Muchos dicen que para dormir bien solo se necesita un buen colchón, pero pocos son los que les dan a las almohadas el lugar que realmente merecen.
Que sean dos por favor, una muy blanda y esponjosa y la otra algo maciza, pero no del todo compacta. Hablemos de tres si uno va a leer y es necesario armar una especie de trono contra la pared, y solo una al momento de cerrar los ojos para dormir; caso contrario el dolor de cuello está listo para abrazarnos al día siguiente.
Cuando era pequeño tenía las dos, pero no eran, digamos, almohadas profesionales. Eso me obligaba a hacer un sándwich en el que las almohadas eran las tapas y los cojines la carne. Estos últimos eran tres pequeños y cuadrados, dos verdes y uno rojo, y dejaban mi cabeza a la altura adecuada cuando ya me iba a dormir.
Una vez en una capacitación que le dictamos al equipo comercial de una empresa, el cliente pagó un hotel cinco estrellas y a cada persona le dieron cuarto con sala, baño con tina y una cama kingsize.
Esa cama tenía un ejercito de almohadas y han sido de las mejores que he probado; uno solo tenía que tirarlas cerca a la cabecera sin ningún orden específico, y quedaran como quedaran, no había necesidad de reacomodarlas. Eran, podría decirse, el nirvana hecho almohada.
Ahora cuento con las dos reglamentarias y un cojín almohada, cuya funda hace juego con el cubrelecho, y que utilizo para edificar mi trono de lectura apenas me meto en la cama. Aunque hay veces que, por alguna razón, lo lanzo lejos y decido quedarme solo con las almohadas.
Cuando ya me voy a dormir, palpo cada una para ver cuál está en mejores condiciones para prestar el servicio, es decir, no debe estar ni tan blanda ni tan dura. Supondría uno que las almohadas no cambian de suavidad o dureza nunca, pero yo sospecho que las mías sí lo hacen, de ahí ese examen que les hago cada noche.
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