Leo tres libros al tiempo.
Solo un decir, porque en verdad solo leo uno, y a los otros dos les doy sorbos de lectura.
Otra mentira. De esos dos restantes, de uno, un volumen de diarios de Anaïs Nin, apenas hojeo algunas páginas de vez en cuando.
El otro, una colección de cuentos de Amparo Dávila, lo tengo en stand by. No me enganchó del todo, pero siento que tiene algo. Como cada cuento no me toma más de treinta minutos leerlo, ahí está, esperándome en el Kindle.
Leer, pienso, también se trata de eso: leer a trompicones, en desorden. Como una historia que cuenta Margarita García Robayo y que ya he mencionado un par de veces en este blog. Dice la escritora que sobre su mesa de noche siempre hay una pila de libros. A veces, en el día, escucha la risa de sus hijos en su cuarto. Cuando les pregunta qué hacen, responden que nada y salen de él. Más tarde, en la noche, se da cuenta de que tumbaron la torre y la acomodaron como pudieron. Entonces, nunca guarda el mismo orden. El libro que está encima nunca es el mismo. Cada vez que se va a dormir lee un libro diferente.
Volviendo a la cantidad de libros que leo, leía cuatro. Pero abandoné uno, porque leer también se trata de de eso: de dejar un libro en el momento en que se vuelve insoportable.
En mi caso, me cansaron los saltos raros de punto de vista. De pronto, la narración pasaba de primera a tercera a segunda persona, todo en cuestión de unas cuantas líneas, y yo sin tener ni idea de quién carajos estaba hablando. Puede que sea un lector perezoso y necesite que me lo den todo mascadito. No sé. Sea como sea, la lectura me agotó y le dije adiós en la página 95.
Leer.
Leer rápido, atragantándose con las palabras.
O despacio, bien despacio, para saborearlas.
Abandonar lecturas sin remordimiento.
Leer diez páginas y dejar un libro.
Leer setecientas y también dejarlo.
Leer mil de una sola sentada.
Leer como a uno le dé la regalada gana.
lunes, 9 de junio de 2025
domingo, 8 de junio de 2025
Como si nada
Apenas abro los ojos, lo primero que busco es algún rastro de dolor.
Ahí estoy, quieto en la cama, escaneando mi cabeza. Parece que se esfumó. No entiendo nada: han sido semanas de dolor todos los días y, de un momento a otro, desaparece sin aviso, sin el alarde del que suele presumir.
Soy consciente de que en cualquier momento puede volver, pero no puedo vivir bajo esa sombra, así que me alegro de que, al menos por el momento, no sienta nada.
En medio de esos pensamientos la cama empieza a sacudirse en todas direcciones. En el segundo previo todo es quietud; al siguiente, como si nada, todo estalla. La vida se quiebra. Es un temblor con pinta de terremoto.
Yo, que me jacto de ser tranquilo y de casi nunca sentirlos, esta vez lo noto en todo su esplendor. Me angustio como nunca, pero no hago nada. Me quedo ahí, tendido, pensando que pronto va a pasar, que lo mejor es no salir a correr como loco. Todo pasa, pienso.
Pero a la tierra le importa un carajo mi pensamiento zen y se sigue sacudiendo; también a mi hermana, que ahora aporrea mi puerta con los nudillos y me grita que salga.
Me pongo de pie. Cuando estoy a unos pasos de la puerta, pienso que se ha desajustado, que no voy a poder abrirla. Giro la chapa con algo de duda, pero la puerta funciona como siempre y se abre sin oponer resistencia.
Ya fuera del cuarto la tierra deja de moverse. Me queda una porción de miedo instalado en la boca del estómago.
Imagino que los temblores son situaciones que nos hacen pensar en la muerte. Nos abren los ojos y nos recuerdan lo frágil que es todo. Que la vida se puede esfumar en un segundo. Así, como si nada.
Ahí estoy, quieto en la cama, escaneando mi cabeza. Parece que se esfumó. No entiendo nada: han sido semanas de dolor todos los días y, de un momento a otro, desaparece sin aviso, sin el alarde del que suele presumir.
Soy consciente de que en cualquier momento puede volver, pero no puedo vivir bajo esa sombra, así que me alegro de que, al menos por el momento, no sienta nada.
En medio de esos pensamientos la cama empieza a sacudirse en todas direcciones. En el segundo previo todo es quietud; al siguiente, como si nada, todo estalla. La vida se quiebra. Es un temblor con pinta de terremoto.
Yo, que me jacto de ser tranquilo y de casi nunca sentirlos, esta vez lo noto en todo su esplendor. Me angustio como nunca, pero no hago nada. Me quedo ahí, tendido, pensando que pronto va a pasar, que lo mejor es no salir a correr como loco. Todo pasa, pienso.
Pero a la tierra le importa un carajo mi pensamiento zen y se sigue sacudiendo; también a mi hermana, que ahora aporrea mi puerta con los nudillos y me grita que salga.
Me pongo de pie. Cuando estoy a unos pasos de la puerta, pienso que se ha desajustado, que no voy a poder abrirla. Giro la chapa con algo de duda, pero la puerta funciona como siempre y se abre sin oponer resistencia.
Ya fuera del cuarto la tierra deja de moverse. Me queda una porción de miedo instalado en la boca del estómago.
Imagino que los temblores son situaciones que nos hacen pensar en la muerte. Nos abren los ojos y nos recuerdan lo frágil que es todo. Que la vida se puede esfumar en un segundo. Así, como si nada.
jueves, 5 de junio de 2025
Tremendo gilipollas
Son las diez de la noche y decido ver un capítulo de la segunda temporada de The last of us. Resulta aburrido porque es uno donde narran el pasado, como si lo guionistas hubieran tenido la siguiente conversación:
“No sé cómo continuar la historia”, dice uno de ellos, a lo que otro le contesta: “Fácil hermano, nárrese un flashback y al final mira cómo integrarlo con sucesos del presente y sale pa pintura.”
El capítulo acaba pasadas las once y, sin rastros de sueño, decido que es hora de irme a dormir o, por lo menos, meterme dentro de las cobijas a ver si el sueño me pilla desprevenido.
Ya en la cama busco un podcast y me encuentro con uno de Millás. Boto almohadas al piso hasta quedarme con una, Apago la lámpara y le doy play. El escritor comienza a hablar con el periodista que lo acompaña y caigo en cuenta de que es un episodio que ya había escuchado, pero igual lo dejo. El sueño, parece, comienza a hacer acto de presencia. Imagino que caigo en él al poco rato. El celular queda sonando.
En la madrugada estoy en Madrid. No sé qué hago allá, pero soy consciente de que es una ilusión. Quién está allí es mi yo del sueño, no el real. Es extraño, porque todo se siente muy vívido.
Sea como sea, estoy en un salón con varias sillas acomodadas de forma aleatoria, como si alguien las hubiera espolvoreado sobre el lugar. Alguien da una charla. Esa persona es el escritor español. No recuerdo sobre qué habla ni ninguna de las respuestas que da a lo que le preguntan.
Al final del evento Millás camina hacia la salida y le corto el paso para darle la mano.
“Ese imbécil va a escribir una novela. Tremenda novela”, le digo, pero es mentira, porque sí me gusto, pero no es nada del otro mundo.
Me mira y su gesto es neutro, no expresa ninguna emoción. Nuestro diálogo está herido de muerte y para revivirlo solo se me ocurre preguntar:
“¿Nos podemos tomar una foto?”
Millás accede a mi petición, pero cuando saco el celular noto que está incómodo. Le digo que no es necesario que lo haga. Me mira de nuevo y con un gesto casi imperceptible, me da a entender que sí, que no quiere fotos sino solo largarse del lugar.
“Tremendo gilipollas”, parece que piensa.
“No sé cómo continuar la historia”, dice uno de ellos, a lo que otro le contesta: “Fácil hermano, nárrese un flashback y al final mira cómo integrarlo con sucesos del presente y sale pa pintura.”
El capítulo acaba pasadas las once y, sin rastros de sueño, decido que es hora de irme a dormir o, por lo menos, meterme dentro de las cobijas a ver si el sueño me pilla desprevenido.
Ya en la cama busco un podcast y me encuentro con uno de Millás. Boto almohadas al piso hasta quedarme con una, Apago la lámpara y le doy play. El escritor comienza a hablar con el periodista que lo acompaña y caigo en cuenta de que es un episodio que ya había escuchado, pero igual lo dejo. El sueño, parece, comienza a hacer acto de presencia. Imagino que caigo en él al poco rato. El celular queda sonando.
En la madrugada estoy en Madrid. No sé qué hago allá, pero soy consciente de que es una ilusión. Quién está allí es mi yo del sueño, no el real. Es extraño, porque todo se siente muy vívido.
Sea como sea, estoy en un salón con varias sillas acomodadas de forma aleatoria, como si alguien las hubiera espolvoreado sobre el lugar. Alguien da una charla. Esa persona es el escritor español. No recuerdo sobre qué habla ni ninguna de las respuestas que da a lo que le preguntan.
Al final del evento Millás camina hacia la salida y le corto el paso para darle la mano.
“Ese imbécil va a escribir una novela. Tremenda novela”, le digo, pero es mentira, porque sí me gusto, pero no es nada del otro mundo.
Me mira y su gesto es neutro, no expresa ninguna emoción. Nuestro diálogo está herido de muerte y para revivirlo solo se me ocurre preguntar:
“¿Nos podemos tomar una foto?”
Millás accede a mi petición, pero cuando saco el celular noto que está incómodo. Le digo que no es necesario que lo haga. Me mira de nuevo y con un gesto casi imperceptible, me da a entender que sí, que no quiere fotos sino solo largarse del lugar.
“Tremendo gilipollas”, parece que piensa.
domingo, 1 de junio de 2025
Mensajes en la lluvia
Llueve.
Quizá lo que me despierta es eso: el repiqueteo de las gotas sobre el marco de la ventana. No llueve duro, pero es una llovizna constante, como terca, que a ratos disminuye casi hasta el punto de parar, para luego volver renovada.
Busco las gafas a tientas sobre la mesa de noche. En realidad, no es una mesa de noche sino un viejo mueble modular con una cajonera en la que guardo CD’s que ya no escucho, y ahí siguen. Podría venderlos o regalarlos, pero hay ciertos objetos que uno conserva con la misma terquedad con la que cae la lluvia.
Me recuesto otra vez sobre las almohadas. Me pongo las gafas y miro hacia el techo. Pienso si no debería hacer algo útil. Yo qué sé, meditar por lo menos durante un minuto, ponerme de pie con energía y hacer sentadillas, trotar en el mismo puesto, no sé, lo que sea, pero ese impulso fitness se diluye en cuestión de segundos. Lo que hago es tomar el celular y comenzar a hacer scroll down.
Al poco tiempo me aburro, pues es lo mismo de siempre. No dejamos de mostrar esa maravillosa y ficticia vida que tenemos, acompañada de frases motivacionales, donde todo son sonrisas, fiesta y viajes. Qué falsos somos, no hay caso.
Luego abro el correo. No, hoy tampoco llegó ese mensaje que espero hace tiempo. ¿Cuál? Creo que ya lo he mencionado: un editor leyó algo mío y quiere publicarme. Reviso la carpeta de spam por si acaso, pero tampoco está ahí. Solo me encuentro con mensajes del Banco Galicia para un tal Juan Marcos, un hombre que quién sabe hace cuánto no le llega información de su banco porque confundieron su correo con el mío. O de pronto yo soy ese Juan Marcos y aún no me entero. A veces siento que no me entero de nada. Quizás a Juan Marcos le llegan mensajes de un editor que lo quiere publicar.
Afuera sigue lloviendo. Justo cuando voy a dejar el celular sobre el mueble modular, me llega un mensaje de M., que se fue a vivir a Madrid hace dos años, al WhatsApp.
Le pregunto si ya es la CEO de la empresa que la llevó a trabajar al exterior. “Jajajajaja no, ha sido todo un desastre… larga historia, pero ahí sigo”, contesta.
De resto, dice que le ha ido bien y que se encuentra amañada en Madrid. Veo que escribe, hasta que aparece un nuevo mensaje:
“Te pensé mucho porque hoy conocí a Rosa Montero”.
Luego me envía tres imágenes de los libros que se llevó: Animales difíciles, El peligro de estar cuerda y La ridícula idea de no volver a verte, cada uno con una dedicatoria distinta: “Para mi M., con gratitud y mil besos.” “M. querida, es un lujo tenerte allí al otro lado. Un besote.” “Para la bella M., con un besazo.”
Cerca de ella, me cuenta, también estaba Millás, pero al momento de elegir prefirió a Rosa. Le digo que hizo bien; siempre he tenido la impresión de que Millás no es tan cálido con sus lectores.
Me dice que tenía que parar lo que estaba haciendo para contarme sobre tan importante encuentro. Dejamos de conversar, con una promesa de llamada para mañana.
Afuera sigue lloviendo y me acuerdo de Lágrimas en la lluvia, uno de los títulos de la saga de Bruna Husky.
En el sector de la ciudad en el que trabajé con M. también llovía mucho. Combatíamos la lluvia con cafés después del trabajo y largas charlas.
Quizá lo que me despierta es eso: el repiqueteo de las gotas sobre el marco de la ventana. No llueve duro, pero es una llovizna constante, como terca, que a ratos disminuye casi hasta el punto de parar, para luego volver renovada.
Busco las gafas a tientas sobre la mesa de noche. En realidad, no es una mesa de noche sino un viejo mueble modular con una cajonera en la que guardo CD’s que ya no escucho, y ahí siguen. Podría venderlos o regalarlos, pero hay ciertos objetos que uno conserva con la misma terquedad con la que cae la lluvia.
Me recuesto otra vez sobre las almohadas. Me pongo las gafas y miro hacia el techo. Pienso si no debería hacer algo útil. Yo qué sé, meditar por lo menos durante un minuto, ponerme de pie con energía y hacer sentadillas, trotar en el mismo puesto, no sé, lo que sea, pero ese impulso fitness se diluye en cuestión de segundos. Lo que hago es tomar el celular y comenzar a hacer scroll down.
Al poco tiempo me aburro, pues es lo mismo de siempre. No dejamos de mostrar esa maravillosa y ficticia vida que tenemos, acompañada de frases motivacionales, donde todo son sonrisas, fiesta y viajes. Qué falsos somos, no hay caso.
Luego abro el correo. No, hoy tampoco llegó ese mensaje que espero hace tiempo. ¿Cuál? Creo que ya lo he mencionado: un editor leyó algo mío y quiere publicarme. Reviso la carpeta de spam por si acaso, pero tampoco está ahí. Solo me encuentro con mensajes del Banco Galicia para un tal Juan Marcos, un hombre que quién sabe hace cuánto no le llega información de su banco porque confundieron su correo con el mío. O de pronto yo soy ese Juan Marcos y aún no me entero. A veces siento que no me entero de nada. Quizás a Juan Marcos le llegan mensajes de un editor que lo quiere publicar.
Afuera sigue lloviendo. Justo cuando voy a dejar el celular sobre el mueble modular, me llega un mensaje de M., que se fue a vivir a Madrid hace dos años, al WhatsApp.
Le pregunto si ya es la CEO de la empresa que la llevó a trabajar al exterior. “Jajajajaja no, ha sido todo un desastre… larga historia, pero ahí sigo”, contesta.
De resto, dice que le ha ido bien y que se encuentra amañada en Madrid. Veo que escribe, hasta que aparece un nuevo mensaje:
“Te pensé mucho porque hoy conocí a Rosa Montero”.
Luego me envía tres imágenes de los libros que se llevó: Animales difíciles, El peligro de estar cuerda y La ridícula idea de no volver a verte, cada uno con una dedicatoria distinta: “Para mi M., con gratitud y mil besos.” “M. querida, es un lujo tenerte allí al otro lado. Un besote.” “Para la bella M., con un besazo.”
Cerca de ella, me cuenta, también estaba Millás, pero al momento de elegir prefirió a Rosa. Le digo que hizo bien; siempre he tenido la impresión de que Millás no es tan cálido con sus lectores.
Me dice que tenía que parar lo que estaba haciendo para contarme sobre tan importante encuentro. Dejamos de conversar, con una promesa de llamada para mañana.
Afuera sigue lloviendo y me acuerdo de Lágrimas en la lluvia, uno de los títulos de la saga de Bruna Husky.
En el sector de la ciudad en el que trabajé con M. también llovía mucho. Combatíamos la lluvia con cafés después del trabajo y largas charlas.
viernes, 30 de mayo de 2025
Schopenhauer y el deseo
Conocí al filósofo alemán en la universidad por casualidad. Fue un semestre en que tuve que meter muchas electivas porque mi promedio estaba herido de muerte y debía subirlo sí o sí.
Si no recuerdo mal, nos pusieron a leer uno de sus textos en una clase de crítica de cine. Ya no sé cuál de sus posturas me cautivó, pero sí que en ese semestre traté de poner en práctica sus enseñanzas.
Me remito al primer artículo que encuentro sobre el filósofo en internet y cuenta que fue uno de los padres del pesimismo filosófico. Uno de los puntos del artículo lleva como título: La felicidad es una utopía inalcanzable.
Decía Schopenhauer que nos pasamos la vida deseando cosas —qué sé yo, un mejor trabajo, una casa nueva, la mujer del prójimo, lo que sea— y que, apenas satisfacemos un deseo, siempre aparece uno nuevo; un bucle infinito que nos lleva a sufrir por no obtener lo que deseamos, aburrirnos hasta que lo conseguimos, para luego volver a sufrir.
Esto me hace acordar de unas líneas del primer párrafo de Saber perder, la novela de David Trueba:
El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y solo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.
¿Y qué o qué? Pues que Schopenhauer decía que la mejor forma de manejar ese tema de los deseos era no andar en búsqueda de la felicidad, sino más bien de la ausencia del dolor.
Sea como sea, siento que me estoy enredando y es probable que a algún fanático del filósofo alemán esto le parezca basura. No sé, yo solo estaba buscando mis 300 palabritas del día, y ya voy en la 314, así que mejor me detengo.
Ya saben, no se compliquen la vida y presten atención a aquellas cosas que desean.
Si no recuerdo mal, nos pusieron a leer uno de sus textos en una clase de crítica de cine. Ya no sé cuál de sus posturas me cautivó, pero sí que en ese semestre traté de poner en práctica sus enseñanzas.
Me remito al primer artículo que encuentro sobre el filósofo en internet y cuenta que fue uno de los padres del pesimismo filosófico. Uno de los puntos del artículo lleva como título: La felicidad es una utopía inalcanzable.
Decía Schopenhauer que nos pasamos la vida deseando cosas —qué sé yo, un mejor trabajo, una casa nueva, la mujer del prójimo, lo que sea— y que, apenas satisfacemos un deseo, siempre aparece uno nuevo; un bucle infinito que nos lleva a sufrir por no obtener lo que deseamos, aburrirnos hasta que lo conseguimos, para luego volver a sufrir.
Esto me hace acordar de unas líneas del primer párrafo de Saber perder, la novela de David Trueba:
El deseo asociado a un objeto de deseo nos condena a él. Pero hay otra forma de deseo, abstracta, desconcertante, que nos envuelve como un estado de ánimo. Anuncia que estamos listos para el deseo y solo nos queda esperar, desplegadas las velas, que sople su viento. Es el deseo de desear.
¿Y qué o qué? Pues que Schopenhauer decía que la mejor forma de manejar ese tema de los deseos era no andar en búsqueda de la felicidad, sino más bien de la ausencia del dolor.
Sea como sea, siento que me estoy enredando y es probable que a algún fanático del filósofo alemán esto le parezca basura. No sé, yo solo estaba buscando mis 300 palabritas del día, y ya voy en la 314, así que mejor me detengo.
Ya saben, no se compliquen la vida y presten atención a aquellas cosas que desean.
jueves, 29 de mayo de 2025
Las malas posturas de la cabeza
Todo comienza con una molestia leve, difícil de precisar, en el lado derecho de la cabeza. La clave —la mía, por lo menos— para evitar caer en el pozo de la migraña es tomar la pastilla en el momento en que el dolor comienza a hacer acto de presencia.
No logro identificar ese momento. O sí lo hago, pero pienso que, si me quedo quieto y en una posición relajada, va a desaparecer. Como no soy un monje budista, el dolor toma control del lado derecho de la cabeza y, en pocos minutos, domina la situación.
Ahí, tendido en la cama, recuerdo el inicio de Malas Posturas, el cuento de Lina María Parra:
A veces, con el sol picante de las tardes que se estalla contra el cemento, se me despiertan unos dolores terribles que me obligan a encerrarme en la oscuridad y el calor de mi cuarto. Encerrarme a esperar. De vez en cuando me paro como puedo y recorro los escasos tres metros que me separan del baño, apretando los párpados como si se me fueran a salir los ojos, y vómito con una mejilla recostada en la taza del sanitario porque no puedo sostener mi propia cabeza.
Este post debería ser tan preciso como ese párrafo. Qué bien escribe la escritora antioqueña. ¿Cómo lo hace? En fin.
Sea como sea, la pastilla hace efecto después de unos 50 minutos, pero, agotado por el episodio, quedo como desubicado. Como si hubiera pasado una tormenta que me transportó a un lugar que desconozco. Busco en internet y me entero de que experimento algo que se llama resaca de migraña. Después de haber luchado contra el dolor, las neuronas y las células del sistema nervioso central quedan alerta, a la espera de otra embestida del dolor.
A Ángela, una amiga, no le gustaba tomar pastillas. Decía que los medicamentos son malos para el cuerpo y prefería meditar, o simplemente aguantarse el dolor hasta que se esfumara. A mí esa me parece una medida loca y no tengo problema alguno en entregarme a la química y su combinación de moléculas.
No logro identificar ese momento. O sí lo hago, pero pienso que, si me quedo quieto y en una posición relajada, va a desaparecer. Como no soy un monje budista, el dolor toma control del lado derecho de la cabeza y, en pocos minutos, domina la situación.
Ahí, tendido en la cama, recuerdo el inicio de Malas Posturas, el cuento de Lina María Parra:
A veces, con el sol picante de las tardes que se estalla contra el cemento, se me despiertan unos dolores terribles que me obligan a encerrarme en la oscuridad y el calor de mi cuarto. Encerrarme a esperar. De vez en cuando me paro como puedo y recorro los escasos tres metros que me separan del baño, apretando los párpados como si se me fueran a salir los ojos, y vómito con una mejilla recostada en la taza del sanitario porque no puedo sostener mi propia cabeza.
Este post debería ser tan preciso como ese párrafo. Qué bien escribe la escritora antioqueña. ¿Cómo lo hace? En fin.
Sea como sea, la pastilla hace efecto después de unos 50 minutos, pero, agotado por el episodio, quedo como desubicado. Como si hubiera pasado una tormenta que me transportó a un lugar que desconozco. Busco en internet y me entero de que experimento algo que se llama resaca de migraña. Después de haber luchado contra el dolor, las neuronas y las células del sistema nervioso central quedan alerta, a la espera de otra embestida del dolor.
A Ángela, una amiga, no le gustaba tomar pastillas. Decía que los medicamentos son malos para el cuerpo y prefería meditar, o simplemente aguantarse el dolor hasta que se esfumara. A mí esa me parece una medida loca y no tengo problema alguno en entregarme a la química y su combinación de moléculas.
miércoles, 28 de mayo de 2025
Nunca somos el mismo
Tengo poquísimas ganas de escribir.
Yo mismo actúo ya como un intruso en mis propios textos.
—¿Cómo es eso?
Releer para corregir constituye una de las formas de esta práctica. El que relee ya no es el mismo que el que escribió, ¿me sigue?, el que relee para corregir es un intruso.
Siempre he pensado que es bueno dejar añejar los textos, bien sea por unos días, semanas o incluso meses, porque, cuando se vuelve a ellos, resultan extraños, muy distantes al estilo de uno. Nunca se me había ocurrido que lo que en verdad ocurre es que el que edita un texto propio nunca es uno mismo, sino otro completamente distinto. No sabemos, a nivel celular, por ejemplo, cuántos cambios han experimentado mis células de un párrafo a otro.
Nunca somos el mismo, o la misma, para que nadie salga ofendido.
Solo lo hago para postear algo, lo que sea, porque no quiero volver a caer en ese letargo de hace un tiempo, en el que dejé de escribir por pura pereza y no hacía ni el menor intento por recuperar el hábito.
Como no se me ocurre nada novedoso, no me queda más que hablarles de la última novela de Millás. Tenía que leerla porque el escritor español cuenta en uno de los libros que escribió con el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que estimaba que le quedaba vida para dos o tres novelas.
Como no se me ocurre nada novedoso, no me queda más que hablarles de la última novela de Millás. Tenía que leerla porque el escritor español cuenta en uno de los libros que escribió con el paleoantropólogo Juan Luis Arsuaga, que estimaba que le quedaba vida para dos o tres novelas.
Ese es un tema que siempre ronda mi cabeza: ¿Cuánta vida me queda? Pregunta que se puede alargar con diferentes variantes, siendo una de ellas: ¿Cuánta vida me queda para leer novelas?
Sea como sea, el narrador de la novela —que es él mismo, pero se supone que no es el mismo, sino otro, un yo impostado— dice lo siguiente en un diálogo con su psicoanalista:
Sea como sea, el narrador de la novela —que es él mismo, pero se supone que no es el mismo, sino otro, un yo impostado— dice lo siguiente en un diálogo con su psicoanalista:
Yo mismo actúo ya como un intruso en mis propios textos.
—¿Cómo es eso?
Releer para corregir constituye una de las formas de esta práctica. El que relee ya no es el mismo que el que escribió, ¿me sigue?, el que relee para corregir es un intruso.
Siempre he pensado que es bueno dejar añejar los textos, bien sea por unos días, semanas o incluso meses, porque, cuando se vuelve a ellos, resultan extraños, muy distantes al estilo de uno. Nunca se me había ocurrido que lo que en verdad ocurre es que el que edita un texto propio nunca es uno mismo, sino otro completamente distinto. No sabemos, a nivel celular, por ejemplo, cuántos cambios han experimentado mis células de un párrafo a otro.
Ocurre algo similar con la lectura de novelas. Si se lee la misma en diferentes etapas de la vida, la percepción del texto será muy diferente.
Nunca somos el mismo, o la misma, para que nadie salga ofendido.
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