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miércoles, 22 de noviembre de 2017

El baúl

La casa de la abuela Inés que conocí, mi abuela materna, era una estructura de dos pisos inmensa. Quizá siempre la percibí así porque de pequeño uno tiende a agrandarlo todo. En el primero siempre vivió otra familia, y el único contacto que teníamos con sus miembros era el pasillo de la entrada que estaba conectado a la escalera; ellos, ese núcleo familiar, siempre fueron para mí, e imagino que para otras personas de la familia, una especie de incógnita; fantasmas que, sabíamos, flotaban cerca de nosotros, pero rara vez se nos aparecían. 


En el segundo piso vivía mi abuela con dos de sus hijas, y en cierto momento vivió otra más con su familia. Esa planta tenía un gran salón principal que contenía a la sala y el comedor y estaba conectado al cuarto de mi abuela. Esos tres espacios con pinta de uno, eran los únicos que tenían piso de madera, que siempre permanecía brillado, despedía olor a cera y se quejaba con nuestros pasos.


Cuando visitábamos a la abuela, ese espacio era el lugar en el que pasaba la mayor parte del tiempo, al igual que la alberca; no sé por qué me atraía ese último lugar en el que jugaba a recoger agua con un tazón que flotaba en ella para luego regarla de nuevo dentro de la estructura de cemento; creo que eso se debía a la fascinación que, también de pequeños, tenemos con el agua, cuando es contenida en grandes cantidades: piscinas, fuentes, albercas, etc. y también porque las veces que visitaba ese lugar, ubicado en la azotea, era a escondidas, desafiando las advertencias de peligro, y un posible regaño, que me daba mi madre.


El cuarto de mi abuela era un lugar frio. Lo recuerdo oscuro, opaco, con dos camas, un televisor, un cuadro del sagrado corazón, un televisor y un baúl gigante desprovisto de cualquier tipo de estética; una caja de madera simple y lisa de aspecto lúgubre. 


Lo que la abuela guardaba en ese baúl era todo un misterio. Mi madre asegura que ahí tenía los documentos de sus hijos, ¿cuáles documentos? Partidas de nacimiento, exámenes y ese tipo de papeles imagino; también almacenaba monedas de plata, billetes y regalos, paquetes de ropa, sin abrir, porque, supongo, creía que lo que tenía de momento le bastaba.

lunes, 6 de febrero de 2017

Temblor

Algunas personas contamos con un sistema interno de amortiguadores que le evitan al cerebro, captar  cualquier tipo de sacudida que experimente la tierra.  Esto imagino, es bueno, pues no permite que se sientan los temblores.

Lo malo de la situación que describo es  no poder hacer parte de esa histeria colectiva posterior a ese tipo de eventos. Hoy, en un grupo de Whatsapp, varios preguntaron que si todos nos encontrábamos bien.  "Fulanito no contesta" dijo uno. "Ya hable con él y todos están bien" respondió alguien, mientras que otros escribían mensajes de lo duro que había sido y en donde los había agarrado.  Yo escribí un comentario más bien flojo, tipo chascarrillo, en el que nadie reparo,  pero claro, lo importante es el temblor y la manera en que se experimentó, el resto de temas, lo que sea, puede esperar, pero bueno, tal vez mi chiste si estuvo muy malo.

Luego, a lo largo del día, todos llevamos un nuevo lugar común en forma de interrogante en nuestras cabezas :"¿Sintió el temblor?". Supongo que es interesante cuando alguien responde: "Si claro, iba camino a tal parte, cuando de repente.... bla bla bla", pues las historias, para todos nosotros, son como una droga, pero  ¿De qué van a querer hablar las personas cuando alguien  les responda con un tajante y frío "no, yo no sentí nada"?

Así no haya sentido el temblor, de todas maneras he tratado de estar lo más atento posible a cualquier otra sacudida de la tierra el día de hoy.  ¿Cómo saber, por ejemplo, que el temblor de la mañana, es solo el abrebocas del fin del mundo?  Cuando salí a la calle, anduve con cuidado, atento a cualquier grieta en el suelo que, con una nueva sacudida, podría convertirse en un abismo por el que varios caeríamos.