pinta de ensayo que de historia y ni un carajo de acción, pues lo único que ocurría era que que este sujeto se la pasaba pensando esto y lo otro. ¡Que aburrición!
Cuando pensé qué escribir para Almojábana ya sabrán qué me ocurrió, pues sí, el mismo dilema de Rosseti. ¿Qué voy a escribir? Como no se me ocurría nada, decidí contarles esto.
Algún día escribiré sobre el pobre de Rossetti. De hecho, Tormenta Púrpura, el título de su trilogía me parece un gran acierto.
Decidí dejar el escrito porque sentí que no iba hacia ningún lado. A veces es bueno darse cuenta de eso y no seguir pedaleando, porque es como hacerlo es una bicicleta estática, se botan y se botan palabras y no se avanza ni un carajo o el resultado es un escrito poco sincero, en fin.
Empecé con entusiasmo y me inventé un personaje, un escritor argentino de ascendencia italiana de apellido Rosseti, que había publicado una saga exitosa titulada Tormenta Púrpura, pero que después de su gran éxito, tenía un bloqueo para escribir y no le salía nada. Mejor dicho escasamente podía poner la fecha y su nombre.
A simple vista parece que el tema aguantaba, pues el conflicto está ahí, pero al cuarto párrafo, me di cuenta de que ese personaje que supuestamente me había inventado, solo estaba funcionando como un médium para expresar mis ideas y puntos de vista.
Entonces el escrito tenía más bien pinta de ensayo que de historia y ni un carajo de acción, pues lo único que ocurría era que que este sujeto se la pasaba pensando esto y lo otro. ¡Que aburrición!
Cuando pensé qué escribir para Almojábana ya sabrán qué me ocurrió, pues sí, el mismo dilema de Rosseti. ¿Qué voy a escribir? Como no se me ocurría nada, decidí contarles esto.
Algún día escribiré sobre el pobre de Rossetti. De hecho, Tormenta Púrpura, el título de su trilogía me parece un gran acierto.
A la larga lo entiendo. Sin importar cuál sea, las personas no se deberían crearse tantas expectativas con el trabajo de uno.
martes, 23 de agosto de 2022
Carreras de carritos
Recuerdo que cuando era pequeño uno de mis juegos favoritos consistía en hacer carreras de carros con todos los que tenía. Lo peculiar de mis competiciones era que participaban todos, no importaba lo diferente que fueran los unos de los otros, o lo averiados que estuvieran. La regla era que todos tenían que participar o no había carrera y punto.
Yo tenía mis favoritos y sabía que había unos que no daban la talla, pero igual los metía, pues como dicen los gringos: the more, the merrier.
Establecía un punto de partida y trazaba una línea imaginaria e iba alineando uno a uno los carritos. No recuerdo si los pilotos tenían pensamientos o conversaciones, ojalá que sí, seguro era un ingrediente que le añadía tensión a mi juego.
Cuando ya los tenía todos listos, tomaba el primero lo halaba hacía atrás y luego lo impulsaba hacia adelante y miraba hasta dónde llegaba. Repetía el procedimiento para el resto de carritos y luego me ponía de pie para ver dónde habían quedado todos los competidores. Algunos, claro, se habían estrellado contra materas o se habían volcado, y solo unos cuantos continuaban en condición de carrera, los más fuertes, la crema de la crema.
Establecía, quién sabe con qué método las posiciones en las qué habían quedado después de la partida y repetía el procedimiento de lanzamiento. Así hasta darle, lo que yo consideraba, una vuelta al apartamento.
Me podía pasar toda la tarde arrastrándome por el tapete del apartamento, concentrado en mis carreras de carritos.
Los que tenían mejor rendimiento eran los pequeños y planchetos, pues entre más grandes fueran más complicaciones tenían.
Al final no había un ganador, imagino que solo competían por diversión.
Yo tenía mis favoritos y sabía que había unos que no daban la talla, pero igual los metía, pues como dicen los gringos: the more, the merrier.
Establecía un punto de partida y trazaba una línea imaginaria e iba alineando uno a uno los carritos. No recuerdo si los pilotos tenían pensamientos o conversaciones, ojalá que sí, seguro era un ingrediente que le añadía tensión a mi juego.
Cuando ya los tenía todos listos, tomaba el primero lo halaba hacía atrás y luego lo impulsaba hacia adelante y miraba hasta dónde llegaba. Repetía el procedimiento para el resto de carritos y luego me ponía de pie para ver dónde habían quedado todos los competidores. Algunos, claro, se habían estrellado contra materas o se habían volcado, y solo unos cuantos continuaban en condición de carrera, los más fuertes, la crema de la crema.
Establecía, quién sabe con qué método las posiciones en las qué habían quedado después de la partida y repetía el procedimiento de lanzamiento. Así hasta darle, lo que yo consideraba, una vuelta al apartamento.
Me podía pasar toda la tarde arrastrándome por el tapete del apartamento, concentrado en mis carreras de carritos.
Los que tenían mejor rendimiento eran los pequeños y planchetos, pues entre más grandes fueran más complicaciones tenían.
Al final no había un ganador, imagino que solo competían por diversión.
lunes, 22 de agosto de 2022
Se me cierran los ojos
No deberían, o debería administrar mejor mi energía a lo largo del día o dedicarme a jugar al baloto a ver si me lo gano, y así destinar el resto de mi vida al fino arte de hacer nada.
La verdad es que jugar el baloto me parece una botadera de plata pues la única rifa que me gano es cuando me llaman en los aeropuertos para revisar mi equipaje antes de abordar un avión, de resto nada, cero, null.
Si yo fuera millonario, lo que haría sería dedicarme a leer todo el santo día sin preocuparme por nada, sin estar pendiente del trabajo, de clientes de esto, lo otro o aquello, pero mejor me detengo aquí antes de comenzar a recrear posibles escenarios de que haría si tuviera mucho dinero, una actividad más bien inútil.
Si algún día lo tengo ya les contaré, aunque quién sabe, como dicen que el dinero cambia a las personas, de pronto ya ni me interese escribir, ¿será posible tal escenario?
Por ahora les cuento que a eso de las 11 de la noche me entran unas ganas inmensas de leer. A veces esas ganas también se combinan con las de escribir e incluso con las de dibujar, entonces me debato entre esas tres fuerzas y cuando gana la primera me meto en la cama, acomodo las almohadas, prendo la lámpara dirijo el haz de luz hacia la pantalla del Kindle, pero a los pocos minutos los ojos se me comienzan a cerrar.
Entonces los abro con fuerza y con toda la voluntad de noches en vela de mis ancestros, que llevo acumulada en mis células, procuro mantenerme despierto, para leer por lo menos un capítulo o hasta aquel punto del libro presente un cambio de escenario, o un movimiento de la cámara o un cambio en el tiempo.
La verdad es que jugar el baloto me parece una botadera de plata pues la única rifa que me gano es cuando me llaman en los aeropuertos para revisar mi equipaje antes de abordar un avión, de resto nada, cero, null.
Si yo fuera millonario, lo que haría sería dedicarme a leer todo el santo día sin preocuparme por nada, sin estar pendiente del trabajo, de clientes de esto, lo otro o aquello, pero mejor me detengo aquí antes de comenzar a recrear posibles escenarios de que haría si tuviera mucho dinero, una actividad más bien inútil.
Si algún día lo tengo ya les contaré, aunque quién sabe, como dicen que el dinero cambia a las personas, de pronto ya ni me interese escribir, ¿será posible tal escenario?
Por ahora les cuento que a eso de las 11 de la noche me entran unas ganas inmensas de leer. A veces esas ganas también se combinan con las de escribir e incluso con las de dibujar, entonces me debato entre esas tres fuerzas y cuando gana la primera me meto en la cama, acomodo las almohadas, prendo la lámpara dirijo el haz de luz hacia la pantalla del Kindle, pero a los pocos minutos los ojos se me comienzan a cerrar.
Entonces los abro con fuerza y con toda la voluntad de noches en vela de mis ancestros, que llevo acumulada en mis células, procuro mantenerme despierto, para leer por lo menos un capítulo o hasta aquel punto del libro presente un cambio de escenario, o un movimiento de la cámara o un cambio en el tiempo.
viernes, 19 de agosto de 2022
Oda al café
Sentado en su escritorio, Wilkins le da un sorbo al primer café del día. La nueva taza que compró es precisamente de ese color y lleva impresa la siguiente leyenda: Coffee makes everything possible.
Luego de ese sorbo fija su mirada en la cima de las montañas que ve a través de su ventana, Por un segundo se pierde en un pensamiento cualquiera, hasta que piensa que si él fuera poeta seguro escribiría una oda al café, como alguna de las odas elementales de Pablo Neruda. Seguro que la suya no tendría punto de comparación con ninguna del poeta chileno, pero no importa. Su taza deja claro que café hace posible cualquier cosa: desde una oda mediocre hasta una excelente, e incluso, vaya uno a saber, la existencia de personajes como Neruda. El café, al parecer, es cosa sería.
Wilkins piensa que en ese poema intentaría describir todos los matices del primer sorbo de la bebida. Cómo entra en la boca, hace contacto con la lengua, para luego deslizarse por la garganta y exaltar, o bien sublevar el espíritu y el alma. Así, piensa, debe ser el tono de un poeta, pero concluye que quizás esté equivocado y todo lo que está pensando no sean más que clichés.
Al darle los últimos sorbos a la bebida, cuando ya está fría, y ha pérdido ese encanto inicial, Wilkins piensa que a las personas que, como a él, les gusta el café, suelen darle mucho bombo a la bebida, y en ocasiones se sienten especiales solo por eso, por el simple hecho de disfrutar de una buena taza de café, algo que, si se mira bien, cree Wilkins, es más bien ridículo.
Luego de ese sorbo fija su mirada en la cima de las montañas que ve a través de su ventana, Por un segundo se pierde en un pensamiento cualquiera, hasta que piensa que si él fuera poeta seguro escribiría una oda al café, como alguna de las odas elementales de Pablo Neruda. Seguro que la suya no tendría punto de comparación con ninguna del poeta chileno, pero no importa. Su taza deja claro que café hace posible cualquier cosa: desde una oda mediocre hasta una excelente, e incluso, vaya uno a saber, la existencia de personajes como Neruda. El café, al parecer, es cosa sería.
Wilkins piensa que en ese poema intentaría describir todos los matices del primer sorbo de la bebida. Cómo entra en la boca, hace contacto con la lengua, para luego deslizarse por la garganta y exaltar, o bien sublevar el espíritu y el alma. Así, piensa, debe ser el tono de un poeta, pero concluye que quizás esté equivocado y todo lo que está pensando no sean más que clichés.
Al darle los últimos sorbos a la bebida, cuando ya está fría, y ha pérdido ese encanto inicial, Wilkins piensa que a las personas que, como a él, les gusta el café, suelen darle mucho bombo a la bebida, y en ocasiones se sienten especiales solo por eso, por el simple hecho de disfrutar de una buena taza de café, algo que, si se mira bien, cree Wilkins, es más bien ridículo.
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