Hace dos días, las luces del del árbol de navidad se prendieron solas. Cuando abrí el mueble donde está el estabilizador para encenderlas, estaba apagado.
Ayer, cuando iba a salir del edificio, Alex, uno de los porteros, le decía a otro: “Álvarez, tenemos fantasmas” y luego se echó a reír.
Le pregunté de qué hablaba y me dijo que estaban llamando por citófono desde un apartamento desocupado. Le pregunté si alguna vez había visto algo extraño por las cámaras de seguridad, pero me dijo que no, que en este edificio nunca lo habían asustado, pero que en el otro, uno que queda por la 159, si asustan.
“¿Y eso?”, le pregunté. “Pues allá se prenden las luces que se activan con sensores de movimiento. A mí nunca me ha tocado, pero a uno de mis compañeros sí.”
Nos quedamos callados por un momento y al rato noto una nueva expresión en su cara, la de alguien a quien le llega un recuerdo. Alex vuelve a hablar.
“Eso no es nada, en el campo, de donde yo vengo, si que es berraco.”
“Cuente, ¿qué le paso?”
“Uff, si le dijera, una vez casi me lleva el putas”, dice sonriendo, pero en medio de lo tranquilo que parece al hablar del tema, se nota que fue una experiencia escalofriante.
“¿En serio? Cuénteme, ¿qué le pasó?”
En ese momento mi hermana, que ha seguido la conversación, pero no ha intervenido dice: “¡Uy, no no no no! Mejor no nos cuente nada, porque si no yo no puedo dormir esta noche”
“Otro día me cuenta que fue lo que le pasó Alex”, le digo.
“Bueno”, responde.
Me aventuro a imaginar que lo que marca el citófono desde el apartamento vacío, y lo que prendió las luces del árbol de navidad fue un espíritu burlón. Dice Internet que esos entes están a medio camino entre ser fantasmas y poltergeists. Todo bien mientras no se ponga agresivo.
Les quedo debiendo la historia de Alex.
miércoles, 7 de diciembre de 2022
lunes, 5 de diciembre de 2022
Dieta en navidad
Hago fila en el supermercado para pagar unos productos. Me llama la atención un hombre que esá delante de mí y que lleva un carrito de los grandes. Es de baja estatura, calvo y barrigón.
Ahí está muy tranquilo, mientras yo intento imaginarme su vida a partir de los productos que lleva.
Me fijo en él porque su mercado solo consiste en un queso pera amarillo y dos botellas de coca cola de 600 ml. De pronto lo hace a manera de terapía; me refiero a lo de llevar un carro grande, para solo echar dos productos. Así puede darse ánimos al pensar cosas como: “Pasé por la sección de galguerías y no eche ningún paquete al carrito”. Eso imagino, es decir, esa fuerza de voluntad funciona para que no desista de su propósito de hacer dieta.
También es posible que el hombre esté completamente concentrado, casi al nivel de un Monje Zen en pleno proceso de meditación, y esto le permite imaginar que lleva el carro repleto de productos de todo lo que le gusta y no debe comer: dulces, tortas, galletas, etc. Quizá por eso mira un punto fijo en la distancia, abstraído del mundo y todo lo que lo rodea, y mueve los labios, casi de forma imperceptible, repitiendo algún mantra que le ayuda a mantener la calma.
Ya está cansado de hacer dietas y que nada le funcione. Por eso ahora se auto aplico la dieta del queso y la Coca Cola.
Leyó sobre ella en un foro de internet, junto con varios testimonios de personas que decían que les había funcionado. Un par de tajadas de queso y un cuarto de vaso de Coca cola va a ser su comida en los próximos días.
Para lograrlo se va a desconectar del mundo. Va a utilizar su celular para lo mínimo y rechazará cualquier invitación a una novena, pues sabe que flaquearía si se llega a encontrar frente a frente con un buñuelo, pero ¿acaso quién no?
Ahí está muy tranquilo, mientras yo intento imaginarme su vida a partir de los productos que lleva.
Me fijo en él porque su mercado solo consiste en un queso pera amarillo y dos botellas de coca cola de 600 ml. De pronto lo hace a manera de terapía; me refiero a lo de llevar un carro grande, para solo echar dos productos. Así puede darse ánimos al pensar cosas como: “Pasé por la sección de galguerías y no eche ningún paquete al carrito”. Eso imagino, es decir, esa fuerza de voluntad funciona para que no desista de su propósito de hacer dieta.
También es posible que el hombre esté completamente concentrado, casi al nivel de un Monje Zen en pleno proceso de meditación, y esto le permite imaginar que lleva el carro repleto de productos de todo lo que le gusta y no debe comer: dulces, tortas, galletas, etc. Quizá por eso mira un punto fijo en la distancia, abstraído del mundo y todo lo que lo rodea, y mueve los labios, casi de forma imperceptible, repitiendo algún mantra que le ayuda a mantener la calma.
Ya está cansado de hacer dietas y que nada le funcione. Por eso ahora se auto aplico la dieta del queso y la Coca Cola.
Leyó sobre ella en un foro de internet, junto con varios testimonios de personas que decían que les había funcionado. Un par de tajadas de queso y un cuarto de vaso de Coca cola va a ser su comida en los próximos días.
Para lograrlo se va a desconectar del mundo. Va a utilizar su celular para lo mínimo y rechazará cualquier invitación a una novena, pues sabe que flaquearía si se llega a encontrar frente a frente con un buñuelo, pero ¿acaso quién no?
jueves, 1 de diciembre de 2022
Lanzar los dados
Daniela disfruta jugar parqués, porque es un juego que no la exige mentalmente. No le toca hacer cuentas complicadas, ni imaginarse jugadas delante de su turno, nada. Lanzar los dados es como la vida misma, nunca sabe que resultado va a obtener. Todo consiste en batirlos, esperar sacar un buen número y ya está. Más allá de eso no controla nada. Esa es la única responsabilidad, si se le puede llamar de esa manera, que le impone el juego.
Cuando es su turno y bate los dados –le gusta hacerlo encerrándolos entre ambas manos–, visualiza en su mente que va a obtener un lanzamiento perfecto: pares o el número que necesita para comer o llegar al seguro, aunque sabe que el puntaje no depende de ella, que es algo aleatorio, como la mayoría de cosas que le ocurren en su vida. Así las cosas, las personas aún creen que pueden dominar el curso de su destino, piensa.
Le gusta jugar con unas fichas de color verde chillón y con unos dados negros de pintas blancas, porque son livianos y dan muchas vueltas cuando los lanza. Dice que con esos saca más pares, a diferencia de los que utiliza su hermana, que son rojos y pesados y que siempre caen sobre la mesa con un golpe seco.
Su abuela le inculcó el vició por el juego desde muy pequeña, y en ese entonces se ponía de mal genio cuando le metían una ficha a la cárcel o la soplaban. Ahora, de adulta, siente que, de alguna manera, el parqués le ha ayudado a entender que no debe ponerle peros a la vida, que hay que aceptar todo como venga, pues siempre habrá opción de un nuevo lanzamiento.
Es su turno de nuevo. Encierra los dados con ambas manos y las mueve como si estuviera tocando una maraca. “Miren el doble seis que voy a sacar”, les dice a sus familiares con una amplia sonrisa.
Recuerda la estrofa de un poema que le regalo un poeta callejero:
Mientras hace rodar los dados por la mesa. Cierra los ojos y cuando los abre, ahí está ese par que predijo hace un momento.
“¿Y que tal que mi mente si pueda influir en los lanzamientos?”, se pregunta.
Cuando es su turno y bate los dados –le gusta hacerlo encerrándolos entre ambas manos–, visualiza en su mente que va a obtener un lanzamiento perfecto: pares o el número que necesita para comer o llegar al seguro, aunque sabe que el puntaje no depende de ella, que es algo aleatorio, como la mayoría de cosas que le ocurren en su vida. Así las cosas, las personas aún creen que pueden dominar el curso de su destino, piensa.
Le gusta jugar con unas fichas de color verde chillón y con unos dados negros de pintas blancas, porque son livianos y dan muchas vueltas cuando los lanza. Dice que con esos saca más pares, a diferencia de los que utiliza su hermana, que son rojos y pesados y que siempre caen sobre la mesa con un golpe seco.
Su abuela le inculcó el vició por el juego desde muy pequeña, y en ese entonces se ponía de mal genio cuando le metían una ficha a la cárcel o la soplaban. Ahora, de adulta, siente que, de alguna manera, el parqués le ha ayudado a entender que no debe ponerle peros a la vida, que hay que aceptar todo como venga, pues siempre habrá opción de un nuevo lanzamiento.
Es su turno de nuevo. Encierra los dados con ambas manos y las mueve como si estuviera tocando una maraca. “Miren el doble seis que voy a sacar”, les dice a sus familiares con una amplia sonrisa.
Recuerda la estrofa de un poema que le regalo un poeta callejero:
“Toma los dados de la suerte
Arrebátale a todo misticismo
El poder en tu vida
Y lanza los dados
Apuesta
Y si pierdes es tu derrota
Y si ganas
Tu victoria
No la del destino.”
Mientras hace rodar los dados por la mesa. Cierra los ojos y cuando los abre, ahí está ese par que predijo hace un momento.
“¿Y que tal que mi mente si pueda influir en los lanzamientos?”, se pregunta.
miércoles, 30 de noviembre de 2022
No le gusta que la toquen
Entro a un almacén de esos que venden maricaditas varias. Esta repleto de objetos decorativos para la temporada navideña; es un lugar perfecto para salir de un apuro, cuando no se tiene ni idea de qué regalarle a alguien.
Camino con cuidado, alejado de los estantes, para no rozar ningún objeto por culpa de un movimiento torpe que, imagino, va a generar una reacción en cadena, que va a derrumbar todo el local. Mi hermana, en cambio, que hoy decidió ser entropía pura, ya ha tumbado un par de ellos, sin mayores consecuencias.
Una mujer camina detrás de mí y parece que está de mal genio. Le dice algo a su acompañante, pero como lleva tapabocas no alcanzó a captar sus palabras. Por el tono de su voz, se nota que esta molesta por algo. Le sostengo la mirada por un segundo, y me parece que está llena de odio, así que la bajo para que siga su rumbo, fiel a mi teoría de no cruzarme en el camino de otras personas, para que el curso de mi vida no se despiporre.
Otra clienta que está en el local no es seguidora de mi teoría y de un momento a otro le toca la espalda a la mujer malhumorada, para decirle: “Señora cuidado con la bolsa que lleva colgada, ahorita casi tumba algo”.
“¡Ay sí señora, ya! Le responde y luego, con un nivel adicional de rabia, le dice a su acompañante: “¡Como odio que me toquen!”.
El resto de tiempo que paso en el almacén, me preocupo más en no rozar a la señora , que rozar los productos y adornos; todo con el fin de que el curso de mi vida siga su, en apariencia pues nunca se sabe, apacible camino.
Camino con cuidado, alejado de los estantes, para no rozar ningún objeto por culpa de un movimiento torpe que, imagino, va a generar una reacción en cadena, que va a derrumbar todo el local. Mi hermana, en cambio, que hoy decidió ser entropía pura, ya ha tumbado un par de ellos, sin mayores consecuencias.
Una mujer camina detrás de mí y parece que está de mal genio. Le dice algo a su acompañante, pero como lleva tapabocas no alcanzó a captar sus palabras. Por el tono de su voz, se nota que esta molesta por algo. Le sostengo la mirada por un segundo, y me parece que está llena de odio, así que la bajo para que siga su rumbo, fiel a mi teoría de no cruzarme en el camino de otras personas, para que el curso de mi vida no se despiporre.
Otra clienta que está en el local no es seguidora de mi teoría y de un momento a otro le toca la espalda a la mujer malhumorada, para decirle: “Señora cuidado con la bolsa que lleva colgada, ahorita casi tumba algo”.
“¡Ay sí señora, ya! Le responde y luego, con un nivel adicional de rabia, le dice a su acompañante: “¡Como odio que me toquen!”.
El resto de tiempo que paso en el almacén, me preocupo más en no rozar a la señora , que rozar los productos y adornos; todo con el fin de que el curso de mi vida siga su, en apariencia pues nunca se sabe, apacible camino.
martes, 29 de noviembre de 2022
Mariana no está
Lleva un tiempo mirando la pantalla y no se le ha ocurrido ningún tema. Que miedo eso, piensa, es decir, como la mente se comienza a desocupar a medida que envejece o como cada vez es más difícil rescatar recuerdos, pensamientos, o bien, generar ideas.
De ahí que varios escritores vean al subconsciente como fuente infinita de creatividad. Como decía Bradbury loco: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
Ahora dirige la mirada hacia la sección de estilos de Word y varios de los comandos inducen a escribir: Título, sin espaciado, Edición, dictar, editor, párrafo. Pero ¿sobre qué?
Quizá la historia está clara y se resiste a verla. O tal vez solo sea pereza. Sentir pereza para escribir también es válido, solo que hay unos masoquistas, como él, que se obligan a hacerlo, aunque mueran a causa de ella.
Tal vez debería escribir lo que le ocurre, su situación actual, un hombre que está sentado en su escritorio y sufre para poner una palabra después de otra.
Es de madrugada y ahí está con el cuarto casi a oscuras, por culpa del bombillo de su lámpara que parece fatigado.
De repente el hombre escucha un ruido en la cocina, un cajón que se abre y unos cubiertos que caen al suelo. “Debe ser Mariana”, murmura, y cuando pone los dedos sobre el teclado recapacita sobre lo que acaba de decir. Mariana ya no está con él, Murió atropellada por un bus, de camino hacia el trabajo, mientras conducía su bicicleta.
Se queda quieto y siente miedo. Piensa que, si va a la cocina, se la va encontrar tal cual la ve en los sueños, con la cara destrozada por el accidente. Entonces se pone de pie y le echa seguro a la puerta del cuarto, como si esa medida de seguridad sirviera contra fantasmas o espíritus que se han perdido en su camino al más allá o que no dejan este plano porque tienen temas pendientes por resolver.
El hombre se sienta y comienza a escribir a contar su historia, pero lo debe hacer desde el principio, desde el día que la conoció cuando llevaba el vestido rojo de flores blancas que tanto le gustaba.
Ahí está, ya tiene una historia por contar. Aunque a veces siente que alguien lo mira desde atrás, no deja de teclear por dos horas seguidas.
Tiene que contar su historia por su bien y el de ella.
De ahí que varios escritores vean al subconsciente como fuente infinita de creatividad. Como decía Bradbury loco: “la autoconciencia es el enemigo de todo arte, ya sea actuar, escribir, pintar o vivir, que es el arte más grande de todos.”
Ahora dirige la mirada hacia la sección de estilos de Word y varios de los comandos inducen a escribir: Título, sin espaciado, Edición, dictar, editor, párrafo. Pero ¿sobre qué?
Quizá la historia está clara y se resiste a verla. O tal vez solo sea pereza. Sentir pereza para escribir también es válido, solo que hay unos masoquistas, como él, que se obligan a hacerlo, aunque mueran a causa de ella.
Tal vez debería escribir lo que le ocurre, su situación actual, un hombre que está sentado en su escritorio y sufre para poner una palabra después de otra.
Es de madrugada y ahí está con el cuarto casi a oscuras, por culpa del bombillo de su lámpara que parece fatigado.
De repente el hombre escucha un ruido en la cocina, un cajón que se abre y unos cubiertos que caen al suelo. “Debe ser Mariana”, murmura, y cuando pone los dedos sobre el teclado recapacita sobre lo que acaba de decir. Mariana ya no está con él, Murió atropellada por un bus, de camino hacia el trabajo, mientras conducía su bicicleta.
Se queda quieto y siente miedo. Piensa que, si va a la cocina, se la va encontrar tal cual la ve en los sueños, con la cara destrozada por el accidente. Entonces se pone de pie y le echa seguro a la puerta del cuarto, como si esa medida de seguridad sirviera contra fantasmas o espíritus que se han perdido en su camino al más allá o que no dejan este plano porque tienen temas pendientes por resolver.
El hombre se sienta y comienza a escribir a contar su historia, pero lo debe hacer desde el principio, desde el día que la conoció cuando llevaba el vestido rojo de flores blancas que tanto le gustaba.
Ahí está, ya tiene una historia por contar. Aunque a veces siente que alguien lo mira desde atrás, no deja de teclear por dos horas seguidas.
Tiene que contar su historia por su bien y el de ella.
lunes, 28 de noviembre de 2022
Dos libros gratis
Una vez tuve una reunión de intercambio de libros con unos amigos. Ese día salí de afán del apartamento y olvidé lo más importante: el libro que iba a llevar.
Afortunadamente la anfitriona de ese día, una amiga que estudio literatura y es profesora de español, tiene la casa repleta de ellos y cuando le conté que lo había olvidado, me dijo que no había problema y me llevo a una habitación en la que solo había libros. Me dijo que podía escoger el que quisiera para hacer el trueque más tarde.
Empecé a hojear las torres de libros con cuidado porque había unas que hacían equilibrio y parecían desafiar todas las leyes de la física, y en medio de esa tarea me topé con el libro de cuentos Amantes y Enemigos de Rosa Montero.
Lo comencé a hojear y me pregunto: “¿Ese es el que vas a intercambiar?” “No, este me gustaría leerlo”. “Te lo puedes llevar, no hay problema”.
Ya no recuerdo cuál fue el libro que escogí para intercambiar, pero le prometí que después le iba a dar uno. El que tenía en mente era El Asesino Ciego de Margaret Atwood, que compré en una charla de la escritora, porque había leído muy buenas críticas sobre él. Al parecer, en cuestiones de técnica, es un libro supremo, pues narra una novela dentro de la novela, pero luego de comenzarlo a leer no me enganchó.
El día de la charla tenía la intención de preguntarle a Atwood si le guardaba el mismo cariño al Cuento de la Criada como sus lectores, o si otro libro de los que ha escrito le parece mejor que ese. Pero me quedé con la mano levantada porque nunca me pasaron el micrófono.
Pero bueno ese era el libro que pensaba darle a mi amiga a modo de intercambio por el de Montero, pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
El día de la reunión quedó volando La casa de los espíritus de Isabel Allende y como nadie se lo quería llevar, le pregunté a Ángela, su dueña, si lo podía tomar, y me dijo que no había problema.
Ya ven, ese día no lleve ningún libro y salí con dos debajo del brazo.
¡Por más reuniones como esa por favor!
Afortunadamente la anfitriona de ese día, una amiga que estudio literatura y es profesora de español, tiene la casa repleta de ellos y cuando le conté que lo había olvidado, me dijo que no había problema y me llevo a una habitación en la que solo había libros. Me dijo que podía escoger el que quisiera para hacer el trueque más tarde.
Empecé a hojear las torres de libros con cuidado porque había unas que hacían equilibrio y parecían desafiar todas las leyes de la física, y en medio de esa tarea me topé con el libro de cuentos Amantes y Enemigos de Rosa Montero.
Lo comencé a hojear y me pregunto: “¿Ese es el que vas a intercambiar?” “No, este me gustaría leerlo”. “Te lo puedes llevar, no hay problema”.
Ya no recuerdo cuál fue el libro que escogí para intercambiar, pero le prometí que después le iba a dar uno. El que tenía en mente era El Asesino Ciego de Margaret Atwood, que compré en una charla de la escritora, porque había leído muy buenas críticas sobre él. Al parecer, en cuestiones de técnica, es un libro supremo, pues narra una novela dentro de la novela, pero luego de comenzarlo a leer no me enganchó.
El día de la charla tenía la intención de preguntarle a Atwood si le guardaba el mismo cariño al Cuento de la Criada como sus lectores, o si otro libro de los que ha escrito le parece mejor que ese. Pero me quedé con la mano levantada porque nunca me pasaron el micrófono.
Pero bueno ese era el libro que pensaba darle a mi amiga a modo de intercambio por el de Montero, pero hasta el día de hoy no lo he hecho.
El día de la reunión quedó volando La casa de los espíritus de Isabel Allende y como nadie se lo quería llevar, le pregunté a Ángela, su dueña, si lo podía tomar, y me dijo que no había problema.
Ya ven, ese día no lleve ningún libro y salí con dos debajo del brazo.
¡Por más reuniones como esa por favor!
jueves, 24 de noviembre de 2022
No conocemos a nadie
Trabajo en el otro extremo de la ciudad, así que debo levantarme cuando todavía es de noche para poder llegar a tiempo. Lo primero que hago es preparar café en una cafetera italiana que está a punto de desbaratarse.
Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.
Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.
Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.
Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.
“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?
No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.
Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.
Luego me siento en la mesa de la cocina y espero a que el café esté listo. Me lo sirvo en mi pocillo preferido, uno de color negro y que tiene la oreja desportillada. Todo en esta casa parece estar en ruinas.
Me gusta ese momento del día, porque me pongo a pensar sobre mi vida. Lo que está bien y lo que no y me gustaría mejorar. Lo hago mientras le doy sorbos pequeños al tinto para no quemarme la boca.
Cuando me lo acabo de tomar, busco la correa de Danger, mi perro. El nombre es una broma porque es un cruce de perros enanos, de esos fastidiosos que ladran porque sí y porque no. Lo llevo a un descampado que queda a media cuadra y muy pocas veces me cruzo con algún vecino.
Ayer, cuando llegué del trabajo, pasé por la casa de Jaime. Don Jaime le dice todo el mundo, pero yo no sé por dónde le ven el don. Estaba sentado al frente de la puerta. Suele hacer eso, saca una silla Rimax blanca y se sienta a ver pasar la gente, la vida o las dos cosas.
“Buenas tardes”, le dije. No tenía otra opción que saludarlo, si no quería pasar por grosera. Él levanto una mano a manera de saludo al tiempo que decía, “usted sale muy temprano de su casa, ¿no vecina?
No le respondí nada, pero después de llegar a la casa me puse a pensar en lo que me dijo: “¿Por qué sabe de mis rutinas?, ¿Es que acaso me espía? Uno nunca termina de conocer a las personas.
Nunca sabemos, por ejemplo, si ese que nos sonríe tiene cuerpos picados en pedacitos dentro de su congelador.
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