miércoles, 13 de marzo de 2024

Parálisis de opción

Han sido días largos en los que tengo que mirar unas grabaciones para escribir un texto. Escucho, devuelvo el video, vuelvo a escuchar. Leo lo que he escrito, edito un poco, y así hasta que terminó las dos horas de video para tratar de convertir lo que escuché en una narrativa digerible.

Ayer acabé en la noche y me dije: mí mismo vamos a ver algo en Netflix, Star o en la plataforma que sea.

Me eché en el sofá con toda la actitud del caso: cobija en mano y algo de tomar y comencé a buscar qué ver. En esas duré un buen rato, pero no logré decidirme por ninguna serie, documental o película, pues nada terminaba de llamarme la atención.

De pronto soy muy quisquilloso al momento de seleccionar qué ver porque sólo en películas hay más de 12000 títulos si se suman las de todas las plataformas. O puede que haya experimentado  parálisis de opción, un término que me acabo de inventar y que no tiene mucho sentido, pero fue lo que me salió.  La parálisis de opción, dicen los expertos (yo), hace referencia a que ante múltiples opciones, el cerebro humano se funde y determina que lo mejor es seguir igual: no hacer nada ni escoger nada, como dejar que la vida se le estampe a uno en la cara como le dé la regalada gana.

Recuerdo que apenas lanzaron Netflix veía series como si no fuera a haber un mañana, pedía recomendaciones, miraba las que estaban de moda o si no leía las sinopsis, y si me llamaban la atención me las empacaba capítulo tras capítulo como si nada. De esa forma me vi unos huezasos tremendos, solo por terminarlas.

Quizá ocurre, como escribí hace un tiempo, que a medida que uno envejece va perdiendo la paciencia. No sé.


Todo son preguntas.

martes, 12 de marzo de 2024

En un café

El lugar lo están remodelando y me siento como un tarado porque no encuentro la barra para hacer el pedido. Veo a un mesero y le pregunto dónde queda. Apenas comienza a hablar para darme las indicaciones arranca a caminar para mostrarme en dónde está. Me siento aún más tarado porque es como si hubiera pensado: Este tipo no va a poder encontrar la barra por sí solo.

Luego de hacer mi pedido, veo a dos hombres (uno viejo y el otro joven) conversando animadamente al final de la barra. Deben ser nieto y abuelo, pienso, pero el menor, apenas está listo su pedido lo toma y se despide del anciano que lleva sombrero y bastón. Todo parece indicar, que alguno de los dos comenzó a hablar y el otro le siguió la conversación. Imagino que el viejito fue el que comenzó a hablar.

Apenas llego al final de la barra para esperar mi pedido, le entregan el suyo al anciano. Minutos más tarde ya tengo mi café y voy a buscar mesa, pero como el lugar lo están remodelando se redujeron las mesas disponibles.

Mientras camino, esquivando sillas y buscando donde sentarme, me cruzo con el viejito del sombrero que está solo en una mesa. Me hace gestos para que lo acompañe, pero rechazo su amable invitación, porque quiero leer y seguro él quiere conversar con extraños como yo. El caso es que quiero dedicar el tiempo que tengo disponible a meterme en el mundo de la novela de turno y que nadie me fastidie.

“Tranquilo, muchas gracias”, le digo al anciano del sombrero, que ahora revisa su celular. Seguro está tranquilo, no sé por qué se me ocurrió responderle semejante estupidez, en fin.

Ahí me quedo un par de minutos con el café en la mano y dando vueltas, hasta que por fin se desocupa una mesa. Me lanzo a caminar hacia ella como si mi vida dependiera de ello. Es una conducta exagerada porque nadie más busca mesa en ese momento, pero ¿qué le vamos a hacer? En la vida se tiene derecho a actuar de forma maniaca de vez en cuando.

Apenas me siento y comienzo a leer, soy consciente del ruidajero del lugar. ¿Por qué no se callan todos?, pienso, e imagino que me responden ¿gran pendejo, por qué no se va a leer a su casa? No continúo con esa conversación mental, porque tengo todas las de perder.

En una mesa de al lado un hombre teletrabaja y da la hora de una reunión para Guatemala y Honduras, “Es a las tres de la tarde hora colombia”, concluye. Hay varias personas en ese mismo plan. Una mujer, por ejemplo, optimiza el espacio de la pequeña mesa muy bien, y aparte del portátil, también tiene encima de ella un vaso de café, un mouse, y una libreta. Se le ve algo rígida porque sus movimientos deben ser precisos para no tumbar nada mientras teclea, habla y levanta el vaso de café para darle sorbos.

A mí derecha, un hombre está encorvado sobre su portátil y tiene unos audífonos de diadema que, pienso, deben cancelar el ruido del entorno. Me solidarizo con él, pues seguro no quiere que nadie lo moleste durante el tiempo que va a pasar en ese lugar. Al rato un hombre le toca el hombro y lo saca de su burbuja. “hola fulanito, ¿cómo estás?” “bien gracias”, responde el hombre con un dejo de fastidio en su voz”. “El otro día estuve con tu papá yo no sé donde”...el hombre, que ahora tiene los audífonos colgando del cuello, no responde nada, y pone una cara de nada de: ¿y a mí qué? Al final el viejo parece entender su lenguaje corporal y se despide. El hombre vuelve a ponerse los audífonos y fija de nuevo su mirada en la pantalla del portátil.

Una mujer menuda que lleva pantalones anchos y el pelo recogido en una cola, se sienta en otra mesa y en vez de poner el portátil sobre ella, cruza las piernas como una contorsionista –como solo las mujeres lo saben hacer– y lo ubica sobre ellas.

En medio de ese ajetreo de personas, charlas portátiles, termino un capitulo, miro la hora y me doy cuenta de que debo abandonar el café para no llegar tarde a una cita.

El viejito del sombrero conversa ahora con dos personas que lo acompañan en su mesa. No sabemos si son viejos conocidos o extraños que acaba de conocer en ese lugar.

lunes, 11 de marzo de 2024

Escribir sobre la peste

Veo La primera ola, un documental sobre el Covid que se filmó en Nueva York durante los primeros meses de la pandemia. Se centra sobre un par de pacientes que lograron sobrevivir al virus y el equipo médico que los atendía.

Se puede ver la angustia e incertidumbre que, supongo, experimentamos todos en esos días. Una doctora decía algo del siguiente estilo: Cuando una persona sufre un infarto, tú sabes que medicamentos darle para que se mejore, pero ahora no tenemos manual para lo que  está ocurriendo.

Recuerdo que en esos primeros meses tuve, de un día para otro, un dolor en la palma de las manos. Al poco tiempo caí en cuenta de qué lo había causado: Me las estaba lavando con tanto esmero que me estaba lastimando.

Mientras veía esas escenas tan lejanas y cercanas a la vez, pensé que en esos días no escribí mucho sobre la pandemia, o era un tema que tocaba de forma muy distante en lo que escribía.

}Recuerdo que narré el día que fui a hacer mercado cuando decretaron la cuarentena por primera vez y cómo las personas cogían lo que podían de los estantes como si estuviéramos en medio de una guerra. Creo que ese día me estrene en el uso de tapabocas y me puse unos guantes de plástico baratos, de esos que entregan para comer pollo.

Tal vez me habría venido bien eso de la escritura terapéutica, tan común en estos días, en ese entonces. aunque es, creo, un término redundante, pues la escritura siempre será terapéutica, a
 menos de que uno escriba manuales para electrodomésticos.  ¿acaso no?. en fin.

 Bien lo sentencio Rosa Montero: La escritura es un esqueleto exógeno que te permite mantenerte de pie.

viernes, 8 de marzo de 2024

A medias

En cualquier momento me recogen para salir de viaje y este escrito puede quedar a medias. De pronto nunca será publicado y entonces viene la pregunta: ¿Para qué tomarse la molestia de comenzarlo?

Y también viene la respuesta: Porque sí, por dejar registro de algo, aunque no sea nada del otro mundo y nadie lo lea nunca. También porque así, imagino, ¿cómo? al escribir con angustia quiero decir, sin saber en qué momento lo vamos a dejar de hacer, obliga a arrumar unas cuantas letras sí o sí.

En parte, esa necesidad de contar lo que ocurre,fue fue lo que llevó a Dimitri Kolesnikov Romanovich, un marinero ruso, a escribir lo siguiente: El agua nos llega ahora por los tobillos. Nos queda aire para unas pocas horas. Se acaba de apagar la luz. Escribo a ciegas”.

Son escenarios distintos claro está, Kolesnikov al borde de la muerte y yo acá sentado en mi escritorio listo para irme de viaje, pero la necesidad de contar lo que pasa, aunque tengan  detonantes diferentes, comparten terreno en común.

No sé si me estoy explicando bien. Si no, es porque estás palabras salen a punta de tropiezos por mis dedos, por ese afán, repito, de contar lo que sea, así tenga o no mucho sentido.

Esa Ansía por decir qué ocurre también la experimentó Leola, la protagonista del Rey Transparente, la novela de Rosa Montero. Ella abre la novela diciendo lo siguiente:

La pluma tiembla entre mis dedos cada vez que el ariete embiste contra la puerta, un sólido portón de metal y madera que no tardará en hacerse trizas. Pesados y sudados hombres de hierro se amontonan en la entrada. Vienen a por nosotras. Las buenas mujeres rezan. Yo escribo.

Es mi mayor victoria, mi conquista el don del que  me siento más orgullosa; y aunque las palabras están siendo devoradas por el gran silencio, hoy constituyen mi única arma.

Quizás escribir, sin importar el escenario, no sea otra cosa que una manera de enfrentarse a la muerte, de ahí la angustia que produce dejar un texto a medias.

jueves, 7 de marzo de 2024

Leer en desorden

Pico algo de lectura de un libro un día, al siguiente de otro, de repente recuerdo uno que empecé a leer y leo unas cuantas páginas, y así va creciendo el número de libros que leo y no crece el de los leídos. Ni hablar de los libros que comienzo a leer y que abandono después de unas cuantas páginas, en fin.

Antes, en esa época que me obligaba a terminar un libro si lo comenzaba, era muy psicorígido y no concebía leer más de un libro al mismo tiempo. El otro día vi un video de un tipo en Instagram que decía que solo se debe leer un libro a la vez si se le quiere sacar todo el provecho posible, y daba un par de razones para sustentar su teoría. Que aburrición tan gigante leer de esa manera.

La escritora Margarita García Robayo escribía una columna (nunca la he vuelto a encontrar) preciosísima, a manera de diario, para un periódico argentino. Cada día de la semana era un pequeño párrafo en el que narraba algo que había hecho o le había pasado. Una vez contó que cuando estaba en la casa, oía a sus hijos reír y les preguntaba en voz alta qué estaban haciendo. Al caer la noche, se enteraba de que sus hijos habían estado en su cuarto y habían tumbado la torre de libros que tenía en su mesa de noche. Luego de reír, la acomodaban como mejor podían y salían de la habitación. Antes de dormir, la escritora tomaba el libro que estaba encima de la torre, pero rara vez era el que había leído la noche anterior porque sus hijos la tumbaban con frecuencia. De todas formas leía un par de páginas antes de dormir.

Leer sin seguir un orden preestablecido, sino lo que caiga en nuestras manos, que buena manera de aproximarse a la lectura.

miércoles, 6 de marzo de 2024

Trizas

Después de preparar un café, Ramón se da cuenta de que el escurridor de platos está hasta el tope de loza. Siente un arrebato de imponer orden y toma el limpión, que esta colgado de un gancho en la pared, para secarla y guardarla en los gabinetes de la cocina.

Cada vez que toma un plato o taza evalúa si necesita pasarle el trapo. Ahí está, con el trozo de tela en una mano y una una pieza de loza en la otra. Después de limpiar una taza y acomodarla boca abajo, la forma en que le gusta a Miranda, su esposa, Su mirada se posa sobre un plato pequeño, el favorito de su hijo.

Cuando comienza a acercarlo hacia su cuerpo, el objeto parece cobrar vida y se le escure de las manos. Como suele ocurrir en situaciones de ese tipo, el tiempo adopta la modalidad de cámara lenta y Ramón ve cómo el plato se dirige hacia el piso sin poder hacer nada. 

Sin tiempo de poder reaccionarr, solo piensa: ojalá rebote y no se rompa. En un principio pensó en estirar la pierna para amortiguar su caída con el zapato, pero no tuvo tiempo de hacer nada. Además, el plato, el piso o ambos parecían estar atentos a sus pensamientos y eso apresuró más su caída. Apenas entró en contacto  contra una de las baldosas de la cocina, se pulverizó en mil pedazos que salieron disparados en todas las direcciones.

 Después de un par de madrazos y recoger el reguero que causó el accidente, o bien su torpeza, Ramón piensa que la acción de romper no puede ser de otra manera, ni a medias. Un objeto, o bien situación, no se puede romper en solo dos o tres partes, sino que debe hacerse trizas. De ahí que desconfíe de la frase Romper solo en caso de emergencia, porque romper está por encima de las emergencias, ocurre y ya está. Es, cree, como una forma de olvidar el pasado y comenzar desde cero.

martes, 5 de marzo de 2024

Llorar

Hoy lloré. 

Es algo que no hago con frecuencia. Imagino que llorar, en medio de lo trágico que puede ser, tiene sus beneficios. ¿Cómo cuáles? No sé bien. Escribí eso de los beneficios porque fue la frase que justo me salió en ese momento. ¿Qué decir? pienso, qué sé yo, que llorar consiste en convertir la tristeza en pequeñas gotas salinas que se expulsan por los ojos.

El caso es que no lloré de tristeza, sino al picar una cebolla, Hacia rato que no me ocurría eso. Ahí estaba en la cocina, listo para preparar mi plato estrella: pescado en salsa con vino blanco, y luego de alistar la tabla para picar, me encontré un pedazo de cebolla blanca. La piqué y me di cuenta de que no me iba a alcanzar, así que busqué una roja, le quité la cáscara y también la piqué finamente. Ahí empecé a llorar.

Me entero de que al picar cebolla se produce una rotura celular en la verdura. Eso hace que libere sustancias químicas como los sulfuros. Es, parece ser, la única forma de defensa que tiene la cebolla, que pensara algo del siguiente estilo: Ahh, pues si me viene a joder tome sus sulfuros. Cuando los receptores del ojo captan esas sustancias, producen las lágrimas a modo de defensa. La cebolla de la que les hablo debía ser rica en sulfuros.

Los de la RAE dicen que llorar consiste en derramar lágrimas y si uno sigue escarbando sobre el concepto, como para llegar a su raíz, se entera que las las lágrimas son cada una de las gotas que segrega la glándula lagrimal, aunque todos sabemos que llorar, y todo lo que implica, es una acción que no se puede definir en una frase y que es mucho más que eso.

Todo, como siempre he pensado, parece tener relación: Uno llora bien sea al producir roturas celulares en una cebolla o porque alguien o algo nos provocó una rotura en los sentimientos.