martes, 28 de marzo de 2023

Helado derretido

En un restaurante, en una mesa que da contra una pared, una pareja discute. Ella gesticula con las manos y no para de hablar, mientras que él la mira fijamente, no dice nada, y cada cierto tiempo se lleva a la boca una cucharada de helado.

Me fijo de forma más detenida en la mujer y me parece atractiva. Tiene la nariz respingada, pelo negro largo y liso, y unas pestañas negras también largas. También noto que tiene el maquillaje algo corrido, seguro porque lloró en algún momento de la discusión.

La escena carga mucha emoción y drama, y si eso está presente siempre hay una historia de por medio. Agudizo el oído, pero en el lugar hay mucho ruido: el barullo de voces de las otras mesas, el sonido de cubiertos chocando contra la vajilla y música que sale de unos parlantes.

Por eso solo alcanzo a captar un par de frases. “A mi no me importa perder una amiga”, dice ella que, al parecer, no le importa hablar en voz alta sobre la situación que atraviesan como pareja.

Parece que no ha tocado su copa de helado ni una sola vez y que ya está del todo derretido.

El hombre, como ya les dije, casi no habla, y las pocas veces que decide hacerlo, lo hace en un tono muy bajo.

Me parece extraño el contraste de las emociones del lugar. Parece que ella se está jugando la vida en esa conversación y que tiene un nudo adentro que está tratando de desenredar con las palabras, pero hacia mi derecha,  un grupo de amigos ríe con fuerza en otra mesa.

De pronto es verdad lo que dicen algunos escritores como Borges y Ribeyro sobre la superioridad de la amistad sobre el amor, en el sentido que es más desinteresada y menos invasiva, y que no carga tanta ansiedad.

Sea como sea, no cabe duda de  que dejar derretir un helado indica que algo anda mal.

lunes, 27 de marzo de 2023

¿Para qué?

Hoy no tengo ganas de escribir.

Es mi culpa por no haber dedicado,  en medio de mis ocupaciones, un par de minutos a pensar sobre qué tema hacerlo.

Debe ser porque es lunes. Últimamente los lunes me están dando en la cabeza, pues como ya les había comentado en esta entrada (que precisamente escribí el primer día de la semana), los siento viscosos.

Una vez, salí con V. por un par de meses. En una ocasión en un bar, celebrando el cumple de yo no sé quiensito, se me ocurrió contarle a uno de sus amigos que tenía un blog en el que escribía seguido sobre lo que fuera.

“¿Para qué?”, me pregunto con cara de asombro, como si yo fuera un bicho raro. La mayoría de amigos de V. me parecían tarados, es decir, como falsos y que solo vivían de las apariencias.

No recuerdo que le respondí, seguro nada y cambié el tema o lo dejé solo solo y me fui con mi cerveza a otro lado.

No logro entender porque algunas personas creen que todo lo que se hace debe tener un fin más allá de que a uno le guste hacerlo porque sí, porque le brinda tranquilidad o le da la regalada gana.

Muchas veces me he sentado, como hoy, a juntar unas cuantas palabras con un tedio que parece sobrepasar las ganas de hacer cualquier cosa, pero igual lo hago porque sé que escribir me relaja, que contar cualquier cosa, como que vi pasar una mosca, elimina ese efecto de viscosidad del que les hable, en fin, que aligera mi vida y eso es bueno, porque he llegado a la conclusión de que lo más importante en la vida es estar tranquilo.

Esa, imagino, será mi respuesta cuando algún otro tarado, tarada, tarade, taradx, tarad@, me pregunte con el rostro retorcido “¿Para qué?”, después de contarle que escribo seguido.

viernes, 24 de marzo de 2023

En la cima del mundo

Es un día soleado.

Un hombre que sale de un edificio lleva puesto un blazer de cuadros blancos y negros pequeños, una camiseta azul, lentes oscuros, barba rala y una sonrisa fulminante, que opaca el resto de sus prendas o accesorios.

Mira el reloj de forma distraída, como si no tuviera afán de llegar a ningún lado, y se lanza a la calle a lo que sea que tenga que hacer.

Me aventuro a imaginar que está en la cima del mundo, en la suya por lo menos, que todo le ha salido bien en la vida y que no carga con más preocupaciones que decidir en qué restaurante comer o cómo gastarse su fortuna.

Entonces llegan a mi mente imágenes de películas donde él o la protagonista camina por el centro de una gran ciudad, a medio arreglar porque salió de afán de sus casas y con un vaso de café en sus manos.

A veces fantaseo con escenarios de ese tipo. Yo en una mega urbe, digamos NY, caminando de afán por las calles porque tengo que llegar a la sala de redacción de de The New Yorker, revista en la que ocupo un cargo importante.

Pero al rato le encuentro peros a esa fantasía, pues que pereza tomar café caminando de afán, en vez de sentado viendo pasar la gente, uno de mis deportes favoritos.

La descarto y pienso en otra: el novelista que anda con su portátil debajo del brazo. Cambió de ciudad y me voy a Dublin. También camino, pero no de afán, buscando cafés para sentarme a escribir.

Pero no sirvo para ese rol. No me refiero al de escritor, sino al del escritor que escribe en cafés. Es un plan que he hecho un par de veces, pero no lo disfruto porque siempre pienso que un ladrón me está estudiando desde algún lugar, para ver en qué momento se puede robar mi máquina. También me da una pereza infinita desconectar el cable HDMI, el del Kindle, junto con el cargador.

Mucha gente romantiza eso de trabajar en cafés.  Dicen que el ambiente da un subidón a la creatividad y no sé qué más cosas.

De pronto si es así y no me he dado cuenta, o he visitado cafés que no crean esa atmósfera tan propicia para crear.

Entonces aquí sigo sin ocupar un puesto importante en una revista y sin ser novelista.

¿Qué le vamos a hacer?

jueves, 23 de marzo de 2023

Sobre diarios y lo cotidiano

Siempre me han impresionado mucho los escritores que saben narrar lo cotidiano que, aunque no parezca, tiene su ciencia.

De pronto por eso es que me atraen tanto los diarios , porque al no tener ínfulas de novela o cuento, parece que los escritores muestran su visión del mundo y relatan sus experiencias de forma cruda.

Hay mucho poder en las viñetas de vida sinceras.

Después de mucho tiempo, por fin me volví a encarretar con La tentación del fracaso, los diarios de Julio Ramón Ribeyro a los que llegué por culpa de Millás, pues habla de ellos en La vida a ratos, su diario novelado.

Algún día he de volver a los de John Cheever, también mencionados por el escritor español.

Ese aspecto de cotidianeidad fue algo que me gustó mucho de Ordesa, la novela de Manuel Vilas, pero luego intenté leer Alegría y me pareció repetitiva con relación a la otra obra.

También están los de Virginia Woolf que traen unas alusiones bellísimas a la escritura.

He buscado como loco unas columnas que escribía Margarita García Robayo para un diario argentino, pero no las he podido encontrar. Eran un recuento de cosas que le habían pasado en la semana de Lunes a viernes. Cada día era un párrafo corto, pero Robayo, creo, es una de las escritoras más precisas para escribir sobre lo cotidiano.

La culpa de esa adicción a los diarios, o bien a lo cotidiano, la tiene Anaïs Nin, pues el volumen IV de los suyos me voló la cabeza.

Siempre he pensado que el curso correcto de lectura de un autor debería ser primero una de obra de ficción, para  luego meterle el diente a los diarios, pero los libros van llegando y uno intenta despacharlos de la mejor manera posible.

"Este aspecto de los grandes escritores es el que cada ves me interesa 
más, sus papeles marginales: cartas, diarios, notas, borradores, artículos, etc.  
Me entretiene meter las narices en este desván, siempre tan revelador"
- La tentación del fracaso -

miércoles, 22 de marzo de 2023

Familias felices y desdichadas

Una vez al son de unas cervezas, un amigo me insinuó que debería esforzarme por tener más experiencias, es decir, vivir más. Lo que quería decir, o bueno, lo que entendí, es que debería arriesgarme más e intentar vivir todo tipo de eventos o situaciones.

“¿Se imagina todo lo que podría escribir?”, me pregunto.

Sí, seguro muchísimas historias, pero no estoy de acuerdo que para escribir toque vivir de cerca las miserias del ser humano.

Recuerdo que una vez leí sobre un escritor que se se metió en una cárcel para escribir sobre la experiencia. Imagino que el texto que logró es quizá más preciso que una pieza de ficción sobre el mismo tema, pero pues no me veo haciendo cosas de ese estilo.

Flojo, poco escritor o no sé, pero así son las cosas.

Este tema llega a mi cabeza por Todas las familias felices, un ensayo de Ursula K le Guin. Cuenta la escritora que un día en el que quería escribir una historia y no se le ocurría ninguna, se puso a pensar en las primeras líneas de Ana Karenina, ya saben:”Todas las familias felices se parecen unas a otras, pero cada familia infeliz lo es a su manera”.

Quién sabe cuántas veces se habrán citado esas palabras como verdad absoluta y genialidad del escritor ruso. Muchas personas han escrito sobre el tema, incluso yo las he mencionado un par de veces en este blog.

Le Guin dice que antes de ser vieja era muy respetuosa para disentir de Tolstói, pero que ya con más de 60 años se le atrofió la facultad del respeto.

Entonces se pregunta: “Esas familias felices de las que habla Tolstói tan confiado, para descartarlas por parecidas, ¿dónde están? ¿Eran mucho más comunes en el siglo XX? ¿Conocía el escritor una gran cantidad de familias felices entre la nobleza rusa, o la clase media, o el campesinado, todas ellas parecidas?”

Es un ensayo extenso, pero el punto de la escritora es el siguiente:

¿Por ser tan parecidas las familias felices, entonces toca escribir sobre las desdichadas y llenas de conflicto? ¿Es la felicidad fácil, poco profunda y ordinaria que no aplica como tema de una novela, a diferencia de la desdicha que es tan compleja, profunda y difícil de definir?

Es tonto pensar que no se pueda escribir sobre familias felices, signifique lo que eso signifique, y que no encierran historias. Historias felices precisamente.

martes, 21 de marzo de 2023

Ex futuros

Soy pésimo usuario de todas esas aplicaciones  tipo Tinder, Bumble, etc. Debe ser porque soy viejenial entonces no entiendo muy bien las dinámicas actuales.

Dicho esto, una vez, hace como 10.000 años. tuve un perfil en Hi5. Ya saben, uno de esos portales de esos en los que se suben un par de fotos y alguna que otra frase echa para conseguir amigos, pareja o un estafador(a) como el de Tinder.

Recuerdo que agregué muchas mujeres de todos lados que me parecían bellísimas, pero hasta ahí llegaba, nunca les hablaba ni nada. Era una mezcla de timidez, pereza y poca fe en ese tipo de páginas.

Entonces apareció N. una mujer de Medellín. Pero vuelve y juega, nunca le hablé.

Un día la busqué para ver si había agregado  fotos nuevas y no la encontré entre mis contactos o “amigos” (entrecomillo la palabra porque como decía un amigo: amigas las bolas y no se hablan), en fin.

Tiempo después me di cuenta de que ella había visto mi perfil. Entonces me arriesgué a enviarle un mensaje a esa desconocida

Ella respondió al día siguiente y comenzamos a charlar. Le pregunté por qué había desaparecido de mis contactos y me dijo: “Pues como usted nunca me habló, yo lo borré”.

Había mucha química entre nosotros, pasábamos horas hablando por teléfono y también nos escribíamos seguido.

En ese entonces (2007) mi jefe me dijo un lunes: “Juan Manuel, la otra semana viajas a la sede de Medellín”. Parecía que el destino, si es que existe, quería que N. y yo nos conociéramos en persona.

Solo fue un viaje de 3 días, pero la pasé muy bien con ella. También fueron días agotadores, porque apenas terminaba nuestra jornada laboral, hacíamos planes que duraban hasta la madrugada.

En ese momento sentí que era la mujer de mi vida, pero no. La vida casi nunca resulta ser lo que uno cree.

El último día me invitó a almorzar y luego fuimos a una librería y le regalé un libro.

¿Y luego?

Nuestro contacto por email fue menos frecuente hasta que se diluyó por completo.

A veces N. pasa como una ráfaga de aire por mi mente y me pregunto: “¿Qué habría pasado si hubiera mantenido el contacto con ella?” No sé. Lo que está claro es que ahora hace parte de uno de mis ex futuros.

Así se titula uno de los ensayos del libro Traiciones de la memoria de Héctor Abad Faciolince. 
El significado del término es: Los yo que pudimos llegar a ser y no fuimos.

jueves, 16 de marzo de 2023

11 AM

Año 2002.

Yo y unos amigos estamos en Atlanta y caminamos por un centro comercial, que parece no tener fin, es como si estuviéramos atrapados dentro de una ilusión de consumo.

Viajamos desde Carolina del Sur en una Van para 10 personas. Lo hicimos sin Apps, celulares, y faltaban cuatro años para que Waze saliera al mercado. Todo fue a punta de mapa en mano y las señales de la carretera.

Como era un viaje largo, yo había insistido en alquilar la camioneta con seguro. Había dos opciones: uno full que costaba 100 dólares diarios y otro parcial del que ya no recuerdo el precio.

“Pues si quiere seguro lo pagará usted Juanma”, dijeron mis amigos. No dije nada. Nuestro presupuesto de estudiantes era justo, así que no había otra opción que echarse la bendición al inicio del viaje.

Dos amigos se turnaban la conducción de la camioneta. Recuerdo que había tramos de autopista rectos y largos. En ellos configuraban la velocidad crucero  para no tener que pisar el acelerador.

Después de 9 horas, por fin llegamos a Atlanta y caímos en lo que parecía ser un barrio peligroso, de calles desocupadas y sucias y hombres de caras recias que nos miraban mal desde los andenes.

Cuando salimos de ese lugar nos topamos con el centro comercial.

Allí en una tienda de Tower Records compré el álbum My Morning View de Incubus, que había salido en Octubre de 2001.

De vuelta en la camioneta recuerdo que Diana puso el cd y repetimos una y otra vez Nice to Know You. Hasta que llegamos al lugar donde nos íbamos a quedar: la casa de no sé quiensito, que conocía a fulano. que era amigo de un amigo nuestro.

La verdad compré ese álbum porque esa canción me encantaba, pero intuía que la banda era mucho más que ese sencillo.

No me equivoqué, tiene otras buenas canciones como Blood on the ground y 11:00 AM, mi favorita.